Sobre el método
En los últimos cinco años, mi vida ha estado consagrada por entero a escribir este libro, y a veces me resulta difícil remitir mis ideas a las diversas fuentes de las que provienen. En las notas que se encuentran al final del libro he intentado dar cuenta de todas las influencias y no distraer al lector con una cascada de nombres, que tal vez no le sean familiares, o con la jerga técnica en el cuerpo del texto. Pedí a mis entrevistados que me permitieran utilizar sus nombres verdaderos, porque estos confieren autoridad a las historias verdaderas. En un libro que tiene como una de sus metas eliminar el peso del estigma asociado con la enfermedad mental, es importante no propiciar dicho estigma con la ocultación de la identidad de personas que sufren depresión. Sin embargo, en siete de las historias que he incluido, sus protagonistas prefirieron que los mencionara mediante un seudónimo, y me convencieron de que tenían razones de peso para hacerlo. Ellos aparecen en este texto como Sheila Hernandez, Frank Rusakoff, Bill Stein, Danquille Stetson, Lolly Washington, Claudia Weaver y Fred Wilson. Ninguno de los siete es una personalidad inventada, y me he tomado el trabajo de no modificar ningún detalle. Los miembros de los Mood Disorders Support Groups (MDSG, Grupos de Apoyo para los Trastornos Anímicos) usan solo sus nombres de pila; he cambiado todos ellos para respetar el carácter privado de las reuniones grupales. El resto de los nombres son verdaderos.
He permitido a los hombres y mujeres cuyas batallas constituyen el tema central de este libro que contaran sus propias historias. He hecho todo lo que estaba a mi alcance para lograr que sus relatos fueran coherentes, aunque en general no he intentado verificar los hechos que me contaban. Tampoco he insistido en que la narración personal de cada una de las historias fuera estrictamente lineal.
A menudo me han preguntado cómo llegué a conocer a estas personas. Cierto número de profesionales, como queda registrado en los agradecimientos, me ayudaron a vincularme con sus pacientes. Yo mismo conocí a una enorme cantidad de personas que me ofrecieron voluntariamente sus propias y cuantiosas historias al conocer el tema de mi trabajo; algunas de ellas eran en extremo fascinantes y terminaron por convertirse en fuentes para mi labor. En el año 1998 publiqué un artículo acerca de la depresión en The New Yorker,1 y durante los meses que siguieron a aquella publicación recibí más de mil cartas. Graham Greene dijo una vez: «A veces me pregunto cómo se las arreglan todos aquellos que no escriben, componen o pintan para liberarse de la locura, la melancolía y el miedo al pánico inherente a la condición humana».2 Creo que subestimó en exceso a la cantidad de personas que, de una u otra manera, sí escriben para mitigar la melancolía y el miedo al pánico. Cuando me entregué a responder aquel diluvio de correspondencia, les pregunté a algunas personas, cuyas cartas me habían resultado particularmente conmovedoras, si estarían interesadas en mantener entrevistas para este libro. Por añadidura, di numerosas conferencias, y asistí a otras, en las que conocí a distintos pacientes de salud mental.
Nunca había escrito sobre ningún tema acerca del que tanta gente tuviera tanto que decir, ni tampoco sobre ningún asunto acerca del cual tanta gente hubiese decidido revelarme tantas cosas. Es increíblemente fácil acumular material acerca de la depresión. A la postre llegué a esta conclusión: lo que faltaba en el campo de los estudios sobre la depresión era una síntesis. La ciencia, la filosofía, el derecho, la psicología, la literatura, el arte, la historia, y muchas otras disciplinas, se han ocupado, cada una por su lado, de las causas de la depresión. Son muchas las cosas interesantes que les suceden a muchas personas interesantes, y también se dicen y publican muchas cosas interesantes, y el caos impera en el reino. La primera meta de este libro es alcanzar la empatía; la segunda, que me ha resultado muy difícil de lograr, es establecer un orden, basado lo más estrictamente posible en el empirismo, y no en generalizaciones extraídas de anécdotas caprichosas.
Debo aclarar que no soy médico ni psicólogo, y mucho menos filósofo. Este es un libro absolutamente personal, y no debe juzgarse de otro modo porque no es más que eso. Aunque he propuesto explicaciones e interpretaciones de ideas complejas, el libro no tiene la pretensión de ofrecer un tratamiento a quienes padecen depresión.
Como tributo a la legibilidad, no he utilizado marcas de elisión ni paréntesis en las citas, ni en las fuentes escritas ni en las orales, en aquellos casos en los que consideré que las palabras omitidas o agregadas no modificaban sustancialmente el sentido de lo expresado; quien quiera verificar estas fuentes puede remitirse a los originales, que se mencionan al final de este libro. Las citas cuya fuente no se menciona corresponden a entrevistas personales, la mayoría de las cuales tuvieron lugar entre los años 1995 y 2001.
He utilizado datos estadísticos extraídos de estudios serios, sobre todo los que han sido reproducidos con amplitud o citados con frecuencia. En general, he descubierto que en este campo los datos estadísticos son poco coherentes, y que muchos autores eligen aquellos que les procuran una base para fundamentar teorías preexistentes. Descubrí, por ejemplo, un importante estudio que demostraba que las personas deprimidas que abusan de determinadas sustancias casi siempre eligen los estimulantes; y di con otro, igualmente convincente, que demostraba que las personas deprimidas que abusan de sustancias consumen, invariablemente, opiáceos. Muchos autores exageran el valor de los datos estadísticos, como si decir que algo ocurre el 82,37 por ciento de las veces tuviera mayor entidad y fuese más verdadero que mostrar que algo ocurre aproximadamente tres de cada cuatro veces. Mi experiencia me ha demostrado que los números desnudos mienten, pues las cuestiones que describen no se pueden definir con tanta claridad. La afirmación más precisa que puede formularse acerca de la frecuencia de la depresión es que ocurre a menudo y, directa o indirectamente, afecta a la vida de todo el mundo.
Me resulta difícil escribir con imparcialidad acerca de los laboratorios farmacéuticos, porque mi padre ha trabajado en esa industria durante la mayor parte de mi vida adulta, y como consecuencia de ello he conocido mucha gente relacionada con ese sector. Actualmente parece que se ha puesto de moda criticar a la industria farmacéutica con el argumento de que esta se aprovecha de los enfermos. Mi experiencia me dice que los empresarios farmacéuticos son capitalistas, pero al mismo tiempo idealistas; son personas interesadas en obtener ganancias que al mismo tiempo abrigan cierto optimismo acerca de la posibilidad de que su trabajo pueda beneficiar al mundo; personas que creen que pueden realizar descubrimientos importantes y conseguir que ciertas enfermedades específicas desaparezcan. No contaríamos con los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), antidepresivos que han salvado tantas vidas, sin los laboratorios que patrocinaron la investigación. Me he esforzado por escribir con la máxima claridad posible acerca de la industria farmacéutica, en la medida en que ella es parte de la historia de este libro. Después de su experiencia con mi depresión, mi padre amplió las actividades de su laboratorio al campo de los antidepresivos. Su empresa, Forest Laboratories, es en la actualidad la distribuidora de Celexa en Estados Unidos.3 Para evitar un explícito conflicto de intereses decidí no mencionar este producto, salvo en los casos en que la omisión habría resultado demasiado notoria o engañosa.
Mientras escribía este libro, me preguntaron muchas veces si el hecho de hacerlo implicaba una catarsis. No. Mi experiencia no difiere demasiado de la de otros que han escrito acerca de este tema.4 Escribir sobre la depresión es doloroso y triste, una actividad solitaria que implica enormes tensiones.
