Cuentos escogidos

Joseph Conrad

Fragmento

cap-2

Prólogo

Un cuentista global

Joseph Conrad nunca escribió un cuento sencillo, al menos si por eso entendemos una narración de pocas páginas centrada en una anécdota, con un nudo rápido y un golpe de efecto al final. Todos sus relatos son lentos y exploratorios, y responden a indagaciones estéticas, morales o incluso metafísicas que exceden la simple articulación de una trama. Ford Madox Ford, amigo y colaborador del escritor, afirmaba que para Conrad lo esencial era «justificar» lo que contaba. Una historia, desde esta perspectiva, debía «transmitir una sensación de inevitabilidad»; lo ocurrido tenía que parecer «lo único que habría podido ocurrir». A fin de presentar cualquier suceso era necesario situar al narrador, caracterizarlo, dotar a los demás personajes de señas particulares, ordenar impresiones y preparar el escenario con mil detalles convincentes. La escritura se dilataba hasta conformar textos que, a falta de mejor definición, solo pueden llamarse «cuentos largos».

De los muchos que Conrad redactó, el presente volumen reúne quince de los mejores, más de la mitad en número de textos y aproximadamente un tercio en páginas. Nuestra intención ha sido abarcar todo el arco de las dos décadas de actividad que van desde 1897, cuando Conrad publicó el primero, «La laguna», hasta la aparición en 1917 del último, «La historia», sin descuidar una variedad representativa del conjunto. En ninguna antología de los relatos del autor pueden faltar los de ambiente marinero ni los situados en el archipiélago malayo, dos ámbitos que llevan su marca indeleble, pero tampoco pueden echarse en falta los que examinan los movimientos políticos de Europa ni los que repasan la historia del continente, incluidas las empresas coloniales. Para hacer sitio a esa diversidad, hemos renunciado con cierto pesar a textos bastante más extensos como «Una cuestión de honor» o «Gaspar Ruiz», aunque esperamos que la presencia de clásicos como «Juventud», «El cómplice secreto» o «El alma del guerrero» compense esas omisiones. Hay también relatos menos conocidos, y hemos incluido algún divertimento efectista como «La posada de las dos brujas», cuya ambientación en Cantabria acaso sea de interés para los lectores españoles.

Cuando empezó a publicar estos textos, Conrad contaba con dos novelas en su haber, La locura del Almayer y El paria de las islas, y estaba por dar a la imprenta una tercera, El negro del Narciso, que suele considerarse su primera obra maestra. El precedente merece señalarse porque el autor no era en modo alguno un principiante, ni los cuentos mismos, como en tantos casos, una suerte de laboratorio dedicado a experimentar con técnicas que luego sirvieran para componer obras mayores. Eligió escribirlos a conciencia. A lo largo del siguiente decenio, de hecho, volcó en ellos lo mejor de sí, y, aunque no hay que descartar consideraciones prácticas como el hecho de que venderlos a periódicos suponía una buena fuente de ingresos para un hombre que vivía de la pluma, parece evidente que la forma se avenía con su talento. Poner a competir al cuentista con el novelista sería absurdo, pero no cabe duda de que el cuento sacaba a relucir muchos de sus fuertes. Juan Benet, entre otros, dio en el blanco al señalar que Conrad alcanza su máxima excelencia estilística en estos textos. Y no es difícil entrever el motivo: los amplios frescos como Nostromo o Lord Jim presentan por necesidad desequilibrios internos, puentes entre episodios, algunas frases de relleno. En los textos más acotados, sin embargo, la prosa puede ceñirse a unos pocos elementos afines, con menor riesgo de perder fuerza.

