Los muchachos de zinc

Svetlana Alexiévich

Fragmento

cap

El día 20 de enero de 1801, los soldados de Vasili Orlov, el jefe de los cosacos del río Don, recibieron la orden de dirigirse a la India. Tardarían un mes en llegar a Oremburgo y, desde allí, les quedarían todavía otros tres meses, «pasando por Bujará y Jiva, hasta alcanzar el río Indo». Sí, muy pronto treinta mil hombres cruzarían el Volga y se adentrarían en las estepas de Kazajistán...

V borbé za vlast. Stranitsi politícheskoi istorii Rossíi

(Luchando por el poder. Páginas de la historia política de

Rusia en el siglo XVII), Moscú, Mysl, 1988, p. 475

En diciembre de 1979 el gobierno soviético tomó la decisión de enviar sus tropas a Afganistán. La guerra comenzó en 1979 y acabó en 1989. Duró nueve años, un mes y quince días. Por Afganistán pasó un efectivo del contingente limitado soviético de más de medio millón de hombres. El total de pérdidas humanas de las fuerzas armadas de la Unión Soviética ascendió a 15.051 personas. Desaparecieron en combate o cayeron prisioneros 417 militares. En el año 2000 todavía faltaban por regresar 287 personas, que seguían prisioneras o en paradero desconocido...

www.polit.ru, 19 de noviembre de 2003

cap-1

Prólogo

«Estoy sola... Me esperan muchos años de soledad...

»Mi hijo... mató a un hombre. Con un cuchillo de cocina, el que usaba yo para cortar la carne. Acababa de volver de la guerra y de repente asesinó a alguien... A la mañana siguiente volvió a casa y dejó el cuchillo en su sitio, en el armario donde guardo los utensilios de cocina. Creo que ese mismo día le preparé una chuleta... Al cabo de un tiempo, en la tele y en el periódico local salió que los pescadores habían encontrado un cadáver en el lago... Todo cortado en pedazos... Me llamó una amiga:

»—¿Lo has leído? Dicen que es un asesinato profesional... Se nota el estilo “afgano”...

»Mi hijo estaba en casa, tirado en el sofá, leyendo un libro. Yo aún no sabía nada, no tenía ni idea, pero por alguna razón, tras aquellas palabras, le miré... El corazón de una madre...

»¿No oye el ladrido de los perros? ¿No? Yo sí, siempre que cuento esto escucho a los perros ladrar. Los oigo correr... Allí, en la cárcel donde él está ahora, hay pastores alemanes, son grandes y negros... Y toda la gente va de negro, siempre de negro... Cuando vuelvo a Minsk, voy por la calle, paso por delante de una panadería, de una guardería, con mi barra de pan y con la leche, y oigo ese ladrido. Es ensordecedor. Me deja ciega... Una vez casi me atropella un coche.

»Estoy preparada para el momento en que tenga que visitar la tumba de mi hijo... Estoy preparada para yacer en la tierra a su lado... Pero no sé... No sé cómo vivir con esto... A veces me da miedo entrar en la cocina, mirar el armario donde estaba guardado el cuchillo... ¿No lo oye? ¿No oye nada?... ¿Seguro? ¿Nada de nada?

»Ya no sé cómo es él, cómo es mi hijo. ¿Quién volverá conmigo dentro de quince años? Le condenaron a quince años en régimen especial... ¿Quiere saber cómo le eduqué? Pues le gustaban mucho los bailes de salón... Fuimos juntos a Leningrado, visitamos el Museo del Hermitage. Leíamos libros juntos... [Llora] Afganistán me quitó a mi hijo...

»Recibimos un telegrama de Taskent: “Llego con el vuelo tal, os veo en el aeropuerto”. Salí corriendo al balcón, quería gritar, que lo supiera el mundo entero: “¡Está vivo! ¡Mi hijo regresa vivo de Afganistán! ¡Para mí esa horrible guerra se ha acabado!” y me desvanecí. Por supuesto, llegamos tarde al aeropuerto, ya hacía un buen rato que el vuelo había aterrizado, mi hijo estaba en un parque. Lo encontramos tirado en el suelo, tocando la hierba, sorprendido de lo verde que era. No podía creer que había vuelto... Pero en su rostro no había alegría...

»Por la tarde vinieron nuestros vecinos, trajeron a su hija pequeña, estaba muy bonita, con un lazo azul de un color muy vivo. Él la sentó sobre sus rodillas, la abrazaba y lloraba, las lágrimas brotaban y brotaban. Porque allí ellos mataban. Y él también... Lo comprendí más tarde.

»Al pasar la frontera los aduaneros le habían quitado los slips. Eran de una marca americana. No estaba permitido... Así que vino sin ropa interior. Me traía un regalo, un albornoz (aquel año yo había cumplido los cuarenta), y se lo habían quitado. Para su abuela había comprado un chal, también se lo quitaron. Lo único que traía eran flores. Eran gladiolos. Pero en su rostro no había alegría.

»Por la mañana al despertarse todavía estaba normal: “¡Mamá! ¡Mamá!”. Por la tarde su rostro se ensombrecía, su mirada se extraviaba... No puedo describirlo... Al principio no bebía, ni un solo trago... Se sentaba: los ojos clavados en la pared. Se levantaba de un brinco, agarraba la chaqueta...

»Yo me ponía en la puerta:

»—¿Adónde vas, Valiusha?

» Miraba a través de mí. Salía.

»Yo salgo tarde del trabajo, la fábrica está lejos. Hacía el turno de noche, llamaba a la puerta y él no me abría. No reconocía mi voz. Era tan raro... Puedo entender que no reconociera las voces de los amigos, pero ¡la mía! Y más aún porque yo era la única que le llamaba Valiusha. Era como si estuviera todo el rato esperando a alguien, como si temiera a alguien. Un día le compré una camisa nueva, se la probamos, y lo vi: tenía las manos completamente cubiertas de cortes.

»—¿Eso qué es?

»—Nada, no es nada, mamá.

»Lo supe después. Ya después del juicio... En el batallón de instrucción se había abierto las venas... Durante los ejercicios militares de exhibición él se encargaba de la estación de radio portátil, una vez no logró instalarla a tiempo en un árbol y el sargento le castigó: le obligó a extraer cincuenta cubos de excrementos del lavabo y pasar con ellos por delante de las filas. Solo pudo llevar unos pocos cubos, perdió el sentido. En el hospital le diagnosticaron una conmoción nerviosa leve. Esa misma noche intentó cortarse las venas. El segundo intento fue en Afganistán... Estaban en vísperas de una incursión, cuando al comprobar la estación de radio portátil vieron que el aparato no funcionaba. Habían desaparecido unas piezas importantes, alguien de la unidad las había robado... A saber quién. El comandante le tachó de cobarde, le acusó de haberlas escondido él mismo para no tener que salir de incursión con los demás. Allí todo el mundo robaba, desmontaban los vehículos y se llevaban las piezas al ducán,[1] para venderlas. Con el dinero compraban drogas... Drogas, tabaco. Comida. Siempre estaban hambrientos.

»En la tele echaban un programa sobre Édith Piaf, lo estábamos viendo juntos.

»––Mamá —me preguntó—, ¿tú sabes lo que son las drogas?

»—No —le mentí. Pero yo le vigilaba, para ver si fumaba porros.

»Nunca encontré ni rastro. Pero allí todos consumían drogas, lo sé.

»—¿Cómo era allí, en Afganistán? —le pregunté una vez.

»—¡Cállate, m

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