Los jardines de la luna

Steven Erikson

Fragmento

Creditos

Título original: Gardens of the Moon 

 Traducción: Miguel Antón Rodríguez 

1.ª edición: marzo 2017 

© Ediciones B, S. A., 2017 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-667-5 

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Contents
Contenido
Nota del autor
Dedicatoria
Agradecimientos
Mapa GENABACKIS
Dramatis personae
Cita: Enfriadas estas cenizas, abrimos un antiguo libro...
Cita: ¡El Emperador ha muerto!...
Prólogo
Año 1154 del Sueño de Ascua...
LIBRO PRIMERO. Pale
Cita: ... En el octavo año...
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
LIBRO SEGUNDO. Darujhistan
Cita: ¿Qué golpe de la fortuna ha acariciado nuestros sentidos?...
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
LIBRO TERCERO. La misión
Cita: Lejos danzan las marionetas...
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
LIBRO CUARTO. Asesinos
Cita: Soñé una moneda...
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
LIBRO QUINTO. Las colinas Gadrobi
Cita: Allende estas paredes de piel...
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
LIBRO SEXTO. La ciudad del fuego azul
Cita: Rumores como banderas ajadas...
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
LIBRO SÉPTIMO. La fiesta
Cita: La desolladura de Fander, la Loba de Invierno...
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Glosario
Mapa Darujhistan
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Nota del autor

No tiene sentido empezar algo sin ambición. He seguido fielmente esa creencia en muchos aspectos de mi vida, y me ha llevado a más de un estrepitoso fracaso. Todavía recuerdo, con algo de amargura, la respuesta que Cam (Ian C. Esslemont) y yo recibíamos cuando tratábamos de vender nuestros guiones para largometrajes y para televisión: «¡Maravilloso! ¡Único! Muy divertido, muy oscuro... pero aquí, en Canadá, la verdad es que no tenemos los fondos suficientes para financiar esas cosas. Buena suerte.» A eso le seguía una especie de consejo que solía ser lo más devastador de todo: «Inténtenlo con algo... más simple. Algo más parecido al resto de las cosas que se ven por ahí. Algo menos... ambicioso.»

Salíamos de las reuniones sintiéndonos frustrados, descorazonados y confusos. ¿De verdad acabábamos de escuchar cómo nos invitaban a ser mediocres? La verdad era que sonaba así.

Bueno, pues que le den a eso.

LOS JARDINES DE LA LUNA. Solo pensar en ese título hace que vuelvan a la vida todas esas nociones sobre la ambición, todo ese coraje juvenil que parecía llevarme una y otra vez a darme de cabeza contra un muro. La necesidad de presionar. De desafiar las convenciones. De ir a por todas.

Me gusta creer que era plenamente consciente de lo que hacía por aquel entonces. Que mi visión era cristalina y que de verdad estaba allí, de pie, preparado para escupirle a la cara a este género literario, aunque me deleitara en él (porque ¿cómo podía no hacerlo? Por mucho que despotricara contra sus estrategias literarias, me encantaba leer esas cosas). Ahora ya no estoy tan seguro. Es fácil actuar siguiendo los impulsos del momento para, luego, volver la vista atrás y atribuir una sólida conciencia a todo lo que salía bien, a la vez que se ignora lo que no funcionó. Demasiado fácil.

A lo largo de los años y de las muchas novelas que siguieron, algunas cosas se han ido haciendo evidentes. Empezando por LOS JARDINES DE LA LUNA, los lectores o aman u odian mi trabajo. No hay término medio. Por supuesto, preferiría que a todo el mundo le encantase, pero entiendo por qué eso no puede ser. Estos no son libros fáciles. No puedes leerlos por encima, es imposible. Más problemático aún, la primera novela empieza a mitad de lo que parece una maratón; o te lanzas a correr y te mantienes en pie hasta el final, o estás fuera.

Cuando tuve que enfrentarme a escribir este prólogo, pensé durante algún tiempo en usarlo como instrumento para suavizar el golpe, para minimizar la impresión de ser lanzado desde una gran altura a unas aguas muy profundas, justo en la primera página de LOS JARDINES DE LA LUNA. Algo de contexto, algo de historia, preparar un poco el terreno. Ahora he descartado esa idea. Joder, no recuerdo que Frank Herbert tuviese que hacer algo así con Dune, y si alguna novela fue una inspiración directa en cuanto a estructura, esa fue Dune. Estoy escribiendo una historia y, sea ficticia o no, la Historia no tiene un punto de partida real; incluso el origen y la caída de civilizaciones enteras son más confusos en lo que respecta a su principio y su final de lo que la gente piensa.

El esquemático esbozo inicial de LOS JARDINES DE LA LUNA cobró vida por primera vez en un juego de rol. El primer boceto fue un largometraje escrito por los dos creadores del mundo malazano, Ian C. Esslemont y yo; un guion que fue perdiendo fuerza por la falta de interés («No hacemos películas de fantasía porque son un asco. Es un género muerto. Implica disfraces, y las pelis de disfraces están tan pasadas como las pelis del Oeste.» Todo esto fue antes de que un giro brusco por parte de las compañías de producción les hiciera tragarse ese cliché, mucho antes de que El Señor de los Anillos llegase al cine).

Y eso fue todo. Estábamos ahí. Teníamos la mercancía, sabíamos que la fantasía épica para adultos era el último género por explorar del cine (sin contar Willow, en la que a nuestro parecer solo valía algo la escena de la encrucijada, el resto de las cosas eran totalmente para críos). Y todo lo demás que estaba saliendo en ese género eran películas de serie B o tenía fallos terriblemente obvios para nosotros (¡Dios mío, lo que se podría haber hecho con Conan!). Queríamos una versión fantástica de El león en invierno, la de O’Toole y Hepburn. O una adaptación de Los tres mosqueteros con Michael York, Oliver Reed, Raquel Welch, Richard Chamberlain, etcétera; añade magia y revuelve, colega. Nuestra producción televisiva favorita era El detective cantante, de Dennis Potter, el original, con Gambon y Malahyde. Queríamos algo sofisticado, ya ves. Estábamos tratando de meter la fantasía en ese contexto brillante que causaba la admiración boquiabierta. Éramos, en otras palabras, terriblemente ambiciosos.

Además, probablemente no estuviésemos preparados. No teníamos todo el material. Estábamos haciendo planes por encima de nuestras posibilidades, atascados por nuestra falta de experiencia. La maldición de la juventud.

Cuando la vida nos llevó a Cam y a mí por caminos distintos, los dos conservamos las notas de nuestro mundo inventado, construido durante horas y horas de juego. Teníamos una historia tremenda preparada, material suficiente para veinte novelas y el doble de películas. Y ambos teníamos copias de un guion que nadie quería. El mundo malazano estaba ahí, en cientos de mapas dibujados a mano, en páginas y más páginas de apuntes, en hojas de personaje tipo GURPS (el Generic Universal Role Playing System, «sistema genérico universal de juegos de rol», de Steve Jackson, una alternativa para el AD&D), en planos de construcción de edificios, bocetos y todo lo que se te ocurra.

La decisión de empezar a escribir la historia del mundo malazano llegaría unos años después. Yo iba a convertir el guion en una novela. Cam escribiría una novela relacionada titulada Return of the Crimson Guard (y ahora, después de tantos años, y justo de después de su Night of Knives, la primera novela épica de Cam, Return va a ser publicada). Como obras de ficción, la autoría pertenecería al escritor real, a la persona que había llenado las páginas poniendo allí palabra tras palabra. Para Los jardines, la transformación significaba empezar prácticamente de cero. El guion tenía tres actos que transcurrían todos en Darujhistan. Los principales sucesos eran la guerra asesina en los tejados y el explosivo gran final del festejo. No había prácticamente nada más. Ni antecedentes, ni contexto, ni presentación real de los personajes. Era, en realidad, mucho más parecido a En busca del arca perdida que a El león en invierno.

La ambición nunca desaparece. Puede marcharse a regañadientes, protestando y arrastrando los pies, solo para colarse en otro sitio, normalmente en el siguiente proyecto. No acepta un «no» por respuesta.

Al escribir Los jardines, pronto descubrí que el tema de los antecedentes iba a ser un problema, no importa hasta dónde me remontase. Y me di cuenta de que a menos que se lo diese todo mascado a mis lectores (algo que me negaba a hacer, dado cuánto había criticado a los autores de fantasía épica por tratarnos a los lectores como si fuésemos idiotas), a menos que simplificase, a menos que me limitase a seguir el camino bien trillado que las novelas existentes habían seguido ya, iba a dejar a los lectores bastante confusos. Y no solo a los lectores, también a los editores, a las editoriales, a los agentes...

Pero ¿sabes qué? Como lector y como fan, nunca me molestó sentirme algo confuso (al menos durante un rato, y en otras ocasiones, incluso durante bastante tiempo). Mientras hubiese otras cosas que me mantuviesen interesado, genial. No olvides que reverenciaba a Dennis Potter. Era fan de Los nombres, de DeLillo, y de El péndulo de Foucault, de Eco. El lector que yo tenía en mente podía cargar, y lo haría gustosamente, con el peso extra, las preguntas sin respuesta inmediata, los misterios, las alianzas inciertas.

La Historia lo ha demostrado, creo. O los lectores renuncian a la altura más o menos del primer tercio de LOS JARDINES DE LA LUNA, o siguen metidos en esto hasta hoy, siete, casi ocho, libros más tarde.

Me han preguntado si cambiaría algo, en retrospectiva. Y, honestamente, no sé qué responder a eso. Bueno, hay elementos de estilo que cambiaría aquí y allí, pero... fundamentalmente no estoy muy seguro de qué otra cosa podría haber hecho. No soy ni seré nunca un escritor que se contente con dar un planteamiento que tenga como única función poner al lector en antecedentes, hablarle de historia o lo que sea. Si mi planteamiento no tiene una función múltiple, y digo múltiple de verdad, entonces no estoy satisfecho. Resulta que cuantas más funciones tenga, más complicado será, y será también más probable que poco a poco vaya desviándose, y que, como en un truco de prestidigitación, aunque posiblemente estén ahí, todos los antecedentes terminen enterrados muy muy profundo.

