DRAMATIS PERSONAE
Auguste Böhmer (1785-1800)
Hija mayor de Caroline Böhmer-Schlegel-Schelling. Vivió con su madre y su padrastro, August Wilhelm Schlegel, en Jena de 1796 a 1800.
Caroline Böhmer-Schlegel-Schelling, de soltera Michaelis (1763-1809)
Escritora, traductora, crítica literaria y musa del Círculo de Jena. Estuvo casada con Franz Böhmer de 1784 a 1788, con August Wilhelm Schlegel de 1796 a 1803 y con Friedrich Schelling de 1803 a 1809. Vivió en Jena de 1796 a 1803.
Johann Gottlieb Fichte (1762-1814)
Filósofo que vivió en Jena de 1794 a 1799. Se trasladó a Berlín en julio de 1799. Estuvo casado con Johanne Fichte, de soltera Rahn (1755-1819).
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)
Poeta y consejero privado del duque Carlos Augusto en el ducado de Sajonia-Weimar. Goethe vivía en Weimar, pero visitaba regularmente Jena, donde a menudo pasaba varias semanas. Su amante y posterior esposa Christiane Vulpius (1765-1816) fue la madre de su hijo August von Goethe (1789-1830).
Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831)
Filósofo que se unió a su amigo Friedrich Schelling en Jena a principios de 1801. Vivió en la ciudad hasta 1807.
Alexander von Humboldt (1769-1859)
Científico y explorador que visitó a menudo a su hermano mayor Wilhelm von Humboldt en Jena entre 1794 y 1797.
Caroline von Humboldt, de soltera Dacheröden (1766-1829)
Esposa de Wilhelm von Humboldt. Vivió en Jena (con interrupciones) junto a su marido, de 1794 a 1797.
Wilhelm von Humboldt (1767-1835)
Lingüista y diplomático prusiano que vivió en Jena (con interrupciones) de 1794 a 1797. Estaba casado con Caroline von Humboldt y era el hermano mayor de Alexander von Humboldt.
Novalis (1772-1801)
Friedrich von Hardenberg fue un poeta, escritor e inspector de minas que utilizó el pseudónimo de Novalis. Estudió en Jena de 1790 a 1791. La finca de su familia, Weißenfels, no estaba lejos de la ciudad y entre 1795 y 1801 visitó regularmente a sus amigos. Primero estuvo comprometido con Sophie von Kühn y luego con Julie von Charpentier.
Friedrich Schelling (1775-1854)
Joven filósofo que vivió y enseñó en Jena de 1798 a 1803. Tuvo un romance con Caroline Schlegel y se casó con ella en 1803.
Friedrich Schiller (1759-1805)
Dramaturgo y poeta. Vivió en Jena de 1789 a 1799. En diciembre de 1799 se trasladó a Weimar. Estuvo casado con Charlotte Schiller, de soltera von Lengefeld (1766-1826).
August Wilhelm Schlegel (1767-1845)
Escritor, poeta, traductor y crítico literario. Vivió en Jena de 1796 a 1801. Estaba casado con Caroline Böhmer-Schlegel-Schelling y era el hermano mayor de Friedrich Schlegel.
Friedrich Schlegel (1772-1829)
Escritor y crítico literario. Vivió en Jena de 1796 a 1797 y de 1799 a 1801. Conoció a su amante, Dorothea Veit-Schlegel —una mujer casada— en Berlín, en 1799. En 1804 contrajeron matrimonio. Era el hermano menor de August Wilhelm Schlegel.
Friedrich Schleiermacher (1768-1834)
Teólogo y capellán. Aunque Schleiermacher nunca visitó Jena, mantuvo una correspondencia regular con los miembros del Círculo de Jena y sus opiniones sobre la religión llegaron a ser importantes para ellos. Friedrich Schlegel le conoció en 1797 en Berlín y compartió con él alojamiento.
Ludwig Tieck (1773-1853)
Escritor, poeta y traductor. Conoció a Friedrich Schlegel en Berlín y vivió en Jena de 1799 a 1800. Estuvo casado con Amalie Tieck.
Dorothea Veit-Schlegel, de soltera Brendel Mendelssohn (1764-1839)
Escritora y traductora. Estuvo casada con Simon Veit de 1783 a 1799. Friedrich Schlegel fue su amante durante varios años, antes de casarse, en 1804. Vivió en Jena de 1799 a 1802.
Presta atención a ti mismo; aparta tu mirada de cuanto te rodea y dirígete a tu interior. Esa es la primera exigencia que la filosofía impone al estudiante: no hablamos de nada que esté fuera de ti, únicamente de ti mismo.
JOHANN GOTTLIEB FICHTE
¿De dónde sacaré mis ideas? De mí, de mí mismo necesariamente. Yo soy, para mí mismo, la base de todos los pensamientos.
NOVALIS
Soy más feliz cuanto más libre. Sin ninguna duda.
CAROLINE SCHLEGEL-SCHELLING
PRÓLOGO
Toda mi vida he hecho las cosas mal. O tal vez no, quizá mi modo de hacerlas fuera el correcto. O simplemente un modo que no se ajustaba a las convenciones. Por llevar la contraria a mis padres, inteligentes, liberales, cariñosos y académicos, me negué a ir a la universidad y me dediqué a trabajar en bares y restaurantes. Eso no quiere decir que no me educara. Leía. Filosofía y ficción, sobre todo. Siempre he sido una lectora insaciable, pero quería decidir por mí misma qué leer y no sentirme atada a un plan de estudios universitarios. También, entre otras cosas, me metí a aprendiz de pintora y decoradora, fui guía en un museo, hice prácticas en un teatro. Con esa típica y repelente soberbia tan propia del egoísmo adolescente, experimentaba el mundo solo a través de mi punto de vista, ciertamente estrecho.
¿Qué había de malo en estar todo el día leyendo? ¿Qué había de malo en cambiar de opinión? ¿Qué, en bailar toda la noche? Me enamoraba y desenamoraba con facilidad. Tuve una hija a los veintidós años. Y, de pronto, consciente de que no podría pasarme toda la vida trabajando de camarera, empecé a estudiar en una universidad de Alemania. Los únicos seminarios que disfrutaba, con todo, eran los de filosofía. En aquellas clases me sentía como en un remolino que me arrastraba a un mundo de pensamiento embriagador, como si hubiera descubierto las respuestas a las grandes preguntas de la vida: ¿Qué es el mal? ¿Qué significa ser bueno? ¿Quiénes somos? ¿Por qué somos? Ahora, treinta años después, apenas recuerdo lo que leí, pero aquellos libros y debates con mis profesores y compañeros me dieron herramientas para pensar y cuestionar. Empecé también a concebir la historia no como una serie de fechas y acontecimientos ordenados sucesivamente, como perlas en un collar, sino como una red interconectada. Empecé a mirar el presente a través de la lente del pasado.
Y aunque la vida empezó a parecerme un asunto más serio, seguí tomando decisiones impulsivas. Me sentía libre, y estaba decidida a ser la dueña de mi destino. Puede que algunas de aquellas decisiones fueran un tanto temerarias, pero eran mías, o eso pensaba. Ahora, claro está, sé que si podía permitirme el lujo de comportarme así, es porque era una persona privilegiada: sabía que, si las cosas se hubieran torcido, siempre habría podido recurrir a mis padres (de clase media).
Al fin y al cabo, fueron ellos, mis padres, quienes me enseñaron a perseguir mis sueños. Ellos mismos lo hicieron cuando se mudaron a la India, desde Alemania, en la década de 1960, para trabajar en el Deutscher Entwicklungsdienst (el equivalente alemán del Cuerpo de Paz). Si la niñez de mis padres echó a andar en los refugios antiaéreos durante la Segunda Guerra Mundial, la mía lo hizo entre los colores chillones de la India. Cuando se subieron a un avión en 1966, dejaron atrás una vida segura en la que mi madre tenía un puesto de secretaria y mi padre otro en un banco de provincias. Regresaron con dos niños pequeños y empezaron otra vez de cero. Con treinta y pocos años cada uno, en aquel momento, se matricularon en la universidad. Fueron los primeros de sus respectivas familias en hacerlo. Mi madre se convirtió en profesora y mi padre en un eminente académico especializado en irenología, la disciplina que estudia la paz y los conflictos.
Cuando mi propia hija tenía seis años, nos mudamos a Inglaterra, también desde Alemania. Fue una decisión instintiva. Dejé mis estudios, vendí mis pocas posesiones y me trasladé a Londres. Era una madre soltera con una educación a medio hacer, un baúl lleno de libros, ningún ingreso y una confianza en apariencia inagotable. Me mudé con un amigo (el mejor de los amigos), solicité una beca y comencé (y acabé) un nuevo máster en Londres. Trabajé duro. Tuve mis dudas. Me angustié. Y salimos adelante. Con lo justo, sí, pero viviendo una vida llena de amor, calor y felicidad. Puede que fuera impulsiva, pero también fui siempre muy organizada y estructurada. La mía no era una impulsividad caótica, simplemente estaba a favor de la vida.
En Inglaterra encontré mi voz. Literalmente. En una lengua que no era la de mi cuna. Y me convertí en escritora. Maduré, aunque no me volví más sabia. Desde luego que hay trabajos mejor pagados, pero ninguno que me guste tanto. La mayor parte de los días mi trabajo no pesa como un trabajo. Es, simplemente, lo que deseo hacer. Durante toda mi vida. Escribir. Contar historias. Intentar darle sentido al pasado para poder aprender algo sobre el presente. Soy una persona afortunada. Increíblemente afortunada. Todo podría haber salido muy, pero que muy mal. Pero no fue así. Hasta ahora, he tenido el privilegio de vivir la vida a mi manera. Aunque soy muy consciente de que mi suerte podría terminar en cualquier momento.
Algunas veces mi feroz apetito de independencia derivó en puro egoísmo. Estoy segura de que mi hija habría preferido no tener que mudarse con tanta frecuencia. Pero esos trastornos no le han impedido convertirse en un hermoso ser humano. Y a mí en adulto, mientras crecía junto a ella. Aquella niña me hizo poner los pies en la tierra y tomar la determinación de ser libre en algo más grande que yo: me hizo querer ser una buena persona. Y me permitió encontrar el equilibrio entre la libertad de espíritu y la responsabilidad.
Vivimos en un mundo en el que nos vemos obligados a caminar de puntillas por la delgada línea que separa el libre albedrío y el egoísmo, entre la autonomía y el narcisismo, entre la empatía y la rectitud. En la base de todo esto hay dos preguntas fundamentales: ¿Quién soy yo como individuo? ¿Y quién soy como miembro de un grupo y una sociedad? Vivo en Londres, una gran metrópolis sucia y llena de gente, donde cada mañana cientos de miles de usuarios se amontonan en el metro, camino del trabajo, se empujan los unos a los otros en esta gran ola humana, comparten un espacio físico, pero también están cada uno en su propio mundo: mirando fijamente sus pantallitas parpadeantes, leyendo correos electrónicos, echando vistazos a sus redes sociales, jugando o deslizando el dedo por las fotos. Una ciudad en la que, frente al Big Ben o la catedral de San Pablo, los turistas se afanan en buscar la localización ideal para el selfi perfecto. Pero una ciudad, también, donde la gente arriesga su vida para ayudar a los demás cuando se producen ataques terroristas con apuñalamientos, y donde la gente cuida de sus vecinos.
Hemos firmado un contrato social con quienes nos gobiernan. Hemos aceptado las leyes que estructuran la sociedad en la que vivimos —aunque no a perpetuidad, puesto que son negociables; las leyes se pueden revisar o cambiar para adaptarlas a las nuevas circunstancias—, pero ¿puedo yo, como individuo, dependiendo de las circunstancias, o nosotros, como sociedad, protestar por esas leyes, o violarlas incluso? En la mayoría de los casos, los cambios son graduales: se discuten primero, se votan después y finalmente se aplican. Y aunque suelan estar plagados de reveses, frustraciones e injusticias, el andamiaje legal es, sin embargo, esencial para relacionarnos democráticamente con el Estado y con los demás. Unas veces, los cambios son más radicales, otras, solo temporales. Por ejemplo, durante la pandemia mundial, millones de personas renunciamos voluntariamente a nuestros derechos y libertades básicas por un bien mayor. Durante meses, no vimos a nuestros amigos y familiares, y seguimos normas férreas, estrictas, porque creíamos que era lo correcto desde el punto de vista moral. Pero hubo quien no lo hizo, quien se negó a obedecer estas restricciones, insistiendo en que sus libertades individuales eran más importantes.
Durante la mayor parte de mi vida adulta, he tratado de entender por qué somos quienes somos.