No obstante, la idea de estar haciendo algo que podría ser útil a los demás me resultó alentadora. Espero que quede claro que el placer fundamental de este libro se relaciona con el aspecto literario y se vincula más con la comunicación que con una expresión personal terapéutica.
Comencé escribiendo acerca de mi depresión, luego acerca de depresiones similares padecidas por otras personas; después pasé a formas de depresión diferentes y terminé ocupándome de la depresión en contextos completamente distintos. He incluido en el libro tres historias que no corresponden al primer mundo. Los relatos de mis encuentros con personas de Camboya, Senegal y Groenlandia son un intento de equilibrar algunas de las ideas culturalmente determinadas sobre la depresión que han limitado muchos de los estudios realizados en este campo. Mis viajes a lugares desconocidos fueron aventuras teñidas de cierto exotismo, y he preferido no eliminar la atmósfera de cuento de hadas que rodeaba esos momentos.
Bajo diferentes nombres y apariencias, la depresión es y ha sido siempre ubicua, por razones bioquímicas y sociales. Este libro intenta capturar la amplitud geográfica y temporal de la depresión, así como sus alcances. Si a veces parece una dolencia privada y exclusiva de las clases medias del Occidente moderno es porque en esta comunidad estamos adquiriendo rápidamente una novedosa sofisticación que nos permite reconocerla, nombrarla, tratarla y aceptarla, y no porque tengamos derechos especiales para padecerla. Ningún libro puede captar la verdadera dimensión del sufrimiento humano; sin embargo, yo espero que el hecho de señalar esa dimensión ayude a liberar a algunos de los hombres y mujeres que sufren de depresión. Nunca podremos eliminar del todo la desdicha, y el hecho de que logremos aliviar la depresión no nos asegura la felicidad, pero abrigo la esperanza de que la información contenida en esta obra ayude a algunas personas a aliviar en parte su padecimiento.
1
Depresión
La depresión es una grieta en el amor. Para ser criaturas que amamos, debemos ser criaturas que nos desesperamos por lo que perdemos, y la depresión es el mecanismo de esa desesperación. Cuando sobreviene, degrada a la persona en lo más íntimo de sí misma y, en última instancia, eclipsa la capacidad de dar o recibir afecto. Es la soledad interior puesta de manifiesto, y destruye no solo el vínculo con los otros, sino también la capacidad de sentirse bien con uno mismo. El amor, aunque no es en modo alguno profiláctico contra la depresión, es lo que amortigua la mente y la protege de sí misma. Los medicamentos y la psicoterapia pueden reforzar esa protección, haciendo que amar y ser amado sea más fácil, y es por eso que proporcionan buenos resultados. Cuando están animadas, algunas personas se aman a sí mismas, otras aman a los demás, otras aman su trabajo y otras aman a Dios; cualquiera de estas pasiones puede procurar ese sentido de vitalidad que es la cara opuesta de la depresión. El amor nos abandona de tanto en tanto, y también nosotros abandonamos al amor. En la depresión, la falta de sentido de toda iniciativa y de todo afecto, y la falta de sentido de la vida misma, se tornan evidentes. El único sentimiento que pervive en este estado de carencia de amor es la insignificancia.
La vida está colmada de pesares: hagamos lo que hagamos, a la larga moriremos; cada uno de nosotros está encerrado en la soledad de un cuerpo autónomo; el tiempo pasa, y lo que ha sido ya nunca volverá a ser. El dolor es la primera experiencia de nuestra indefensión frente al mundo, y nunca nos abandona. Nos enfada ser arrancados de la comodidad del vientre materno, y apenas ese enfado se disipa, lo que ocupa su lugar es la aflicción. Ni siquiera aquellas personas cuya fe les promete que todo será completamente diferente en otra vida pueden evitar los sentimientos de angustia en esta; el propio Jesucristo fue el hombre de los pesares. No obstante, vivimos en una época en la que cada vez contamos con más paliativos; es más fácil que nunca decidir qué sentir y qué no sentir. Cada vez son menos las cosas desagradables que resultan inevitables en la vida, al menos para aquellos que disponen de los medios para evitarlas. Pero a pesar de las afirmaciones entusiastas de la ciencia farmacéutica, la depresión no puede ser erradicada ya que somos seres conscientes de nosotros mismos. En el mejor de los casos se la puede contener, y la contención es el único logro al que apuntan los tratamientos actuales.
Una retórica sumamente politizada ha borrado la distinción entre la depresión y sus consecuencias; en otras palabras, la distinción entre cómo se siente uno y cómo actúa al respecto. Esto se debe en parte a un fenómeno médico y social, pero es también producto de cierta vaguedad lingüística ligada a una ambigüedad afectiva. Tal vez la depresión pueda describirse mejor diciendo que es un dolor afectivo que se nos impone contra nuestra voluntad y, luego, se manifiesta de distintas formas. La depresión no es simplemente una exacerbación del dolor; pero cuando el dolor es demasiado grande puede convertirse en depresión. La aflicción es depresión en una magnitud proporcional a las circunstancias; la depresión es aflicción en una magnitud no proporcional a las circunstancias. Es un malestar que se asemeja a esas plantas que se alimentan del aire y que a medida que ruedan van agrandándose a pesar de no tener raíces. Solo se puede describir la depresión en términos metafóricos y alegóricos. Cuando se le preguntó a san Antonio cómo pudo distinguir en el desierto a los ángeles que acudían humildemente a él de los diablos que se le presentaban ricamente ataviados, replicó que uno podía darse cuenta de la diferencia por la forma en que se sentía después que ellos se habían marchado. Cuando un ángel se marchaba, se sentía fortalecido por su presencia; cuando el que partía era un diablo, sentía horror.1 La aflicción es un humilde ángel que nos infunde fuerza y nos concede pensamientos claros y la sensación de nuestra propia dimensión. La depresión es un demonio que nos deja consternados.
Una clasificación general distingue entre la depresión menor (leve o distímica) y la depresión mayor (severa).2 La depresión leve es un estado gradual y a veces permanente que corroe a las personas de un modo semejante a como el óxido deteriora el hierro. Implica sentimientos de aflicción demasiado intensos ante causas demasiado insignificantes, un dolor que se impone sobre los otros afectos y los desplaza en bloque. Este tipo de depresión se manifiesta corporalmente en los párpados y en los músculos que mantienen erguida la columna vertebral, hiere el corazón y los pulmones y hace que los músculos involuntarios se contraigan más de lo normal. Como el dolor físico que se torna crónico, es atroz no tanto por ser intolerable cuando sobreviene, como porque resulta intolerable haberlo sentido en algún momento y tener la certeza de que se volverá a sentir en un futuro cercano. El tiempo presente de la depresión leve no concibe la posibilidad de alivio, porque uno siente que está frente a algo inexorable.
Virginia Woolf ha escrito sobre este estado con terrible claridad: «Jacob se acercó a la ventana y se quedó allí, inmóvil, con las manos en los bolsillos. Vio a tres griegos vestidos con faldas, vio mástiles de barcos, vio gente ociosa u ocupada de clase baja que paseaba o apretaba el paso, o que formaba grupos y gesticulaba con las manos. La causa de su tristeza no era el hecho de que esas personas no se preocuparan por él, sino más bien una convicción más profunda: no era que él estuviese solo, sino que todo el mundo lo está».3 En ese mismo libro, El cuarto de Jacob, Woolf describe cómo «En su mente nació una curiosa tristeza, como si el tiempo y la eternidad se mostraran a través de faldas y chalecos, y ella pudiera ver cómo la gente se encaminaba trágicamente a su destrucción. Sin embargo, Dios es testigo, Julia no era ninguna tonta». Es esta aguda conciencia de la transitoriedad y de los límites de la vida lo que constituye la depresión leve. Durante bastante tiempo la depresión leve fue considerada como un simple desajuste; en la actualidad, en cambio, se la trata cada vez más en la medida en que los médicos profundizan su estudio e intentan comprender sus diversas manifestaciones.