La escritura fue rápida, pero también fue, extrañamente y de algún modo que aún no alcanzo a entender, una escritura densa. Los jardines te invita a leer a un ritmo vertiginoso. El autor te aconseja que no sucumbas a la tentación.

Aquí estamos, diez años después. ¿Debería disculparme por semejante invitación bipolar? ¿Hasta dónde me puse yo mismo la zancadilla con el tipo de presentación del mundo malazano que hice en LOS JARDINES DE LA LUNA? Y ¿me ha puesto esta novela en la cuerda floja? Quizá. Y a veces, en medio de la noche, me pregunto: ¿qué habría pasado si hubiese cogido el cucharón de madera y le hubiera hecho tragar todo esto al lector a la fuerza, como muchos (y muy exitosos) escritores de fantasía hacen y han hecho? ¿Vería ahora mi nombre en las listas de los más vendidos? Un momento, ¿estoy sugiriendo que esos escritores de fantasía superpopulares han llegado al éxito a base de limitarse a escribir algo a medida de los lectores? En absoluto. Bueno, no todos. Pero claro, míralo desde mi punto de vista. Me costó ocho años y mudarme a Reino Unido que publicaran LOS JARDINES DE LA LUNA. El contrato en Estados Unidos tardó cuatro años más en terminar de cuajar. ¿La queja? «Demasiado complicado, demasiados personajes. Demasiado... ambicioso.»

Podría volver la vista atrás y, con una perspectiva más amplia aunque quizá distorsionada, afirmar que Los jardines supuso un alejamiento de los tropos habituales del género, y que cualquier alejamiento suele encontrar resistencia; pero no tengo tanto ego. Nunca sentí que fuera un distanciamiento. Las novelas de La Compañía Negra y Dread Empire, de Glen Cook, ya habían abierto nuevos caminos, pero yo había leído todo eso y, como quería más material de lectura, prácticamente tuve que escribirlo yo mismo (y Cam pensaba igual). Y aunque mi estilo de escritura no permitía la imitación (ese Cook es bastante conciso), sí que podía tratar de conseguir el mismo tipo de cinismo descorazonado y sardónico, la misma ambivalencia y una atmósfera similar. Quizás era consciente de estar alejándome de «el bien contra el mal», pero eso parecía una consecuencia inevitable de hacerse mayor: el mundo real no es así, ¿por qué empeñarse en hacer que los mundos fantásticos estén tan lejos de la realidad?

Vaya, no sé. Es agotador incluso pensarlo.

Los jardines es lo que es. No planeo revisarlo. No sé ni por dónde empezaría.

Mejor, creo, ofrecer a los lectores una decisión rápida sobre esta serie, justo ahí, en el primer tercio de la primera novela, que jugar con ellos durante cinco o seis libros antes de que abandonen asqueados, aburridos o lo que sea. Quizá desde una perspectiva de ventas esta última opción sea preferible, por lo menos a corto plazo. Pero gracias a Dios mis editores saben perfectamente que lo barato sale caro.

LOS JARDINES DE LA LUNA es una invitación, por lo tanto. Quédate y únete al viaje. Solo puedo asegurar que he intentado entretener lo mejor que he sabido. Maldiciones y agradecimientos, risas y lágrimas, todo está ahí.

Una última palabra para todos los escritores en ciernes ahí fuera. «Ambición» no es una palabrota. Pasad del compromiso. Id a por todas. Escribid con un par de huevos, con un par de ovarios. Sí, es un camino más difícil, pero creedme, vale totalmente la pena.

Gracias,

Steven Erikson

Victoria, Columbia Británica

Diciembre de 2007

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Dedico esta novela a I. C. Esslemont.

Mundos que conquistar, mundos que compartir

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Agradecimientos

Ninguna novela se escribe en total soledad. El autor desea agradecer a las siguientes personas su apoyo a lo largo de los años: Clare Thomas, Bowen, Mark Paston-MacRae, David Keck, Courtney, Ryan, Chris y Rick, Mireille Theriacelt, Dennis Valdron, Keith Addison, Susan, David y Harrier, Clare y David Thomas Jr., Chris Rodell, Patrick Carroll, Kate Peach, Peter Knowlson, Rune, Kent, y Val y los niños, mi incansable agente Patrick Walsh y el excelente editor Simon Taylor.

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Dramatis personae

El Imperio de Malaz

La hueste de Unbrazo

Velajada: Hechicera del cuadro perteneciente al Segundo Ejército y lectora de la baraja de los Dragones.

Mechones: Mago del cuadro perteneciente al Segundo Ejército, incómodo rival de Tayschrenn.

Calot: Mago del cuadro perteneciente al Segundo Ejército y amante de Velajada.

Toc el Joven: Explorador del Segundo Ejército y agente de la Garra cubierto de cicatrices tras el asedio de Pale.

Los Abrasapuentes

Sargento Whiskeyjack: Noveno pelotón, antiguo comandante del Segundo Ejército.

Cabo Kalam: Noveno pelotón, antiguo agente de la Garra procedente de Siete Ciudades.

Ben el Rápido: Noveno pelotón, mago de Siete Ciudades.

Lástima: Noveno pelotón, asesina mortífera disfrazada de jovencita.

Seto: Noveno pelotón, zapador.

Violín: Noveno pelotón, zapador.

Trote: Noveno pelotón, guerrero barghastiano.

Mazo: Sanador del noveno pelotón.

Sargento Azogue: Séptimo pelotón.

Rapiña: Séptimo pelotón.

El mando imperial

Ganoes Stabro Paran: Oficial de noble cuna del Imperio de Malaz.

Dujek Unbrazo: Puño Supremo, ejércitos de Malaz, campaña de Genabackis.

Tayschrenn: Mago supremo de la Emperatriz.

Bellurdan: Mago supremo de la Emperatriz.

Escalofrío: Hechicera suprema de la Emperatriz.

A’Karonys: Mago supremo de la Emperatriz.

Lorn: Consejera de la Emperatriz.

Topper: Comandante de la Garra.

Emperatriz Laseen: Soberana del Imperio de Malaz.

Casa de Paran (en Unta)

Tavore: Hermana de Ganoes (la mediana).

Felisin: Hermana pequeña de Ganoes.

Gamet: Guardia de la Casa, veterano del ejército.

En tiempos del Emperador

Emperador Kellanved: Fundador del Imperio, asesinado por Laseen.

Danzante: Consejero jefe del Emperador, también asesinado por Laseen.

Torva: Antiguo nombre de Laseen, cuando ejercía de comandante de la Garra.

Dassem Ultor: Primera Espada del Imperio, asesinado a las afueras de Y’ghatan, Siete Ciudades.

Toc el Viejo: Desaparecido durante las purgas de la Vieja Guardia ordenadas por Laseen.

En Darujhistan

Los parroquianos de la taberna del Fénix

Kruppe: Hombre de falsa modestia.

Azafrán Jovenmano: Joven ladrón.

Rallick Nom: Asesino de la Guilda.

Murillio: Un cortesano.

Coll: Un borracho.

Meese: Una de los clientes habituales.

Irieta: Otra habitual.

Scurve: El tabernero.

Sulty: Una camarera.

Chert: Un matón sin suerte.

La cábala de T’orrud

Baruk: Alquimista supremo.

Derudan: Bruja de Tennes.

Mammot: Sacerdote supremo de D’riss y eminente erudito, tío de Azafrán.

Travale: Devoto soldado de la cábala.

Tholis: Mago supremo.

Parald: Mago supremo.

El concejo de la ciudad

Turban Orr: Poderoso concejal, amante de Simtal.

Lim: Aliado de Turban Orr.

Dama Simtal: Dueña de la hacienda de Simtal.

Estraysian D’Arle: Rival de Turban Orr.

Cáliz D’Arle: La hija de este último.

La Guilda de asesinos

Vorcan: Dueña de la Guilda (también conocida como señora de los asesinos).

Ocelote: Líder del clan de Rallick Nom.

Talo Krafar: Asesino del clan de Jurrig Denatte.

Krute de Talient: Agente de la Guilda.

También presentes en la ciudad

La Anguila: Se rumorea que es un maestro de espías.

Rompecírculos: Agente de la Anguila.

Vildron: Un guardia de la ciudad.

Capitán Stillis: Capitán de la guardia de la hacienda de Simtal.

Otros personajes

Los tiste andii

Anomander Rake: Señor de Engendro de Luna, hijo de la Oscuridad, caballero de la Oscuridad.

Serat: Segundo al mando de Rake.

Korlat: Cazador nocturno, hermano de sangre de Serat.

Orfantal: Cazador nocturno.

Horult: Cazador nocturno.

Los t’lan imass

Logros: Comandante de los clanes t’lan imass que sirven al Imperio de Malaz.

Onos T’oolan: Un guerrero sin clan.

Pran Chole: Un invocahuesos (un shaman) de los kron t’lan imass.

Kig Aven: Líder de clan.

Otros

Arpía: Gran córvida al servicio de Anomander Rake.

Silanah: Eleint, compañera de Anomander Rake.

Raest: Tirano jaghut.

K’rul: Dios ancestral, llamado el Hacedor de Caminos.

Caladan Brood: Caudillo enemigo de las huestes de Malaz en la campaña del norte.

Kallor: Segundo al mando de Brood.

Príncipe K’azz D’Avore: Comandante de la Guardia Carmesí.

Jorrick Lanzafilada: Oficial de la Guardia Carmesí.

Cowl: Mago supremo de la Guardia Carmesí.

Cabo Penas: Sexta Espada de la Guardia Carmesí.

Dedos: Sexta Espada de la Guardia Carmesí.

Mastín Baran: Mastín de Sombra.

Mastín Ciega: Mastín de Sombra.

Mastín Yunque: Mastín de Sombra.

Mastín Cruz: Mastín de Sombra.

Mastín Shan: Mastín de Sombra.

Mastín Doan: Mastín de Sombra.

Mastín Ganrod: Mastín de Sombra.

Tronosombrío/Ammanas: Rey de la senda de Sombra.