Esta es la razón por la que escribo libros de historia. En mis obras anteriores, he analizado la relación entre la humanidad y la naturaleza para entender por qué hemos destruido tanto nuestro magnífico planeta azul. Pero también me he dado cuenta de que no basta con examinar las relaciones entre nosotros y la naturaleza, primero debemos examinarnos a nosotros mismos como individuos: ¿cuándo empezamos a ser tan egoístas? ¿En qué momento creímos tener derecho a ser los dueños de nuestras propias vidas? ¿Cuándo nos creímos con derecho a coger lo que nos diera la gana? ¿De dónde viene todo esto, nosotros, tú, yo, nuestro comportamiento colectivo? ¿Cuándo nos planteamos por primera vez la pregunta de cómo ser libres?
Encontré las respuestas a estas preguntas mientras investigaba sobre Alexander von Humboldt, el protagonista de mi libro La invención de la naturaleza. Las encontré en Jena, una ciudad alemana no muy conocida, a unos 240 kilómetros al sudoeste de Berlín. Porque fue aquí, en la última década del siglo XVIII, donde Humboldt se unió a un grupo de novelistas, poetas, críticos literarios, filósofos, ensayistas, editores, traductores y dramaturgos que, embriagados por la Revolución francesa, situaron el yo en el centro de su pensamiento. En Jena, sus ideas colisionaron y se fusionaron, expandiéndose, como un seísmo, por los estados alemanes, por el mundo entero y en nuestras mentes.
Era la obsesión por ser libre en una época en la que la mayor parte del mundo estaba gobernada por monarcas y líderes que controlaban muchos aspectos de la vida de sus súbditos lo que mantenía unido al grupo. El filósofo Johann Gottlieb Fichte proclamó desde el atril durante su primera conferencia en Jena: «Uno debe tomar las riendas de sí mismo y no dejarse definir por nada externo».[1] Este énfasis en el yo y el valor de la experiencia individual se convirtió en la estrella guía de aquel grupo.
Durante los aproximadamente diez años que vivieron juntos en Jena, a mediados de la década de 1790, la pequeña ciudad a orillas del río Saale se convirtió en el corazón de la filosofía occidental: diez años, un parpadeo, apenas, en el tiempo, pero un tiempo crucial para la formación de la mente moderna. Hoy en día, pocos fuera de Alemania han oído hablar de Jena, pero lo que ocurrió allí en esos pocos años aún se encuentra entre nosotros. Aquellos pensadores visionarios aún están junto a nosotros. Todavía pensamos con las mentes de aquellos pensadores revolucionarios, vemos con su imaginación y sentimos con sus emociones. Puede que no seamos conscientes, pero aquella forma de entender el mundo todavía vertebra nuestras vidas y nuestro ser.
Una de las integrantes del grupo fue Caroline Michaelis-Böhmer-Schlegel-Schelling, una mujer que cargaba con los nombres de su padre y de sus tres maridos, pero que también se negó a dejarse limitar por el papel que la sociedad había asignado a las mujeres. Caroline está en el corazón mismo de esta apasionante historia.
30 de marzo de 1793. El carruaje se detuvo bruscamente. Los soldados rodearon el vehículo y uno de los oficiales prusianos se adelantó. Cuando abrió la puerta, vio a una mujer bien vestida y a un niño. Les preguntó por sus nombres y su procedencia, y les pidió sus documentos. «¿De Maguncia? ¿Böhmer?», dijo, mientras desplegaba los papeles, y con esas simples preguntas se selló el destino de la joven. Los prusianos habían oído hablar de la viuda Caroline Böhmer y de su relación con los revolucionarios franceses que ocupaban la ciudad alemana.
Enfurecida por el interrogatorio y las acusaciones, Caroline se negó a cooperar y se comportó de forma tan grosera, según contaron más tarde sus amigos, que fue escoltada hasta Frankfurt entre gritos y quejas. Tanto a ella como a su hija Auguste, de siete años, las pusieron bajo arresto domiciliario, vigiladas de cerca por tres guardias. Durante el interrogatorio, Caroline le dijo sarcásticamente al oficial que tomaba nota de sus respuestas: «Habría sido usted un gran editor, visto lo bien que se las arregla para reducirlo todo a la mínima expresión».[2]
Después de aquello, no tuvo nada que hacer. Le confiscaron el equipaje, la acusaron de simpatizar con los franceses y la encarcelaron sin juicio. Su prisión fue la antigua fortaleza de Königstein, a dieciséis kilómetros al noroeste de Frankfurt y a treinta y dos al nordeste de Mainz. El 8 de abril de 1793, nueve días después de su detención, las obligaron, a ella y a la pequeña Auguste, a ir detrás de una procesión de revolucionarios alemanes encadenados y con grilletes. Cuando salieron de Frankfurt, en un carruaje custodiado, los transeúntes les arrojaron huevos podridos, piedras y manzanas. La cosa fue mucho peor para los prisioneros varones, que iban a pie y recibieron golpes sin parar, hasta acabar cubiertos de sangre.[3]
Unas horas después, Caroline divisó la fortaleza que se alzaba sobre las ruinas de Königstein, golpeada por los cañonazos que los prusianos habían lanzado para arrebatársela a los franceses. Al llegar allí, los prisioneros fueron conducidos, como un rebaño, hacia la puerta arqueada en las altas y antiguas murallas, y agrupados en el sombrío patio de la fortaleza. Era una visión aterradora y, desde luego, poco recomendable para una niña. El sol no tocaba las gélidas piedras y, mientras esperaban, podían oír el traqueteo de las cerraduras de hierro y los pasos resonantes de los guardias por los pasillos. También, de vez en cuando, algún gemido distante. Finalmente, a Caroline y la pequeña Auguste, junto con otras mujeres, las metieron en una habitación oscura y sucia, amueblada con colchones de paja mugrientos, un par de toscos bancos de madera y un balde de agua turbia. El aire estaba viciado y las paredes húmedas. En los días y semanas siguientes, comieron patatas con las manos y sacaron agua del balde con tazones. Sus ropas y su pelo no tardaron en estar infestados de parásitos.[4]
La prisión era algo muy ajeno a la vida que había vivido Caroline, cuyo padre, profesor de la Universidad de Gotinga, en el estado de Hannover, fue un reputado orientalista y teólogo, célebre tanto por su ingenio y sus chistes groseros como por su erudición. La familia había vivido en una casa grande y elegante del centro de la ciudad, a la que acudían, entre otros invitados, el famoso poeta alemán Goethe y el revolucionario estadounidense Benjamin Franklin, así como los numerosos estudiantes que asistían a las conferencias del padre en el auditorio del primer piso.
Caroline se había criado rodeada de libros, en un ambiente consagrado al conocimiento y a las conversaciones intelectuales. Siempre tuvo acceso a la biblioteca de la universidad y los profesores particulares le proporcionaron una vasta educación. Aprendía con facilidad, hablaba varios idiomas con fluidez y, a diferencia de la mayoría de las mujeres cultas de su edad, su ortografía era tan precisa como la de cualquier hombre de letras. Segura de sí misma, intrépida y conocida por ser «un tanto indomable», con solo quince años afirmó: «Nunca halago, digo lo que pienso y siento». Era pequeña y delgada, con unos ojos azules chispeantes de curiosidad, y un pelo castaño que caía en gruesos rizos alrededor de su cara, hermosa, a pesar de que la viruela había manchado su piel y de que bizqueaba un poco. Vestía con elegancia, tenía muchos admiradores y estaba segura de sí misma. Pocas cosas asustaban a Caroline.[5]
Ella y su hija intentaron huir de Maguncia el 30 de marzo de 1793, cuando casi cincuenta mil soldados prusianos y austriacos se disponían a reconquistar la ciudad, que estaba en manos del ejército revolucionario francés. Caroline había vivido en Maguncia durante algo más de un año. Estaba allí cuando los franceses llegaron en octubre y cuando los revolucionarios alemanes fundaron al día siguiente la conocida como Sociedad de los Amigos de la Libertad y la Igualdad. Los aristócratas, el clero, los funcionarios y el príncipe elector en el poder huyeron de la ciudad, pero muchos otros dieron la bienvenida al ejército francés invasor y a sus nuevas creencias democráticas. Los que se quedaron, cosieron una escarapela con los colores rojo, azul y blanco en sus sombreros como símbolo de la revolución, y gritaban sin parar: «Vivre libre ou mourir» —«Vivir siendo libres o morir»— mientras marchaban por las calles.[6]
Al igual que otros alemanes liberales, Caroline Böhmer, que por aquel entonces tenía veintinueve años, dio la bienvenida a la Revolución francesa y a los franceses. Cuatro años antes, en julio de 1789, había leído sobre el asalto a la Bastilla, en París, sobre cómo había arrancado de cuajo las raíces feudales de Francia, y sobre la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, según la cual, todos los hombres eran iguales. Mientras miles de manifestantes marchaban hacia el palacio de Versalles y los reyes franceses huían, presas del pánico, Caroline le contaba a su hermana pequeña los gloriosos acontecimientos que estaban viviéndose en Francia: «Que se echen a un lado los ricos; que los pobres gobiernen el mundo», llegó a decir.[7]
La libertad, la igualdad y la fraternidad —las consignas de la revolución— prometían un mundo nuevo: tras siglos de monarcas despóticos que favorecían a unos cuantos y dejaban morir de hambre al resto, el pueblo francés había fundado una república y ejecutado a su rey. En lugar de unos pocos privilegiados, ahora serían los ciudadanos los que gobernaran los destinos de la nación. Caroline estaba entusiasmada con las posibilidades que se abrían en el horizonte. «Después de todo, vivimos tiempos políticos muy interesantes», escribió, poco después de su llegada a Maguncia. No podía esperar para contarles a sus futuros nietos que estaba siendo testigo de la mayor revuelta de todos los tiempos. Era algo emocionante, un momento crucial, vertiginoso. «Quién sabe cuánto falta para que acabe con una bala en la cabeza», llegó a decir también, pero no estaba dispuesta a perderse ni un solo detalle.[8]
Durante su año en Maguncia, Caroline pasó gran parte del tiempo en compañía de Georg Forster, un viejo amigo de Gotinga y un intrépido explorador que a principios de la década de 1770 se había unido a la expedición del capitán Cook para circunnavegar por segunda vez el globo terrestre. Forster era también uno de los más destacados revolucionarios de Alemania. Cada día, Caroline iba caminando hasta su casa, un paseo de apenas cinco minutos. Por las tardes, los revolucionarios de Maguncia se reunían en el salón de Forster para debatir, mientras tomaban el té, las noticias de Francia y sus propios planes de crear una república en Maguncia.[9]
Emocionada por estar en el meollo mismo de la acción, Caroline discutía sin parar sobre política y revoluciones con amigos y desconocidos, leía los últimos periódicos y se dejaba llevar por la excitación del momento. Allí, en Maguncia, estaba cuando se plantó el Árbol de la Libertad y todo el mundo cantó y bailó a su alrededor hasta bien entrada la noche.[10] Acudió a cenas y fiestas organizadas por los franceses, y pronto empezaron a correr los rumores. Algunos la involucraban en un romance con el general Custine, el comandante francés de las tropas ocupantes, con quien Caroline había cenado varias veces. Otros le achacaban una relación con Georg Forster. El hecho de que Caroline fuera coqueta por naturaleza y hubiera declarado que los hombres franceses eran más guapos que los alemanes no ayudaba mucho, desde luego.[11]
A mediados de marzo de 1793, seis meses después de la llegada de los franceses, los revolucionarios alemanes declararon la República de Maguncia, la primera de Alemania. Dos semanas más tarde, el ejército prusiano se dirigió a la ciudad para arrebatársela a los franceses. Caroline vio que era conveniente marcharse, pero apenas había recorrido dieciséis kilómetros cuando cayó en manos de los prusianos.
Su encarcelamiento en Königstein no pudo ocurrir en peor momento. Ella y Auguste lograron soportar el frío y el hambre, y compartir colchones con extraños, pero, allí mismo, en la cárcel, Caroline se quedó atónita al descubrir que estaba embarazada. Para más inri, el embarazo era el resultado de una noche loca en un baile, a principios de febrero, durante la ocupación francesa de Maguncia. El padre era un oficial francés de dieciocho años al que solo había visto una vez. En una época en la que a las mujeres de su posición las reprendían por el mero hecho de quedarse a solas en una habitación con un hombre, el comportamiento de Caroline se consideraba un escándalo mayúsculo.[12]
La combinación de ser viuda con una hija pequeña, estar embarazada de un soldado francés, encarcelada por los prusianos y acusada de connivencia con el enemigo alarmó incluso a la formidable Caroline. Le quedaban tres, tal vez cuatro, meses antes de que el embarazo se notara. Si llegaba a descubrirse, su reputación quedaría destrozada y las autoridades podrían quitarle a su amada Auguste.