La depresión mayor se parece más a un derrumbamiento. Si en la depresión leve uno imagina un alma de hierro que sobrevive a la aflicción a pesar de deteriorarse, en el caso de la depresión mayor nos encontramos con el desplome de toda una estructura. Hay dos modelos para caracterizar la depresión: el dimensional y el que la concibe como una categoría. El modelo dimensional plantea que la depresión se asienta en un continuo de tristeza y representa una versión extrema de algo que todo el mundo ha sentido y conocido alguna vez en su vida. El modelo que la concibe como una categoría ve en la depresión una enfermedad totalmente independiente de los otros afectos, del mismo modo que en medicina se considera que un virus estomacal es algo completamente diferente de una indigestión. Ambos modelos son correctos. Uno propone un camino gradual —o bien un desencadenamiento súbito del afecto— y llega a un lugar que es auténticamente diferente. Para que un edificio de estructura metálica se derrumbe por efecto de la herrumbre hace falta cierto tiempo; aunque esta corroe sin descanso el metal, lo corrompe, lo erosiona. El derrumbe, por más repentino que parezca, es la consecuencia acumulativa de la decadencia paulatina. De todos modos es un acontecimiento sumamente espectacular y diferente a la vista. Transcurre mucho tiempo entre la primera lluvia y el momento en que el óxido ha corroído de modo definitivo una viga de hierro. A veces la corrupción afecta a puntos tan decisivos que el colapso parece total, pero lo más frecuente es que sea parcial: este sector se derrumba, cae sobre otro, y modifica inexorablemente el equilibrio del conjunto.
No es agradable experimentar la decadencia: encontrarse expuesto a los rigores de una lluvia casi cotidiana, saber que uno se está convirtiendo en algo débil, y que cada vez son más las partes de uno mismo que pueden ser arrastradas por el primer viento fuerte, y, en suma, que uno va desapareciendo sin remedio. Algunas personas acumulan más herrumbre afectiva que otras. La depresión empieza siendo algo insípido: los días se desdibujan, envueltos en una especie de niebla, las acciones cotidianas se difuminan hasta que su nitidez resulta oscurecida por el esfuerzo que demandan, y uno queda cansado, aburrido y obsesionado por lo que le ocurre. Sin embargo, todo eso es algo que se puede sobrellevar, sin ser feliz quizá, pero se puede soportar. Nadie ha podido definir nunca el punto exacto en el cual se desencadena la depresión severa, pero cuando se llega a él no existen muchas posibilidades de equivocarse.
La depresión mayor es un nacimiento y una muerte; es tanto la presencia de algo nuevo como la desaparición total de algo. El nacimiento y la muerte propiamente dichos son acontecimientos que se producen poco a poco, aunque los documentos oficiales tratan de apropiarse de la ley natural creando categorías tales como «legalmente muerto» y «hora de nacimiento».4 A pesar de las ambigüedades de la naturaleza, hay un momento concreto en el que un bebé que no se halla en el mundo ingresa en él, y un momento en el que un pensionista que ha estado en el mundo ya no lo está. Es cierto que hay un punto en que aparece la cabeza del bebé y su cuerpo todavía no, y que hasta el instante de cortar el cordón umbilical el niño está físicamente conectado con su madre. Es cierto que el pensionista puede cerrar sus ojos por última vez algunas horas antes de morir, y que hay un intervalo entre el instante en que deja de respirar y el momento en que se dictamina que está «cerebralmente muerto». La depresión se desarrolla en el tiempo. Un paciente puede decir que ha pasado algunos meses sufriendo depresión severa, pero esto no es más que una forma de imponer una medida a lo inmensurable. Lo único que se puede decir con certeza es que uno ha conocido la depresión severa, y que uno puede estar, o no, experimentándola en el presente.
El nacimiento y la muerte que constituyen la depresión se presentan de forma inmediata. Yo regresé no hace mucho tiempo a un bosque en el que había jugado en mi infancia, y vi un roble, dignificado por sus cien años, a cuya sombra solía jugar con mi hermano. En veinte años una enorme enredadera se había adherido al árbol y prácticamente lo había asfixiado. Era difícil decir dónde acababa el árbol y dónde comenzaba la enredadera, pues esta había envuelto de tal modo el entramado de las ramas que a cierta distancia sus hojas se confundían con las del árbol. Solo desde muy cerca se podía distinguir cuán pocas eran las ramas del roble que seguían vivas, y cómo unas escasas, desesperadas y pequeñas ramas nacientes sobresalían como una fila de pulgares en la parte superior del tronco gracias a que sus hojas seguían realizando la fotosíntesis con esa indiferencia mecánica característica de los procesos biológicos.
Yo acababa de salir de una depresión severa durante la cual no había logrado hacerme a la idea de que los demás también podían tener sus problemas, de modo que experimenté empatía por aquel árbol. Mi depresión se había ido adueñando de mí del mismo modo que aquella enredadera había invadido el roble; había sido una especie de ente horrible y más vivo que yo que me había envuelto y absorbido, algo que había adquirido vida propia y que, día tras día, había ido asfixiándome y despojándome de mi vida. En la peor etapa de aquel proceso pasé por estados de ánimo que yo sabía que no eran míos: pertenecían a la depresión igual que las hojas de las ramas más altas del roble pertenecían a la enredadera. Cuando intenté pensar con claridad acerca de ello sentí que mi mente se hallaba aprisionada y no podía expandirse en ninguna dirección. Sabía que el sol seguía saliendo y poniéndose, pero su luz prácticamente no me llegaba. Sentí que estaba hundiéndome bajo un peso opresivo que vencía mis fuerzas; primero experimenté flojedad en los tobillos; después perdí el control de las rodillas, mi cintura empezó a acusar el esfuerzo, mis hombros a doblegarse y, al final, adopté una posición fetal, agotado por ese peso que me aplastaba y me impedía sostenerme en pie. Sus tentáculos amenazaban con pulverizar mi mente y mi voluntad, destrozarme el estómago, quebrarme los huesos y secar mi cuerpo. Seguía saciándose conmigo cuando parecía que ya no había nada más que pudiera alimentarla.
Ya no tenía ni siquiera fuerza suficiente para dejar de respirar. Sabía que nunca podría matar la enredadera de la depresión y que ella nunca acabaría conmigo, de modo que lo único que deseaba era que me permitiera morir, porque aquel estado me había despojado incluso de la energía que habría necesitado para suicidarme. Si mi tronco se estaba pudriendo, ese ente que se alimentaba de él era ya demasiado poderoso para permitir que cayera, y de hecho se había convertido en un soporte alternativo para aquello que había destruido. Hundido en mi cama, quebrado y despedazado por esta cosa que nadie parecía percibir, le recé a un Dios en el que nunca había creído del todo y le supliqué que me liberara. Me habría sentido feliz aunque hubiera tenido que sufrir la muerte más dolorosa, pero me encontraba tan aturdido y aletargado que ni siquiera era capaz de concebir la idea del suicidio. Estar vivo me provocaba un dolor permanente, y esa fuerza ominosa me había secado hasta tal punto que no tenía saliva en la boca ni lágrimas para llorar. Había supuesto que cuando uno peor se siente el llanto comienza a fluir, pero el dolor mayor es ese dolor árido y agudo que aparece después de que todas las lágrimas se han consumido, el dolor que cierra todos los espacios que permiten el acceso al mundo, y viceversa. Así es como se presenta la depresión severa.