La Cuerda/Cotillion: Compañero de Tronosombrío y patrón de los asesinos.

Icarium: Constructor de la Rueda de las Edades en Darujhistan.

Mappo: Compañero de Icarium.

Vidente Painita: Profeta tirano que reina en Dominio Painita.

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Enfriadas estas cenizas, abrimos un antiguo libro.

Sus páginas, manchadas de aceite, narran las historias de los Caídos,

del imperio en guerra, de palabras yermas. Mengua el fuego,

su fulgor y las chispas de la vida no son sino recuerdos

vistos por ojos entornados. Qué no suscitan en mi mente.

Qué no dibujan mis pensamientos tras abrir el Libro de los Caídos,

tras respirar el hondo aroma de la historia.

Presta pues atención a estas palabras llevadas en aquel aliento.

Estas historias son las nuestras, lo fueron entonces y ahora.

Pues somos historia revivida, y no hay más. Historia sin final, y no hay más.

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¡El Emperador ha muerto!

También su mano derecha, ahora fría, cercenada.

Pero cuidado con estas sombras moribundas,

enroscadas, fluyen sangrientas y maltrechas,

hacia allá, lejos de la mirada de los mortales...

Retirado se ha la palabra del cetro.

Abandonada la superficie dorada del candelabro, huye la luz

de una chimenea engastada de piedras preciosas, frías,

que durante siete años ha sangrado fuego...

El Emperador ha muerto.

También su compañero amaestrado, cortada la cuerda limpiamente.

Pero vigila el esperado retorno,

la oscuridad que tiembla, el manto raído

que envuelve a los niños a la moribunda luz del Imperio.

Atención al lamento que la siguiente endecha susurra:

antes que caiga el sol, rojo ha de salpicar el día

sobre la arada tierra, y con ojos de obsidiana

siete veces ha de clamar la venganza...

La llamada a la Sombra (1.i. 1-18)

Felisin (n.1146)

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Prólogo

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Año 1154 del Sueño de Ascua

Año 96 del Imperio de Malaz

Último Año del reinado del Emperador Kellanved

Las manchas de herrumbre parecían trazar mares de sangre en la superficie oscura de la veleta de Mock. Con un siglo a sus espaldas, coronaba la punta de una vieja pica clavada en la cara exterior de la muralla de la fortaleza. Monstruosa, deforme, había sido forjada hasta adoptar la forma de un demonio alado de maliciosa sonrisa que dejaba al descubierto la dentadura, y toda ella se movía de un lado a otro a merced de un viento cuyos embates protestaba a cada racha.

Aquellos vientos soplaron en contra el día en que las columnas de humo se alzaron sobre el arrabal del Ratón, en Malaz. El silencio de la veleta anunció la súbita caída de la brisa marina, que, arrastrándose, llegó a coronar las castigadas murallas de la fortaleza de Mock, para después renacer cuando el aliento cargado de humo del arrabal del Ratón se extendió por la ciudad hasta cubrir la cúspide del promontorio.

Ganoes Stabro Paran, de la Casa de Paran, estaba de puntillas para asomarse por encima del merlón. A su espalda se erigía la fortaleza de Mock, antaño capital del Imperio, aunque entonces, puesto que el continente había sido conquistado, se había visto de nuevo relegada a la fortaleza del Puño. A su izquierda se alzaba la pica y su antojadizo trofeo.

Ganoes estaba demasiado familiarizado con la antigua fortificación que se imponía sobre la ciudad como para que pudiera despertar su interés. Aquella visita era la tercera en muchos años; hacía tiempo que había explorado el patio de armas con sus adoquines levantados, el viejo torreón (que a esas alturas servía de establo, mientras que su planta superior hacía las veces de refugio a palomas, golondrinas y murciélagos), así como la ciudadela, en la que en ese preciso momento negociaba su padre las tasas de exportación insulares con los agentes portuarios, ya que era allí donde residía el Puño, en sus salones interiores, donde en el Imperio se conducían los asuntos concernientes a la isla.

Ignorada a su espalda la fortaleza de Mock, Ganoes concentró su atención en la astrosa ciudad que se extendía ante su mirada, y en los disturbios que se sucedían a lo largo y ancho del distrito más humilde. Esta se hallaba en lo alto de un despeñadero. Se llegaba a la cota más elevada del Pináculo por medio de una escalera que discurría en zigzag, esculpida en la piedra caliza de la pared del acantilado. La caída sobre la ciudad era de unos ochenta brazos o más, eso sin contar la altura de la propia muralla, que venía a añadir otros seis. El Ratón se encontraba en el margen interior de la ciudad, y estaba compuesto por un conjunto desigual de casuchas y gradas que habían crecido demasiado y que había sido dividido por el cenagal que arrastraba el río en su torpe avance hacia el puerto. Con una buena porción de Malaz entre la posición en que se hallaba Ganoes y los disturbios, resultaba difícil discernir los detalles, aparte de las columnas de humo negro que se alzaban por doquier.

Era mediodía, pero la magia que arrancaba destellos y hacía tronar el cielo volvía lúgubre y cargado el ambiente.

Un soldado, acompañado por el estruendo metálico de la armadura, se acercó a él en la muralla. Se inclinó, apoyando en la almena los antebrazos protegidos por la armadura, y con la vaina del acero rascando la piedra.

—Satisfecho de la pureza de tu sangre, ¿verdad? —preguntó mientras observaba con sus ojos grises la ciudad que se consumía a fuego lento.

El muchacho estudió al soldado. Conocía perfectamente los pertrechos del equipaje militar del Ejército Imperial, y el hombre que se encontraba a su lado servía como comandante del Tercero, perteneciente a las tropas del propio emperador, a la élite. En la capa gris, echada al hombro, lucía un broche: un puente de piedra envuelto en llamas color rubí. Era un Abrasapuentes.

Era habitual ver circular a los funcionarios y soldados imperiales de alto rango por la fortaleza de Mock. La isla de Malaz seguía siendo puerto de paso obligado, sobre todo desde que habían estallado las Guerras Korelianas. Ganoes se había cruzado con más de uno, tanto allí como en Unta, la capital.

—Entonces, ¿es cierto? —se atrevió a preguntar Ganoes.

—¿El qué?

—La Primera Espada del Imperio. Dassem Ultor. Nos enteramos en la capital, antes de partir. Está muerto. ¿Es verdad? ¿Ha muerto Dassem?

El hombre pareció dar un respingo a pesar de lo inquebrantable de su mirada, puesta aún en el distrito del Ratón.

—Así es la guerra —musitó entre dientes, como si no quisiera dirigir sus palabras a cualquiera.

—Sirves en el Tercero. Creí que el Tercero se hallaba destacado con él, en Siete Ciudades. En Y’ghatan...

—Por el aliento del Embozado. Aún buscan su cadáver en las ruinas ardientes de esa condenada ciudad, y aquí estás tú, hijo de mercaderes, a tres mil leguas de distancia de Siete Ciudades, con una inteligencia que se supone que solo unos pocos poseen. —Siguió sin volverse—. No conozco tus fuentes, pero te aconsejo que no compartas con nadie esa información.

Ganoes se encogió de hombros.

—Dicen que traicionó a un dios.

Finalmente, el hombre se volvió al muchacho. Diversas cicatrices surcaban su rostro, y algo que bien podía ser una quemadura desfiguraba su mandíbula y la mejilla izquierda. A pesar de todo, parecía joven para ostentar el cargo de comandante.

—Atiende a la lección, hijo.

—¿Qué lección?

—Todas y cada una de las decisiones que tomes pueden cambiar el mundo. La mejor vida es aquella que escapa a la atención de los dioses. Querrás vivir con libertad, muchacho, en paz.

—Quiero ser soldado. Un héroe.

—Ya crecerás.

Chirrió la veleta de Mock cuando el terral del puerto barrió el denso humo. Ganoes alcanzó a oler el hedor a pescado podrido, y el fuerte olor a humanidad proveniente de los muelles.

Otro Abrasapuentes, que llevaba colgado a la espalda un violín descuajeringado, se acercó al comandante. Era enjuto, fuerte, y si acaso más joven, apenas tendría unos años más que el propio Ganoes, que contaba doce años. Unas peculiares marcas surcaban su rostro y el dorso de las manos, y su armadura estaba formada por una mezcla de accesorios extranjeros, dispuestos sobre un uniforme raído y lleno de manchas. Se inclinó sobre las almenas junto al otro hombre con la confianza que nace de una larga convivencia.

—Qué mal huele cuando los hechiceros pierden los nervios —dijo el recién llegado—. Están perdiendo el control ahí abajo. No creo que sea necesario todo un grupo de magos solo para olfatear a un puñado de brujas de la cera.

—Se me ocurrió esperar a ver si podían recuperar el control de la situación —dijo el comandante con un suspiro.

—Están verdes, son novatos y no se han puesto a prueba. Esto podría marcarlos para siempre —gruñó el soldado—. Aparte, ahí abajo hay más de uno que está siguiendo las órdenes de otra persona.

—No es más que una sospecha.

—Ahí mismo tienes la prueba —dijo el otro—. En el Ratón.

—Quizá.

—Eres demasiado reservado —dijo el hombre—. Torva opina que esa es tu mayor debilidad.

—Torva es problema del Emperador, no mío.

Un segundo gruñido sirvió de réplica.

—Quizá todos nosotros lo seamos dentro de poco.

El comandante guardó silencio mientras se volvía con lentitud para observar a su compañero.

El otro se encogió de hombros.

—Solo es un presentimiento. Sabrás que ha adoptado un nuevo nombre: Laseen.

—¿Laseen?

—Es napaniano; significa...

—Sé qué significa.

—Pues espero que también lo sepa el Emperador.

—Quiere decir Señor del Trono —intervino Ganoes.

Ambos se volvieron para mirarle.

El viento roló de nuevo, e hizo gruñir al demonio de hierro encaramado a la pica. Procedente de la propia fortaleza surgió un olor a piedra fría.

—Mi tutor es napaniano —explicó Ganoes.

Una nueva voz habló a sus espaldas, una voz de mujer, apremiante y fría.