Su vientre crecía y ella se ceñía cada vez más el corsé mientras enviaba cartas a amigos y conocidos con conexiones políticas. Un antiguo pretendiente suyo tenía contactos en la corte prusiana. También le escribió a August Wilhelm Schlegel, un joven escritor y devoto admirador de su época en Gotinga. Sin embargo, los prusianos no dieron su brazo a torcer. Las cenas de Caroline con el general Custine y los franceses eran de dominio público, y la pequeña Auguste cantando con entusiasmo «Vive la Nation!»[13] y la Marsellesa no era algo que pudiese pasarse por alto fácilmente. El tiempo transcurría y la angustia de Caroline iba a más. «Si esto dura mucho, se convertirá en una amenaza real para la vida», le escribió al marido de su amiga más antigua, revelando finalmente la verdad, en una desesperada petición de ayuda, «pero no se lo digas a nadie».[14]
En Königstein seguía, encarcelada, a mediados de junio, cuando las tormentas de frío inusuales congelaron las uvas en las viñas de los campos aledaños. Madre e hija se afanaban por mantenerse calientes en la húmeda celda. Auguste lo llevaba mejor que Caroline, que sufría náuseas cada mañana y tenía las encías infectadas. Su salud se resentía de la falta de ejercicio y aire fresco y no paraba de empeorar. Padecía dolores de cabeza persistentes y su tos se volvió crónica. Estaba asustada. Incluso aquí, a unos treinta kilómetros del frente, podía oír las andanadas de los cañones franceses y prusianos en su batalla por Maguncia. Cientos de nuevos prisioneros llegaron a la fortaleza. Allí, los prusianos los golpeaban con saña y muchos morían a causa de las heridas.
Sin embargo, la mayor preocupación de Caroline seguía siendo su avanzado estado de gestación. Siguió escribiendo cartas en las que recalcaba su necesidad urgente de ayuda —«estoy desesperada, tengo que salir pronto de aquí»—, pero sus amigos, uno tras otro, le daban de lado. Mientras, su viejo admirador de Gotinga, August Wilhelm Schlegel, hacía todo lo posible por socorrerla, y no paraba de mandar cartas a cualquiera que pudiese echar una mano. Nunca flaqueó, ni cuando Caroline admitió el embarazo, ni cuando su hermano le habló de la supuesta aventura con el general Custine. Si August Wilhelm no conseguía sacarla pronto de la cárcel, le advirtió Caroline, tendría que suministrarle veneno para que pudiera quitarse la vida. Mucho mejor para Auguste ser huérfana que vivir con una madre deshonrada.[15]
Después de varios meses, Caroline fue por fin liberada. Ocurrió en julio de 1793, gracias a su hermano menor, que había movido algunos hilos a través de una vieja amiga, amante del rey prusiano.[16] Y en noviembre, y en secreto, dio a luz a un hijo. Durante los dos años siguientes, anduvo dando tumbos por todo el país, perseguida por viles rumores y tratada como una paria. Su vida parecía haber llegado a su fin, pero, entonces, August Wilhelm acudió en su rescate. En 1796, se casaron y se trasladaron a Jena, donde Caroline se convirtió en el corazón y la mente de un grupo de hombres y mujeres jóvenes que soñaban con cambiar el mundo. Fue una musa y una crítica que aportó mucho a las obras literarias del grupo y abrió las puertas de su casa para que todos ellos se reunieran, pensaran, hablaran, se rieran y escribieran allí.
Este extraordinario grupo de rebeldes veinteañeros y treintañeros contaba también con el enigmático poeta Novalis, cuyos temas eran la muerte y la oscuridad, el filósofo Johann Gottlieb Fichte, de modales ásperos, que ponía el yo en el centro de su obra, y los brillantes hermanos Schlegel, Friedrich y August Wilhelm, ambos escritores y críticos, uno impetuoso e irascible, el otro amable y tranquilo. Estaban también Dorothea Veit —una escritora que escandalizó a la alta sociedad berlinesa por su romance con Friedrich Schlegel, mucho más joven que ella—, Friedrich Schelling, un filósofo inquieto e impredecible que estudiaba la relación entre el individuo y la naturaleza, y Friedrich Schiller, el dramaturgo más revolucionario de Alemania, cuyo ascendiente sobre la generación más joven era tan fuerte como el poder de división que ejercía.
En la periferia se encontraban Georg Wilhelm Friedrich Hegel, uno de los filósofos más influyentes de la historia, y otro par de hermanos: Wilhelm y Alexander von Humboldt, el primero de ellos, un lingüista talentoso, fundador de la Universidad de Berlín, y el segundo, un científico y explorador intrépido y visionario. Y en el centro de esta galaxia de mentes deslumbrantes estaba Johann Wolfgang von Goethe, el poeta más célebre de Alemania. Goethe, mayor y más famoso, se convirtió en una especie de padrino, benévolo pero riguroso, del grupo. A menudo actuaba como su mediador, encontraba inspiración en sus ideas nuevas y radicales, y ellos, a su vez, lo adoraban. Goethe era su dios y lo ponían en un pedestal.
La vida que vivió cada uno de estos intelectuales merece ser contada. Sin embargo, aún más extraordinario que sus historias individuales es el hecho de que todos coincidieran al mismo tiempo en el mismo lugar. Por eso los he llamado el «Círculo de Jena».
Nacieron en un mundo tan diferente al nuestro que resulta difícil de imaginar: una Europa gobernada por monarcas que determinaban gran parte de la vida de sus súbditos. El palacio del rey francés en Versalles, con sus salones de espejos dorados y sus espléndidos jardines, irradiaba un poder absoluto en toda Francia, en una época en la que muchos de los habitantes de la nación vivían en la más absoluta miseria. Del mismo modo que los jardines y los árboles estaban encorsetados, y cuidadosamente podados, dentro de un diseño racional, con su disposición en forma de rayos que trazaban avenidas ortogonales, estaba el pueblo francés atado a su destino por nacimiento y por el rey. No se permitía que nada estuviera fuera de lugar: todo se articulaba y moldeaba según el derecho divino. Y, mientras la reina María Antonieta jugaba a ser pastora con su rebaño de ovejas perfumadas en el pequeño castillo del Petit Trianon, los campesinos y los obreros se morían de hambre en todas partes.
Más al este, en Rusia, Catalina la Grande se erigió en monarca ilustrada y modernizó el país, pero también gobernó con mano de hierro. Aquí, al igual que en los territorios orientales de Alemania, seguía prevaleciendo el vasallaje, un antiguo sistema feudal que ataba a la gente a la tierra y a sus señores. Los vasallos, como los esclavos, tenían que trabajar para los terratenientes locales y no podían emanciparse. Las cuotas, los diezmos y los impuestos eran a menudo tan elevados que no se podía sobrevivir con lo que quedaba.
En toda Europa se censuraba a los filósofos por sus ideas, se les prohibía a los escritores escribir, los profesores perdían su trabajo por hablar y los dramaturgos iban a la cárcel a causa de sus obras. Algunos gobernantes tenían el derecho a decidir quiénes eran los herederos de sus súbditos, mientras que otros podían desterrarlos, obligarlos a trabajar o negarles el permiso de circulación. Y, aunque Federico el Grande se enorgullecía de ser un rey ilustrado, incluso en Prusia los aristócratas varones solo podían casarse con la hija de un agricultor o un artesano mediante una dispensa especial.[17] Algunos monarcas podían incluso vender a sus súbditos como mercenarios a potencias extranjeras, otros alquilaban regimientos enteros para subvencionar sus propios gastos. Los pilares del mundo en el que crecieron los miembros del Círculo de Jena eran el despotismo, la desigualdad y el control.
Entonces, en 1789, llegó la Revolución francesa, un acontecimiento tan decisivo y radical que a nadie en Europa dejó indiferente. Cuando los revolucionarios franceses declararon a todos los hombres iguales, abrieron la puerta a la posibilidad de un nuevo orden social, basado en el poder de las ideas y en la libertad. «Se están haciendo realidad algunas cosas», escribió Novalis en 1794, «que, diez años atrás, habrían ido de cabeza al manicomio de la filosofía».[18]
La Revolución francesa demostró que las ideas eran más fuertes que el poder de los reyes y las reinas. «Debemos creer en el poder de las palabras», declaró el escritor Friedrich Schlegel, blandiendo su pluma como una espada. El grupo estaba entusiasmado con la revolución. Caroline, que había asistido al nacimiento de la efímera República de Maguncia, creía, haciéndose eco de las ideas que se difundían desde Francia, que «los escritores gobernaban el mundo». Schelling y Hegel habían cantado con entusiasmo la Marsellesa mientras estudiaban juntos en Tubinga, y el filósofo Fichte escribió un panfleto en el que declaraba: «La Revolución francesa me parece importante para toda la humanidad».[19]
Fichte situó el yo, el Ich —como se dice en alemán— en el centro de su nueva filosofía, y lo atavió con la más emocionante de las ideas: el libre albedrío, un concepto que se inflamó en el fuego de la Revolución francesa.
El empoderamiento del Ich tenía mucho más que ver con la liberación del individuo que con la rebelión contra el despotismo del Estado. Y este concepto radicalmente nuevo de un yo sin límites llevaba consigo el potencial para crear una vida diferente. Una persona «debería ser lo que es», les dijo Fichte a sus alumnos en Jena, «porque desea serlo y porque tiene derecho a desearlo». Todos ellos creían, como apuntaba Schelling, en una «revolución provocada por la filosofía».[20]
Durante siglos, filósofos y pensadores habían sostenido que el mundo estaba controlado por una mano divina y regido por las verdades absolutas de la fe. El siglo XVIII fue una época de descubrimientos en la que se revelaron las leyes naturales, como la física de la refracción de la luz o las fuerzas que gobiernan el movimiento de la luna y las estrellas. Las matemáticas, la observación racional y los experimentos controlados allanaron el camino hacia el conocimiento, pero los seres humanos seguían siendo engranajes de una máquina a las órdenes de Dios. No eran libres. Claro que no.
Pero la humanidad empezó a ejercer cierto control sobre la naturaleza. Inventos como los telescopios y los microscopios habían desvelado ya secretos, como los movimientos planetarios y la composición de la sangre. Las nuevas tecnologías, como las máquinas de vapor, bombeaban el agua de las minas, los médicos vacunaban contra la viruela y los globos aerostáticos llevaban a la gente a un lugar donde ningún ser humano había estado nunca. Cuando Benjamin Franklin inventó el pararrayos a mediados del siglo XVIII, la humanidad empezó también a domar lo que durante mucho tiempo se había considerado la furia de Dios.
Una red de carreteras en constante expansión recorría los estados y principados alemanes, y los nuevos mapas detallados y las señales de tráfico orientaban a los viajeros cuando se aventuraban más allá de sus ciudades. El tic-tac de los nuevos relojes de péndulo se convirtió en el latido del corazón de la sociedad. Minuto a minuto, las agujas se movían con una precisión predecible y cada vez mayor en las esferas de los relojes, en bolsillos particulares y en salones, así como en ayuntamientos y torres de iglesias. Estos nuevos utensilios indicaban a todo el mundo cuándo debía comer, trabajar, rezar y dormir, y su ritmo se convirtió en un nuevo sonsonete contra el que todos corrían. La vida se aceleró, se hizo más rápida, más previsible y más racional. El lema de la Ilustración era, para Hegel: «Todo tiene su utilidad».[21]
La única pega de este despliegue de ingenio científico, de productividad y utilitarismo, era que la humanidad se centraba demasiado, y únicamente, en la razón. Eso provocaba temores y recelos en el Círculo de Jena. La realidad, a su modo de ver, había sido despojada de poesía, espiritualidad y sentimiento. «La naturaleza se ha reducido a poco más que a una máquina monótona», escribió Novalis. «La música inagotable de la eterna imaginación del universo se ha convertido en el monótono traqueteo de una gigantesca rueda de molino».[22] Mientras que el filósofo británico de la Ilustración, John Locke, había insistido a finales del siglo XVII en que la mente humana era una pizarra en blanco que, a lo largo de la vida, se llenaba de conocimientos derivados únicamente de la experiencia sensorial, el Círculo de Jena afirmó que había que dar a la imaginación lo que le correspondía, lo mismo que a la razón y al pensamiento lógico. Los amigos comenzaron, en consecuencia, a volverse hacia el interior.