He dicho que la depresión es al mismo tiempo un nacimiento y una muerte. Lo que nace es aquella enredadera; la muerte es la propia decadencia, la quiebra de las ramas que soportan el sufrimiento. Lo primero que desaparece es la felicidad, y uno no encuentra placer en nada.5 Este es el síntoma cardinal característico de la depresión mayor, aunque pronto otras emociones caen también en el olvido más absoluto: la tristeza tal como se había conocido, es decir, la tristeza que lo condujo a uno hasta ese punto; el sentido del humor; la fe en el amor y en la capacidad de amar. La mente se encuentra en un estado de disolución hasta el punto de que uno se siente un verdadero estúpido. Si tu pelo ha sido siempre muy quebradizo, ahora parece que lo es aún más; si has tenido frecuentes problemas de piel, estos empeoran, y adquieres un olor acre y rancio que tú mismo puedes oler. Se pierde la capacidad de fiarse de los demás y no quieres que te toquen, e incluso dejas de afligirte. Con el tiempo, uno llega a estar ausente de sí mismo.
Tal vez lo que se halla presente usurpe el sitio dejado por lo ausente, o quizá la ausencia de cosas deslumbrantes haga notorio lo que tiene presencia. Sea como fuere, uno es mucho menos de lo que solía ser y se siente atrapado por algo ominoso. Demasiado a menudo los tratamientos abordan solo la mitad del problema: se centran en la presencia, o bien en la ausencia de sentimientos. Lo que se necesita es extirpar los miles de kilos de parásita enredadera y volver a aprender un sistema de vida basado en las funciones de las propias raíces y en los procesos de fotosíntesis, por decirlo de alguna manera. La terapia farmacológica seca la enredadera, y uno puede sentir cómo el medicamento envenena al parásito, que día tras día se marchita. Uno siente que se libera de ese peso y que las ramas pueden recuperar gran parte de su libertad natural, pero hasta que no se ha desembarazado de forma definitiva de la enredadera, no puede pensar acerca de lo que ha perdido. Incluso después de que la enredadera ha desaparecido, puede que uno cuente todavía con escasas hojas y raíces poco profundas, de modo que la reconstrucción de la identidad no se alcanza con ninguno de los medicamentos disponibles en la actualidad. Una vez liberado del peso de la enredadera, algunas pequeñas hojas dispersas en el esqueleto del árbol consiguen asimilar los nutrientes esenciales, lo cual no basta para que una persona se sienta bien, ni tampoco fuerte. La recuperación de la identidad durante y después de la depresión requiere amor, comprensión, trabajo y, sobre todo, tiempo.
El diagnóstico es tan complejo como la enfermedad. Los pacientes no se cansan de preguntar a su médico: «¿Estoy deprimido?», como si se tratara del resultado de un análisis de sangre. La única forma de descubrir si se está deprimido es escucharse y observarse uno mismo, percibir los propios sentimientos y luego reflexionar acerca de ellos. Si uno se siente mal la mayor parte del tiempo sin motivo alguno, entonces está deprimido. Si además tiene motivos para ello, también está deprimido, aunque abordar las causas de ese estado puede ser más adecuado que preocuparse por las consecuencias y atacar la depresión. Si su estado lo incapacita para desarrollar una vida normal, se trata de una depresión mayor; si solo lo distrae levemente, no lo es. La Biblia de los psiquiatras, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, cuarta edición (DSM-IV) define inadecuadamente la depresión por la presencia de cinco o más síntomas de una lista de nueve. El problema de este diagnóstico reside en su total arbitrariedad. No hay ninguna razón concreta para afirmar que si se presentan cinco síntomas hay depresión; cuatro síntomas son más o menos depresión, y cinco síntomas implican menos gravedad que seis; incluso un solo síntoma es desagradable. Si una persona experimenta formas leves de todos los síntomas puede tener un problema menor que si manifiesta formas severas de dos de los síntomas. Después de soportar el diagnóstico, la mayoría de las personas tienden a buscar alguna causa, pese al hecho de que saber por qué uno está enfermo carece de relación inmediata con el tratamiento de la enfermedad.
Los trastornos mentales son enfermedades reales, y pueden provocar graves problemas orgánicos. De las numerosas personas que acuden a la consulta médica quejándose de retortijones de estómago, no son pocas las que se encuentran con que el profesional les dice: «No tiene usted nada orgánico, lo que ocurre es que está deprimido». No cabe duda de que si la depresión es suficientemente severa como para provocar retortijones, es en realidad algo malo para usted y, en consecuencia, requiere tratamiento. Si usted consulta a su médico porque tiene problemas respiratorios, nadie le diría: «Bueno, no le pasa nada, lo que tiene es un enfisema». Para la persona que los experimenta, los trastornos psicosomáticos son tan reales como los retortijones de estómago de alguien que se ha intoxicado. Los problemas existen en el inconsciente, y los mensajes inapropiados que el cerebro está enviando al estómago tienen la suficiente entidad como para que dichos problemas se trasladen allí. Con independencia de cuál sea el órgano afectado —el estómago, el apéndice o el cerebro—, el diagnóstico es fundamental para determinar el tratamiento, y no una mera trivialidad. En cuanto a los órganos en sí, el cerebro es uno de los más importantes, y si funciona mal, es preciso tratarlo como corresponde.
Se suele recurrir a la química para resolver las discrepancias entre mente y cuerpo. El alivio que muchos evidencian cuando un médico les dice que su depresión es «química» se fundamenta, por un lado, en la creencia de que las personas tienen una identidad única y estable a lo largo del tiempo, y por otro, en una división arbitraria entre la aflicción que tiene una causa definida y la que es resultado del puro azar. La palabra «química» parece mitigar los sentimientos de responsabilidad que uno tiene por el malestar que le causa un trabajo desagradable, o la preocupación por estar envejeciendo, por fracasar en el amor, o por odiar a su familia. Es agradable sentirse libre de culpa, y la «química» ayuda a desarrollar ese sentimiento. Si su cerebro está predispuesto a la depresión, no es necesario que se culpe por ello. Usted puede culparse o evolucionar, pero recuerde que puede considerarse que la culpa es un proceso químico, y que también lo es la felicidad. La química y la biología no son aspectos que impregnen la «verdadera» identidad; la depresión no puede escindirse de la persona que la sufre. El tratamiento no es un proceso que alivie una fractura de la identidad y devuelva al individuo cierta normalidad; lo que hace es reajustar una identidad múltiple, y lograr que cambie, en una pequeña medida, su modo de ser.