El estilo no era una cuestión baladí para Conrad, ni lo ha sido nunca para sus lectores, que bien lo alaban o bien se le resisten. «Lento y majestuoso», lo llamó Virginia Woolf. «Delicado como un mecanismo de relojería», lo definió H. G. Wells. Pero V. S. Naipaul, él mismo un fino estilista de la lengua inglesa, confesó que encontraba mucha de la prosa de Conrad «impenetrable». Tal vez el mejor consejo sea dejarse llevar. Si uno lo hace, la voz narradora de los cuentos depara una resonancia que premia una y otra vez la lectura con aciertos verbales e iluminaciones perceptivas. El gran tono descriptivo, a menudo aliado a lo que el crítico F. R. Leavis llamó la «insistencia adjetival» de Conrad, aparece ya perfectamente formado en «La laguna», en frases como: «… los rayos sesgados del sol acariciaron la borda de la canoa con un resplandor ígneo, proyectando las sombras flacas y distorsionadas de sus tripulantes sobre el brillo estriado del río» (la delgadez y distorsión de las sombras sin duda está al alcance de todo buen escritor, pero hace falta mucho más para notar en el agua el brillo «estriado»); y esa capacidad para evocar impresiones con palabras medidas sigue destacando diez años después en «El cómplice secreto», por ejemplo al señalarse que «el rastro de luz que dejaba el sol en el oeste brillaba con suavidad, sin el resplandor animado que delata un oleaje imperceptible». Frases así —tomadas más o menos al azar— nos recuerdan al credo artístico expresado por Conrad en el prólogo de El negro del Narciso: «El fin que me esfuerzo por alcanzar, con el poder de la palabra escrita, es haceros comprender, haceros sentir y, ante todo, haceros ver».

Esa intención puede no sorprender mucho hoy en día, cuando en cualquier taller literario se recomienda «mostrar, no contar», pero era casi inédita en la literatura inglesa de la época, y se vinculaba sobre todo con los preceptos de dos escritores franceses que Conrad tenía en muy alta estima: Gustave Flaubert y Guy de Maupassant, adalides de le mot juste y de una prosa que pudiese diferenciar, según cuenta el segundo, «cómo el caballo de un carruaje no se parece a los otros cincuenta que lo siguen y lo preceden». En términos simbólicos, un momento crucial en la historia de las influencias tuvo lugar cuando Conrad, hallándose a bordo de un barco sin páginas en blanco, empezó a redactar las primeras frases de La locura de Almayer en las últimas hojas de su ejemplar de Madame Bovary. Más en concreto, el escritor hizo suya la exhortación flaubertiana a utilizar la palabra como instrumento de precisión, importando así a la literatura inglesa una nueva exigencia estilística. Y a esa exigencia al nivel de la frase le sumó la exploración de recursos poco corrientes en el pasado literario de la isla. Buena parte de sus innovaciones, como ha señalado el crítico Michael Gorra, puede entenderse en relación con el cuento europeo: el manejo de punto de vista, el uso de marcos narrativos, la indagación en el pasado a través de documentos encontrados o la presencia de un narrador que duda del significado de su historia emparientan a Conrad con autores como Nikolái Gógol, Heinrich von Kleist o Iván Turguénev. Puede parecer paradójico que la narrativa breve de Conrad resulte más original cuanto más apela a una tradición, pero ningún contemporáneo suyo fusionó esos precedentes como él.

Por añadidura, los cuentos de Conrad enriquecieron las letras inglesas con lo que podría llamarse una importación de contenido. Sus temas, sus escenarios, sus personajes no son los de un escritor británico característico de la época como, digamos, John Galsworthy, cuya ficción rara vez abandonaba la isla o siquiera el cerco de la finca familiar. Es cierto que existía ya una figura como Rudyard Kipling, el escritor por excelencia del Imperio, que incorporaba en su obra los amplios espacios del Raj británico y otras posesiones de ultramar. Pero una cosa era retratar la vida de las colonias, sin siquiera cuestionar la legitimidad de sus vínculos con la Corona, y otra reunir noticias de sitios tan distantes y distintos como Malasia, el Congo, el Caribe, España, Italia, Rusia o Polonia, por enumerar algunos de los escenarios en los que transcurren los cuentos del presente volumen. Notemos también, para apartar de una vez la comparación con Kipling, que Conrad no ambienta uno solo de sus cuentos en los territorios del Imperio británico. En ese sentido, como en muchos otros, su obra trasciende las fronteras de la literatura a la que se la adscribe por pertenencia lingüística: sin limitarse a los ámbitos de una cultura nacional, tiende numerosos caminos hacia el exterior.

