Prólogo
Lo menos presuntuoso, para publicar esta despreocupada miscelánea, sería que yo esperara a estar muerto. Desde luego, tiene algo de risible la tarea del literato, armado de lápiz rojo, que relee sus cuadernos, para anticipar, siquiera en parte, las operaciones de la posteridad y de la gloria. Lo imaginamos con una sonrisa en la cara, como un padre satisfecho de sus hijos, ¿quién duda de que los elegiría a todos?; pero cabe preguntar si nuestra modestia, tan temerosa de malentendidos y de calumnias, no es una falsa modestia; por de pronto, está demasiado interesada en el autor; lo importante es el lector y el libro.
Yo sé de un lector —no lo creo único, porque abundan los indolentes y los cansados— que se pasaría la vida leyendo libros de este género. Por lo demás, ¿no dijo el doctor Johnson que para ser leído en un tiempo lejano habría que escribir fragmentos? He aquí sus palabras: Tal vez un día el hombre, cansado de preparar, de vincular, de explicar, llegue a escribir sólo aforísticamente. Si esperamos a entretejer lo anecdótico en un sistema, la tarea puede ser larga y dar menos fruto. Evidentemente, hay que ser harto ambicioso para suponer que nuestras dilatadas narraciones (y otras obras sistemáticas) serán favorecidas por espontáneos lectores del futuro; no quedaremos como un caso aislado, sino como otros ejemplos de alguna escuela: más o menos conscientemente habremos jugado al triángulo francés, a la desmayada sorpresa policial o a la desmayada sorpresa fantástica. Muchos lectores prefieren Boswell y las Vidas de los poetas a Rasselas; muy pocos, los libros de Leibnitz a sus argumentos.
En cuanto a los relatos incluidos en el volumen, que alguna vez pensé titular Temas y aventuras, diré tan sólo que son historias de amor. El elemento sobrenatural, preponderante en mis narraciones previas, en la presente colección apenas determina un desenlace; pero basta de hablar de este librito. Por si me tomé ridículamente en serio, doy la palabra al Prólogo, personaje que en el teatro antiguo aparecía con túnica blanca y con un ramillete de olivos, para alentar al impaciente lector, para invitarlo a que pase directamente a maravillarse con las aventuras de un don Juan criollo en las márgenes del Mediterráneo, de una muchacha casada, Mildred, que descubrió el amor en Interlaken y en Roma, y para que, luego de cada serie de brevedades o fragmentos, prosiga con las otras aventuras, con las económicamente denominadas Todos los hombres son iguales y Todas las mujeres son iguales, con la de Reverdecer, de intención filosófica, con la erudita de Casanova secreto, con la historia de las Moscas y arañas, que de un modo horrible tiene un final feliz, y con aquella otra, acaso la más patética, de lo que aconteció en las sierras de Córdoba a un enamorado casto y fiel.
A. B. C.
Libro primero
Encrucijada
Por la ventana llega el rumor del agua, casi inmóvil, y veo, delicadamente desdibujada, la ribera opuesta, verdosa o azul en la tarde, con las primeras luces titilando en el camino que va a Niza y a Italia. Diríase que no hay límites para la paz de este golfo de Saint-Tropez, pero aquí estoy yo, sin embargo, procurando componer las frases, para reprimir un poco la angustia. Me repito que al término de la narración he de encontrar la salida de esta maraña. Lo malo es que mi maraña se compone únicamente de vacío y descampado, y no sé cómo uno puede salir cuando ya está fuera.