—Comandante.

Ambos soldados se volvieron con cierta parsimonia.

—La nueva compañía necesita ayuda ahí abajo —dijo el comandante a su compañero—. Envía a Dujek y a un ala, y ordena a los zapadores que contengan el fuego. No conviene dejar que arda toda la ciudad.

El soldado asintió antes de alejarse a paso marcial, sin siquiera dedicar una sola mirada a la mujer.

Esta permanecía de pie acompañada por dos guardaespaldas cerca del portal que había en la torre cuadrada de la ciudadela. Su piel de color azul oscuro delataba su origen napaniano; por lo demás, llevaba una túnica gris con salpicaduras de sal, el pelo ratonil muy corto, como el de un soldado, y poseía unas facciones finas, poco dignas de ser recordadas. Fueron los guardaespaldas, no obstante, quienes hicieron dar un respingo a Ganoes. Guardaban los flancos de la mujer, eran altos, vestían de negro, con las manos ocultas en las mangas, y las capuchas ensombrecían sus rasgos. Ganoes jamás había visto a nadie de la Garra, pero el instinto le dio a entender que esas personas eran acólitos del culto. Lo cual significaba que la mujer era...

—Es tu problema, Torva. Parece que tendré que solucionarlo —dijo el comandante.

A Ganoes le sorprendió la ausencia de temor, el deje de desprecio con que había hablado el soldado. Torva había creado la Garra, y había logrado que su poder rivalizara con el del propio Emperador.

—Ya no me llamo así, comandante.

Este compuso una mueca.

—Eso he oído. La ausencia del Emperador debe de haberte llenado de confianza. Él no es el único que se acuerda de cuando eras poco más que una sirvienta en el casco antiguo. Doy por sentado que habrá desaparecido toda la gratitud que pudieras albergar.

El rostro de la mujer no acusó el menor cambio, de modo que resultó imposible comprobar si las hirientes palabras del soldado habían alcanzado su objetivo.

—La orden era bien sencilla —dijo ella—. Parece que tus nuevos oficiales son incapaces de afrontar la situación.

—Han perdido las riendas —replicó el oficial—. Carecen de experiencia.

—Eso no es asunto mío —interrumpió ella—. Tampoco puedo decir que suponga una decepción. Perder el control constituye una lección en sí misma para quienes se nos oponen.

—¿Quiénes se nos oponen? Son un puñado de brujas sin importancia que venden sus escasos talentos a... ¿A qué siniestro fin? Dar con los bancos de coraval entre los guijarros de la bahía. Por el aliento del Embozado, mujer, no creo que tal cosa suponga una amenaza para el Imperio.

—No cuentan con nuestra aprobación, y desafían las nuevas leyes.

—Tus leyes, Torva, que de nada servirán. A su regreso, el Emperador abolirá la prohibición de la magia que has promulgado. De eso puedes estar segura.

La mujer sonrió fríamente.

—Te gustará saber que la torre ha ordenado el avance de los transportes para tus nuevos reclutas. No te echaremos en falta, comandante, ni a tus sediciosos e inquietos soldados.

Sin pronunciar otra palabra, o dedicar una sola mirada al muchacho que se hallaba junto al oficial, la mujer giró sobre sus talones y, flanqueada por los tan silenciosos guardaespaldas, entró de nuevo en la ciudadela.

Ganoes y el comandante volvieron a volcar su atención en los disturbios que tenían por escenario el arrabal del Ratón. Podían verse las llamas a simple vista, pues asomaban por el humo.

—Algún día seré soldado —dijo Ganoes.

—Solo si fracasas en todo lo demás, hijo —gruñó el oficial—. Empuñar la espada es el último acto de un hombre desesperado. Recuerda mis palabras y busca en tu interior un sueño que sea más valioso.

—No eres como los demás soldados con los que he hablado —dijo Ganoes, arrugando el entrecejo—. Tu forma de hablar me recuerda más a mi padre.

—Pero no soy tu padre —masculló.

—El mundo no necesita otro comerciante de vinos —dijo Ganoes.

El comandante abrió los ojos y lo observó como si le estuviera calibrando. Despegó los labios para dar una réplica obvia, aunque finalmente decidió cerrarlos.

Ganoes Paran recorrió con la mirada el distrito envuelto en llamas, complacido consigo mismo. «Incluso un muchacho, comandante, puede tener razón.»

De nuevo chirrió la veleta de Mock. El cálido humo se extendió sobre la muralla, devorándolos. Después, el tufo a tela quemada, a pintura y piedra calcinadas, seguido de algo dulzón.

—Han prendido fuego al matadero, los muy cerdos —dijo Ganoes.

El comandante torció el gesto. Al cabo, suspiró y recostó la espalda contra la piedra de la almena.

—Lo que tú digas, muchacho, lo que tú digas.

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LIBRO PRIMERO

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Pale

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... En el octavo año, las Ciudades Libres de Genabackis contrataron a una serie de huestes mercenarias para enfrentarse a la avanzadilla del Imperio; entre todas ellas destacó la Guardia Carmesí, bajo el mando del príncipe K’azz D’Avore (consultar al respecto los volúmenes III y V), y los regimientos tiste andii de Engendro de Luna, al mando de Caladan Brood y demás.

Las fuerzas del Imperio de Malaz, a las órdenes del Puño Supremo Dujek Unbrazo, estaban formadas aquel año por los ejércitos Segundo, Quinto y Sexto, así como por las legiones moranthianas.

Con el tiempo cabe hacer dos observaciones. La primera de ellas es que la alianza moranthiana de 1156 señaló un cambio fundamental en la ciencia de la guerra para el Imperio de Malaz, cambio este que se revelaría muy eficaz a corto plazo. La segunda observación que vale la pena destacar es que la participación de los hechiceros tiste andii de Engendro de Luna supuso el inicio de la Enfilada Hechicera, que tuvo consecuencias devastadoras.

En el año 1163 del Sueño de Ascua, el asedio de Pale finalizó con la ahora legendaria conflagración hechicera...

Campañas imperiales, 1158-1194

Volumen IV, Genabackis

Imrygyn Tallobant (n. 1151)

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Capítulo 1

Las viejas piedras de este camino

el hierro han sentido,

la negra herradura y el tambor.

Lo vi marchar venido

del mar, entre colinas, bañado en sangre.

Al anochecer se vino, un niño entre ecos,

hijos y hermanos, todos en las filas

de guerreros fantasma. Se vino adonde

yo reposaba el cansancio al final de la jornada:

su zancada hablaba por sí sola, y fue esta la que me reveló

todo cuanto debía saber sobre él.

Camina el muchacho;

otro soldado, otro,

corazón valiente

que aguarda aún el frío hierro.

Lamento de madre

Anónimo

Año 1161 del Sueño de Ascua

Año 103 del Imperio de Malaz

Año 7 del reinado de la Emperatriz Laseen

Un cachete y un empujón —decía la anciana—, así es como actúa la Emperatriz, igualito que los dioses. —Se inclinó a un lado y lanzó un escupitajo, para limpiarse después los labios con un trapo sucio—. Tres esposos y dos hijos se me han ido a la guerra.

La mirada de la pescadora brilló al observar la columna de soldados a caballo que pasó al galope, de modo que apenas prestó atención a la vieja que se encontraba de pie a su lado. El aliento de la muchacha se había acompasado al paso de aquellos magníficos animales.

Sintió arder las mejillas, un rubor que nada tenía que ver con el calor. El día tocaba a su fin; el tono rojizo del sol embarraba de algún modo las copas de los árboles que se alzaban a su derecha, mientras que el suspiro del mar se había enfriado en su rostro.

—Eso fue en tiempos del Emperador —continuó la vieja—. Espero que el Embozado haya puesto al fuego el alma de ese cabrón. Mira, moza, Laseen se las apaña bien a la hora de esparcir los huesos de los mejores. Je, je, después de todo empezó por los de su propio marido, ¿o no?

La pescadora asintió con aire ausente. Tal como correspondía a los humildes, aguardaban junto al camino. La anciana atribulada tras un tosco saco lleno de nabos, y la joven con un cesto enorme que apoyaba en la cabeza. Cada poco, la anciana cambiaba el saco de un hombro huesudo a otro. Puesto que los jinetes atestaban el camino, y que la zanja a su espalda formaba una pronunciada caída sobre un lecho de roca, no había espacio para dejar el saco.

—Esparcir los huesos, eso he dicho. Los huesos de los maridos, los huesos de los hijos, los de las esposas y también los de las hijas. A ella le da lo mismo. Al Imperio tanto le da. —La anciana escupió de nuevo—. Tres maridos y dos hijos, diez monedas por cabeza al año. Cinco por diez. Cincuenta monedas suponen una magra compañía, moza. Hace frío en invierno, y frío está el lecho.

La pescadora se limpió el polvo de la frente. Su mirada radiante revoloteó entre los soldados que pasaron ante ella. Los jóvenes subidos a las sillas de elevado respaldo lucían la mirada severa, vuelta al frente. Las pocas mujeres que cabalgaban entre ellos se mantenían erguidas y, de algún modo, su mirada era aún más fiera que la de los hombres. El sol arrancaba reflejos rojos a los yelmos, cuyos destellos aguijoneaban y empañaban los ojos de la muchacha.

—Eres la hija del pescador —dijo entonces la anciana— . Te he visto alguna vez en el camino, y en la orilla también. Os he visto a tu padre y a ti en el mercado. Es el manco, ¿verdad? Más huesos para la colección, ¿me equivoco? —Hizo con la mano ademán de cortar algo, y después asintió—. Mi casa es la primera del sendero. Utilizo las monedas para comprar velas. Cinco velas prendo cada noche, cinco velas que hagan compañía a la vieja Rigga. En mi casa reina el desánimo, y también rebosan cosas desanimadas; yo soy una de esas cosas, moza. ¿Qué llevas en esa cesta?

Lentamente la muchacha comprendió que aquella pregunta le había sido formulada a ella. Apartó su atención de los soldados y sonrió a la anciana.

—Lo siento —dijo—. Los caballos hacen tanto ruido.