Jena no era más que una ciudad universitaria de apenas cuatro mil quinientos habitantes distribuidos en unas ochocientas viviendas.[23] Formaba parte del ducado de Sajonia-Weimar, un principado dirigido por el duque Carlos Augusto. Geográficamente, se situaba en el centro de los territorios alemanes y en la encrucijada de muchas rutas postales —atestadas de viajeros y sacas de correo procedentes de Bohemia, Sajonia, Prusia, Westfalia, Frankfurt y otros lugares— que traían cartas, libros y periódicos repletos de los últimos escritos políticos y filosóficos.
Como muchas otras ciudades antiguas de Alemania, Jena seguía teniendo un aire medieval. En su centro había una gran plaza de mercado abierta y, justo después, al norte, se alzaba la enorme iglesia de San Miguel, con su torre dominando el horizonte. En la zona nordeste de la ciudad, a una manzana de la iglesia, se encontraba el Castillo Viejo, que en su día fue la sede de los gobernantes del ducado, pero que por aquel entonces apenas se utilizaba, ya que la corte se había trasladado hacía tiempo a la cercana Weimar, a veinticuatro kilómetros al noroeste. En el extremo opuesto, en la zona sudoeste, se levantaba la universidad, el verdadero centro de gravedad de Jena. Alojada en un antiguo convento de dominicos, contaba con una biblioteca de más de cincuenta mil volúmenes, junto con un refectorio, una cervecería y residencias varias, aunque la mayoría de los estudiantes se alojaban y comían en la ciudad. Jena y su universidad eran un lugar de paso. La gente iba y venía, se enamoraba y se desenamoraba, dejando tras de sí un rastro de escándalos, hijos y corazones rotos: una cuarta parte de los nacimientos acaecidos en Jena eran ilegítimos, una cifra asombrosa, si se compara con el dos por ciento de estos en el resto de los territorios alemanes.[24]
Que el corazón de Jena era su universidad se notaba de inmediato. La ciudad no solo contaba con una próspera economía local de encuadernadores, impresores, sastres y tabernas, sino que, con sus ochocientos estudiantes residentes, allí se consumía más té, café, cerveza y tabaco que en cualquier otra ciudad alemana del mismo tamaño.[25]
Aunque la comida que se servía en las tabernas de Jena tenía fama de ser incomestible, los estudiantes insistían en que sus mentes, en cambio, se alimentaban con la mejor de las viandas: «Aquí», dijo un estudiante, «las antorchas del saber arden sin descanso durante todo el día».[26]
La literatura estaba en todas partes. Además de la biblioteca de la universidad, había una biblioteca de préstamo con más de cien publicaciones periódicas alemanas e internacionales, así como siete librerías bien surtidas. Caminando por las calles empedradas en una cálida tarde de verano, se oían, aquí y allá, fragmentos de conversaciones sobre filosofía y poesía, así como el sonido de violines y pianos. Y luego, bien entrada la noche, cuando las jarras de cerveza vacías cubrían las superficies de las mesas de madera de las numerosas tabernas de la ciudad, los estudiantes discutían sin parar sobre arte, filosofía y literatura. Después de ocho o nueve botellas de cerveza, rememoraba un estudiante danés, los jóvenes alborotadores volvían a casa tambaleándose por las calles, y se despertaban con la cabeza dolorida a primera hora de la mañana para correr a los auditorios, a las salas de disecciones y a las de reuniones para aprender de sus profesores, jóvenes y radicales. Sin teatro, ópera, auditorios de música o galerías de arte, había pocas distracciones, y los estudiantes se veían prácticamente obligados a estudiar, a falta de otra cosa que hacer.[27]
Jena era un sitio agradable. La ciudad se había expandido más allá de las desmoronadas murallas medievales, con más casas, jardines, viveros y campos. Al norte, también fuera de las antiguas murallas, se encontraba el nuevo jardín botánico, ideado por Goethe. Había también un camino serpenteante, apodado el «Paseo del Filósofo», para los que quisieran pasear y pensar. Los sembrados y los viñedos trepaban por las colinas de los alrededores y, en lo alto, descollando por encima de todo, se alzaba el Jenzig, una pequeña montaña con una distintiva forma triangular, visible desde casi cualquier punto de la ciudad.
Al sur, los caminos serpenteaban por un parque boscoso que los lugareños llamaban «el Paraíso». Aquí, a orillas del río Saale, los árboles bordeaban el terraplén de suave pendiente y los pescadores echaban al agua sus cebos. En primavera, la floración púrpura de las anémonas y las prímulas amarillas alfombraban la hierba. En verano, las cervecerías hacían su agosto, con los juerguistas acompañados por la serenata de una orquesta de ruiseñores que prodigaban sin cesar sus crepusculares trinos, silbidos y gorjeos. Y en invierno, los estudiantes podían distinguir al gran Goethe patinando sobre la superficie helada del río. Pero ¿cómo llegó esta localidad pequeña y rural a convertirse en el crisol del pensamiento contemporáneo, en el «reino de la filosofía», tal como la llamó Caroline?[28]
¿Por qué Jena? Es más, ¿por qué Alemania? La respuesta es que, a finales del siglo XVIII, no existía, como tal, una Alemania unificada, sino un mosaico de más de mil quinientos estados, desde pequeños principados hasta grandes feudos gobernados por dinastías poderosas que competían entre sí, como los Hohenzollern en Prusia y los Habsburgo en Austria. Este colorido mapa era el llamado Sacro Imperio Romano Germánico, que, en palabras del pensador francés Voltaire, no era ni santo, ni romano, ni imperio. Pero sí el hogar de casi treinta millones de almas gobernadas por unos pocos.[29]
Una intrincada red de barreras aduaneras, diferentes monedas, medidas y leyes, dividían esta entidad política. Las carreteras, terribles, y los servicios postales, poco fiables, dificultaban la comunicación, la unificación y la modernización del territorio. El poder no estaba centralizado, sino en manos de príncipes, duques, obispos y sus cortes repartidas por este vasto rompecabezas. A diferencia de Francia, Alemania no era un Estado gobernado por un único rey desde su distante trono, pero esto no significaba que sus dirigentes fueran menos despóticos o más indulgentes.
Sin embargo, esta fragmentación tenía algo a favor, algo totalmente involuntario: la censura era mucho más difícil de aplicar que en las grandes naciones administradas de forma centralizada, como Francia o Inglaterra.[30] Cada estado alemán, por pequeño que fuera, contaba con su propia legislación. Además, en Alemania había más universidades que en ningún otro lugar, con unas cincuenta de ellas frente a las dos únicas de Inglaterra: Cambridge y Oxford. Es cierto que algunas eran minúsculas, pero su abundancia facilitaba que las familias menos ricas pudieran enviar a sus hijos a estudiar.
Los alemanes eran también fanáticos de la lectura. Las tasas de alfabetización se dispararon y, a finales del siglo XVIII, Prusia y Sajonia eran los lugares del mundo con menos iletrados entre su población. «No existe ningún país donde se lea tanto como en Alemania», dijo alguien que estaba de paso por allí. Los artesanos, las criadas y los panaderos leían con la misma avidez que los profesores universitarios y los aristócratas. El apetito por las novelas era enorme y, en las tres últimas décadas del siglo XVIII, el número de autores se duplicó: en 1790, había en Alemania la asombrosa cifra de seis mil escritores que publicaban sus obras. El mercado de los libros era cuatro o cinco veces mayor que el de Inglaterra, por lo que aquel tiempo llegó a ser conocido como la «era del papel».[31]
Países como Francia, España e Inglaterra contaban con poderosas monarquías y, a través de sus colonias, se extendían por todo el mundo. Estados Unidos tenía su salvaje Oeste, inexplorado aún. Pero en Alemania todo era pequeño, todo estaba fragmentado, encerrado en sí mismo. La imaginación de los alemanes se alimentaba de palabras y, gracias a los libros, gracias a aquellos caracteres negros que poblaban las páginas impresas, podía viajar a países lejanos y a nuevos mundos. En la mayoría de las ciudades alemanas no faltaban las bibliotecas de préstamo y los clubes de lectura, y en cada esquina se podían comprar folletines y novelas por un precio muy asequible. Los libros estaban por todas partes.
Pero, aun así, ¿por qué Jena? La respuesta, según Friedrich Schiller, era la universidad. En ningún otro lugar, decía, se podía disfrutar de una libertad tan auténtica. En el momento de su fundación, en el siglo XVI, la universidad y la ciudad de Jena formaban parte del electorado de Sajonia. A lo largo de las generaciones, las complicadas normas de sucesión propiciaron que varias partes del estado se dividieran en parcelas cada vez más pequeñas para los herederos varones. En la década de 1790, la universidad estaba en manos de no menos de cuatro duques sajones diferentes, siendo Carlos Augusto de Sajonia-Weimar el rector nominal. Pero, en realidad, no había nadie al mando.(1)[32]
Como resultado de ello, los profesores de Jena gozaban de mucha más libertad que en cualquier otro lugar de Alemania. No es de extrañar que aquí, en Jena, las ideas visionarias de Immanuel Kant encontraran un terreno fértil. El Allgemeine Literatur-Zeitung de Jena,(2) por ejemplo, se había fundado en 1785 con el propósito expreso de difundir la filosofía de Kant. Tal como señaló un visitante británico, Jena era «el lugar de moda de la nueva filosofía» y una ciudad en la que los lectores discutían sobre el pensamiento de Kant con la misma pasión que otros sobre las novelas populares.[33]
El rey de los filósofos sostenía que eran la mente y la experiencia humanas las que daban forma a nuestra comprensión de la naturaleza y el mundo, y no las reglas escritas e impuestas por Dios. En lugar de buscar verdades absolutas o el conocimiento objetivo, Kant dirigió su atención a la subjetividad y a lo individual. «Atrévete a conocer», escribió en 1784 en «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?». Kant instó al hombre a salir «de su inmadurez autoimpuesta». «Cultiva tu propia mente», escribió, «no se requiere nada para ilustrarse, salvo la libertad». Y eso fue, ni más ni menos, lo que los estudiantes y los profesores de Jena se propusieron hacer.[34]
Aquel ambiente liberal atrajo a pensadores progresistas desde los estados alemanes más represivos. «Los profesores de Jena son casi por completo independientes», observaba Schiller; otro académico dijo también: «Aquí tenemos total libertad para pensar, enseñar y escribir». Por supuesto, esto no significaba que los intelectuales de Jena pudieran hacer lo que quisieran —las voces disidentes no comulgaban con eso que ellos consideraban una «insensata obsesión por la libertad»—, pero sí que gozaban de un margen mucho mayor para expresarse. Pensadores, escritores y poetas que habían tenido problemas con las autoridades en sus estados de origen acudían a Jena, atraídos por la apertura y las relativas libertades que ofrecía la ciudad universitaria. En consecuencia, en la última década del siglo XVIII, vivieron en Jena más poetas, escritores, filósofos y pensadores famosos, en proporción a sus habitantes, que en ninguna otra ciudad antes o después.[35]
Magníficos rebeldes cuenta la historia de una de esas épocas de la historia, extrañamente espléndidas y emocionantes, en las que un puñado de intelectuales, artistas, poetas y escritores se juntan en un momento y un lugar determinados para cambiar el mundo. En este sentido, el Círculo de Jena se asemeja a otros igualmente influyentes: los trascendentalistas norteamericanos, por ejemplo, entre los que destacaban Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Nathaniel Hawthorne, que vivieron en Concord, Massachusetts, a mediados del siglo XIX; el grupo de Bloomsbury, que coincidió en el Londres de principios del siglo XX y entre cuyos miembros estaban Virginia Woolf, E. M. Forster, Vanessa Bell y John Maynard Keynes, o el círculo modernista de Ernest Hemingway, Ezra Pound, Gertrude Stein y F. Scott Fitzgerald en el París de los años veinte.