Sin duda la escritura no habría podido aventurarse por ellos si el escritor no lo hubiese hecho antes a lo largo de su propia vida. Henry James, uno de los novelistas de habla inglesa más admirados por Conrad, identificó muy bien la importancia del sustrato biográfico al decirle a nuestro autor por carta: «Nadie ha sabido las cosas que usted sabe, y usted tiene, como artista capaz de usar todo ese material, una autoridad a la que nadie se ha acercado». Esa autoridad estribaba en experiencias singulares y más o menos sucesivas: los años de infancia y formación en Polonia, cuando el territorio se encontraba bajo el dominio del Imperio ruso; el paso de joven por Marsella y los comienzos como marinero en Francia; el empleo en la marina mercante británica hasta alcanzar el grado de capitán; y el asentamiento a los treinta y seis años en Inglaterra, donde se volcó por completo en la escritura, se casó y formó una familia. Dada la diversidad, se ha hablado incluso de las distintas vidas de Joseph Conrad.[1] Y, como es de esperar, hay textos que guardan una estrecha relación con cada uno de los periodos señalados. Un cuento sobre la revolución polaca de 1830 como «El príncipe Román» sería imposible sin el primero; la aventura marina de «Juventud» presupone el segundo; «Amy Foster», que sitúa en la campiña inglesa a un desnortado inmigrante polaco, recrea con licencias la visión distanciada de quien ha pasado por el tercero.

Sería un error, sin embargo, tratar de dividir la obra del autor en compartimentos estancos, como si hubiese un Conrad polaco, un Conrad marinero, un Conrad inglés y así sucesivamente. Si algo salta a la vista al leer sus escritos, y muy en particular sus cuentos, no es la parcelación de la realidad o la historia en distintos ámbitos, sino las múltiples conexiones que se establecen entre personas, países, clases, etnias, tiempos y ambientes. Conrad no solo sabía muchas cosas, sino que buscaba ponerlas en relación. Por tomar un ejemplo de esta colección como «Un anarquista»: el cuento presenta a un anónimo narrador europeo que, al visitar una finca ganadera en el estuario «de un gran río sudamericano», conoce a un mecánico al que todos toman por un anarquista proveniente de Barcelona, pero que en realidad resulta ser un prófugo francés, que ha llegado hasta allí con la ayuda de unos marineros caribeños tras escapar de una cárcel de Guyana. El hilo narrativo que une a los personajes acaba formando una figura compleja, en la que se dibuja la relación entre la ley, el comercio, la técnica, la política y hasta la ciencia. Desde el punto de vista de un autor, hace falta un conocimiento sistémico de todos esos ámbitos para conjugarlos con armonía. Y el corolario implícito del texto es que el mundo mismo se encuentra inextricablemente conectado.

Muchos han notado esta percepción de Conrad, aunque quizá nadie la ha estudiado con tanta dedicación como la historiadora Maya Jasanoff en uno de los mejores libros recientes sobre el escritor: The Dawn Watch: Joseph Conrad in a Global World (2017). «En todos sus escritos, dondequiera que se ambienten, Conrad lidia con las ramificaciones de vivir en un mundo global», escribe Jasanoff. Y luego considera el modo en que sus grandes ficciones relacionan los cuatro puntos cardinales. Importa recalcar que Conrad no procede, sin embargo, como lo haría un posmoderno frívolamente fascinado con el efecto mariposa o los presuntos seis grados de separación existentes entre dos personas cualesquiera. Su búsqueda de conexiones avanza, en realidad, por la senda de la ética. Una y otra vez, sus historias estudian las consecuencias de causas insospechadas, a menudo determinadas al otro lado del mundo, en las vidas de personajes zarandeados por las circunstancias. Véase «Una avanzadilla del progreso», donde la supuesta empresa civilizatoria conduce a dos funcionarios a cometer actos incalificables en el corazón de África; o «Juventud», que cuenta una travesía de Londres a Bangkok plagada de dificultades ante los que el narrador «no puede hacer nada, pero nada, ni poco ni mucho»; o incluso en «El informante», que detalla la facilidad con que se puede caer en situaciones absurdas por influencia de ideologías políticas o sentimentales. Es seguro que Conrad, a quien a menudo se le atribuye una visión trágica, no creía en la fatalidad en un sentido metafísico, como por ejemplo los griegos. No obstante, a menudo retrata un mundo en el que el individuo se enfrenta con fuerzas abstractas e incomprensibles que acaban delineando un destino.