—Te preguntaba qué llevas en esa cesta, moza —levantó la voz la anciana.

—Bramante. Lo necesario para tres redes. Mañana debemos tener una de ellas lista para la faena. Papá perdió la última, porque hubo algo en aguas profundas que se la llevó, y a la pesca también. Ilgrand el Prestamista quiere recuperar el dinero que nos prestó y necesitamos pescar mañana. Necesitamos una buena captura. —Sonrió de nuevo y volvió a observar a los soldados—. ¿No es precioso? —preguntó con un suspiro.

Rigga extendió la mano, aferró la densa mata de cabello negro de la muchacha y tiró con fuerza.

La pescadora lanzó un grito. La cesta que apoyaba en la cabeza se balanceó para después deslizarse hasta un hombro. Tiró con fuerza de un asa, pero era demasiado peso y cayó al suelo.

—¡Ay! —protestó la muchacha, que intentó arrodillarse. Rigga, sin embargo, tiró con más fuerza de su pelo, hasta obligarla a volver la cabeza.

—¡Presta atención, moza! —El aliento agrio de la anciana hirió el rostro de la joven—. El Imperio lleva cien años moliendo esta tierra. Tú naciste aquí, yo no. Cuando tenía tu edad, Itko Kan era una nación. Enarbolábamos nuestra propia bandera y nos pertenecía. Éramos libres, moza.

La muchacha sintió ganas de vomitar ante el aliento de Rigga y cerró los ojos con fuerza.

—Recuerda mis palabras, niña, o el Sayo de las Mentiras te cegará para siempre. —La voz de Rigga se convirtió en un canturreo, y de pronto la muchacha dio un respingo. «Rigga, Riggalai la vidente, la bruja de la cera que atrapaba almas en velas que después quemaba. Almas que se convertían en pasto de las llamas.» Las palabras de Rigga adoptaban el escalofriante tono propio de las profecías—. Recuerda mis palabras. Soy la última que te hablará. Eres la última en escucharme. De esta forma estamos unidas, tú y yo, más allá de todo lo demás. —Rigga tiró con más fuerza del cabello de la muchacha—. Allende el océano la Emperatriz ha hundido el cuchillo en tierras vírgenes. La sangre corona el oleaje y te cubrirá toda, niña, si no te andas con cuidado. Te pondrán una espada en la mano, te darán un bonito caballo y te enviarán al otro lado del mar. Pero una sombra cubrirá tu alma. ¡Escucha! ¡Entiérralo en lo más hondo! Rigga te protegerá porque ahora estamos unidas, tú y yo. Pero es lo único que puedo hacer, ¿comprendes? Mira al Señor desovado en la Oscuridad; suya es la mano que liberará, aunque él no lo sepa.

—¿Qué sucede? —voceó alguien.

Rigga volvió la mirada al camino. Un jinete había detenido la montura. La vidente soltó el cabello de la muchacha.

Esta trastabilló, tropezó con una roca del borde del camino y cayó. Al levantar la mirada, el jinete había pasado de largo. Otro cabalgaba en su estela.

—Deja en paz a esa preciosidad, vieja desdentada —gruñó este, que al pasar junto a ellas se inclinó en la silla y abofeteó a la anciana con la mano abierta, enfundada en un guantelete. El guantelete de escamas metálicas alcanzó a Rigga en la cabeza y, debido al golpe, la anciana giró sobre sí hasta caer al suelo.

La pescadora lanzó un grito al desplomarse Rigga con fuerza en sus muslos. Un esputo de sangre salpicó su rostro. Gimoteó, se arrastró por la grava y empleó los pies para apartar el cuerpo de Rigga. Finalmente, se puso de rodillas.

Hubo algo en la profecía de Rigga que parecía haber anclado en la mente de la joven. Pesaba como una losa, y permanecía oculto a la luz. Descubrió que era incapaz de recordar una sola palabra de lo que había dicho la vidente. Extendió el brazo para coger el rebozo de lana de Rigga. Luego, con sumo cuidado, cubrió con él a la mujer. La sangre, que manaba de la oreja, cubría la mitad de su rostro. Tenía más sangre en la barbilla, y más en la boca. Los ojos miraban, pero no veían.

La pescadora se apartó, incapaz de recuperar el aliento. Miró a su alrededor, desesperada. La columna de soldados había pasado de largo, sin dejar a su paso más que la polvareda y el rumor lejano de los cascos de los caballos. El saco de Rigga lleno de nabos había esparcido su contenido en el camino. Entre la verdura había cinco velas de sebo. La joven logró llenar por fin de aire polvoriento sus pulmones. Se limpió la nariz y observó su propia cesta.

—No te preocupes por las velas —masculló con voz extraña, recia—. Ya se han ido, ¿o no? Solo un montón de huesos. Olvídalo. —Gateó hacia los restos del cesto, y cuando habló de nuevo su voz volvió a adquirir su habitual jovialidad—. Necesitamos el bramante. Trabajaremos toda la noche y lograremos tener lista una red. Papá espera. Está en la puerta, atento al sendero, atendiendo a verme llegar.

Se detuvo al sentir el escalofrío que le recorrió la espina dorsal. La luz del sol casi había desaparecido. Un frío impropio de la estación nacía de las sombras, que fluyeron entonces por el camino como si de agua se tratara.

—Aquí viene, pues —dijo la muchacha con una voz que no le pertenecía.

Una mano enguantada se le posó en el hombro, y el miedo la hizo encogerse.

—Tranquila, muchacha —dijo una voz de hombre—. Ya pasó. Nada puede hacerse por ella.

La pescadora levantó la mirada. Un hombre vestido de negro se inclinó sobre ella; su rostro quedaba oculto por la sombra que proyectaba la capucha.

—Pero la golpeó —dijo con voz de niña—. Y tenemos que trenzar estas redes. Papá y yo...

—Vamos a ponerte en pie —dijo el hombre, que deslizó sus largos dedos bajo los brazos de la joven. Enderezó la espalda y la levantó sin apenas acusar el esfuerzo. Las sandalias que calzaba la muchacha se zarandearon en el aire, antes de que volviera a posar los pies en tierra.

De pronto vio a otro hombre, más bajo, vestido también de negro. Este permaneció de pie en el camino, vuelto de espaldas y con la mirada clavada en la dirección que habían tomado los soldados. Habló en un hilo de voz.

—No se ha perdido nada —dijo sin volverse a ella—. Tenía poco talento, y el don hacía tiempo que no rebullía. Oh, pudo haber logrado algo más, pero jamás lo sabremos, ¿verdad?

La pescadora se acercó a trompicones a la saca de Rigga y cogió una de las velas. Se puso en pie con una súbita dureza en la mirada, y después escupió en el camino.

El hombre bajito se volvió hacia ella. Bajo la capucha, las sombras parecían danzar a solas.

—Era una buena vida —susurró la muchacha, que retrocedió un paso—. Tenía todas esas velas. Cinco en total. Cinco para...

—Necromancia —interrumpió el hombre bajito.

El otro, que seguía junto a la pescadora, dijo en voz baja:

—Las veo, niña. Sé para qué sirven.

—La bruja cobijaba cinco almas frágiles. Nada del otro mundo —dijo el otro con un resoplido. Inclinó la cabeza y añadió—: Puedo oírlos. La están llamando.

Las lágrimas empañaron los ojos de la joven. Una angustia infinita pareció emanar de la negra piedra de su mente. Se secó las mejillas.

—¿De dónde venís? —preguntó de pronto—. No os vi en el camino.

El hombre que permanecía a su lado se volvió al sendero de grava.

—Del otro lado —respondió con cierta jocosidad en el tono de voz—. Estábamos esperando, como tú.

El otro soltó una risilla.

—Del otro lado, eso mismo. —Volvió a encarar el camino y levantó ambos brazos.

La muchacha lanzó un hondo suspiro al caer la oscuridad. Un estrépito lacerante se apoderó del lugar durante un soplo, después la oscuridad se disipó y la muchacha abrió los ojos como platos.

Siete Mastines enormes se encontraban sentados alrededor del hombre, en el camino. Los ojos de las criaturas refulgían amarillos, clavados en la misma dirección en que este miraba.

—¿Ansiosos, verdad? ¡Adelante, pues! —siseó.

Los Mastines trotaron camino abajo en silencio.

Su amo se volvió para dirigir unas palabras al hombre que se encontraba junto a ella.

—Un pequeño tormento para la mente de Laseen. —Y volvió a reír.

—¿Es necesario que compliques las cosas? —respondió el otro en tono cansino.

—Se encuentran a la vista de la columna —dijo el hombre, poniéndose rígido antes de inclinar la cabeza. Procedente del camino, en la distancia, se oyó el relincho de los caballos. Suspiró—. ¿Has tomado una decisión, Cotillion?

—Al pronunciar mi nombre, Ammanas, has decidido por mí —dijo con un gruñido que tenía un punto divertido—. No podemos dejarla aquí, ¿verdad?

—Claro que podemos, viejo amigo. Siempre y cuando no respire.

Cotillion observó a la muchacha.

—No —dijo—. Lo hará.

La pescadora se mordió el labio. Seguía aferrando la vela de Rigga, y retrocedió otro paso mientras balanceaba la mirada de un hombre a otro.

—Lástima —dijo Ammanas.

Cotillion pareció asentir, después se aclaró la garganta y dijo:

—Llevará su tiempo.

—¡Y tiempo tenemos! —exclamó Ammanas, divertido—. La venganza con mayúscula exige de uno que aceche lenta y cuidadosamente a su víctima. ¿Has olvidado el daño que en tiempos nos infligió? A estas alturas, Laseen ya está contra la pared. Caería sin nuestra ayuda. ¿Qué habría de satisfactorio en ello?

Cotillion le dedicó una respuesta tan fría como cortante.

—Tú siempre has subestimado a la Emperatriz. De ahí que actualmente nos veamos en estas circunstancias. No. —Señaló a la hija del pescador—. Necesitaremos a esta. Laseen ha despertado las iras de Engendro de Luna, y yo diría que eso es un nido de avispas. Es el momento perfecto.