A mi juicio, el de Jena es, intelectualmente hablando, el más importante de todos estos grupos. Sus miembros se hicieron tan famosos en vida que los reportajes sobre sus ideas y escándalos se filtraron, desde los periódicos alemanes, al resto del mundo. Los estudiantes acudían a Jena desde toda Europa para aprender con sus héroes intelectuales —estos «jacobinos de la poesía»— y luego se llevaban sus ideas de vuelta a casa. «Tenemos entre manos una misión», escribía Novalis en 1798 con una confianza absoluta: «hemos sido llamados para educar al mundo». Este grupo de escritores, poetas y pensadores cambió la forma de concebir la realidad, al situar el yo en el centro de todo. Al hacerlo, liberaron las mentes de quienes los seguían del corsé de las doctrinas, las expectativas y las reglas.[36]
Se los conocía como los «jóvenes románticos». De hecho, fueron los primeros en utilizar el término «romántico» en sus escritos, y en proclamar, de este modo, el romanticismo como un movimiento internacional, ya que no solo le dieron el nombre y definieron su propósito, sino que le otorgaron, también, un marco intelectual. Pero ¿qué fue el romanticismo? Hoy en día, el término nos trae a la mente artistas, poetas y músicos que hacen hincapié en la emoción y anhelan fundirse con la naturaleza. Las imágenes de figuras solitarias en bosques iluminados por la luna, o de pie, en acantilados abruptos, sobre mares de niebla, se asocian con el romanticismo tanto como los poemas sobre amantes afligidos. Algunos sostienen que los románticos se opusieron a la razón y celebraron el irracionalismo; otros, que rechazaron la idea del conocimiento absoluto. Sin embargo, cuando analizamos los inicios del romanticismo, encontramos algo mucho más complejo, contradictorio y con múltiples capas.
El hecho de que los pensadores, historiadores y académicos no se hayan puesto de acuerdo en definir con claridad el romanticismo habría complacido al Círculo de Jena: a sus miembros les gustaba esta indefinición. Ellos mismos nunca intentaron establecer reglas rígidas; de hecho, lo que celebraban era la propia ausencia de reglas. No se interesaban por una verdad absoluta, sino por el proceso de llegar a comprender; derribaban las fronteras entre las disciplinas, superando así las divisiones entre las artes y las ciencias, y se oponían a lo establecido.
En 1809, mucho después de abandonar Jena, August Wilhelm Schlegel explicó lo que el grupo había intentado hacer: entrelazar poesía y prosa, naturaleza y arte, mente y sensualidad, lo terrenal y lo divino, la vida y la muerte. Querían poetizar el estruendo cada vez más mecánico del mundo. «La poesía», afirmaba Hiperión en la novela homónima de Friedrich Hölderlin, «es el principio y el fin de todo conocimiento científico». Y en el centro del proyecto romántico se situaba el énfasis en el Ich, algo totalmente novedoso.[37]
Hoy en día, el mundo anglosajón celebra a los contemporáneos del Círculo de Jena, Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth, William Blake, y la generación más joven: Lord Byron, Percy Bysshe Shelley y John Keats, como los grandes poetas románticos. Fueron todo eso y más, pero no los únicos, ni los primeros. Fue el Círculo de Jena el que proclamó por primera vez estas ideas y, durante las décadas siguientes, sus efectos se propagaron por el mundo. Coleridge quedó tan cautivado por sus ideas que viajó a Alemania en 1798, decidido a aprender el idioma y a conocer a sus héroes de Jena. «No hables nada más que en alemán. Vive solo con alemanes. Lee en alemán. Piensa en alemán», era su lema. Sin embargo, Coleridge, que vivía siempre al borde de la ruina, se quedó sin dinero antes de llegar a Jena. Aunque aprendió alemán y, equipado con su nueva lengua, tradujo más tarde la obra Wallenstein, de Schiller, y el Fausto, de Goethe, además de leer la filosofía de Fichte y quedar profundamente impresionado por las ideas de Friedrich Schelling sobre la mente y la naturaleza.[38]
Los escritos de Coleridge fueron la carta de presentación del Círculo de Jena para los lectores ingleses, pero, unos treinta años más tarde, también para los pensadores estadounidenses, como Ralph Waldo Emerson, cuya propia filosofía se impregnó de las ideas de «este admirable Schelling», como él lo llamaba. Muchos de los trascendentalistas estadounidenses, inspirados por él, se propusieron aprender alemán para poder leer también las obras del Círculo de Jena en su lengua original y acceder así a «esa filosofía poética integral, genial y extraña», como la describió Emerson. Kant, Fichte, Schelling y Hegel, insistían los trascendentalistas, eran los «grandes pensadores del mundo», tan fundamentales como Platón, Aristóteles, Descartes y Leibniz.[39]
El Círculo de Jena se propuso llegar a comprender cómo le damos sentido al mundo. Responder a preguntas del tipo: ¿quiénes somos?, ¿qué podemos saber?, ¿qué es la naturaleza?, cuestiones todas que se abordaron mediante la inmersión en el yo y su análisis. Esta autorreflexión se convirtió en un método para entender la realidad y, a su vez, en parte fundamental del día a día de los integrantes del grupo.
El proceso de investigar en sus respectivos yoes empujó a muchos de ellos a romper con las convenciones y a liberar sus Ichs de matrimonios infelices y carreras tediosas. Fueron rebeldes y se sintieron invencibles. El campo de juego de esta nueva filosofía fue su propia vida, la de cada uno. Y el relato de cómo se las arreglaron para abrirse paso, de puntillas, entre el poder del libre albedrío y el peligro de ensimismarse tiene una trascendencia universal. El Ich, para bien o para mal, ha ocupado un lugar central desde entonces. Los revolucionarios franceses cambiaron el panorama político de Europa, pero el Círculo de Jena desató una revolución mental. El acto de liberar el Ich de la camisa de fuerza de un universo organizado por la mano divina es la base de nuestro pensamiento actual. Nos otorgó el más fascinante de todos los poderes: el libre albedrío.
El núcleo de Magníficos rebeldes lo conforman las tensiones entre las asombrosas posibilidades del libre albedrío y las trampas del egoísmo. El equilibrio que los de Jena establecieron entre la visión reducida de la perspectiva individual y la creencia en el cambio para un bien mayor sigue siendo relevante hoy en día. Sus ideas arraigaron tan profundamente y con una rapidez tan inusitada en nuestra cultura y nuestro comportamiento que hemos olvidado de dónde proceden. Ya no hablamos del Ich autónomo de Fichte porque lo hemos interiorizado. Nosotros somos ese Ich. Dicho de otro modo, hoy damos por sentado que juzgamos el mundo que nos rodea a través del prisma de nuestro yo: esa es la única manera en que podemos actualmente dotar de sentido nuestro lugar en el mundo. El atrevido salto que dio el Círculo de Jena hacia el yo sigue espoleándonos, llenándonos de fuerza. Nos corresponde a nosotros decidir qué hacer con él, cómo utilizar su legado.
PRIMERA PARTE
La llegada
Ahora, por fin, hemos superado todos los obstáculos que había en nuestro camino, los hemos dejado atrás tan fluidamente como lo has hecho tú durante tanto tiempo. Y junto a los tuyos. Soy indeciblemente feliz... y este valle es ya, para mí, un amigo muy querido.
CAROLINE SCHLEGEL a LUISE GOTTER, 11 de julio de 1796
1
«UN FELIZ ACONTECIMIENTO»
Verano de 1794: Goethe y Schiller
El 20 de julio de 1794, Johann Wolfgang von Goethe se subió a la silla de montar y cabalgó desde su casa, en el centro de Weimar, hasta Jena, donde tenía previsto asistir a un encuentro sobre botánica en la recién fundada Sociedad de Historia Natural. Era un verano caluroso que pronto daría paso a un otoño espléndido: largos meses bañados por el sol que hicieron que las peras, las manzanas, los melones dulces y los albaricoques maduraran cuatro semanas antes de lo esperado, y que los viñedos produjeran una de las cosechas más abundantes del siglo.[40]
En el trayecto de veinticinco kilómetros que separaba Weimar de Jena, Goethe pasó junto a los agricultores que segaban el trigo en los campos dorados, junto a los grandes almiares que esperaban para ser almacenados en los graneros y proveer de forraje a las bestias durante los meses de invierno. Tras un par de horas de cabalgada por tierras de cultivo llanas, el paisaje empezó a cambiar. Pequeñas aldeas y caseríos se acurrucaban en suaves hondonadas poco antes de que el bosque se espesara y los campos desaparecieran. El terreno se fue haciendo cada vez más montañoso. Los acantilados de piedra caliza repletos de conchas se elevaban a la izquierda, dejando al descubierto la memoria geológica de la región, que había sido un mar interior unos doscientos cuarenta millones de años atrás. Justo antes de llegar a Jena, Goethe atravesó la escarpada colina a la que llamaban «del Caracol», por la carretera serpenteante que subía hasta su cima.[41]
Y, entonces, por fin, vio Jena a sus pies, enclavada en un amplio valle, en un recodo del río Saale, con la silueta dentada de las montañas boscosas detrás. Eran más bien colinas que montañas, pero las vistas no dejaban de ser espectaculares —y la razón por la que los estudiantes suizos de Jena llamaban cariñosamente a los alrededores de la ciudad «la pequeña Suiza».[42]
Goethe era el Zeus de los círculos literarios alemanes. Había nacido en Frankfurt, en 1749, en el seno de una familia pudiente, y había crecido rodeado de comodidades y de privilegios. Su abuelo materno fue alcalde de la ciudad y su abuelo paterno hizo fortuna como comerciante y sastre. El padre de Goethe no tuvo que trabajar, se dedicó a administrar sus bienes, a coleccionar libros y obras de arte, y a educar a sus hijos. Aunque fue un niño vivaz y brillante, Goethe no mostró ningún talento excepcional. Cuando los franceses ocuparon Frankfurt en 1759, durante la guerra de los Siete Años, y su comandante se alojó en casa de la familia, el joven Goethe aprovechó la oportunidad para aprender francés de las fuerzas de ocupación.[43]
Más tarde, estudió derecho en Leipzig, trabajó como abogado y empezó a escribir. A mediados de la década de 1770, se dio a conocer con la publicación de su novela Las penas del joven Werther, la historia de un amante desesperado que termina suicidándose. El protagonista de aquella obra de Goethe es alguien irracional, sensible y libre: «Miré dentro de mí y me encontré con un mundo entero», afirmaba Werther en un pasaje de la novela. El libro captó a la perfección la corriente sentimental de la época y se convirtió en el faro de toda una generación. Fue un gran éxito internacional de ventas, hizo furor hasta el punto de que muchos hombres, incluido Carlos Augusto, el gobernante del pequeño ducado de Sajonia-Weimar, se vestían a la manera de Werther: con chaleco y pantalones amarillos, frac azul con botones de azófar, botas de color marrón y sombrero redondo de fieltro gris. Los artesanos chinos llegaron incluso a fabricar porcelana con motivos del Werther para el mercado europeo.[44]
El libro también fue célebre porque, según se decía, provocó una oleada de suicidios; cuarenta años después de su publicación, el poeta británico Lord Byron bromeaba con Goethe al respecto: «Su protagonista ha sacado a más sujetos de este mundo que el mismísimo Napoleón».[45] Las penas del joven Werther fue la contribución más sobresaliente de Goethe al movimiento del Sturm und Drang —«tempestad y empuje»—, que situó los sentimientos en un lugar predominante, por encima del racionalismo de la Ilustración. Durante el tiempo en que estuvo vigente, un tiempo en el que se celebraron los sentimientos y las emociones en todos sus extremos, desde el amor apasionado hasta la más negra melancolía, desde los anhelos suicidas hasta el placer enloquecido, Goethe se convirtió en una superestrella literaria.