Es un mundo muy parecido al nuestro, donde seguimos estando a merced de dinámicas externas como la tiranía del mérito o las fluctuaciones del capital. Los cuentos de Conrad abordan otros temas de incuestionable vigencia, incluidos el desarraigo de los migrantes, la falibilidad de la memoria histórica, las amenazas del terrorismo, los excesos del comercio, las disrupciones de la tecnología o la manipulación política de la realidad. Si se buscan razones de actualidad para leerlos, no se tardará en comprobar que, en su retrato de la modernidad temprana, el autor nos ha legado una herramienta para comprender el presente. Pero el pasado de sus personajes no constituye una razón de menor peso, y hasta hay una figura secundaria, a menudo anónima, que fascina por su carácter atemporal. Aparece de manera fugaz en muchos cuentos. Es un narrador que suele introducir a un narrador más importante, como Marlow, para luego quedarse en silencio escuchando lo que leemos. A veces vuelve por unas líneas al final, aunque su identidad tampoco se aclara entonces. Parece ser solo un recolector de historias, la presencia fantasma que atestigua el hechizo de las palabras. Nadie sabría decir si es un trasunto del autor o del lector, pero conecta directamente con el misterio del fenómeno estético.

«En todo lo que he escrito —anotó Conrad en un prefacio a Tifón y otros relatos— hay siempre un propósito invariable, que es captar la atención del lector, asegurando su interés y despertando sus simpatías por el asunto tratado, sea cual fuere, dentro de los límites del mundo visible y dentro de los límites de las emociones humanas». A esa noble aspiración cabría añadir una promesa. En los cuentos que siguen, a menudo el mundo visible se ilumina con el relumbre de una prosa excepcional, y las emociones humanas, una materia que no debería guardar sorpresas para nadie, se despliegan en narraciones tan sugestivas que más de una vez consiguen llevarnos hasta las costas de una revelación.

MARTÍN SCHIFINO

cap-3

Nota sobre esta edición

La narrativa breve de Joseph Conrad se encuentra reunida en siete colecciones, seis publicadas en vida del autor y la última de manera póstuma. Según los títulos más habituales en castellano, esas colecciones son: Cuentos de inquietud (1898); Juventud y otras dos historias (1902); Tifón y otros relatos (1903); Seis relatos (1908); Entre tierra y mar (1912); Entre mareas (1915) y Cuentos de oídas (1925). Casi todos los textos, sin embargo, vieron la luz primero en revistas o periódicos, y en algunos casos Conrad los agrupó en sus respectivas colecciones muchos años después de escribirlos. En la presente antología se ordena el conjunto de acuerdo con la fecha de composición o primera publicación de cada uno.

«La laguna» (CDI), el primer cuento publicado por Conrad, se escribió en 1896 y apareció en Cornhill Magazine en 1897. «Una avanzadilla del progreso» (CDI), escrito en 1896, se publicó en Cosmopolis en 1897. «Karain: un recuerdo» (CDI), también escrito en 1896, vio la luz en 1897 en la revista Blackwood’s. «Juventud» (JYDH) se publicó también en Blackwood’s en 1898. «Amy Foster» (TYOR) se publicó en Illustrated London News en 1901. «Mañana» (TYOR) apareció por entregas en The Pall Mall Magazine en 1902. «Un anarquista» (SR) y «El informante» (SR) se escribieron en 1906 y se publicaron por entregas en Harper’s Magazine ese mismo año. «La bestia» (SR) se publicó en The Daily Chronicle en 1906. «Il Conte» (SR) apareció, con el título de «Il Conde», en Cassell’s Magazine en 1908. «El cómplice secreto» (EMYT) se publicó en Harper’s Magazine en 1910. «El príncipe Román» (CDO) se publicó en Oxford and Cambridge Review en 1911. «La posada de las dos brujas» (EM) se publicó en The Pall Mall Magazine en 1913. «El alma del guerrero» (CDO) se publicó en Land and Water en 1917. «La historia» (CDO), el último cuento de Conrad y el único que trata de la Primera Guerra Mundial, se escribió en 1916 y se publicó en The Strand Magazine en 1917.

Toda traducción es una obra colaborativa, en la que participan al menos dos personas: el escritor y el traductor. En la que aquí se ofrece han participado, además, tres excelentes profesionales de la lengua: Ismael Belda, Carmen González y Marta Suárez. Sus revisiones, correcciones y sugerencias han mejorado el texto de manera incalculable. A los tres, muchas gracias. Quisiera expresar aquí también mi agradecimiento a Kit Maude, con quien comenté muchas dificultades lingüísticas cuando empecé a traducir los cuentos de Conrad hace años, y a Daniel Aguirre Oteiza, que sin proponérselo me animó a retomar este proyecto largo tiempo postergado.

cap-4

CUENTOS ESCOGIDOS

cap-5

La laguna

El blanco, con los dos brazos sobre el techo del camarote situado en la popa de la barca, le dijo al timonel:

—Pasaremos la noche en el claro de Arsat. Es tarde.