Nos instalamos en el Aïoli, el otro domingo. Amalia, en seguida, quedó embelesada con los muebles y con los cuadros del hotel. Yo le porfío que en materia hotelera sólo cuentan las comodidades, pero debo reconocer que en este aspecto nuestro alojamiento no envidia a ninguno. Muy pronto nos vinculamos a un interesante grupo internacional, integrado por Mme. Verniaz, la mecenas de Ginebra, que no se cansa de agasajar en París a los poetas; sus protegidos, Clarence y Clark, famosos tenistas australianos, a quienes la crítica augura, si perseveran en el juego en pareja (lo que yo tengo por probable), el campeonato mundial de dobles; Bárbara, llamada por los ingleses Aussie y por los franceses Aussi, una muchacha de Arkansas, una estatua, habría que decir —sin otro defecto que el de estar noche y día al pie de los australianos—, más alta que yo, con el pelo negro, con los ojos celestes y con la piel mejor tostada que he visto; el doctor Cesare Vittorini, hombre joven, pero de lo más apagado, aunque me aseguran que es una celebridad en no sé qué sanatorio de Florencia; y algún otro personaje, no menos pintoresco para quien lo trata. De mañana el grupo se reúne en una playa de verdadera arena, próxima a Sainte-Maxime; a la tarde nos dedicamos al tenis, como jugadores los unos, como espectadores los otros, en el pinar de Beauvallon y a la noche recorremos los casinos o llegamos a Super-Cannes, donde suelen tocar A media luz, Garufa, Adiós, muchachos y, cuando ando con suerte, Don Juan. Ni qué decir que ofrezco a los compañeros lecciones de tango con corte. En toda la zona abundan los fruits de mer, la bouillabaisse, la quiche varoise, la becasina flambée y el vinito de Gassin; de modo que yo no me quejo.
En cuanto a mi amiga, declaro que nunca estuvo tan linda, ni tan alegre, ni tan dulce. Esto no tendría nada de extraordinario si la pobre durmiera bien; pero el aire de mar, aunque el de aquí no es el de Mar del Plata, la desvela y noche a noche toma pastillas. Los muchachos del Richmond me habían asegurado: «Hay que viajar solo. Si cargas con mujer, acabas loco y aborreciéndola». Que haya ventajas en viajar solo, no lo niego; pero a lo largo del itinerario —y no es poco lo recorrido antes de llegar a Saint-Tropez— nunca tuve ganas de librarme de Amalia. El mérito, sin duda, le corresponde a ella. ¿Por qué negarlo? Yo la miro con orgullo patriótico. Se habla de la República Argentina, más conocida en estos parajes por Sudamérica, y lo que realmente espera el extranjero es que Amalia y yo seamos un par de negros. Quedan boquiabiertos cuando la ven, con ese aire de inglesita fina (que a mi lado se acentúa, por contraste), blanca, rosada, con el pelo de oro y los ojos azules.
Ayer de mañana, en la playa, nos encontramos con el cuadro habitual: Clarence y Clark, alejándose por las aguas en pédalo; Mme. Verniaz, proponiendo a los rayos solares la plenitud del cuerpo; el doctor Vittorini, absorto en algún árido opúsculo. Desde luego, para quien tiene ojos, cada día trae su novedad. La de ayer consistió en que Bárbara no escoltaba, siquiera a la distancia, a la pareja australiana, sino que se paseaba ansiosamente por la ribera, con algo de leona joven. Tenía que ir a Sainte-Maxime antes de mediodía —explicaba a quien la oyera—, antes de que cerraran las tiendas, para buscar unas raquetas que ella había dejado para encordar y que sus amigos necesitaban a la tarde, para un importante partido de entrenamiento. Como hacía calor, mientras yo oía esta cháchara, mi atención pregustaba con delicia la inminente frescura del mar. Vittorini cerró el libro y me preguntó:
—¿No comprende que la muchacha está desesperada por que la lleven? Usted, que tiene coche, hágase ver.
Antes de que yo encontrara respuesta, Bárbara me tomó de las manos y exclamó:
—Gracias, gracias.
Amalia fue la única en defenderme:
—No sean malos —dijo—. Al pobre no le gusta perder un baño.
—¿Y su Alfa Romeo? —pregunté a Vittorini.
—Prometo que mañana estará a disposición de quien lo requiera —contestó, con irritante solemnidad—. Hoy, los mejores mecánicos de la zona lo ponen a punto, lo afinan. Un motor nervioso, usted sabe, tiene exigencias.
Como en la hora de la derrota es inútil andar con rodeos, subí los pantalones, bajé el pullover y dije, con la satisfacción de colocar un epigrama:
—Après vous.
La verdad es que esta gente no sabe que para el criollo una frase en otro idioma siempre tiene algo de cómico. Para juntar fuerzas olí el pañuelo, empapado en agua de Colonia, y seguí a la muchacha hasta los pinos, a cuya sombra habíamos dejado el Renault. ¿Recuerdan el lugar? Es tan hermoso que infaliblemente serena el ánimo de quien lo mira. Yo no lo miré. En el breve trayecto manejé de manera automática y, en cuanto a Bárbara, la atendí apenas. Crispado, tenso, pensaba que si Amalia y yo partíamos en la fecha fijada, no cumpliríamos con los veintiún baños que prescribe la hidroterapia.