El duque Carlos Augusto, de dieciocho años, quedó tan cautivado por la novela que invitó a Goethe a vivir y trabajar en su ducado en 1775. El autor tenía veintiséis años cuando se trasladó a Weimar, y allí se presentó —vaya si sabía cómo hacer una entrada— vestido con su uniforme de Werther. Durante los primeros años, el poeta y el joven duque se dedicaron a recorrer las calles y las tabernas de la ciudad, gastando bromas a los incautos y coqueteando con las campesinas. Al duque le gustaba galopar por los campos y dormir en los graneros o acampar en el bosque. No faltaron tampoco las riñas de borrachos, las declaraciones de amor melodramáticas, los baños desnudos y las subidas nocturnas a los árboles... pero aquellos años salvajes fueron quedando atrás y Goethe acabó dándole la espalda a su etapa del Sturm und Drang.[46]
Con el tiempo, tanto el poeta como el gobernante se calmaron, y Goethe pasó a formar parte del Gobierno del ducado. El pequeño estado de Sajonia-Weimar contaba con poco más de cien mil habitantes, una cifra ínfima en comparación con los cinco millones de la cercana Prusia, o de otros estados poderosos, como Sajonia, Baviera o Wurtemberg. Con una economía mayoritariamente agraria —cereales, frutas, vino, hortalizas, además de ovejas y ganadería— en Sajonia-Weimar el comercio y la manufactura no estaban muy desarrollados. Sin embargo, la corte del ducado la conformaban dos mil cortesanos, funcionarios y soldados —una cifra desorbitada— a los que había que pagar. La propia ciudad de Weimar tenía un aire provinciano. La mayoría de sus setecientas cincuenta casas eran de una sola planta, con unas ventanas tan pequeñas que el interior resultaba lúgubre y claustrofóbico. Las calles estaban sucias y, en la plaza del mercado, solo había dos negocios de artículos que podrían considerarse de lujo: una perfumería y una tienda de tejidos.[47]
Goethe se convirtió en el confidente de Carlos Augusto y en su consejero privado. Con el tiempo, acabó haciéndose cargo del teatro real y de la reconstrucción del castillo de Weimar, en ruinas tras un incendio. Además, ocupó otros puestos administrativos y lucrativos, como el control de las minas del ducado, y colaboró estrechamente con su colega, el ministro Christian Gottlob Voigt, en el Gobierno. Trabajador diligente, Goethe nunca estuvo ocioso: «Nunca fumé tabaco, nunca jugué al ajedrez; en resumen, nunca hice nada que me hiciera perder el tiempo».[48]
En 1794, Goethe tenía cuarenta y cuatro años y ya no era el gallardo Apolo de su juventud. Había engordado tanto que sus ojos, antaño hermosos, desaparecieron en la carne de sus mejillas, y un visitante lo comparó con «una mujer en la última fase del embarazo». Su nariz era aguileña y, como los de tantos otros contemporáneos, sus dientes estaban amarillentos y torcidos. Sentía debilidad por los abrigos largos a rayas y floreados, que abotonaba a presión sobre su vientre redondo. A diferencia de la generación más joven, que solía llevar pantalones holgados a la moda, Goethe prefería los bombachos. Calzaba botas con vueltas y no salía sin su sombrero de tres picos. Su pelo estaba siempre bien arreglado y empolvado, con dos rizos engominados y peinados con esmero que le caían sobre las orejas y una larga y rígida cola de caballo. Consciente de que todo el mundo lo observaba, procuraba siempre ir bien vestido y arreglado. El duque le había otorgado un título nobiliario en 1782, ahora era Johann Wolfgang von Goethe y vivía en una gran casa en Weimar, donde a menudo intentaba —y no lograba— trabajar en medio de un flujo constante de extraños que llamaban a su puerta para embelesarse con la visión del famoso poeta. Detestaba estas interrupciones casi tanto como el ruido, en particular el traqueteo del telar de su vecino y la bolera de una taberna cercana.[49]
Goethe dio la espalda a la época del Sturm und Drang, pero su creatividad parecía haberle dado la espalda a él. Durante años no produjo nada notable y sus obras dramáticas dejaron de representarse en los grandes teatros. Durante años se centró obsesivamente en sus escritos. Más de dos décadas antes, había empezado a trabajar en su drama Fausto, pero solo llegaron a publicarse algunas escenas. Había reescrito y cambiado tantas veces su tragedia Ifigenia en Táuride —que pasó de estar escrita en prosa al verso blanco, y volvió de nuevo a la prosa, hasta su versión final en verso yámbico clásico— que la llamaba su «hijo problemático».[50] Y aunque era el director del teatro de Weimar, prefería representar obras populares de sus contemporáneos antes que las suyas propias.
La botánica era ahora su tema favorito, y el motivo de sus frecuentes viajes a Jena. Allí supervisaba la construcción de un nuevo jardín y de un instituto dedicado al estudio de las plantas. El jardín botánico de la universidad, fundado originalmente en 1548 como huerto medicinal, se había utilizado para formar nuevos médicos, pero el duque Carlos Augusto le pidió a Goethe que lo ampliara y lo trasladara a un nuevo emplazamiento, justo al norte de las antiguas murallas de la ciudad.[51] Goethe disfrutaba con cada detalle de un proyecto en el que confluían su profundo amor por la naturaleza y la belleza y el rigor científico. Aguardaba con impaciencia aquel encuentro sobre botánica en la Sociedad de Historia Natural.
Como siempre que iba a Jena, Goethe se alojó en sus habitaciones del Castillo Viejo, la que otrora había sido la casa de los gobernantes del ducado, y cuyas dependencias se encontraban, en su mayoría, en desuso. Situado alrededor de un gran patio rectangular, en el extremo nordeste de la ciudad, el castillo era un amasijo de edificios de diferentes alturas y épocas. La parte más antigua databa del siglo XIII. La mayoría de los otros edificios se añadieron en el XVII. Había también una sala de equitación de la década de 1660 y un largo y estrecho jardín, paralelo a la calle y plantado en el lugar que ocupó en su día el foso del castillo.
El 20 de julio de 1794, cuando Goethe llegó a Jena, hacía un calor sofocante, pero se dispuso a ir caminando a la reunión, organizada por el director del jardín botánico en su casa, que estaba más allá del ayuntamiento. A Goethe le encantaba dar vigorosos paseos, sin importar el tiempo que hiciera. Necesitaba aire fresco y ejercicio para contrarrestar las largas horas de trabajo. A menos que el tiempo fuera atroz, él cogía su abrigo y su sombrero de tres picos y caminaba a diario.
Cuando salió del Castillo Viejo y echó a andar en dirección al ayuntamiento, Goethe podía ver la aguja de la imponente iglesia de San Miguel. Aquel templo gótico se construyó con la misma piedra caliza que había visto él en los acantilados mientras cabalgaba. Un mosaico de casas de diferentes alturas y épocas bordeaba las calles, algunas ornamentadas con estuco, otras enmarcadas con vigas de madera oscura. La mayoría eran más altas y elegantes que las de Weimar. A diferencia del ambiente rural de Weimar, donde el ganado circulaba por los caminos embarrados de la ciudad, el aire de Jena, a pesar de su pequeño tamaño, era plenamente urbano. A partir de un pequeño arroyo se había trazado una red de canales estrechos que recorrían los angostos callejones de la ciudad y, dos veces por semana, se abrían las compuertas para limpiarlos. Jena era una ciudad compactada en un recuadro dentro de sus murallas medievales en ruinas, y Goethe podía atravesarla de una punta a otra en menos de diez minutos.[52]
Era también una ciudad bulliciosa. De día, resonaba en sus calles una algarabía de voces mezclada con el traqueteo de los carros y el ruido metálico de las herraduras. Había más de veinte panaderías y cuarenta y una carnicerías, así como sesenta y cuatro zapateros, dieciséis fabricantes de pelucas y cuatro sombrereros, entre otros muchos oficios, como encuadernadores, sastres, albañiles, joyeros, tejedores y guarnicioneros. Por la noche, sin embargo, la oscuridad era total —no había faroles— y el único ruido que se oía era el de los estudiantes borrachos o el del chapoteo de algún que otro orinal vaciado desde una ventana.[53]
Jena estaba repleta de tabernas que Goethe conocía bien. Se reunía regularmente con los profesores de la universidad y algunos de los alumnos más brillantes en su «Club de Profesores», cuya sede era la Zur Rose. Junto a la iglesia de San Miguel se encontraba Der Burgkeller, donde las dos mesas de billar estaban siempre envueltas por el humo amarillo del tabaco. El Das Geleitshaus era famoso por su falta de luz y Der Hecht, por sus gélidas temperaturas, ya que el propietario, tacaño como era, se negaba a encender el horno. En Der Fürstenkeller, los hombres jugaban ruidosas partidas de cartas. Pero abundaban también las tabernas donde Goethe vería, seguro, grupos de estudiantes sentados en los bancos de las mesas de madera, leyendo y discutiendo sobre sus clases.[54]
Aquel verano de 1794, los estudiantes hablaban sin parar de Johann Gottlieb Fichte, el nuevo y joven profesor que había llegado a Jena en mayo. El filósofo Fichte afirmaba que el yo era el supremo regidor del mundo. «La fuente de toda realidad es el yo», decía a sus alumnos, inoculándoles así la poderosa idea de autonomía y de libre albedrío. Fue Goethe quien recomendó a Fichte para un puesto en la universidad; ambos solían verse con frecuencia, pero aquel día no había tiempo para visitas.[55]
Goethe cruzó la plaza del mercado, donde hombres y mujeres se paseaban, de aquí para allá, ataviados con sus mejores galas y saludando a sus conocidos. En el centro de la plaza, había una gran fuente donde las criadas acudían para llenar sus cubos de agua. Enfrente, en el lado occidental, se encontraba el antiguo ayuntamiento, levantado en el siglo XIV, con sus arcos ojivales y sus ventanas enmarcadas en robustos muros de piedra que habían adquirido, con el tiempo, un suave color arenoso. Y, un poco más allá, en la Rathausgasse, estaban los aposentos donde iba a celebrarse la reunión. Allí apareció Goethe, saludó a sus amigos y conocidos, y se sentó a escuchar la conferencia. Y allí es donde se encontró con el vecino más célebre de Jena: Friedrich Schiller.[56]
Más de diez años antes, a principios de la década de 1780, Friedrich Schiller había saltado a la fama con Los bandidos, una obra de teatro cuyos protagonistas eran dos hermanos aristócratas, divididos entre sí por sus respectivas —y opuestas— búsquedas de poder y libertad. Schiller nació en 1759 en el ducado de Wurtemberg, y su niñez se vio ensombrecida por el despótico duque Carlos Eugenio, un gobernante que derrochaba ostentosamente su riqueza en palacios, fiestas y representaciones artísticas. La corte del duque, inspirada en el Versalles del rey francés, era fastuosa, ceremonial y absoluta. Cien mil lámparas de gas iluminaban los enormes invernaderos de los jardines, magníficos, y en la ópera cabían un millar de espectadores. Las grandes cacerías, los espectaculares fuegos artificiales, los bailes de máscaras y otros festejos devoraban enormes sumas de dinero. El duque era célebre por sus extravagancias, sus proezas sexuales y su temperamento explosivo. Vendía a sus súbditos como mercenarios, encarcelaba a escritores políticos y obligaba a los niños prometedores a matricularse en la academia militar. Y Schiller fue uno de esos niños.[57]
Su padre, entonces oficial del ejército del ducado, rogó repetidamente a Carlos Eugenio que eximiera a su hijo, con inclinaciones intelectuales, de aquella obligación, pero fue en vano. El duque exigió obediencia y la petición del padre se desestimó. Schiller fue profundamente infeliz en aquella severa institución donde se castigaba incluso la lectura del Werther de Goethe. A finales de 1780, a la edad de veintiún años, abandonó la academia y comenzó a trabajar como médico en el regimiento del duque, una profesión que detestaba. Fue en este contexto, tan oprimente, donde Schiller empezó a escribir Los bandidos.[58]
En este drama, el menor de los dos hermanos, Franz Moor, traiciona al mayor, Karl, para hacerse con su herencia. Como consecuencia de las mentiras de Franz, el padre repudia al carismático Karl, su hijo favorito, que forma entonces una banda de ladrones para luchar contra los tiranos locales. Todo acaba trágicamente: Karl se debate entre el juramento a sus amigos ladrones y su novia Amalia, y su padre —a quien Franz ha encarcelado— muere cuando se entera de que Karl es un ladrón. Franz acaba suicidándose y Amalia suplica que le den muerte si no puede estar con Karl, que se encuentra a merced de su banda de ladrones. Al final, Karl la mata y, devorado por los remordimientos, se entrega. Los bandidos es una obra radical y emotiva, que muestra cómo una buena persona puede convertirse en un delincuente a causa de una injusticia. Era una obra que respondía al espíritu revolucionario de la época. La cubierta de la segunda edición no podía ser más clara al respecto. En ella aparecía un león con la leyenda: «In Tirannos» («contra los tiranos»).