El malayo se limitó a gruñir y siguió contemplando el río. El blanco apoyó el mentón en sus brazos cruzados y miró la estela de la barca. En el fondo del camino recto trazado en la selva por el resplandor del río, el sol aparecía sin nubes y deslumbrante, posado sobre el agua lisa que brillaba como una banda de metal. La selva, apagada y sombría, se alzaba inmóvil y silenciosa a ambos lados del ancho torrente. En el fango de la orilla, al pie de los altos árboles, crecían las nipas sin tronco, con racimos de palmas enormes y pesadas que pendían quietas sobre los remolinos pardos. Con el aire en calma, todo árbol, toda hoja, toda rama, todo zarcillo de enredadera y todo pétalo de flores diminutas parecían sumidos en una inmovilidad perfecta y definitiva, como si estuviesen hechizados. Nada se agitaba en el río excepto los ocho remos que aparecían regularmente y se hundían al unísono con un solo chapoteo, mientras el timonel barría el aire con un pase periódico y rápido de su cimitarra, describiendo un semicírculo centelleante sobre su cabeza. El agua revuelta hacía espuma a los lados en un murmullo confuso. Y la canoa del blanco, al remontar el río entre el disturbio fugaz producido por ella misma, parecía ir atravesando portales de una tierra donde hubiera desaparecido para siempre incluso el recuerdo del movimiento.

De espaldas al poniente, el blanco miró la amplitud vacía de la cuenca. En las últimas tres millas de su curso, el río sinuoso y titubeante, como seducido irresistiblemente por la libertad de un horizonte abierto, corre derecho al mar, derecho al oriente —el oriente que alberga luz y oscuridad por igual—. Detrás de la barca, el canto repetido de un pájaro, una llamada débil y disonante, rebotó en el agua bruñida y, sin alcanzar la orilla opuesta, se perdió en el intenso silencio del mundo.

El timonel hundió el remo en la corriente y lo mantuvo firme con los brazos rígidos, echando el cuerpo hacia delante. El agua borboteaba en voz alta; y de repente la cuenca larga y recta pareció girar sobre su centro, la selva trazó un semicírculo y los rayos sesgados del sol acariciaron la borda de la canoa con un resplandor ígneo, proyectando las sombras flacas y distorsionadas de sus tripulantes sobre el brillo estriado del río. El blanco se volvió a mirar hacia delante. El curso de la barca se había alterado en ángulo recto con respecto a la corriente, y ahora la cabeza de dragón tallada en la proa apuntaba a una abertura entre los arbustos que bordeaban la orilla. La barca entró en ella deslizándose, rozando las ramitas que sobresalían, y desapareció del río como una criatura delgada y anfibia que saliera del agua para ir a su guarida selvática.

El arroyo estrecho era como una zanja: tortuoso, inusualmente hondo; lleno de sombra bajo la delgada franja de azul puro y brillante del cielo. A los lados se alzaban árboles inmensos, invisibles bajo la envoltura festoneada de las enredaderas. Aquí y allá, cerca de la negrura reluciente del agua, aparecía, entre el reborde de pequeños helechos, la raíz torcida de algún árbol alto, negra y apagada, sinuosa e inmóvil, como una serpiente paralizada. Las palabras breves que decían los remeros en voz alta resonaban entre los muros espesos y sombríos de vegetación. La oscuridad rezumaba por entre los árboles, el amasijo laberíntico de enredaderas, las grandes hojas fantásticas e inmóviles; la oscuridad, misteriosa e invencible; la oscuridad perfumada y venenosa de la selva impenetrable.

