CONSIDERACIONES SOBRE LA INACTIVIDAD
Nos estamos asemejando cada vez más a esas personas activas que «ruedan como rueda la piedra, conforme a la estupidez de la mecánica».[1] Dado que solo percibimos la vida en términos de trabajo y de rendimiento, interpretamos la inactividad como un déficit que ha de ser remediado cuanto antes. La existencia humana en conjunto está siendo absorbida por la actividad. Como consecuencia de ello, es posible explotarla. Vamos perdiendo el sentido para la inactividad, la cual no implica una incapacidad para la actividad, o su rechazo, o su mera ausencia, sino que constituye una capacidad autónoma. La inactividad tiene su lógica propia, su propio lenguaje, su propia temporalidad, su propia arquitectura, su propio esplendor, incluso su propia magia. No es una forma de debilidad, ni una falta, sino una forma de intensidad que, sin embargo, no es percibida ni reconocida en nuestra sociedad de la actividad y el rendimiento. No estamos accediendo ni a los dominios de la inactividad ni a sus riquezas. La inactividad es una forma de esplendor de la existencia humana. Hoy se ha ido difuminando hasta volverse una forma vacía de actividad.
En las relaciones de producción capitalistas, la inactividad regresa como un afuera cerrado. La llamamos «tiempo libre». Dado que este es útil para el descanso del trabajo, permanece presa de su lógica. En cuanto derivado del trabajo, es un elemento funcional en el seno de la producción. Con ello se hace desaparecer el tiempo realmente libre, que no pertenece al orden del trabajo y la producción. Ya no conocemos aquel reposo sagrado y festivo que «reúne intensidad vital y contemplación y que incluso es capaz de reunirlas cuando la intensidad vital llega al desenfreno».[2] El «tiempo libre» carece tanto de la intensidad vital como de la contemplación. Es un tiempo que matamos para impedir que surja el tedio. No es un tiempo realmente libre, vivo, sino un tiempo muerto. Una vida intensa hoy implica, sobre todo, más rendimiento o más consumo. Hemos olvidado que la inactividad, que no produce nada, constituye una forma intensa y esplendorosa de la vida. A la obligación de trabajar y rendir se le debe contraponer una política de la inactividad que sea capaz de producir un tiempo verdaderamente libre.
La inactividad forma lo humanum. Lo que vuelve auténticamente humano al hacer es la cuota de inactividad que haya en él. Sin un momento de vacilación o de interrupción, la acción [Handeln] se rebaja a ciega acción [Aktion] y reacción. Sin calma, se produce una nueva barbarie. El callar le da profundidad al habla. Sin silencio no hay música, sino nada más que ruido y alboroto. El juego es la esencia de la belleza. Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal. La vida solo recibe su resplandor de la inactividad. Si se nos pierde la inactividad en cuanto capacidad, nos pareceremos a una máquina que solo tiene que funcionar. La verdadera vida comienza en el momento en que termina la preocupación por la supervivencia, la urgencia de la pura vida. El fin último de los esfuerzos humanos es la inactividad.