Cualquiera que haya pasado por una clase de ciencias en la escuela secundaria sabe que los seres humanos estamos compuestos de sustancias químicas, y que el estudio de esas sustancias y de las estructuras que las configuran se llama biología. Todo lo que ocurre en el cerebro tiene fuentes y manifestaciones químicas. Si uno cierra los ojos y piensa con intensidad en osos polares, se produce un efecto químico sobre el cerebro. Si uno defiende una política que se opone a la reducción de impuestos a las rentas de capital, se produce un efecto químico en el cerebro. Cuando uno recuerda algún episodio de su pasado, lo hace a través de los complejos procesos químicos de la memoria. Los traumas infantiles y las dificultades posteriores a que estos dan lugar pueden alterar la química cerebral. Miles de procesos químicos se ponen en juego cuando usted decide leer este libro, y cuando lo toma en sus manos, mira las formas de las letras impresas, extrae significados de esas formas y experimenta reacciones afectivas e intelectuales por lo que ellas expresan. Si el tiempo nos permite salir del círculo de una depresión y sentirnos mejor, los cambios químicos que se producen en esas circunstancias no son menos específicos y complejos que los que sobrevendrían si tomásemos medicamentos antidepresivos. Lo externo determina lo interno tanto como lo interno genera lo externo. Lo que resulta poco atractivo es la idea de que, además de que todos los otros límites se han borrado, también se desdibujan los que hacen que seamos lo que somos. No hay un sí mismo esencial que permanezca puro e inalterable como una veta de oro bajo el caos de la experiencia y los procesos químicos. Todo puede cambiar, y debemos comprender el organismo humano como una secuencia de identidades que sucumben las unas a las otras o que resultan escogidas unas en detrimento de las otras. Y, sin embargo, el lenguaje de la ciencia, que es el que se utiliza para formar a los médicos, y cada vez con mayor frecuencia, en textos y conversaciones no académicos, es extrañamente perverso.
No hay una comprensión cabal de los resultados acumulativos de los efectos químicos que se producen en el cerebro. En la edición del año 1989 del Comprehensive Textbook of Psychiatry (Manual integral de psiquiatría), por ejemplo, uno encuentra esta útil fórmula:6 un cuadro de depresión es equivalente a un nivel de 3-metoxi-4-hidroxifenilglicol (un compuesto que se encuentra en la orina de todas las personas y que aparentemente no se ve afectado por la depresión), menos el nivel de 3-metoxi-4-ácido hidroximandélico, más el nivel de norepinefrina, menos el nivel de normetanoefrina más el nivel de metanoefrina, la suma de los cuales ha de dividirse por el nivel de 3-metoxi-4-ácido hidroximandélico, más una conversión no especificada variable; o en los términos del manual: «Cuadro tipo D = C1 (MHPG) – C2 (VMA) + C3 (NE) – C4 (NMN + MN)/VMA + C0». El resultado debería estar entre uno para los pacientes unipolares y cero para los pacientes bipolares, de modo que si a uno le aparece otra cosa, es porque lo está haciendo mal. ¿Qué comprensión puede procurar una fórmula así? ¿Cómo puede aplicarse a algo tan nebuloso como el estado de ánimo? Hasta qué punto una experiencia específica ha conducido a una depresión determinada, es algo difícil de establecer; tampoco podemos explicar a través de qué proceso químico una persona llega a reaccionar ante las circunstancias externas con depresión, ni podemos saber qué es lo que hace que alguien sea esencialmente depresivo.
La depresión no es, como la definen el periodismo de divulgación y la industria farmacéutica, una enfermedad de efecto único como la diabetes. De hecho, es sorprendentemente diferente de esta. Los diabéticos producen una cantidad insuficiente de insulina, y el tratamiento de la enfermedad consiste en aumentar y estabilizar la insulina en el torrente sanguíneo. La depresión no es consecuencia de un nivel reducido de ninguna sustancia que podamos medir, al menos por ahora. El aumento de los niveles de serotonina en el cerebro desencadena un proceso que con el tiempo puede ayudar a muchas personas deprimidas a sentirse mejor, pero ello no se debe a que tengan niveles anormalmente bajos de serotonina. Más aún, la serotonina no tiene efectos curativos inmediatos. Uno podría bombear cuatro litros de serotonina en el cerebro de una persona deprimida y, en ese momento, no lograría que se sintiera ni un ápice mejor, si bien es cierto que un aumento sostenido y prolongado del nivel de serotonina produce algunos efectos que mejoran los síntomas depresivos. «Estoy deprimido, pero no es más que algo químico» es, salvando las diferencias de significado, una frase equivalente a «Soy un asesino, pero no es más que algo químico», o «Soy inteligente, pero no es más que algo químico». Todo en una persona es meramente químico, si se quiere pensar en esos términos. El sol brilla, lo cual también es meramente químico, así como es algo químico que las rocas sean duras, que el mar sea salado y que la brisa suave de ciertas tardes de primavera nos inspire un sentimiento de nostalgia que despierta en nuestro corazón imágenes y deseos aletargados por las nieves de un invierno prolongado. «Este asunto de la serotonina —dice David McDowell, de la Universidad de Columbia— es parte de la moderna neuromitología.»
Hay una continuidad entre la realidad interna y la externa. Lo que ocurre, el modo en que uno comprende lo que ha ocurrido y la forma en que reacciona ante ese acontecimiento suelen estar vinculados, pero ninguna de estas instancias es predictiva de las otras. Si la realidad en sí misma es a menudo algo relativo, y la identidad se encuentra en un estado de cambio permanente, el pasaje de un estado de ánimo anodino a un estado de ánimo intenso es un deslizamiento. La enfermedad, entonces, es un estado afectivo extremo, y bien se podría describir el afecto como una forma leve de enfermedad. Si todos nos sintiéramos en todo momento maravillosamente bien (no en un estado maníaco delirante), podríamos hacer más y vivir una vida más feliz, pero esa idea es inquietante y aterradora (aunque, por supuesto, si nos sintiéramos en todo momento maravillosamente bien, podríamos llegar a olvidar las nociones de inquietud y terror).
La gripe es directa e inequívoca: un día, uno no tiene en el organismo el virus responsable de la enfermedad, y al día siguiente sí. El VIH se transmite de una persona a otra en menos de un segundo. ¿La depresión? Es como tratar de definir los parámetros clínicos del hambre, que nos aparece varias veces por día, pero que en su versión extrema es una tragedia que acaba con la vida de quienes la padecen. Algunas personas necesitan más comida que las demás; otras pueden soportar circunstancias de espantosa malnutrición; las hay que se debilitan de forma rápida y mueren en plena calle. Del mismo modo, la depresión afecta a diferentes personas de distintas maneras: algunas están predispuestas a resistir o a luchar para superarla, mientras que otras quedan atrapadas en sus garras sin poder defenderse. La fuerza de voluntad y el orgullo pueden ayudar a una persona a atravesar una depresión que abatiría a otra cuya personalidad es más dócil y aquiescente.
La depresión interactúa con la personalidad. Algunas personas actúan con valentía frente a la depresión (durante y después del proceso) y otras se muestran débiles. La personalidad también se relaciona con el azar y con una química confusa, de modo que uno puede atribuir todo a la genética, aunque es ese un recurso demasiado fácil. «No existe un gen del estado de ánimo —dice Steven Hyman, director del Instituto Nacional de Salud Mental—. No es más que una manera de abreviar taquigráficamente interacciones muy complejas entre los genes y el entorno.» Si es cierto que todo el mundo tiene la capacidad de experimentar en alguna medida la depresión en determinadas circunstancias, también lo es que cualquiera está en condiciones de luchar en alguna medida contra la depresión en determinadas circunstancias. A menudo la lucha adopta la forma de una búsqueda del tratamiento más eficaz para librar la batalla en cuestión. Ello implica pedir ayuda mientras se tiene la fuerza suficiente para hacerlo. También implica tratar de sacar el mayor provecho de los períodos que se viven entre los episodios más graves. Hay personas cuyos síntomas las acosan de manera horrible y, sin embargo, son capaces de lograr verdaderos éxitos en su vida; otras quedan absolutamente destruidas por las manifestaciones más leves de la enfermedad.