Ocurrió lo que debía ocurrir. En Sainte-Maxime nos encontramos con que la casa de las raquetas había cerrado y cuando llegamos de vuelta a nuestro punto de partida, Bárbara declaró:
—Yo no bajo. Con las manos vacías no me presento ante Clarence y Clark. No tengo valor. No bajo.
Esta actitud, minutos antes, me hubiera indignado; pero no hay duda de que en un lapso muy corto se operó en mi ánimo un cambio radical. Yo explicaría el fenómeno por los tamaños relativos del Renault y de Bárbara. Los Renault que uno alquila para viajar por Europa corresponden al modelo pequeño. Créanme, adentro de ese cuartito —nuestro automóvil— la muchacha resultaba inmensa e inmediata. Para que Amalia y los amigos no nos vieran desde la playa y pensaran quién sabe qué, puse de nuevo en marcha el automóvil, volví al camino y, poco después, distraídamente, enfilé por uno lateral, que se internaba en el arrière-pays. Por un rato bastante largo guardamos un silencio notable. Nada mejor puede uno hacer en medio de esa belleza tan delicada y tranquila.
No he de hallarme del todo libre del snobismo del individuo que por haber pasado una temporadita en un lugar, se cree gran conocedor y señala matices meritorios; pero habla mi corazón cuando afirmo que a la variada y espectacular perfección de la costa, con las rocas que recortan la intensidad de sus rojos contra el azul del cielo y bajo el azul del mar, prefiero la quietud bucólica de estos valles con olor a pasto, de estos caminos empinados, de estos pueblitos viejos y humildes, que ahí nomás, del otro lado de un recodo, están enclavados en el fin del mundo.
—Me muero por hacer una proposición deshonesta —dije en la pendiente de Grimaud.
—Ten cuidado —contestó Bárbara— porque voy a aceptarla.
Detuve el coche y, como en las películas, caímos uno en brazos del otro. No caímos también en el fondo del barranco, porque empuñé a tiempo la palanca del freno. En Grimaud —uno de los famosos villages perchés— luego de contemplar el panorama de sierras, valles y mar, bajamos en el Belvédère. Pregunté a la patrona si podía alquilarnos un cuarto.
—Eso no es difícil —respondió.
Llamó a una muchacha, le entregó una llave, le dijo:
—Denise, el once para el señor y la señora.
Seguimos a Denise por una escalera, por un corredor, hasta la puerta del once. La muchacha la abrió, encendió la luz y lo primero que vi fue el deslumbrado rostro de Bárbara. En verdad, no esperaba uno encontrar, dentro de las cuatro paredes de un hotelito de aldea, ese dormitorio admirable. Cubrían el balcón unas cortinas de seda rosada, y el empapelado, de tono gris, tenía escenas que recordaban a Fragonard y a Watteau. En algún momento, Bárbara apagó la luz y en otro abrió las cortinas; en el intervalo de penumbra enfrenté los botones del vestido; no los conté, pero afirmo que había más de veinte. Esos botones impusieron un alto, que me permitió valorar mi suerte. Después, todo pasó como un sueño. La moraleja del episodio es que las vírgenes y los mejores premios de la fortuna se nos dan gratuitamente y que tal vez para restablecer el equilibrio de la justicia resbalan como el agua entre las manos. Yo flotaba aún, mirando el techo, por íntimas lejanías, cuando Bárbara habló:
—Tengo hambre —dijo—. Vamos a almorzar. Hasta las dos no abren y yo no me presento, sin raquetas, ante Clarence y Clark.
Confieso que el tema de las raquetas me halló menos dispuesto a la credulidad que en ocasiones anteriores. Pensé en Amalia; me dije que yo no debía esperar que las mujeres velaran por su dicha; eso me tocaba a mí. También pensé que el impedir que se completaran y llegaran a su natural perfección los momentos felices de la vida era un error, de modo que apreté el timbre y ordené a Denise el almuerzo, que un rato después, en un jardín pequeño y muy florido, comimos alegremente.
A las dos y media pasadas recogimos las raquetas. En el trayecto de vuelta, Bárbara me dijo:
—A ver, mírame.