La acción es constitutiva de la historia, sin duda, pero no es una fuerza formadora de cultura. El origen de la cultura no es la guerra, sino la fiesta; no es el arma, sino el adorno. La historia y la cultura no son coincidentes. La cultura no se forma con caminos que van directos hacia la meta, sino por digresiones, por excesos y desvíos. La esencia de la cultura es ornamental. Tiene su sede por fuera de la funcionalidad y de la utilidad. Con lo ornamental, que se emancipa de toda meta y todo uso, la vida insiste en que es más que la supervivencia. La vida recibe su resplandor divino de aquella decoración absoluta que no adorna nada: «Que el [B]arroco sea decorativo no lo dice todo. Es decorazione assoluta, como si esta se hubiera emancipado de todo fin, incluso del teatral, y desarrollado su propia ley formal. La decoración absoluta ya no adorna nada, sino que no es nada más que adorno».[3]
En el sabbat toda actividad debe reposar. No está permitido proseguir con ningún negocio. La inactividad y la suspensión de la economía son esenciales para la fiesta del sabbat. El capitalismo, por el contrario, transforma incluso la fiesta en mercancía. La fiesta se transforma en eventos y espectáculos. Carecen del reposo contemplativo. En cuanto formas de consumo de la fiesta, no establecen una comunidad. En su ensayo La sociedad del espectáculo, Guy Debord describe el presente como una época sin fiestas: «Esta época, que exhibe ante sí misma su tiempo como si fuera el retorno precipitado de una multitud de festividades, es también una época sin fiestas. Lo que en el tiempo cíclico era el momento de participación de una comunidad en la dilapidación lujuriosa de la vida, es imposible en una sociedad sin comunidad y sin lujo».[4]
La época sin fiestas es una época sin comunidad. Hoy se evoca por todas partes la community, pero esta es una forma mercantil de comunidad. No permite que surja ningún nosotros. El consumo desatado aísla y aleja a las personas. Los consumidores están solos. También la comunicación digital resulta ser una comunicación sin comunidad. Los medios sociales aceleran la desintegración de la comunidad. El capitalismo transforma el propio tiempo en una mercancía. Con lo cual, este pierde toda festividad. A propósito de la comercialización del tiempo, Debord señala que «la realidad del tiempo ha sido sustituida por la publicidad del tiempo».[5]
Junto con la comunidad, otro rasgo constitutivo de la fiesta es el lujo. Este último anula las limitaciones económicas. En su calidad de vivacidad reforzada, de intensidad, el lujo es un luxarse, es decir, un salirse, un desviarse de la necesidad y de las necesidades de la pura vida. El capitalismo, por el contrario, absolutiza la supervivencia. Y cuando la vida degenera en supervivencia, el lujo desaparece. Ni siquiera el más alto rendimiento llega hasta él. El trabajo y el rendimiento pertenecen al orden de la supervivencia. No existe una acción que tenga la forma del lujo, puesto que la acción se basa en una carencia. En el capitalismo incluso el lujo se consume: adopta la forma de una mercancía y pierde su carácter festivo y su resplandor.
El lujo, para Theodor W. Adorno, es el símbolo de una felicidad auténtica malograda por la lógica de la eficiencia. La eficiencia y la funcionalidad son formas de la supervivencia. El lujo las deja sin efecto: «La técnica desencadenada elimina el lujo [...]. El tren rápido que atraviesa el continente en dos días y tres noches es un milagro, pero el viaje en él nada tiene del extinto esplendor del train bleu. Lo que constituía el placer de viajar, empezando por las señales de despedida a través de la ventanilla abierta y continuando por la atenta solicitud de los que recibían las propinas, el ceremonial de la comida y la sensación constante de estar gozando de un privilegio que nada quita a nadie, todo eso ha desaparecido juntamente con la gente elegante que antes de la partida solía pasear por los perrons y que ahora es inútil buscar en los halls de los más distinguidos hoteles».[6] La verdadera felicidad se debe a lo vano e inútil, a lo reconocidamente poco práctico, a lo improductivo, a lo propio del rodeo, a lo desmedido, a lo superfluo, a las formas y a los gestos bellos que no tienen utilidad y que no sirven para nada. Andar paseando parsimoniosamente, comparado con el caminar, correr o marchar hacia algún lado, es un lujo. El ceremonial de la inactividad es: hacemos, pero para nada. Este para-nada, esta libertad con respecto a la finalidad y la utilidad, es la esencia de la inactividad. Y es la fórmula fundamental de la felicidad.
La inactividad caracteriza al flâneur de Walter Benjamin: «La peculiar indecisión del flâneur. Del mismo modo que aguardar es el estado propio del contemplativo inmóvil, parece que la duda lo es del flâneur. En una elegía de Schiller se dice: “Las alas indecisas de la mariposa”».[7] Tanto el aguardar como la duda son figuras de la inactividad. Sin el momento de la duda, el andar del ser humano se asemeja a una marcha. Como al ala de la mariposa, es la vacilación lo que le otorga su encanto. La resolución o el apuro le quitan cualquier gracia. El flâneur hace uso de la capacidad de no actuar. No persigue ningún fin. Se entrega sin pensar al espacio que le «guiña el ojo», al «magnetismo de la próxima esquina, de una plaza lejana en la niebla, de la espalda de una mujer que camina delante».[8]
La fiesta se contrapone al trabajo en la medida en que se libera por completo del para-algo, de la finalidad y la utilidad a las que el trabajo está sometido. La libertad del para-algo confiere a la existencia humana festividad y resplandor. Por ejemplo, el andar: liberado del para-algo, del caminar resuelto hacia algún lado, se convierte en una danza: «¿Qué es la danza sino liberación del cuerpo de sus movimientos utilitarios, exhibición de los gestos en su pura inoperosidad?».[9] Las manos, liberadas del para-algo, tampoco agarran. Juegan. O forman meros gestos que no apuntan en dirección a nada.