En el estreno de la obra en Mannheim, en 1782, el público lloró, gritó y zapateó, y los desconocidos cayeron en brazos unos de otros, entre sollozos y desvanecimientos. «El teatro era como un manicomio», dijo un testigo. El gran éxito de la obra propició que Schiller, de veintidós años, se hiciera famoso al instante. «Dios mío», exclamó el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge cuando leyó Los bandidos, «¿quién es este Schiller? Me ha dejado temblando como una hoja de álamo». Otros no quedaron tan encantados. El duque de Wurtemberg se indignó tanto con el contenido revolucionario de la obra que hizo arrestar a Schiller y le prohibió escribir nada más. Liberado tras una breve estancia en prisión, Schiller huyó de Wurtemberg y llevó una vida itinerante durante unos años, hasta que en 1789 aceptó un puesto mal pagado en la Universidad de Jena. Allí dio clases de historia y estética, y, aunque el dinero era escaso, por fin tuvo libertad para escribir. Goethe, sin embargo, había mantenido con él las distancias.[59]
Los dos célebres escritores estaban muy al tanto el uno del otro. Con Goethe en Weimar, a solo veinticinco kilómetros de distancia, resultaba extraño que nunca hubieran hablado. Era Goethe quien evitaba el contacto, como admitió más tarde. Durante aquellos años, se habían cruzado un par de veces, pero hablar, lo que se dice hablar, nunca lo habían hecho. Goethe podía ser encantador, amable y atento cuando quería, pero también tosco y arrogante. Si algo lo aburría o dejaba de interesarle, cambiaba de tema bruscamente. A los jóvenes poetas y admiradores los aterrorizaba tanto el «dios frío y monosilábico» que a menudo salían corriendo de la habitación para no tener que hablar con él. Christoph Martin Wieland, otro famoso poeta de Weimar, dijo de Goethe: «Es el mayor egoísta que he conocido nunca».[60]
A Goethe, es verdad, no le hacía mucha gracia Schiller, le desagradaban la tendencia revolucionaria de Los bandidos y el efecto incendiario que había causado la obra en los estudiantes y las damas de la corte de Weimar. Además, le recordaba demasiado a su melodramática etapa del Sturm und Drang. Es probable que tuviera celos, ya que el joven dramaturgo estaba en boca de todos, mientras Goethe luchaba con sus propias creaciones artísticas.[61]
Schiller, por su parte, sentía por el poeta de más edad que él una mezcla de admiración y antipatía. Admiraba el genio poético de Goethe y ansiaba desesperadamente su reconocimiento, pero también lo consideraba una persona ensimismada y vanidosa; recibir cualquier tipo de atención por parte de Goethe, decía Schiller, era como seducir a una mojigata. Schiller, diez años más joven que Goethe, en 1794 se encontraba en una posición económica y profesional muy distinta de la de aquel. Goethe era más sofisticado, más rico y tenía mucha más experiencia. Y su vida le recordaba a Schiller de un modo instintivo lo difícil que era la suya.[62]
Schiller y su esposa Charlotte tenían que vivir frugalmente: aunque Charlotte procedía de una familia aristocrática y Schiller era un famoso dramaturgo, el dinero no sobraba. El salario anual que el escritor de treinta y cuatro años cobraba de la universidad ascendía a unos exiguos doscientos táleros —aproximadamente los ingresos de un artesano especializado, como un carpintero o un ebanista— y sus escritos no le rentaban gran cosa. En conjunto, sus emolumentos —los honorarios que recibía por su obra, los que recibía de sus estudiantes, más una pequeña asignación de la familia de su esposa— ascendían a ochocientos táleros, lo suficiente para tener un techo y comida en la mesa, nada de apartamentos elegantes, muebles buenos, ropa fina u otros lujos.
A Goethe, en cambio, cuando no era más que un estudiante de dieciséis años, su padre le había asignado una paga de mil táleros. Y a estas alturas, cobraba por los numerosos cargos que ocupaba en la corte de Weimar un sueldo más que considerable, además de ser con diferencia el poeta mejor pagado del país. Si tuviera el dinero de Goethe (o una esposa rica), le dijo Schiller a un amigo en 1789, no pararía de producir dramas, tragedias y poemas y «la Universidad de Jena bien podría besarme el culo».[63]
Las varias enfermedades que padecía —fiebres, infecciones, calambres, tos, dolores de cabeza y problemas respiratorios— lo acompañarían hasta su muerte. Schiller, preocupado por si cogía un resfriado u otra infección durante los meses de invierno, se quedaba en casa durante semanas. Cada año, su estado de ánimo se hundía durante los deprimentes inviernos alemanes, en los que las largas y frías noches daban paso, durante el día, a cielos opresivos como planchas de hierro. «El invierno», decía, «es un visitante sombrío». En los últimos años, Schiller no se había sentido muy optimista. Era alto y delgado —de aspecto casi demacrado—, con el pelo largo y rojizo y la piel pálida y manchada. Una gran nariz dominaba su rostro, flanqueada por unos pómulos prominentes. Daba la impresión, desde luego, de estar tan enfermo como se sentía. Sus horarios eran erráticos, a menudo escribía por la noche, a base de ingentes cantidades de café, y dormía durante el día. En mitad de la noche, los vecinos podían ver una luz solitaria en su estudio y a Schiller paseándose de un lado a otro; cuando las ventanas estaban abiertas, incluso podían oírle leer en voz alta lo que había escrito.[64]
Desde que se trasladó a Jena, Schiller se centró en la historia y la filosofía y se alejó de las obras de teatro y de la poesía. Hacía casi seis años que no escribía nada lírico. Acababa de empezar a darle vueltas a una nueva obra, Wallenstein —ambientada en el periodo de la guerra de los Treinta Años, que había convulsionado a Europa entre 1618 y 1648—, pero le asustaba empezar a escribirla. Temía haberse quedado sin imaginación. Las investigaciones filosóficas sobre la obra de Immanuel Kant habían extirpado de algún modo su sensibilidad poética, y no se sentía ni poeta ni filósofo. «La imaginación perturba mi pensamiento abstracto», le diría más tarde a Goethe, «y la gélida razón mi poesía».[65]
Aquel caluroso día de julio de 1794, mientras Goethe y Schiller salían de la Sociedad de Historia Natural, empezaron a hablar de la conferencia. Schiller comentó que la botánica, con todas sus observaciones y clasificaciones, le parecía un «modo fragmentario de ver la naturaleza». Goethe se mostró de acuerdo y dejó claro que había una forma diferente, más holística, que concebía la naturaleza como un todo vivo a partir del cual se podían deducir las especificidades. Debían de parecer una extraña pareja, sin duda, para los viandantes que paseaban, junto a ellos, por la plaza del mercado. Schiller, el alto, delgado y de aspecto siempre enfermizo, sobresaliendo veinte centímetros por encima del orondo y rubicundo Goethe. De vez en cuando, se detenían, y se podía ver a Goethe gesticular y dibujar plantas en el aire. Cuando estuvieron frente a la casa de Schiller, en la esquina sudeste del mercado, el dramaturgo invitó a Goethe a entrar.[66]
Goethe aceptó de buen grado y, una vez dentro, tomó una pluma y dibujó una planta con unos pocos trazos para explicar cómo concebía él la botánica. Detrás de la variedad estaba la unidad, iba diciendo Goethe, ya que cada planta no era más que la variación de una forma primordial. En sus observaciones, había llegado a la conclusión de que esta forma básica de la planta, a partir de la cual se desarrollaban todas las demás: los pétalos, el cáliz, las raíces, etcétera, era la hoja. «De principio a fin, la planta no es más que hoja», escribió en su diario tras una visita al jardín botánico de Padua durante su viaje por Italia unos años antes. Pero aquel pensamiento era erróneo, objetó Schiller tras escucharlo atentamente. Aquello no era una observación empírica, sino «una idea».[67]
Con este simple comentario, Schiller sintetizó las diferencias de pensamiento que los separaban y su discrepancia fundamental acerca de cómo dar sentido al mundo. Goethe se describió a sí mismo como un realista convencido, alguien que adquiría sus conocimientos a través de la observación de la naturaleza. Schiller, en cambio, se definía como «idealista»; inspirado por su profunda inmersión en la filosofía de Kant, creía que nuestro conocimiento de lo que llamamos realidad lo aprehendíamos a través de las categorías de nuestra mente, tales como el tiempo, el espacio y la causalidad. Goethe, por su parte, insistía en que su conclusión era fruto de observar las plantas, en que su enfoque era empírico y científico, mientras que Schiller afirmaba que la «idea» de hoja ya existía en la mente de Goethe, quien «saca demasiadas cosas del mundo de los sentidos», le había dicho Schiller a un amigo, «mientras que yo las saco del alma».[68]
El debate fue acalorado, pero también inspirador, y ambos estuvieron de acuerdo en que ninguno de los dos había conseguido salirse con la suya. La competición entre realismo e idealismo, entre objeto y sujeto, dijo Goethe más tarde, fue la base sobre la que sellaron su conexión. También admitió que no había disfrutado tanto, que no había sentido tanto «placer intelectual» en mucho tiempo. Ese día marcó el inicio de la amistad literaria más fructífera de la época.[69]
En aquel momento, los dos se debatían con sus respectivas escrituras, pero a lo largo de la década siguiente, ambos se espolearían mutuamente para crear algunas de sus mejores obras. Colaboraron mano a mano, desafiándose y corrigiéndose el uno al otro. El hecho de que tuvieran temperamentos tan opuestos no hacía más que estimular su creatividad. Tal como recordó más tarde Schiller: «Cada uno era capaz de dar al otro algo que a este le faltaba, y recibir de él algo a cambio». El encuentro con Goethe, dijo también a un amigo años después, fue «el acontecimiento más beneficioso de toda mi vida».[70]
En cuanto a Goethe, Schiller le había otorgado, tal como admitiría después, «una segunda juventud». A principios de 1794, Goethe se había comprometido consigo mismo a «encontrar algo a lo que aferrarse» para que su situación creativa cambiase, y ese algo resultó ser Schiller. Había permanecido en barbecho durante demasiado tiempo, y aquel encuentro fue como una nueva primavera —según dijo— con brotes verdes apareciendo por todas partes. Durante los dos años anteriores, Goethe se había sentido apesadumbrado e improductivo. En la primavera de 1792, Francia declaró la guerra a Prusia y Austria, y la brutalidad de las ejecuciones en masa durante el reinado del Terror de Robespierre, al año siguiente, escandalizó incluso a aquellos que acogieron con satisfacción el levantamiento de 1789. Para muchos, los ideales de la Revolución francesa —libertad, igualdad y fraternidad— se habían empapado de sangre. Goethe estaba cada vez más desilusionado. ¿Cómo iba a concentrarse en su trabajo o a disfrutar de la vida con los informes semanales sobre las «atrocidades de Robespierre»?[71]
A diferencia de muchos otros poetas y pensadores, Goethe no abrazó la Revolución francesa. Él se inclinaba más por la evolución que por la revolución —su credo político era un reflejo de sus ideas científicas—. En aquella época, había dos corrientes de pensamiento sobre la formación de la Tierra: los llamados vulcanistas, que sostenían que todo se había originado a través de sucesos catastróficos, como erupciones volcánicas y terremotos; y, en el bando contrario, los neptunistas, según los cuales el agua y la sedimentación fueron las fuerzas principales que configuraron las montañas, los minerales y la tierra, a través de un lento proceso geológico. Goethe era neptunista, y así es como concebía el cambio social. Creía en las reformas lentas, no en los levantamientos volátiles.[72]
Además, conocía la guerra de primera mano. El verano anterior, el de 1793, cuando Caroline Böhmer fue encarcelada en la fortaleza de Königstein, Goethe acompañó al duque Carlos Augusto a Maguncia, la ciudad que fue el hogar de Johannes Gutenberg en el siglo XV. El ejército del duque había ayudado a los prusianos a luchar contra los franceses y a devolver la ciudad a manos alemanas. En su papel de confidente y miembro del consejo privado de Carlos Augusto no fue esta la primera campaña militar de Goethe, pero él detestaba este aspecto de sus funciones. Mientras los soldados alemanes bombardeaban a los ocupantes franceses, Goethe se quedó en su tienda, tratando de ignorar los disparos y de concentrarse en el trabajo, con su escritorio portátil sepultado por papeles. Estudió óptica, editó un poema largo y escribió cartas a Jena para informarse de los progresos del jardín botánico. Ojalá pudiera invertir en plantas e invernaderos el dinero malgastado en cañones, se lamentaba. En momentos como este, escribió desde el campo de batalla, tener «cosas en las que ocupar el pensamiento» era más importante que nunca: necesitaba la distracción de las ideas.[73]
El bombardeo fue implacable y duró toda la noche. Por la mañana, cuando el sol se alzó tras la silueta de Maguncia, marcada por las torres de iglesias quebradas y los tejados derruidos, Goethe vio a los heridos y a los muertos esparcidos por el campo de batalla. La catedral estaba en llamas, junto con su biblioteca repleta de valiosos manuscritos y documentos, al igual que las iglesias, los palacios, el teatro y muchos otros edificios. Mientras la ciudad ardía, «sentí que mi mente se paralizaba», dijo Goethe. Ahí estaba, en una de las zonas más bellas de Alemania, contemplando únicamente «miseria y destrucción».[74]