Sacó el pañuelo de mi bolsillo y me limpió los labios.
—Ahora ¿qué hago? —preguntó, mostrando las manchas rojas del pañuelo.
—Lo tiras —contesté.
Con expresión tensa, Bárbara lo olió, hundiendo la cara en él; al cruzar un puente, lo arrojó. Me excuso por relatar pormenores como éstos; indudablemente, son un poco ridículos, pero quedan en la memoria de un hombre y cuando reconoce que a pesar de todo en la vida hubo dulzuras y que vivirla valió la pena, ténganlo por seguro, está pensando en ellos. Dejé a Bárbara en la casa de Mme. Verniaz, en la misma playa de Beauvallon; vale decir que antes de llegar a mi hotel tuve que rodear el golfo. En el trayecto desperté a las responsabilidades. El primer amor, me dije, es cosa grave para una muchacha; mañana mismo la llevaré aparte y, con palabra atinada, pero firme, le anunciaré que no la quiero. Me invadió entonces una auténtica melancolía, atenuada por la satisfacción de prever mi conducta abnegada y varonil. Suspirando, llegué a la conclusión de que debemos tratar consideradamente a las mujeres, porque son tan frágiles como respetables.
El recibimiento de Amalia me sorprendió de manera ingrata. Hasta entonces mi día había sido casi perfecto y, no lo niego, me dolió que la persona más allegada mostrara esa falta absoluta de simpatía. Aquello fue un balde de agua.
—Qué desconsideración —exclamó Amalia—. Te esperé hasta no sé qué horas. Pensé que habrías tenido un accidente. Menos mal que Vittorini me acompañó; si no, tengo que dejar las cosas. Cargados como dos mulas nos arrastramos hasta el camino. Ahí hubo que esperar el ómnibus. No te digo lo que esperamos, al rayo del sol. Cuando llegamos al hotel, no querían servirnos. ¿Cómo iban a servir el almuerzo a la hora del té? Qué desconsideración la tuya.
Etcétera.
Ustedes lo saben: yo estaba dispuesto a sacrificar a Bárbara, a cerrar los ojos al resplandor de su generosa juventud, a volver a Amalia con naturalidad, como quien retoma el destino, a exprimir la imaginación hasta inventar una sarta de contratiempos que justificaran, bien o mal, la demora. Traía la firme resolución de mentir, pero mis intenciones, por inmejorables que fueran, se estrellaron contra aquel recibimiento —¿cómo diré?— refractario. El sacudón debió de cambiar algo dentro de mi cerebro, porque vi el problema bajo una nueva luz. ¿Por qué nunca hacer lo que uno siente?, me pregunté. ¿Por qué vivir en la mentira? Abrí la boca y la hallé tan seca que volví a cerrarla, como si me faltara el coraje. Amalia lanzó otras andanadas de reproches. Recordé a Bárbara. El detalle físico, me dije, carece tal vez de importancia, pero la manera ¡qué elegante y qué espléndida! ¡Bárbara no tuvo una duda, no se hizo valer, no puso condiciones! Me quiere la mejor muchacha del mundo y le vuelvo la espalda. ¿Por qué? Por la pereza de provocar un momento desagradable.
Amalia no compartía esa pereza. Para no ser menos, me erguí noblemente y, en tono tranquilo, articulando las palabras con nitidez, repliqué a su lluvia de exabruptos:
—Te aseguro que no me demoré un minuto más de lo que tardamos Bárbara y yo en descubrir que nos queremos.
Ya estaba dicho.
—No entiendo —declaró Amalia, con ingenuidad.
Repetí la frase.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—Sí —contesté.
Entré en el baño, para lavarme los dientes. Cuando volví al dormitorio, Amalia estaba echada en el suelo, boca abajo. A su lado vi el tubo del somnífero. Lo levanté. No quedaba una sola pastilla. Inmediatamente perdí la cabeza. Tomé a Amalia por los hombros, la sacudí, le grité que no me hiciera eso. La llamé por un sobrenombre que sólo empleo cuando nadie nos oye. Le pregunté cómo pudo creer que una chiquilla, como Bárbara, iba a reemplazarla en mi afecto, si ella era toda mi vida, estaba en todos mis recuerdos. Corrí al baño, llené el vaso, le eché agua en la cara. Abrí la puerta, para gritar por los co