En la lejanía, por encima de los relinchos de los caballos, se alzaron los chillidos de los hombres y las mujeres, un sonido que hirió a la muchacha en el alma. Su mirada se posó fugaz en la figura inmóvil de Rigga, tendida en el camino, y después en Ammanas, que precisamente en ese instante se acercaba a ella. Pensó en echar a correr, pero sus piernas no respondían más que al temblor. El hombre se acercó, y tuvo la sensación de que era estudiada, aunque las sombras proyectadas por la capucha seguían siendo impenetrables.

—¿Una pescadora? —preguntó en tono amable.

Ella asintió.

—¿Tienes nombre?

—¡Ya basta! —gruñó Cotillion—. No es un ratón bajo tu zarpa, Ammanas. Además, puesto que he sido yo quien la ha escogido, también escogeré su nombre.

Ammanas retrocedió un paso.

—Lástima —dijo de nuevo.

La muchacha unió sus manos en un gesto de súplica.

—Por favor —rogó a Cotillion—. ¡No he hecho nada! Mi padre es un hombre humilde, pero os dará todo cuanto tenga. Me necesita, y también necesita el bramante. ¡Me está esperando! —Sintió una humedad sospechosa entre las piernas, y rápidamente se sentó en el suelo—. ¡No he hecho nada! —Entonces sintió vergüenza y puso las manos en el regazo—. Por favor.

—No tengo elección, niña —dijo Cotillion—. Después de todo, conoces nuestros nombres.

—¡Pero si es la primera vez que los oigo nombrar! —protestó la muchacha.

—Con lo que está pasando en el camino —suspiró el hombre—, te harán preguntas. Será un interrogatorio desagradable, y hay quienes sí reconocerían nuestros nombres.

—Ves, moza —añadió Ammanas, que contuvo una risilla—, se supone que no deberíamos estar aquí. Hay nombres, y luego hay nombres. —Se volvió a Cotillion y dijo en un tono de voz escalofriante—: Habrá que resolver lo de su padre también. ¿Mis Mastines?

—No —dijo Cotillion—. Él vive.

—Entonces, ¿cómo?

—Sospecho —dijo Cotillion— que bastará con la avaricia, en cuanto limpiemos la pizarra. —El sarcasmo dominó sus siguientes palabras—. Estoy seguro de que podrás encargarte de la magia que eso supone, ¿me equivoco?

Ammanas se rio.

—Cuidado con las sombras cargadas de regalos.

Cotillion se volvió de nuevo a la muchacha. Levantó los brazos, que extendió a los costados. Las sombras que cubrían de oscuridad sus facciones se extendieron entonces a todo su cuerpo.

Ammanas habló, y a la muchacha aquellas palabras le parecieron procedentes de una gran distancia.

—Es ideal. La Emperatriz jamás la encontrará, ni siquiera se le pasaría por la cabeza. —Elevó el tono de voz—. No es tan mala cosa, moza, eso de servir de peón de un dios.

—Un cachete y un empujón —se apresuró a decir la muchacha.

Cotillion titubeó ante aquel extraño comentario; finalmente se encogió de hombros. Las sombras se extendieron hasta devorar a la muchacha. Con el tacto frío su mente se hundió en la oscuridad. Su última y huidiza sensación fue la de la cera fría de la vela que aún aferraba su mano derecha, y de cómo parecía escurrirse por entre los dedos del puño que tenía crispado.

El capitán rebulló en la silla de montar, vuelto a la mujer que cabalgaba a su lado.

—Hemos cortado el camino por ambos extremos, Consejera. Hemos desplazado el tráfico local al interior. Hasta el momento, no se ha filtrado una palabra. —Se enjugó el sudor de la frente y su rostro adoptó una mueca de dolor. La calurosa gorra de lana que llevaba bajo el yelmo le había rozado la piel hasta lacerarla.

—¿Hay algún problema, capitán?

Este negó con la cabeza, bizqueando al camino.

—Me baila el yelmo. Creo que tenía más pelo la última vez que me lo puse.

La Consejera de la Emperatriz no dijo una palabra.

El sol del mediodía bañaba de luz blanca el camino, hasta tal punto que su superficie resultaba casi cegadora. El capitán sentía los goterones de sudor que le discurrían por todo el cuerpo, y la malla del yelmo le rasguñaba los pelos de la nuca. A esas alturas ya le dolían los riñones. Hacía años desde la última vez que había montado a caballo, y la pendiente se hacía de rogar. Cada vez que la silla daba un brinco, sentía crujir las vértebras.

Hacía una eternidad desde la última vez que el cargo de alguien había bastado para ponerle en vereda. Era nada más y nada menos que la Consejera de la Emperatriz, sirviente particular de Laseen, una extensión de su imperial voluntad. Lo último que deseaba el capitán era hacer patentes sus miserias ante aquella joven y peligrosa mujer.

El camino emprendió el ascenso largo y tortuoso. Un viento salobre soplaba a su izquierda, silbaba por entre los árboles en ciernes que se alzaban en línea a lo largo de ese lado del trayecto. A media tarde, el viento soplaría tórrido como el horno de un panadero, y arrastraría consigo el hedor de los cenagales. Y no solo el viento, pues también lo haría el sol. Para entonces, el capitán confiaba en estar de vuelta en Kan.

Intentó no pensar en el lugar al que cabalgaban. Dejarlo todo en manos de la Consejera. En sus años de servicio al Imperio, había visto lo suficiente como para saber cuándo debía cerrarlo todo con llave en el cráneo, y aquella era una de esas ocasiones.

—¿Llevas mucho tiempo destinado aquí, capitán? —preguntó la Consejera.

—Así es —respondió el hombre con un gruñido.

La mujer esperó para finalmente preguntar:

—¿Cuánto hace?

—Trece años, Consejera —respondió el capitán tras titubear.

—En tal caso, lucharías por el Emperador.

—Así es.

—Y sobreviviste a la purga.

El capitán se volvió hacia ella. Si la Consejera sintió el peso de su mirada, no dio muestra alguna. Mantenía la mirada fija en el trazo del camino; se manejaba bien en la silla de montar, y el pomo de su espada larga le llegaba a la altura del codo izquierdo, dispuesta a ser esgrimida a caballo. Llevaba el pelo muy corto, o bien recogido bajo el yelmo. Parecía ágil y fuerte, pensó el capitán.

—¿Has terminado? —preguntó la Consejera—. Te preguntaba por las purgas que ordenó la Emperatriz Laseen tras el prematuro fallecimiento de su predecesor.

El capitán apretó los dientes y contrajo la barbilla para sacarse con facilidad la correa del yelmo (no había tenido tiempo de afeitarse, y la hebilla rozaba su piel).

—No todo el mundo cayó en las purgas, Consejera. Las gentes de Itko Kan no son precisamente muy amigas de los alborotos. No hubo ninguno de esos disturbios y ejecuciones masivas que se dieron en otras partes del Imperio. Nos limitamos a sentarnos bien tiesos y a esperar.

—Doy por sentado —apuntó la Consejera con una sonrisa imperceptible— que no eres de noble cuna, capitán.

Este lanzó un gruñido.

—De haberlo sido, ni siquiera aquí, en Itko Kan, hubiera logrado sobrevivir. Ambos lo sabemos. Sus órdenes fueron muy específicas al respecto, y ni siquiera los irreverentes kanesianos nos atrevemos a desobedecer a la Emperatriz. —Arrugó el entrecejo—. No, Consejera, me tocó ascender en el escalafón.

—¿Tu última acción de guerra?

—Fue en las llanuras de Wickan.

Cabalgaron en silencio un rato, dejando atrás de vez en cuando algún que otro soldado apostado en el camino. A su izquierda, los árboles dieron paso al ralo brezo que crecía en la zona, y el mar en lontananza se veía cubierto de palomillas.

—Esta zona que has ordenado cortar... ¿A cuántos soldados has destinado a realizar labores de patrulla? —preguntó la Consejera.

—Mil cien —respondió el capitán.

Se volvió al capitán, y se endureció la fría mirada tras el visor del yelmo.

El capitán estudió aquella expresión.

—La carnicería se extiende media legua desde el mar, Consejera, y un cuarto de legua tierra adentro.

La mujer no hizo ningún comentario.

Se acercaron a la cima. Una veintena de soldados se hallaban reunidos allí, y otros aguardaban apostados a lo largo de la pendiente. Todos ellos se volvieron al verlos llegar.

—Prepárate, Consejera.

La mujer observó los rostros de los soldados. Sabía que por fuerza se trataba de hombres y mujeres endurecidos, veteranos del asedio de Li Heng y de las Guerras Wickan, libradas en las llanuras del norte. Sin embargo, algo aferrado a sus miradas los había puesto al descubierto, indefensos. La miraron con una avidez que encontró perturbadora, como si ansiaran respuestas. Hizo un esfuerzo para no dirigirse a ellos al pasar, para no ofrecerles algunas palabras de consuelo. No le correspondía a ella dar tales obsequios, ni le había correspondido jamás. A este respecto, ella era una imagen espejo de la Emperatriz.

Detrás de la cima oyó las voces de las gaviotas y de los cuervos, un sonido que se alzó hasta convertirse en un agudo chillido a medida que avanzaron. Hicieron caso omiso a los soldados que formaban en fila a ambos lados, y la Consejera hincó los talones en los flancos del caballo. El capitán la siguió. Llegaron a la cima y miraron hacia abajo. El camino descendía por espacio aproximadamente de la quinta parte de una legua, y volvía a elevarse a lo lejos hacia un promontorio.

Millares de gaviotas y cuervos cubrían el terreno, en las zanjas y entre el brezo bajo y la aulaga. Bajo ese revuelto manto de negro y blanco el terreno poseía un uniforme color rojo. Aquí y allí se alzaban las corcovas que formaban las costillas de los caballos, y entre las chillonas aves relampagueaba el acero.

El capitán desató la hebilla del yelmo, del cual se libró para depositarlo en la perilla.

—Consejera...

—Me llamo Lorn —dijo la mujer en voz baja.