Atravesar una depresión leve sin recurrir a medicamentos tiene ciertas ventajas. Uno siente que puede corregir sus propios desequilibrios químicos a través del ejercicio de su propia fuerza de voluntad. Aprender a caminar sobre brasas calientes también es un triunfo del cerebro sobre lo que parecería ser la química inevitable del dolor físico, y es una forma emocionante de descubrir el extraordinario poder de la mente. La iniciativa de atravesar una depresión «por su propia cuenta» le permite a la persona evitar el malestar social asociado con la medicación psiquiátrica, y sugiere que uno se está aceptando a sí mismo tal como es, reconstruyéndose a sí mismo solo mediante sus propios mecanismos internos y sin ayuda externa. Además, regresar de la aflicción paso a paso confiere un sentido al padecimiento mismo.
Sin embargo, no es fácil poner en marcha los mecanismos internos y, a menudo, no dan el resultado esperado. Es común que la depresión destruya el poder de la mente para mejorar el estado de ánimo. A veces, la compleja química de la pena entra en escena porque, por ejemplo, uno ha perdido a un ser amado. El proceso químico que se produce entre la pérdida y el amor puede dar lugar a la depresión. La química del enamoramiento, por otro lado, puede surgir por obvias razones externas o de algún otro modo que el corazón no puede transmitir a la mente. Si quisiéramos aplicar un tratamiento a esta locura de los afectos, tal vez podríamos hacerlo. Es un disparate que los adolescentes reprochen a sus padres cuando estos han hecho todo lo que han podido por ellos, pero en ese caso se trata de una locura convencional, lo bastante habitual como para que la toleremos sin cuestionarla demasiado. A veces la misma química entra en escena por razones externas que no son suficientes para explicar la desesperación según parámetros universalmente aceptados: alguien nos empuja en un autobús atestado de gente y nos entran ganas de llorar, o leemos un artículo acerca de la superpoblación mundial y sentimos que nuestra vida es intolerable. Todo el mundo ha experimentado alguna vez una emoción desproporcionada por una cuestión menor, o bien ha sentido emociones de oscura procedencia o que no tienen su origen en nada concreto. A veces los procesos químicos entran en escena sin que haya ninguna razón externa evidente que los justifique. La mayoría de las personas han pasado por momentos de desesperación inexplicable, a menudo en medio de la noche o al amanecer, antes de que suene el despertador. Si esos sentimientos duran diez minutos, producen un estado de ánimo extraño, desapacible; si duran diez horas, se convierten en una suerte de estado febril y perturbador, y si duran diez años, se convierten en una enfermedad incapacitante.
Es una característica de la felicidad que sintamos en todo momento su fragilidad; en cambio, al estar sumidos en la depresión, tenemos la impresión de que ese estado durará eternamente. Aunque aceptemos que los estados de ánimo cambian, que lo que sentimos hoy será diferente mañana, no podemos abandonarnos a la felicidad tan fácilmente como nos abandonamos a la tristeza. Para mí la tristeza ha sido siempre, y aún lo es, un sentimiento más poderoso que la felicidad; y si bien no es esta una experiencia universal, tal vez sea la base sobre la que se desarrolla la depresión. Yo detestaba hallarme deprimido, pero fue en la depresión cuando aprendí cuáles eran mis propios límites, la dimensión plena de mi alma. Cuando soy feliz me siento levemente distraído por la felicidad, como si ese estado me impidiera utilizar una parte de mi cerebro y mi mente, aquellas que necesitan ejercitarse. La depresión nos obliga a trabajar. Mi percepción se galvaniza y agudiza en los momentos de pérdida; aprecio cabalmente la belleza de los objetos de cristal en el momento en que se me escurren de la mano y van a parar al suelo. «Descubrimos que el placer es mucho menos placentero y el dolor mucho más doloroso que lo que habíamos supuesto —escribió Schopenhauer—. En todo momento precisamos cierta cantidad de cuidados, o de pena, o de necesidad, del mismo modo que un barco necesita lastre para mantener su rumbo.»
Hay un refrán ruso que dice: «Si te despiertas y no te duele nada es porque estás muerto». Si bien la vida no es puro dolor, la experiencia del dolor, que tiene una intensidad muy particular, es uno de los signos más elocuentes de la fuerza vital. Schopenhauer escribió: «Imaginemos esta raza transportada a un país de Utopía, en el que todo crece por su propio impulso y los pavos vuelan ya asados, en el que los amantes se encuentran sin que medien postergaciones y se entregan el uno al otro sin impedimento alguno: en un lugar así, habría hombres que morirían de aburrimiento o se colgarían, otros que se pelearían hasta matarse y, así, se procurarían más sufrimiento que el que la naturaleza les inflige en su estado actual ... en suma: lo que más se opone al sufrimiento [es] el aburrimiento».7 Creo que es necesario transformar el sufrimiento, pero no olvidarlo, negarse a él, ni eliminarlo.
• • •
Estoy persuadido de que algunas de las cifras más generales acerca de la depresión se basan en la realidad. Aunque es un error confundir los números con la verdad, estas cifras nos presentan un panorama alarmante. Según investigaciones recientes, en un año, unos 19 millones de estadounidenses sufren episodios de depresión, de los cuales más de dos millones son niños.8 La enfermedad maníaco-depresiva, llamada a menudo trastorno bipolar debido a que el estado de ánimo que lo caracteriza pasa de la manía a la depresión, afecta a 2.300.000 personas y es la segunda causa de muerte entre las mujeres jóvenes y la tercera entre los hombres jóvenes.9 La depresión, tal como se la describe en el DSM-IV, es la principal causa de incapacidad en Estados Unidos y el resto del mundo entre las personas de más de cinco años de edad.10 En el mundo, incluyendo a los países en vías de desarrollo, la depresión representa, después de las enfermedades cardíacas, la mayor carga sanitaria si se calcula la mortalidad prematura y los años de vida útil que se pierden por incapacidad. La depresión representa más años perdidos que la guerra, el cáncer y el sida juntos.11 Otras enfermedades, desde el alcoholismo hasta los problemas cardíacos, en muchos casos son producto de la depresión, pero la enmascaran.12 Si se tienen en cuenta estos datos, la depresión podría considerarse la enfermedad más mortal de cuantas conocemos.