Cuando regresó a casa, se encerró en sí mismo. Mientras los ejércitos marchaban por Europa, él se dedicó de lleno a sus estudios científicos. La ciencia se convirtió para él en una «tabla de salvación en medio de un naufragio». Supervisó la construcción del jardín botánico de Jena y experimentó tan intensamente con la óptica que a veces olvidaba su propósito original. Mientras el invierno de 1793 daba paso lentamente a la primavera de 1794, observó cómo las primeras flores desplegaban sus pétalos en el jardín botánico, al tiempo que se implicaba en todos los detalles, desde la vivienda del jardinero hasta la decisión sobre el sistema de clasificación de las plantas que se iba a utilizar. Supervisó la instalación de nuevos sistemas de riego e invernaderos, así como el nombramiento del nuevo director del jardín e incluso el abono de los parterres. La botánica lo distraía del caos del mundo, y esta era la razón por la que se había unido a la Sociedad de Historia Natural de Jena.[75]
Unas semanas después de conocerse en Jena, Goethe invitó a Schiller a quedarse en su casa de Weimar durante quince días. «Ven a visitarme», le escribió a principios de septiembre; la corte iba a estar fuera, en otro castillo, nadie los molestaría. Podrían hablar, seguir con sus debates, y Goethe mostraría a Schiller sus colecciones de libros, arte y objetos de historia natural. Este estaba encantado, pero advirtió al poeta de más edad que era un huésped difícil —un inválido, casi, que sufría de dolor crónico en el pecho y calambres estomacales, además de insomnio—. Goethe, a su vez, le advirtió que él mismo andaba inmerso en «la oscuridad y la duda», y que se sentía incapaz de controlarlo. El plan salió adelante, a pesar de todo, y Schiller llegó el 14 de septiembre de 1794.[76]
Goethe vivía en el centro de Weimar, en una gran casa que el duque le había regalado dos años antes. Una amplia escalera instalada por él mismo conducía a las habitaciones, elegantemente amuebladas, de la parte delantera de la vivienda. El saludo italiano «SALVE» —«estate bien»—, escrito en grandes letras mayúsculas negras en el umbral de madera, daba la bienvenida a los visitantes. Por todas partes había esculturas italianas sobre pedestales y las paredes estaban decoradas con los mejores dibujos, grabados y pinturas. Los espejos reflejaban arte, las valiosas alfombras amortiguaban los pasos de los zapatos de tacón y las altas ventanas daban a la calle y a la plaza que había frente a la casa. Los invitados podían sentarse en sillones tapizados en seda a rayas verdes y blancas y tomar el té en delicadas mesas de caoba.[77]
En la parte trasera, en la planta baja de la casa, había un conjunto de habitaciones más sencillas que Goethe había amueblado recientemente. Aquí, con vistas a un gran jardín, estaba su estudio. A diferencia de las habitaciones delanteras, el mobiliario era sobrio y funcional. En las paredes había estanterías sencillas y grandes armarios con cajones que contenían la colección de historia natural de Goethe —incluida la de rocas, que llegaría a contar con dieciocho mil ejemplares—; había atriles y mesas pequeñas y, en el centro de la estancia, un gran escritorio para escribir y leer. No había ni un sofá, ni un sillón, solo simples sillas de madera. Los muebles cómodos, explicó Goethe, «me impiden pensar y me sumen en un estado de placidez pasiva».[78]
Durante catorce días, Schiller y Goethe trabajaron, hablaron, comieron juntos y discutieron. A menudo se sentaban en el gran jardín, caldeado por el sol del inusualmente cálido mes de septiembre de aquel año. Se vieron con poca gente, preferían la compañía mutua. Compartieron sin reservas sus ideas, creencias, métodos y teorías, y se mostraron igualmente abiertos en lo concerniente a sus dificultades y proyectos estancados. Schiller se sintió tan cómodo que incluso durmió bien, y Goethe escribió a un amigo que su visitante había inyectado vida a sus «indolentes pensamientos». Goethe expuso sus hallazgos de historia natural y escuchó las ideas de Schiller sobre cómo la belleza y la educación estética creaban una libertad más poderosa que cualquier revolución política. Conversaron sobre los estudios ópticos de Goethe y les dieron vueltas a nuevas tragedias y dramas. Goethe recitó incluso sus Elegías romanas, una serie de poemas eróticos que había escrito tras un viaje de dos años a Italia a finales de la década de 1780.[79]
En los poemas, el protagonista masculino describe cómo se enamora en Roma.
Pero amor por las noches me tiene de otro modo ocupado;
y aunque así solo a medias me ilustro, soy feliz doblemente.
¿Y no aprendo acaso a la vez que atisbo las formas
del seno gracioso, y mi mano por las caderas se mueve?
Solo entonces comprendo los mármoles; pues pienso y comparo,
veo con ojos que sienten, siento con mano que ve.[80]
Unos versos más abajo, prosigue Goethe:
He compuesto a menudo también en sus brazos poemas
y han contado con mimo en su espalda latinos hexámetros
de mi mano los dedos. Respira en su dulce sueño ella
y su aliento penetra en lo hondo de mi pecho y lo inspira.
Las Elegías romanas encarnan las creencias filosóficas de Goethe, su afán de aunar los sentidos y la mente, el sentimiento y la observación. En sus versos se funden de forma evocadora el amor y el sexo con los estudios académicos de la Antigüedad. Durante los años transcurridos desde sus viajes a Italia, Goethe no dejó de añadir versos y los guardó todos en una carpeta bajo el título de «Erótica». De vez en cuando les leyó algunos a amigos cercanos, que le aconsejaron que no los publicara por ser demasiado lascivos. A Schiller le encantaron, y le escribió a su esposa Charlotte —«Lolo», como la llamaba familiarmente— que eran, «sin duda, atrevidos, y no muy apropiados, pero es de lo mejor que ha hecho».[81]
Los poemas eran también una declaración de amor de Goethe a su amante, Christiane Vulpius. La alta sociedad de Weimar se escandalizó cuando, a su regreso de Italia, el poeta tomó como amante a una costurera que trabajaba en una modesta fábrica de flores artificiales. Poco más de un año después, en diciembre de 1789, dio a luz a su hijo August. A diferencia de otros, que instalaban a sus amantes e hijos ilegítimos en una casa aparte o les asignaban una pensión y los casaban con alguien más adecuado, Goethe se llevó a Christiane y a su hijo a vivir con él.[82]
Vivieron felizmente juntos, sin casarse. A pesar del escándalo, el duque Carlos Augusto se lo tomó con apertura de miras e incluso aceptó ser el padrino del pequeño August. Los rumores, con todo, no cesaron de correr. La gente se preguntaba cómo el célebre Goethe había podido caer tan bajo. Muchos habrían suscrito, sin duda, las palabras del poeta Christoph Martin Wieland, que describió a Christiane como «un cerdo con un collar de perlas».[83]
Durante la visita de Schiller, Christiane y August, de cuatro años, permanecieron prácticamente invisibles en la parte trasera de la gran casa. Como muchos otros, Schiller no podía entender en qué consistía el encanto de Christiane y había cotilleado también sobre la relación, pero, de momento, aceptó los arreglos domésticos de Goethe. El delito de este no era tanto la relación en sí misma como el hecho de vivir con una mujer de una posición social tan palmariamente inferior a la de él. Si Christiane hubiera pertenecido a la alta sociedad de Weimar, a nadie le habría importado. El propio Schiller no era ajeno a las complejidades románticas. Aunque su matrimonio con su esposa Charlotte fuese feliz y convencional, antes de que se celebrara el filósofo se había dedicado a cortejar a la vez, de forma un tanto indelicada, a Charlotte y a la hermana de esta.[84]
Durante más de un año, Schiller se debatió con la duda de no saber a cuál de las dos hermanas amaba realmente: si a la tranquila, reservada y casi remilgada Charlotte, o a Caroline, su hermana mayor, culta, vivaz e infelizmente casada. En sus cartas flirteaba tanto y se mostraba tan ambiguo que Caroline finalmente le rogó que se decidiera de una vez y pusiera fin a aquel anómalo ménage à trois. Pero incluso después de comprometerse con Charlotte, Schiller no dejó de escribir cartas llenas de anhelo por ambas hermanas. Con todo, esto resultaba más aceptable que la relación abierta de Goethe con la inculta Christiane, porque Charlotte Schiller —entonces Charlotte von Lengefeld— y su hermana procedían de una familia aristocrática estrechamente relacionada con la corte de Weimar.[85]
A Goethe no le importaban las habladurías de la gente, ni que sus obras no significaran nada para Christiane. Ella amaba el teatro, el baile y la ropa bonita, y «gobernaba la casa con eficacia», solía decir él, haciendo que su vida doméstica transcurriera sin sobresaltos que pudieran distraerle. Ella le aportaba solidez, cimientos, además de la comida que le gustaba, amor y sexo y, lo más importante, le dejaba trabajar siempre que lo deseaba. Era alegre y práctica. «Lo que tú haces es fácil», le dijo en una ocasión a él a principios de verano, tras inspeccionar el huerto, porque «una vez que lo haces, dura para siempre»; para ella era distinto: los caracoles acababan de devorar todo lo que había sembrado.[86]
La madre de Goethe era una de las pocas personas que se daba cuenta de cuán feliz hacía la humilde Christiane a su hijo, y se refería a ella como «tu querida compañera de cama». Frau Goethe se alegraba de que su hijo no se viera atrapado en un matrimonio terrible. Que aquello era amor puede apreciarse con claridad en los dibujos que Goethe hacía de Christiane. En ellos la retrata con ternura, dormida, con los gruesos rizos de su cabello castaño enmarcando su cara redonda y rolliza. No era lo que se dice bella, pero sí sensual y voluptuosa. Para él, era su «pequeña mía», su «querido ángel» y su «niña», y él, para ella, su «dulce cielo».[87]
Aunque la amaba, Goethe empezó a pasar cada vez más tiempo en Jena. Allí, alejado de sus obligaciones en la corte de Weimar y del flujo de visitantes, se sentía rejuvenecido. En lugar de tener que cenar con el duque, comía con Schiller y sus otros amigos. En Jena se sentía ligero y tan vigorizado que pronto entró en una de las fases más productivas de su vida. Trabajó en obras de teatro, poesía y escritos científicos, además de retomar su novela inacabada Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, que había abandonado muchos años antes. «La leña recogida y puesta en la chimenea hace ya tanto tiempo empieza a arder por fin», le dijo a Schiller, que leyó, comentó y editó cada página. Publicada en ocho partes, la novela describe el viaje de autodescubrimiento del protagonista epónimo, que escapa de su destino como hombre de negocios para perseguir su sueño de convertirse en actor. Fue la primera novela de formación, o Bildungsroman, que se publicó.[88]
Las dependencias de Goethe en el Castillo Viejo estaban a un paso del apartamento de Schiller en la plaza del mercado de Jena. A Christiane le decía por carta que allí podía escribir, «porque la tranquilidad del castillo es muy buena para pensar y trabajar». Pasaba las primeras horas de la mañana en su cama, apoyado en almohadas y envuelto en mantas para resguardarse del frío, mientras dictaba a su asistente. La única distracción era el constante y molesto ladrido de un perro del vecindario.[89] Alrededor de las cuatro de la tarde, Goethe recorría las pocas manzanas que le separaban del apartamento de Schiller. Si su amigo seguía trabajando en su estudio, él esperaba pacientemente en el salón y leía o dibujaba. A veces, Karl, el pequeño y revoltoso hijo de Schiller, entraba corriendo y Goethe, que adoraba a los niños, jugaba con él.[90]
Cuando Schiller salía de su estudio —con su larga melena despeinada, calzando unas viejas pantuflas amarillas y, a veces, todavía en bata debido a sus erráticos patrones de sueño—, se quedaban hablando hasta bien entrada la noche. La mesa del salón de Schiller estaba repleta de libros, notas y escritos, pero también de vino y té. Se leían mutuamente sus cosas, discutían y hacían anotaciones en los manuscritos. De vez en cuando, Schiller salía de la habitación para buscar sus medicinas contra sus calambres y sus dolores de cabeza. No podía quedarse quieto y no paraba de pasearse por la estancia. Los amigos comentaban a menudo lo tenso que estaba siempre Schiller, cómo su mente «tiranizaba al cuerpo».[91]
La casa de Schiller pronto se convirtió en el segundo hogar de Goethe y, aunque echaba de menos a Christiane y a su hijo August, se marchaba de Jena a regañadientes. Cuando los dos amigos no se veían, se escribían cartas que viajaban entre Jena y Weimar varias veces a la semana. Como el servicio postal era tan poco fiable, a menudo recurrían a una criada para entregarlas. En ellas criticaban y editaban mutuamente sus obras, y se enviaban sugerencias para mejorarlas y modificarlas, desde comentarios generales hasta consejos editoriales tan precisos como «yo añadiría otro verso después del verso catorce».[92]
Se retaban el uno al otro, cotilleaban sobre amigos y enemigos, y pasaban revista al mundo literario, pero también al ti