—Ciento setenta y cinco hombres y mujeres. Doscientas diez monturas. Décimo noveno escuadrón del octavo regimiento de caballería de Itko Kan. —El capitán carraspeó; luego, observó a Lorn—. Muertos. —El caballo se arredró ante una súbita corriente de aire. Aferró con fuerza las riendas y el animal se calmó, abiertas las aletas del hocico, atrás las orejas y los músculos temblorosos bajo el jinete. El garañón de la Consejera no hizo un solo movimiento—. Todos habían desenvainado el arma. Lucharon contra quienquiera que fuese el enemigo. Sin embargo, nosotros sufrimos todas las bajas.

—¿Has inspeccionado la playa? —preguntó Lorn, que no había quitado ojo al camino.

—Nada indica que pueda haberse producido un desembarco —respondió el capitán—. No hay huellas en ningún lado, ni procedentes del mar ni del interior. Hay más muertos aparte de estos, Consejera: granjeros, campesinos, pescadores, viajeros del camino. Todos ellos despedazados, sus miembros, desperdigados: niños, ganado, perros... —Calló de pronto y le dio la espalda—. Alrededor de cuatrocientos muertos. —Chistó—. No estamos seguros del número exacto.

—Por supuesto —dijo Lorn, ausente el pesar de su tono de voz—. ¿No hubo testigos?

—Ni uno.

Un hombre se acercaba al galope hacia ellos por el camino que conducía a la cima; lo hacía inclinado sobre el cuello del caballo, pues no dejaba de susurrar al animal asustado que atravesaba aquella carnicería. Las aves se alzaron a su paso con los quejidos de rigor, para después volver a posarse.

—¿Quién es? —preguntó la Consejera.

—El teniente Ganoes Paran —gruñó el capitán—. Hace poco que está a mis órdenes. Es de Unta.

Lorn observó al joven con los ojos entornados. Este había alcanzado la vera de la hoyada, y se había detenido a transmitir órdenes a los grupos de trabajo. Se inclinó en la silla y miró en dirección a la Consejera.

—¿Paran, de Casa Paran?

—Así es, tiene oro en las venas y todo eso.

—Llámalo.

El capitán hizo un gesto y el teniente espoleó la montura. Al cabo, tiró de las riendas junto al capitán, a quien saludó.

El hombre y su caballo estaban cubiertos de la cabeza a los pies de sangre y restos. Las moscas y avispas zumbaban hambrientas a su alrededor. Lorn no apreció en el rostro del teniente Paran al joven que por derecho debería estar ahí. Quizá por ello resultara tan agradable mirarle.

—¿Has comprobado el otro extremo, teniente? —preguntó el capitán.

Paran asintió.

—Sí, señor. Hay un modesto pueblo pescador siguiendo cuesta abajo por el promontorio. Una docena de chozas, más o menos. Hay cadáveres en todas, menos en dos de ellas. La mayor parte de las barcas parecen atracadas, a excepción de un poste de amarre.

—Teniente, descríbenos las chozas vacías —pidió Lorn.

El joven se libró a manotazo limpio de una amenazadora avispa antes de responder.

—Una se encuentra en lo alto de la playa, justo frente al sendero que parte del camino. Creemos que pertenecía a una anciana que hallamos muerta a media legua al sur de aquí.

—¿Por qué?

—Consejera, en la choza encontramos las pertenencias de la anciana. Además, parecía tener la costumbre de encender velas. Velas de sebo, de hecho. La anciana del camino tenía un saco lleno de nabos y un puñado de velas de sebo. Aquí el sebo resulta muy caro, Consejera.

—¿Cuántas veces has recorrido este campo de batalla, teniente? —preguntó Lorn.

—Lo necesario como para acostumbrarme a ello, Consejera —respondió torciendo el gesto.

—¿Y qué hay de la otra choza vacía?

—Creemos que pertenecía a un hombre y a una muchacha. Está cerca de la orilla, frente al amarre vacío.

—¿No hay rastro de ellos?

—Ni el menor rastro, Consejera. Por supuesto, aún seguimos encontrando nuevos cadáveres, tanto a lo largo del camino como en los campos.

—Pero no en la playa.

—No.

La Consejera arrugó el entrecejo, consciente de que ambos hombres la observaban.

—Capitán, ¿qué tipo de armas mataron a tus soldados?

El capitán titubeó, pero al cabo se volvió a mirar furibundo al teniente.

—Has recorrido toda la zona, Paran. Me gustaría conocer tu opinión.

Paran esbozó una sonrisa tensa.

—Claro, señor. Armas naturales.

El capitán experimentó una aguda sensación de vacío en el estómago. Hasta el momento había albergado la esperanza de equivocarse.

—¿A qué te refieres con eso de armas naturales? —preguntó Lorn.

—Dentelladas, en gran medida. Dientes grandes, afilados.

El capitán carraspeó de nuevo.

—No campa el lobo en Itko Kan desde hace cien años. En cualquier caso, no hay restos de lobos en los alrededores...

—De haber sido cosa de lobos —opinó Paran al volverse para observar la pendiente—, estos deberían ser grandes como mulas. No hay rastros, Consejera. Ni siquiera un mechón de pelo.

—Entonces nada de lobos —concluyó Lorn.

Paran se encogió de hombros.

La Consejera aspiró hondo, contuvo el aliento y, finalmente, soltó el aire con un largo y lento suspiro.

—Quiero visitar el pueblo pescador.

El capitán se dispuso a ponerse el yelmo, pero la Consejera negó con la cabeza.

—Bastará con el teniente Paran, capitán. Mientras tanto sugiero que asumas el mando de tu guardia. Es necesario retirar los cadáveres lo más rápido posible. Deben desaparecer todas las pruebas de lo sucedido.

—Entendido, Consejera —dijo el capitán con la esperanza de que su voz no traicionara el alivio que sentía.

Lorn se volvió al joven noble.

—¿Teniente?

Este asintió antes de espolear su montura.

Cuando las aves remontaron el vuelo a su paso la Consejera envidió en silencio al capitán. Ante su mirada, los carroñeros expusieron una alfombra de armaduras, huesos rotos y restos. El aire estaba cargado, pesado y empalagoso. Vio soldados con el yelmo puesto y la cabeza aplastada por lo que debía de ser una mandíbula enorme y fuerte. Vio la malla rasgada como tela, los escudos abollados, las extremidades arrancadas de los cuerpos. Lorn logró examinar atentamente unos instantes el lugar que los rodeaba, antes de clavar la mirada en el promontorio, incapaz de comprender la magnitud de aquella matanza. Su garañón, criado a partir de los mejores cruces de la raza de Siete Ciudades, un caballo de guerra acostumbrado a la visión de la sangre desde hacía generaciones, había perdido el orgulloso e inquebrantable garbo, y se abría camino con cierto cuidado en el camino.

Lorn comprendió que necesitaba una distracción, de modo que optó por buscarla en la conversación.

—Teniente, ¿has recibido ya tu nombramiento?

—No, Consejera. Espero ser destinado a la capital.

—Claro —dijo ella, enarcando una ceja—. ¿Y cómo te las apañarás para lograrlo?

Paran, bizqueando al sol, lucía la misma sonrisa tensa de antes.

—Se arreglará.

—Comprendo. —Lorn guardó silencio—. Los nobles se contienen a la hora de buscar empleo en el Ejército, dispuestos a mantener la cabeza gacha largo tiempo, ¿no es así?

—Desde los primeros días del Imperio. El Emperador no sentía el menor aprecio por nosotros. No obstante, parece ser que la Emperatriz Laseen considera que sus problemas son otros.

Lorn observó fijamente al joven.

—Veo que te gusta el riesgo, teniente —dijo—. A menos que tu presunción alcance a provocar a la Consejera de la Emperatriz. ¿Tan convencido estás de la invencibilidad de tu sangre?

—¿Desde cuándo se considera presunción decir la verdad?

—Eres joven, ¿verdad?

Aquel comentario pareció herir a Paran, cuyas mejillas barbilampiñas se cubrieron de arrebol.

—Consejera, durante las últimas siete horas he estado cubierto de sangre y vísceras hasta las rodillas. He forcejeado con gaviotas y cuervos para recuperar los cadáveres, porque ¿sabe a qué se dedican estas aves? Me refiero a qué hacen en este preciso lugar. Hacen jirones la carne y se pelean entre ellas; engordan picoteando los ojos y las lenguas de los muertos, los hígados, los corazones. Ávidas, arrojan la carne en todas direcciones... —Calló al recuperar el control de sí mismo, y se enderezó en la silla de montar—. Ya no soy joven, Consejera. Respecto a la presunción, lo cierto es que no podría preocuparme menos. Uno no puede burlar a la verdad, al menos no aquí, ni ahora, ni nunca más.

Llegaron a la pendiente lejana. A la izquierda, un angosto sendero conducía al mar. Paran lo señaló, y después condujo al caballo hacia allí.

Lorn le siguió, con su expresión reflexiva anclada en la amplia espalda del teniente. Luego volcó su atención en la ruta que recorrían. Se trataba de un estrecho sendero que faldeaba el risco escarpado. A la izquierda, el borde del camino daba paso a una caída de veinte varas sobre un lecho de rocas. Había bajamar, las olas rompían en el arrecife a distancia de la orilla. El lecho de roca negra estaba salpicado de charcas, cuyas aguas reflejaban un cielo cubierto de nubes.

Llegaron a un recodo, y más allá, sendero abajo, observaron la playa en forma de media luna. Sobre esta, al pie del promontorio, había una amplia extensión de terreno herboso en cuyo lecho se apiñaba una docena de chozas.

La Consejera dirigió una mirada al mar. Las barcas de pesca estaban junto a sus amarres, tumbadas de costado en la arena. El cielo sobre la playa y la orilla se veían vacíos: no había una sola ave.

Detuvo la montura. Al cabo, Paran volvió la vista atrás hacia ella, e hizo lo mismo. La vio quitarse el yelmo y soltar su largo cabello castaño oscuro. Estaba húmedo y lleno de hebras debido al sudor. El teniente condujo el caballo a su lado con una mirada inquisitiva.