En la actualidad, proliferan los tratamientos contra la depresión, pero solo la mitad de los norteamericanos que han sufrido este trastorno en su forma severa han buscado algún tipo de ayuda, incluyendo los sacerdotes y los consejeros. Alrededor del 95 por ciento de esta mitad acuden a médicos de cabecera, que en general no saben demasiado de problemas psiquiátricos.13 A un norteamericano adulto deprimido solo se le diagnostica su enfermedad en alrededor del 40 por ciento de los casos; no obstante, casi 28 millones de norteamericanos —uno de cada diez— toman algún tipo de ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, grupo de medicamentos al que pertenece el Prozac), y una cantidad importante recurren a otros fármacos. Menos de la mitad de aquellas personas cuya enfermedad ha sido diagnosticada reciben un tratamiento adecuado. Como las definiciones de la depresión se han ampliado hasta incluir a sectores de la población cada vez más grandes, se hace cada vez más difícil calcular una cifra exacta de mortalidad. Un dato estadístico clásico indica que, con el tiempo, el 15 por ciento de las personas deprimidas se suicidan; de todos modos, esta cifra se refiere solo a quienes padecen las formas más graves de la enfermedad. Algunos estudios recientes que abordan la depresión leve evidencian que del 2 al 4 por ciento de los depresivos de este tipo se quitan la vida como consecuencia de la enfermedad. Estos datos son asombrosos, pues veinte años atrás, alrededor del 1,5 por ciento de la población padecía una depresión que requería tratamiento, cifra que en la actualidad es del 5 por ciento; y la expectativa es que un 10 por ciento de los norteamericanos sufran algún episodio de depresión severa durante su vida, mientras que cerca del 50 por ciento experimentarán algunos de los síntomas de la depresión. Existen cada vez más problemas clínicos y muchos más tratamientos, y el diagnóstico de depresión está a la orden del día, todo lo cual, sin embargo, no pone en evidencia la magnitud del problema. Las cosas están cada vez peor; aumentan los casos de depresión en el mundo desarrollado, y estos afectan sobre todo a niños. Además, el trastorno se presenta en personas cada vez más jóvenes, alrededor de los veintiséis años, diez años antes que en la generación anterior; el trastorno bipolar, o maníaco-depresivo, se instala antes incluso.14
La depresión es uno de los cuadros clínicos que reciben al mismo tiempo tan escaso y tan excesivo tratamiento. Algunas personas con este trastorno han sido hospitalizadas y es probable que reciban algún tipo de tratamiento, pero a veces su depresión se confunde con las dolencias físicas a través de las cuales esta se manifiesta. No obstante, hay gran cantidad de gente a la que no le queda otro recurso que resistir y seguir sufriendo a pesar de las grandes revoluciones experimentadas por los tratamientos psiquiátricos y psicofarmacológicos. Más de la mitad de los que piden ayuda —el restante 25 por ciento de la población deprimida— no reciben ningún tratamiento. Aproximadamente la mitad de aquellos que sí lo reciben —más o menos el 13 por ciento de la población deprimida— reciben algún tratamiento inadecuado, a menudo tranquilizantes o psicoterapias sin medicación. La mitad del resto —alrededor del 6 por ciento de la población mencionada— reciben medicamentos y dosis inadecuados durante un período también inadecuado. En consecuencia, solo alrededor del 6 por ciento de la población total de deprimidos recibe un tratamiento idóneo; pero muchos de ellos abandonan a la larga la medicación, debido, por lo general, a sus efectos secundarios. «Entre un 1 y un 2 por ciento reciben un tratamiento realmente óptimo —dice John Greden, director del Instituto de Investigaciones en Salud Mental de la Universidad de Michigan— en una enfermedad que por lo general puede ser bien controlada con medicamentos relativamente baratos y que apenas tienen efectos secundarios importantes.» Entretanto, en el otro extremo del espectro, gente que considera que la felicidad es un derecho inalienable, ingiere montañas de píldoras en una inútil apuesta: aliviar esos leves malestares que incomodan a todo el mundo.
Ya casi nadie duda de que el advenimiento del arquetipo femenino de supermodelo ha deteriorado la imagen que las mujeres tienen de sí mismas, en la medida en que las ha llevado a plantearse expectativas poco realistas.15 El supermodelo psicológico del siglo XXI es aún más peligroso que el físico. Las personas analizan constantemente su mente y rechazan sus propios estados de ánimo. «Se trata del fenómeno Lourdes —afirma William Potter, que administró la división psicofarmacológica del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos durante los años setenta y ochenta del siglo XX, cuando comenzaban a desarrollarse los nuevos fármacos—. Cuando se expone a una gran cantidad de personas a lo que ellas perciben motivadamente como positivo, uno las oye hablar de milagros, y también, por supuesto, de tragedia.» El Prozac se tolera tan fácilmente que casi cualquiera puede tomarlo. Lo ha consumido gente que se queja de trastornos insignificantes y que no habría tolerado los efectos secundarios de los antiguos antidepresivos, los inhibidores de la MAO (monoaminooxidasa) o tricíclicos. Aunque alguien no se encuentre deprimido, el medicamento podría hacer retroceder la tristeza que siente: ¿eso no sería mejor que vivir con dolor?16
Convertimos en patológico lo curable, y pasamos a tratar como una enfermedad lo que podría modificarse fácilmente, aunque antes haya sido considerado una cuestión de personalidad o de simple estado de ánimo. Tan pronto como dispongamos de un medicamento para tratar la violencia, esta será una enfermedad. Existen muchos estados intermedios entre la depresión más extrema y el padecimiento leve que no implican alteraciones del sueño, el apetito, la energía y el interés; hemos comenzado a clasificar como enfermedad cada vez más estados de este tipo, porque hemos descubierto cada vez más medios para aliviarlos. Pero el punto decisivo a partir del cual se pasa de una caracterización a otra sigue siendo arbitrario. Hemos decidido que un cociente intelectual (CI) de 69 constituye retraso mental, pero alguien cuyo CI es de 72 no está en gran forma, y alguien con un CI de 65 todavía se las arregla más o menos bien;17 hemos dicho que se debe mantener el colesterol por debajo de 220, pero si alguien tiene 221 probablemente no esté en peligro de muerte, y si tiene 219 deberá cuidarse: 69 y 220 son números arbitrarios, y lo que llamamos enfermedad también es una definición arbitraria, y mucho. En el caso de la depresión, además, fluye de forma permanente.
Los depresivos utilizan todo el tiempo la expresión «estar al borde del abismo» para indicar el paso del dolor a la locura. Esta descripción deja entrever la amenaza de caer «en el abismo». Es extraño que tantas personas compartan un vocabulario tan coherente, porque la idea de «borde» implica una metáfora bastante abstracta. Somos pocos los que hemos caído alguna vez del borde de algo, mucho menos de un abismo. ¿Del Gran Cañón? ¿De un fiordo noruego? ¿De una mina de diamantes sudafricana? Más aún, incluso es difícil hallar un abismo en el que caer. Cuando se formulan preguntas al respecto, las personas describen el abismo con gran coherencia. En primer lugar es oscuro; uno se aleja de la luz del sol y se desplaza hacia un punto en el que las sombras son impenetrables. En ese sitio uno no puede ver y abundan los peligros (ni el suelo ni las paredes del abismo son acogedores). Cuando uno está cayendo ignora hasta qué profundidades puede llegar, y tampoco sabe si hay un punto en el que terminará por detenerse. Uno se topa una y otra vez con cosas invisibles, hasta quedar destrozado, porque el medio resulta demasiado inestable para poder aferrarse a algo.