Los hombres hundieron las pértigas en el lecho aluvional. El arroyo se ensanchó y reveló la extensa curva de una laguna de agua estancada. La selva retrocedía en la orilla pantanosa, y una franja plana de hierba muy verde y llena de juncos enmarcaba el azul reflejado del cielo. En las alturas flotaba una lanuda nube rosada que dejaba la estela de su delicado color bajo las hojas flotantes y las flores plateadas de los lotos. A lo lejos se recortó una casita negra, montada sobre altos pilotes. Cerca de ella, dos grandes palmeras nibong, que parecían aflorar del fondo selvático, se inclinaban un poco sobre el techo descuidado, con un esbozo de ternura e inquietud en el ladeo de sus cabezas elevadas y frondosas.

El timonel, señalando con el remo, dijo:

—Arsat está en casa. Veo su canoa amarrada entre los pilotes.

Los encargados de las pértigas corrieron por la borda de la barca mirando por encima del hombro el paisaje donde el día llegaba a su fin. Habrían preferido pasar la noche en alguna parte que no fuera aquella laguna de aspecto extraño y de reputación fantasmal. Es más, Arsat les desagradaba, primero por ser extranjero y, después, porque quien arregla una casa en ruinas y vive en ella anuncia que no teme vivir entre los espíritus que rondan los lugares abandonados por la humanidad. Un hombre así puede alterar el curso del destino con miradas o palabras; y sus fantasmas no son fáciles de aplacar por los viajeros ocasionales en los que anhelan descargar la malicia de su amo. A los blancos no les importan esas cosas, pues no creen y están confabulados con el Padre del Mal, que los conduce indemnes por los peligros invisibles de este mundo. Combaten las advertencias de los justos simulando de manera ofensiva que no creen. ¿Qué se le va a hacer?

Eso pensaban, mientras recargaban su peso en la punta de sus largas pértigas. La gran canoa se deslizó rápida, silenciosa y suavemente hacia el claro de Arsat, hasta que, con un gran traqueteo de pértigas soltadas y murmullos en voz alta de «alabado sea Alá», se detuvo de un golpe ligero contra los pilotes torcidos que sostenían la casa.

Los barqueos gritaron discordantemente mirando hacia arriba:

—¡Arsat! ¡Oh, Arsat!

Nadie salió. El blanco subió por la tosca escalera de mano que daba acceso a una plataforma de bambú junto a la entrada de la casa. El juragan de la barca dijo enfurruñado:

—Cocinaremos en el sampán y dormiremos sobre el agua.

—Pásame las mantas y el cesto —dijo el blanco secamente.

Se arrodilló al borde de la plataforma para recibir el paquete. Entonces la barca se alejó, y el blanco, de pie, quedó frente a Arsat, que acababa de salir por la puerta baja de su cabaña. Era un hombre joven, fuerte, de pecho ancho y brazos musculosos. No tenía puesto nada más que su sarong. Llevaba la cabeza descubierta. Sus ojos grandes y dulces miraron ansiosamente al hombre blanco, pero su voz y su comportamiento no se inmutaron cuando preguntó, sin saludar primero:

—¿Tienes medicina, Tuan?

—No —dijo el visitante con tono de sorpresa—. No. ¿Por qué? ¿Hay enfermos en casa?

—Pasa y mira —contestó Arsat con la misma calma que antes, y, tras darse media vuelta, volvió a pasar por la pequeña puerta.

El blanco soltó sus paquetes y lo siguió.

En la luz mortecina de la vivienda distinguió a una mujer acostada de espaldas en un sofá de bambú, bajo una ancha sábana de algodón rojo. Yacía quieta, como muerta, pero sus grandes ojos, bien abiertos, brillaban en la penumbra, inmóviles e invidentes, clavados en las vigas delgadas del techo. La mujer tenía mucha fiebre y estaba a todas luces inconsciente. Tenía las mejillas ligeramente hundidas, los labios un poco abiertos, y había en su cara joven una expresión inquietante y fija: la expresión absorta, contemplativa, de los que han perdido la conciencia y se van a morir. Los dos hombres se quedaron mirándola en silencio.

—¿Lleva mucho tiempo enferma? —preguntó el viajero.

—Hace cinco noches que no duermo —respondió el malayo en tono pausado—. Al principio ella oía voces que la llamaban desde el agua y se debatía cuando yo la retenía. Pero desde que ha salido el sol hoy, no oye nada; no me oye a mí. No ve nada. No me ve a mí, ¡a mí!

Guardó silencio un minuto, luego preguntó suavemente:

—Tuan, ¿va a morir?

—Me temo que sí —dijo el blanco con tristeza.