—Teniente Paran, has hablado con sabias palabras. —Respiró el aire salado para después mirarlo a los ojos—. Me temo, sin embargo, que no podrás servir en Unta. Recibirás órdenes directas de mí, pues entrarás a formar parte de mi Estado Mayor.

Él entornó lentamente los ojos.

—¿Qué les sucedió a esos soldados, Consejera?

Ella no respondió de inmediato. Recostó la espalda en la silla y paseó la mirada por el lejano mar.

—Alguien estuvo aquí —dijo—. Un hechicero de gran poder. Algo sucedió, y se nos distrae para evitar que podamos descubrirlo.

Paran la miró boquiabierto.

—¿El asesinato de cuatrocientas personas es una maniobra de distracción?

—Si ese hombre y su hija hubieran estado pescando, habrían vuelto con la pleamar.

—Pero...

—No encontrarás sus cadáveres, teniente.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó, intrigado, Paran.

—Regresamos —respondió ella, volviendo grupas.

—¿Y ya está? —Él la contempló mientras dirigía la montura de vuelta al sendero, y después la siguió al galope hasta alcanzarla—. Aguarda un instante, Consejera —dijo al llegar a su altura.

Lorn le dedicó una mirada de advertencia.

—No. Si ahora formo parte de tu Estado Mayor, tengo que saber más acerca de lo que sucede.

La mujer volvió a colocarse el yelmo y ató con fuerza la hebilla en la barbilla. Su largo cabello colgaba bajo la capa imperial.

—De acuerdo. Como bien sabrás, teniente, no soy una hechicera...

—No —interrumpió Paran con una sonrisa gélida—, te limitas a cazarlos y matarlos.

—No vuelvas a interrumpirme. Como decía, soy contraria a la hechicería. Lo cual significa, teniente, que aunque no practico la magia, estoy familiarizada con ella. De algún modo es así. Nos han presentado, si prefieres decirlo de ese modo. Conozco los patrones de la magia, y también conozco los patrones de las mentes que la emplean. Se pretendía que nuestra conclusión fuera que esta matanza era cosa exhaustiva y aleatoria. No fue ni una ni otra. Ese detalle nos proporciona un indicio, y es necesario que descubramos adónde nos conduce.

Paran asintió lentamente.

—Tu primera misión, teniente, consiste en cabalgar al mercado del pueblo... ¿Cómo se llama?

—Gerrom.

—Eso es, Gerrom. Allí conocerán sin duda este poblado de pescadores, puesto que allí es donde se pondría a la venta la pesca. Pregunta por ahí, averigua qué familia había aquí formada por padre e hija. Descubre sus nombres, sus descripciones. Recurre a la milicia si los lugareños se muestran reservados.

—No lo harán —dijo Paran—. Los kanesianos son gente cooperativa.

Coronaron la cima del sendero y se detuvieron al llegar al camino. Abajo, los carromatos se abrían paso entre los cadáveres, y los bueyes, al pisar con fuerza, grababan en el suelo huellas rojas de herradura. Gritaban los soldados, mientras en lo alto un millar de aves volaba en círculos. En aquella escena podía olerse el pánico. En un extremo se encontraba el capitán, con la correa del yelmo colgando de la mano.

La Consejera observó la escena con un brillo de dureza en la mirada.

—Por tu bien —dijo—, confío en que tengas razón, teniente.

Mientras veía acercarse a los dos jinetes, el capitán tuvo la sensación de que sus días de asueto en Itko Kan estaban contados. Le pesaba el yelmo en la mano. Observó fijamente a Paran. Ese pisaverde cabrón se encargaría. Un centenar de hilos lo empujarán a cada paso que dé, hasta proporcionarle un empleo cómodo en una ciudad tranquila.

Se percató de que Lorn le estaba observando al llegar a la cima.

—Capitán, tengo una petición que hacerte.

El oficial gruñó. Petición, y una mierda. La Emperatriz tendrá que ponerse rápidamente las sandalias cada mañana para asegurarse de que esta no se le adelante.

—Cómo no, Consejera.

La mujer desmontó, al igual que Paran. El teniente mantenía una expresión impasible. ¿Sería una muestra más de arrogancia, o le habría dado la Consejera algo en que pensar?

—Capitán —empezó Lorn—, tengo entendido que existe una ronda de reclutamiento en Kan. ¿Reclutan a gente de fuera?

—¿Que si lo hacemos? Claro, más a ellos que a cualquier otro. La gente de la ciudad tiene demasiado que perder. Además, son los primeros en enterarse de las malas noticias. La mayoría de los campesinos no tiene ni idea de que, por ejemplo, en Genabackis todo se fue al infierno. Muchos creen que los de ciudad se quejan demasiado. ¿Puedo preguntarte por qué?

—Puedes. —Lorn observó a los soldados que despejaban el camino—. Necesito una lista que incluya a los reclutados de los últimos dos días. Olvida a los nacidos en la ciudad, solo quiero a los que provengan de las poblaciones más alejadas. Limítate a las mujeres y a los ancianos.

De nuevo el capitán gruñó.

—Pues será una lista muy corta, Consejera.

—Eso espero, capitán.

—¿Tienes alguna idea de lo que está sucediendo?

Sin dejar de prestar atención a la actividad que se desarrollaba en el camino, Lorn respondió:

—Ni la menor idea.

Sí, claro —pensó el capitán—, y yo soy el Emperador reencarnado.

—Mal asunto —masculló.

—Ah —dijo la Consejera, vuelta hacia él—, a partir de ahora, el teniente Paran servirá en mi Estado Mayor. Confío en que te encargarás de hacer los ajustes necesarios.

—Como quieras, Consejera. Adoro el papeleo.

Eso le hizo acreedor de una leve sonrisa, que, sin embargo, fue tan leve como fugaz.

—El teniente Paran partirá de inmediato.

El capitán observó al joven noble y sonrió, dejando que su sonrisa hablara por él. Trabajar para la Consejera era como servir de cebo en un anzuelo. La Consejera era el anzuelo, y al otro extremo del sedal se encontraba la Emperatriz. Por él, Paran podía retorcerse cuanto quisiera.

A Paran se le agrió un instante la expresión.

—Sí, Consejera. —Subió de nuevo a la silla de montar, saludó y enfiló el camino al galope.

—¿Se te ofrece algo más, Consejera? —preguntó el capitán, que había observado a Paran mientras este se alejaba.

—Sí.

El tono de su voz le empujó a volverse.

—Me gustaría escuchar la opinión de un soldado sobre la intromisión de la nobleza en la estructura imperial de mando.

—No te va a gustar, Consejera —advirtió el oficial, mirándola fijamente.

—Adelante.

Y el capitán habló.

Corría la octava jornada de reclutamiento y el sargento mayor Áragan permanecía sentado tras el escritorio con expresión hastiada, cuando el cabo empujó a otra muchacha. Habían tenido suerte en Kan. «Se pesca mejor en las afueras —había dicho el Puño de Kan—. Todo lo que tienen aquí son las batallitas. Es cierto que no te hacen sangrar, pero tampoco te matan de hambre, ni te dejan los pies para el arrastre. Cuando eres joven, hueles a mierda de cerdo y estás convencido de que no hay arma en el mundo capaz de herirte, lo único que consiguen las batallitas es que quieras formar parte de ellas.»

La anciana tenía razón. Para variar. Aquellas gentes llevaban sometidas tanto tiempo, que de hecho había terminado por gustarles. En fin —pensó Áragan—, la educación empieza aquí.

Aquel había sido un mal día; el capitán había estado rugiendo de un lado a otro con las tres compañías que estaban bajo su mando, sin dejar a su paso un solo rumor que pudiera explicar lo que estaba sucediendo. Por si fuera poco, la Consejera de Laseen había llegado de Unta no hacía ni diez minutos, recurriendo a una de esas escalofriantes sendas mágicas para cubrir la distancia. Aunque nunca la había visto, su nombre arrastrado por el tórrido y seco viento bastaba para hacerle temblar. Asesina de magos, escorpión en el bolsillo imperial.

Áragan miró ceñudo la pizarrilla y aguardó a que el cabo carraspeara. Entonces, y solo entonces, levantó la mirada.

La recluta que permanecía de pie ante él le hizo dar un respingo. Abrió la boca cuando ya tenía dispuesta la retahíla habitual, destinada a hacer que los jóvenes se escabulleran a su paso. Al cabo volvió a cerrarla, sin haber dicho una palabra. El Puño de Kan había dado instrucciones precisas: si tenían dos brazos, dos piernas y una cabeza, había que aceptarlos. La campaña de Genabackis era un desastre y necesitaban soldados frescos.

Sonrió a la muchacha. Esta satisfacía la descripción del Puño a la perfección. Aún.

—Veamos, moza, te das cuenta de que estás a punto de enrolarte en la infantería de marina de Malaz, ¿verdad?

La muchacha asintió con la mirada templada, firme, clavada en Áragan. Este tensó la expresión. Condenada sea, no puede tener más que doce o trece años. Si fuera hija mía... Además, ¿qué tienen sus ojos para que su mirada parezca tan vieja? La última vez que vio algo así fue en la linde del bosque de Mott, en Genabackis, donde había marchado por sembrados víctimas de sequías durante cinco años, y además de una guerra que había durado el doble. Esa mirada vieja la daba el hambre, o la muerte. Arrugó el entrecejo.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Entonces, ¿ya estoy dentro? —preguntó ella con voz calma.

Áragan asintió, acusando un súbito dolor de cabeza.

—En una semana te asignaremos un destino, a menos que tengas alguna preferencia al respecto, claro.

—Campaña de Genabackis —respondió la chica de inmediato—. Quiero servir bajo el mando del Puño Supremo Dujek Unbrazo. En las huestes de Unbrazo.

Áragan pestañeó.

—Tomaré nota —dijo en un hilo de voz—. ¿Cómo te llamas, soldado?

—Lástima. Me llamo Lástima.

Áragan anotó el nombre en la tablilla.

—Retírate, soldado. El cabo te dirá adónde debes ir. —Levantó la mirada al acercarse ella a la puerta—. Y procura quitarte todo el barro que tienes en los pies. —Áragan continuó escribiendo unos instant

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