El temor a las alturas es la fobia más común del mundo y debió de ser útil a nuestros ancestros, pues aquellos que no lo experimentaran probablemente cayeran en algún abismo, y de este modo su material genético no se incorporó a la especie. Si estamos de pie al borde de un acantilado y miramos hacia abajo, nos mareamos. El cuerpo no funciona como en sus mejores momentos y no podemos movernos con la precisión necesaria para dar un paso atrás. Pensamos que vamos a caer, y si nos quedamos un rato mirando hacia abajo, seguramente caeremos. Nos sentimos paralizados. Yo recuerdo que viajé con un grupo de amigos a las cataratas Victoria, en el río Zambeze. Éramos jóvenes y, en cierta forma, nos desafiábamos mutuamente al posar para las fotos tan cerca del borde como podíamos, y entonces nos sentíamos descompuestos y poco menos que paralizados. Creo que la depresión, por lo general, no significa situarse más allá del límite (lo que implicaría una muerte segura), sino más bien colocarse cerca de él hasta llegar a ese punto en el que uno ha ido demasiado lejos, siente temor, y el mareo lo priva por completo de la capacidad de mantener el equilibrio. En las cataratas Victoria descubrimos que el límite infranqueable era un borde invisible que se hallaba muy próximo al punto donde las piedras se desprendían y caían. A tres metros de ese punto todos nos sentíamos bien; a un metro y medio la mayoría nos acobardábamos. En un momento dado una amiga estaba tomándome una fotografía y quería incluir en ella el puente que había en dirección a Zambia. «¿Puedes moverte unos centímetros a la izquierda?», me preguntó, y yo obedecí y di un paso a la izquierda, unos treinta centímetros. Esbocé una bonita sonrisa que ha quedado registrada en la foto, y ella dijo: «Te estás acercando demasiado al borde. Regresa a donde estabas». Yo me había sentido perfectamente bien allí, de pie, pero de pronto miré hacia abajo y comprendí que estaba en el límite. Entonces empalidecí. «No hay peligro», dijo mi amiga, que se acercó y me tendió una mano. El borde del acantilado estaba a veinticinco centímetros y, sin embargo, tuve que arrodillarme y echarme boca abajo en el suelo para arrastrarme un metro hasta sentirme a salvo. Sé que tengo un sentido del equilibrio bastante bueno y que puedo mantenerme de pie sin problemas en una plataforma de no más de cuarenta y cinco centímetros de ancho, y que incluso puedo dar con bastante confianza algunos pasos de zapateo sin riesgo de caer de ella. Sin embargo, no me sentí en absoluto seguro estando tan cerca del río Zambeze.
La depresión consiste en una fuerte sensación paralizante cargada de un sentimiento de inminencia. Lo que uno puede hacer a una altura de quince centímetros no puede realizarlo cuando el suelo se ve lejano y uno puede calcular que se halla a cientos de metros. El miedo a caer nos atenaza, aun cuando sabemos que ese mismo terror podría ser la causa de la caída. Lo que nos sucede en la depresión es horrible, pero parece estar totalmente envuelto por lo que nos sucederá. Entre otras cosas, uno siente que está a punto de morir, y morir podría no ser tan malo; pero vivir en los umbrales de la muerte, esa situación de estar demasiado cerca del borde, es terrible. En una depresión severa, las manos que se tienden para auxiliarnos no están a nuestro alcance. Uno no puede apoyarse sobre sus manos y rodillas porque siente que, apenas se incline, aun hallándose lejos del límite, perderá el equilibrio y se precipitará al vacío. Pues bien, algunas de las imágenes relacionadas con el abismo son muy adecuadas: la oscuridad, la incertidumbre, la pérdida de control. Pero si uno estuviera en realidad cayendo de modo interminable, el problema del control ni siquiera se plantearía, pues este se habría perdido por completo. Nos encontramos de este modo con la pavorosa sensación de haber perdido el control precisamente en el momento en que más necesitábamos conservarlo, por derecho propio. Entonces una terrible sensación de inminencia se cierne sobre nuestro presente. La depresión ha llegado demasiado lejos cuando, a pesar de existir un amplio margen de seguridad, ya no logramos mantener el equilibrio. En la depresión, todo lo que está ocurriendo en el presente es la anticipación de un dolor futuro, y el presente como tal ha dejado de existir.
La depresión es una situación casi inimaginable para alguien que no la ha conocido. El único modo de hablar acerca de esta experiencia es una secuencia de metáforas: enredaderas, árboles, acantilados, etc. El diagnóstico no es fácil, porque depende de las metáforas, y las metáforas que utiliza un paciente son diferentes de las que elige otro. Las cosas no han cambiado demasiado desde que Antonio se lamentaba en El mercader de Venecia:
A mí me agota, tú dices que a ti te agota;
pero cómo di con ella, la encontré, o la obtuve,
de qué materia está compuesta, de dónde ha surgido,
son cosas que debo aprender.
Y tan atrapado me tiene esta tristeza sin sentido
que ni yo mismo me reconozco.
No nos andemos con rodeos: en realidad desconocemos cuál es la causa de la depresión y no sabemos en qué consiste ni cómo se abrió paso a través del proceso evolutivo. Ignoramos por qué ciertos tratamientos pueden ser eficaces contra esta enfermedad y por qué ciertas personas se deprimen frente a circunstancias que a otras no las perturban en lo más mínimo. Tampoco sabemos cómo opera la voluntad en este contexto.
La gente que se relaciona con los depresivos espera que se recuperen rápidamente: nuestra sociedad es poco tolerante con el abatimiento. Los cónyuges, los padres, los hijos y los amigos podrían sentirse arrastrados, y no desean quedar atrapados en un sufrimiento tan insondable. Cuando una persona se halla en lo más profundo de una depresión severa, no puede hacer otra cosa que pedir ayuda (si es que se encuentra en condiciones de hacerlo), pero una vez que obtiene esa ayuda es preciso, además, que la acepte. A todos nos gustaría que el Prozac lo resolviera todo, pero, según mi experiencia, este fármaco no resuelve nada si no lo ayudamos. Uno debería escuchar a las personas que ama; creer que vale la pena vivir por ellas incluso aunque no lo sintamos; hurgar en los recuerdos que la depresión nos ha arrebatado y proyectarlos hacia el futuro. Ser valiente, ser fuerte, tomar las píldoras que nos han recetado; hacer ejercicio porque sabemos que es bueno, aunque nos parezca que con cada movimiento estamos levantando quinientos kilos. Debemos alimentarnos aunque la comida nos sepa repugnante; razonar cuando hemos perdido la razón. Estos consejos de pitonisa suenan a lugares comunes, pero el modo más seguro de salir de la depresión es sentir antipatía por ella y hacer todo lo posible para no acostumbrarse a su compañía. Debemos desterrar los terribles pensamientos que invaden nuestra mente.
Yo seguí un tratamiento contra la depresión durante mucho tiempo. Me gustaría poder decir cómo ocurrió, pero no tengo ni idea de cómo me hundí tan profundamente y emergí para volver a caer una, y otra, y otra vez. Traté aquella presencia, aquella enredadera, de todas las maneras convencionales a mi alcance, y luego intenté reparar la ausencia tan laboriosamente, y al mismo tiempo tan intuitivamente, como si estuviera aprendiendo a caminar o hablar. Sufrí numerosas recaídas poco significativas seguidas de dos crisis graves; luego disfruté de un tiempo de descanso tras el cual sobrevino una tercera crisis a la que siguieron algunas recaídas más. Después de esa experiencia, hago lo que debo hacer para evitar nuevos trastornos. Todas las mañanas y todas las noches echo un vistazo a las píldoras: blanca, rosa, roja, turquesa.18 A veces me parece que son una suerte de escritura desplegada en la palma de mi mano, signos que me dicen que el futuro tal vez sea venturoso y que me debo a mí mismo la posibilidad de vivir para verlo. Otras veces siento que estoy tragándome mi propio funeral dos veces por día, pues sin estos fármacos habría muerto hace ya mucho tiempo. Cuando no estoy de viaje acudo a la consulta de mi terapeuta una vez por semana. En ocasiones las sesiones me aburren, en otras estoy interesado en lo que ocurre en ellas de una manera completamente disociada, y a veces me asalta un sentimiento de epifanía. Gracias, en parte, a lo que me ha dicho el psicólogo, logré reconstruirme a mí mismo lo suficiente para poder seguir tragándome mi funeral en lugar de convertirlo en un hecho real. Hemos hablado mucho, y creo que las palabras tienen una fuerza propia que