El fuego, liberado de los quehaceres prácticos, excita la fantasía. Se transforma en un medio de la inactividad: «El fuego encerrado en el hogar fue sin duda para el hombre el primer tema de ensoñación, el símbolo del reposo, la invitación al descanso. [...] Según nosotros, renunciar a la ensoñación ante el fuego es renunciar al uso verdaderamente humano y primero del fuego. [...] No se recibe el bienestar del fuego si no se colocan los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Esta postura viene de lejos. El niño, cerca del fuego, la toma espontáneamente. No es por casualidad la actitud del pensador. Determina una atención muy particular, que nada tiene de común con la atención del que acecha o del que observa. [...] Cerca del fuego es necesario sentarse; descansar».[10] Al fuego se lo vincula frecuentemente con el páthos prometeico del hecho y la acción. El psicoanálisis del fuego de Bachelard, en cambio, pone al descubierto su dimensión contemplativa. La actitud que adopta el ser humano frente al fuego, ya desde niño, ilustra su inclinación originaria hacia la contemplación. La inactividad contemplativa diferencia al pensador del vigía o el observador que siempre persigue un objetivo concreto. El pensador, por el contrario, está sin propósito, no tiene ningún objetivo en mente.
En sus Quaestiones convivales [Charlas de sobremesa], Plutarco informa de la expulsión ritual de la bulimia (boulímou exélasis).[11] Lo que se ahuyenta es el devorar incesante e insaciable del ganado. De acuerdo con la lectura de Agamben, el ritual persigue el propósito de «expulsar una cierta forma de comer (el devorar o el tragar como hacen las bestias, para saciar un hambre por definición insaciable) y abrir así el espacio a otra modalidad de alimentarse, aquella humana y festiva, que puede empezar precisamente solo cuando el “hambre de buey” ha sido expulsada».[12] La fiesta está libre de la necesidad de la pura vida. El banquete no sacia, no aquieta el hambre. El comer se pone en modo contemplativo: «Es decir, comer no como melacha, actividad destinada a un fin, sino como inoperosidad y menucha, sábado del alimento».[13]
Las prácticas rituales en las que la inactividad tiene un papel esencial nos elevan por encima de la pura vida. El ayuno y el ascetismo se disocian terminantemente de la vida como supervivencia, de la urgencia y la necesidad de la pura vida. Constituyen formas del lujo. Ello les confiere su carácter festivo. Es el reposo contemplativo lo que los destaca. Para Benjamin, el ayuno es una iniciación en el «secreto de comer».[14] Aguza los sentidos de un modo tal que estos descubren aromas ocultos en cualquier alimento, por simple que este sea. Benjamin afirmó, con respecto a una vez en que, en Roma, se vio sumido de forma involuntaria en un estado de ayuno, que «sentía que aquí tenía la posibilidad única de enviar a mis sentidos, que iban en jauría como perros, a los pliegues y quebradas de los platos crudos más simples, del melón, del vino, de los diez tipos de panes, de las nueces, para presentarles un aroma que nunca habían percibido».[15] El ayuno ritual renueva la vida al reactivar los sentidos. Le devuelve a la vida su vivacidad, su esplendor. Cuando se lo practica por mandato de la salud, en cambio, el ayuno se pone al servicio de la supervivencia. Con lo cual pierde la dimensión contemplativa, festiva. Su cometido es optimizar la vida desnuda para hacer que funcione mejor. Incluso el ayuno encarna ahora una forma de la supervivencia.