Había conocido a Arsat años atrás, en un país lejano, en épocas de conflictos y peligros, cuando no se desprecia la amistad de nadie. Y, desde que su amigo malayo se había instalado inesperadamente en aquella cabaña de la laguna con una mujer desconocida, había pernoctado allí varias veces en sus travesías por el río. Le tenía afecto a aquel hombre que había sabido mantener su palabra y pelear sin miedo al lado de su amigo blanco. Le tenía afecto, quizá no tanto como el que siente un hombre por su perro favorito, pero sí el suficiente para ayudarlo sin hacer preguntas, para a veces pensar, vaga e imprecisamente, en medio de sus propias actividades, en aquel hombre solitario y en la mujer de cabello largo, rostro audaz y ojos triunfales que convivían ocultos en la selva; solos y temidos.

El blanco salió de la cabaña a tiempo para ver el enorme incendio del atardecer apagarse entre las sombras rápidas y sigilosas que, al elevarse como un vapor negro e impalpable sobre las copas de los árboles, se propagaban por el cielo sofocando el resplandor carmesí de las nubes flotantes y el brillo rojo de la luz que se marchaba. En pocos momentos, aparecieron todas las estrellas sobre la intensa negrura de la tierra, y la gran laguna, que enseguida reflejó luces resplandecientes, se asemejó a un pedazo ovalado de cielo nocturno arrojado en la noche vana y abismal de la espesura. El blanco cenó unas provisiones de su cesto, recogió unas ramas tiradas en la plataforma e hizo una pequeña fogata, no para calentarse, sino para ahuyentar a los mosquitos con el humo. Se envolvió en las mantas y se quedó sentado con la espalda apoyada contra la pared de cañas, fumando pensativo.

Arsat salió por la puerta con paso silencioso y se acuclilló junto al fuego. El blanco movió un poco las piernas estiradas.

—Aún respira —dijo Arsat en voz baja, anticipando la pregunta esperada—. Respira y arde como si tuviera un fuego dentro. No habla, no oye: ¡arde! —Hizo una pausa; luego preguntó en tono quedo y poco curioso—: Tuan, ¿se va a morir?

El blanco movió los hombros incómodo y murmuró vacilante:

—Si ese es su destino.

—No, Tuan —dijo Arsat con calma—. Si ese es mi destino. Yo oigo, veo, espero. Recuerdo... Tuan, ¿recuerdas los viejos tiempos? ¿Recuerdas a mi hermano?

—Sí —dijo el blanco.

El malayo se levantó de pronto y entró. El otro, sentado fuera, oía la voz dentro de la cabaña.

—¡Escúchame! ¡Habla! —decía Arsat, y tras su voz siguió un completo silencio—. ¡Oh, Diamelen! —gritó de pronto.

Después del grito se oyó un profundo suspiro. Arsat salió y volvió a hundirse en su lugar de siempre.

Se quedaron callados delante del fuego. No había ningún sonido dentro de la casa, no había ningún sonido cerca de ellos; pero a lo lejos, en la laguna, claras y entrecortadas, se oían resonar las voces de los barqueros sobre el agua calma. La fogata que habían encendido en la proa del sampán brillaba con un vago resplandor rojo. Al cabo se extinguió. Las voces cesaron. La tierra y el agua dormían invisibles, inmóviles y mudas. Era como si no quedara nada en el mundo salvo el brillo de las estrellas, corriendo vano e interminable por la quietud negra de la noche.

Con los ojos dilatados, el blanco miraba la oscuridad que tenía enfrente. El miedo y la fascinación, la inspiración y el asombro de la muerte —de la muerte cercana, inevitable e invisible— calmaban la inquietud de su raza y agitaban sus pensamientos más confusos, más íntimos. La sospecha espontánea de maldad, la sospecha corrosiva que anida en nuestros corazones, salía a borbotones hacia la tranquilidad que lo rodeaba, hacia la calma muda y profunda, y dotaba a esa calma de un aspecto sospechoso e infame, como la máscara plácida e impenetrable de una violencia injustificable. Durante esa perturbación fugaz y poderosa de su ser, la tierra, envuelta en la paz iluminada por las estrellas, se convirtió en un país de lucha inhumana, un campo de batalla de fantasmas terribles y encantadores, augustos o innobles, que pugnaban ardientemente por poseer nuestros corazones indefensos. Un país inquieto y misterioso de deseos y temores inextinguibles.