La inactividad en cuanto tal es un ayuno espiritual. De ahí que de ella provenga un efecto curativo. La obligación de producir transforma la inactividad en una forma de actividad para poder explotarla. Y así, entretanto, también el dormir se considera una actividad. La así llamada power nap constituye una forma de actividad propia del dormir. Incluso los sueños son desguazados. La técnica de los «sueños lúcidos» inducidos conscientemente sirve para optimizar destrezas corporales y espirituales mientras dormimos. Prolongamos la obligación de rendimiento y optimización hasta las horas de sueño. Es posible que el ser humano se deshaga en el futuro tanto del dormir como del sueño, puesto que ya no le parecerán eficientes.
«Mucho tiempo he estado acostándome temprano», así dice la célebre frase inicial de la Recherche de Marcel Proust. En francés «temprano» es «de bonne heure»: «Longtemps[,] je me suis couché de bonne heure». El dormir da inicio a la hora de dicha («bonheur»). En el dormir comienza aquella «hora más verídica en que mis ojos se cerraron a las cosas exteriores».[16] El dormir es un medio de la verdad. Solo en la inactividad divisamos la verdad. El dormir revela un verdadero mundo interior detrás de las cosas del mundo exterior, que serían solo una apariencia. La persona que está soñando se sumerge en los estratos más profundos del ser. Proust considera que la vida está tendiendo ininterrumpidamente en su interior nuevos hilos entre acontecimientos y formando un denso tejido de relaciones en el que nada está aislado de lo demás. La verdad es un fenómeno relacional. Provoca consensos por todos lados. La verdad se produce en el instante en que el escritor «tom[a] dos objetos distintos, plantea su relación» o «así como en la vida, cuando al relacionar una cualidad común a dos sensaciones, desprend[e] su esencia, reuniéndolas a una y otra, para sustraerlas a las contingencias del tiempo».[17]
El dormir y el sueño son sedes privilegiadas de la verdad. Suspenden las separaciones y los límites que gobiernan el estado de vigilia. Las cosas revelan su verdad en «el sueño muy vivo y creador del inconsciente (sueño en el que se concluyen de grabar las cosas que solo nos han rozado; en el que las manos dormidas se apoderan de la llave que abre, inútilmente buscada hasta entonces)».[18] La actividad y la acción son ciegas a la verdad. Solo tocan la superficie de las cosas. Las manos orientadas a la acción buscan, pero no encuentran, la llave de la verdad. Esta recae, más bien, sobre manos dormidas.
La Recherche de Proust es un único sueño extendido largamente. La mémoire involontaire en cuanto epifanía, en cuanto fuente de la felicidad, tiene su sede en el reino de la inactividad. Se parece a aquella puerta que se abre como por arte de magia. La felicidad no pertenece al orden del saber o al orden causal. La felicidad tiene algo de hechicería y magia: «Pero a veces es en el momento en que todo nos parece perdido que llega la advertencia que puede salvarnos: uno ha llamado a todas las puertas que no dan a ninguna parte y la única por donde uno puede entrar y que en vano se hubiera buscado durante cien años, la golpea uno sin saberlo y se abre».[19]
Tanto el dormir como el tedio son estados de inactividad. El dormir es la cima del relajamiento físico, mientras que el tedio es la cima del relajamiento espiritual. Benjamin describe el tedio como «un paño cálido y gris forrado por dentro con la seda más ardiente y coloreada» en el que «nos envolvemos al soñar».[20] Es el «pájaro de sueño» que «incuba el huevo de la experiencia».[21] Pero sus nidos están desmoronándose de manera ostensible. Y con ello se echa a perder el «don de estar a la escucha».
La experiencia en sentido enfático no es un resultado del trabajo y el rendimiento. No se la puede producir por medio de la actividad. La experiencia presupone, más bien, una forma particular de pasividad e inactividad: «Hacer una experiencia con algo —sea una cosa, un hombre, un dios— significa que algo nos acaece, nos alcanza; que se apodera de nosotros, que nos tumba y nos transforma».[22] La experiencia se basa en el don y en la recepción. Su medio es la escucha. El ruido provocado en la actualidad por la información y la comunicación, sin embargo, pone fin a la «sociedad de los que escuchan». Nadie escucha. Cada quien se produce a sí mismo.
Las inactividades requieren mucho tiempo