Un murmullo plañidero se alzó en la noche; un murmullo entristecedor y sorprendente, como si las soledades de los bosques aledaños intentasen susurrarle al oído la sabiduría de su inmensa y altiva indiferencia. Sonidos vagos y vacilantes flotaban en el aire que lo rodeaba, poco a poco formaban palabras, hasta que comenzó a fluir un torrente suave y monótono de oraciones. El blanco se movió como un hombre que se despierta y cambió ligeramente de postura. Arsat, inmóvil y oscuro, sentado bajo las estrellas con la cabeza gacha, hablaba en voz grave y soñadora.

—... porque ¿dónde podemos descargar el peso de nuestros problemas sino en el corazón de un amigo? Un hombre tiene que hablar de la guerra y del amor. Tú, Tuan, conoces la guerra y, en momentos de peligro, ¡me has visto salir al encuentro de la muerte como otros salen al encuentro de la vida! Un escrito puede perderse; puede escribirse una mentira; pero ¡lo que el ojo ha visto es verdad y queda grabado en la mente!

—Lo recuerdo —dijo el blanco en voz baja.

Arsat continuó con triste tranquilidad:

—Por eso te hablaré de amor. Hablaré por la noche. Hablaré antes de que la noche y el amor desaparezcan y de que el ojo del día vea mi tristeza y mi vergüenza; vea mi cara renegrida, mi corazón calcinado.

Un suspiro, corto y débil, marcó una pausa casi imperceptible, y sus palabras salieron fluidas, sin un solo movimiento, sin un gesto.

—Al término de los conflictos y de la guerra, después de que te fueras de mi país siguiendo tus deseos, que nosotros, los isleños, somos incapaces de comprender, mi hermano y yo nos convertimos de nuevo en espaderos del Soberano, como lo éramos antes. Sabes que éramos hombres de familia, pertenecientes a una raza de gobernantes y más aptos que cualquiera para portar sobre nuestro hombro derecho el emblema del poder. Y en épocas de prosperidad Si Dendrig nos colmó de favores, tal como nosotros, en tiempos de pesar, le habíamos demostrado la lealtad de nuestro coraje. Era una época de paz. Una época de cacerías de ciervos y de peleas de gallos; de charlas despreocupadas y rencillas tontas entre hombres que tenían el estómago lleno y las armas oxidadas. El sembrador veía crecer el arroz sin miedo, y los mercaderes iban y venían, partían flacos y regresaban gordos por el río de la paz. Además traían noticias. Traían verdades y mentiras mezcladas, de manera que nadie sabía cuándo alegrarse y cuándo sentir pena. Ellos también nos hablaron de ti. Te habían visto aquí y te vieron por allá. Y me alegró oírlos, porque me acordaba de las épocas difíciles, y siempre me acordé de ti, Tuan, hasta que mis ojos ya no veían nada del pasado, porque habían mirado a la mujer que ahora agoniza ahí dentro, en la casa.

Se detuvo para exclamar en un intenso susurro:

—Oh, Mara bahia. ¡Oh, calamidad!

Después siguió hablando un poco más alto:

—No hay peor enemigo ni mejor amigo que un hermano, Tuan, porque los hermanos se conocen, y en el perfecto conocimiento reside la fuerza necesaria para el bien y para el mal. Yo amaba a mi hermano. Fui a verlo y le dije que no veía sino una cara, no oía sino una voz. Me dijo: «Abre tu corazón para que ella vea lo que hay dentro, y espera. La paciencia es sabiduría. Tal vez Inchi Midah muera o nuestro Soberano deje de temer a una mujer...». ¡Y esperé...! Recordarás la dama de rostro velado, Tuan, y cuánto temía nuestro Soberano su astucia y su mal genio. Y si ella quería conservar a su sirvienta, ¿qué podía hacer yo? Pero alimenté el hambre de mi corazón con breves miradas y palabras furtivas. Durante el día merodeaba por los senderos que van a los baños y, cuando se ponía el sol tras la selva, me arrastraba entre las matas de jazmín del patio de las mujeres. Sin que nos vieran, hablábamos entre el perfume de las flores, entre el velo de las hojas, entre la hierba crecida que ni se movía ante nuestros labios; así de grande era nuestra prudencia, así de débil el murmullo

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