ODIO, AMISTAD, NOVIAZGO, AMOR, MATRIMONIO
Hace años, antes de que dejaran de pasar trenes por tantas líneas secundarias, una mujer de alta frente pecosa y pelo rizado y rubicundo entró en la estación de ferrocarril a averiguar qué había que hacer para facturar muebles.
El encargado de la estación solía bromear un poco con las mujeres, sobre todo con las feúchas, que parecían apreciarlo.
—¿Muebles? —dijo, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido a nadie—. Bien. A ver. ¿De qué tipo de muebles se trata?
—Una mesa de comedor y seis sillas. Un juego de dormitorio, un sofá, una mesita de té, rinconeras, una lámpara de pie. Y también una vitrina y un aparador.
—Caramba. Eso es una casa entera.
—Yo no diría tanto —repuso ella—. No hay nada de cocina y solo lo justo para un dormitorio.
Sus dientes se agolpaban delante de la boca como dispuestos a discutir.
—Necesitará un camión —dijo él.
—No. Quiero mandarlos por tren. Tienen que ir al oeste, a Saskatchewan.
La mujer le hablaba en voz muy alta, como si él fuera sordo o estúpido, y había algo raro en su pronunciación. Un acento. Pensó que tal vez fuera holandés —últimamente se instalaban muchos holandeses allí—, pero la mujer no tenía el aplomo ni la tersa piel rosada ni el precioso pelo rubio de las holandesas. No debía de haber cumplido los cuarenta, pero ¿qué importaba? No era precisamente una reina de la belleza.
Volvió a centrarse en el asunto.
—En primer lugar, necesitará el camión para traerlos aquí. Y hay que ver si el tren pasa por alguna localidad de Saskatchewan. Si no, tendrá que ocuparse de que se los recojan, pongamos, en Regina.
—Van a Gdynia —dijo ella—. El tren pasa por allí.
Él cogió una guía grasienta que colgaba de un clavo y le pidió que le deletreara la palabra. Ella tomó el lápiz, que también estaba sujeto a un cordel, y en un papel que sacó del bolso escribió: G D Y N I A.
—¿Y eso de qué nacionalidad es?
Ella dijo que no lo sabía.
Él recuperó el lápiz para recorrer las líneas.
—Allá hay montones de lugares llenos de checos, húngaros y ucranianos —aclaró. Mientras lo decía se le ocurrió que tal vez ella fuese uno de ellos. Pero qué importaba; se había limitado a exponer un hecho—. Ya lo tengo. Es cierto. Está en la línea.
—Sí —dijo ella—. Quiero enviarlos el viernes. ¿Es posible?
—Podemos consignarlos. Lo que no puedo es prometerle que lleguen al día siguiente. Depende de las prioridades. ¿Habrá alguien esperándolos cuando lleguen?
—Sí.
—El del viernes es un tren mixto. Sale a las dos y dieciocho de la tarde. El camión se los recogerá el viernes por la mañana. ¿Vive usted en el pueblo?
Ella asintió y escribió la dirección: Exhibition Road, 106.
Hacía muy poco que se habían numerado las casas y, si bien el hombre conocía Exhibition Road, no logró situar el lugar. Si en aquel momento ella hubiera dicho el apellido McCauley, él se habría interesado más y las cosas habrían tomado otro rumbo. Por allí había casas nuevas, construidas después de la guerra, aunque las llamaban «casas de la guerra». Supuso que debía de ser una de esas.
—Se paga al facturar —le dijo.
—También quiero un billete para el mismo tren. El del viernes por la tarde.
—¿El mismo destino?
—Sí.
—Puede ir en ese tren hasta Toronto, pero luego tendrá que esperar el Transcontinental, que sale a las diez treinta de la noche. ¿Quiere compartimento o coche cama? En el coche cama hay literas; en el compartimento va sentada.
Ella dijo que viajaría sentada.
—En Sudbury tendrá que esperar el tren de Montreal, pero no es necesario apearse: un simple empujoncillo y enganchan los vagones. Luego pasan por Port Arthur y van hasta Kenora. Usted no se baja hasta Regina, donde tendrá que coger el de cercanías.
Ella asintió para que él acabara de una vez y le diera el billete.
—Pero no le prometo que los muebles lleguen cuando usted —añadió él, con más lentitud—. Yo diría que los recibirá un par de días más tarde. Todo depende de las prioridades. ¿Habrá alguien esperándola?
—Sí.
—Mejor. Porque la estación no debe de ser gran cosa. Los pueblos de por allá no tienen nada que ver con los nuestros. Suelen ser bastante rudimentarios.
Pagó el pasaje, para lo cual sacó del bolso un rollo de billetes que llevaba en un saquito de tela. Como una anciana. Además contó el cambio. Pero no como lo hubiera contado una anciana: lo sostuvo en la mano y le echó un vistazo, aunque era evidente que no se le escapaba un solo penique. Luego dio media vuelta descortésmente, sin despedirse.
—Hasta el viernes —dijo él.
Aunque era un día cálido de septiembre, la mujer llevaba un abrigo gris largo, zapatones de cordones y calcetines tobilleros.
Él se estaba sirviendo café del termo cuando ella volvió a entrar y dio unos golpecitos en la ventanilla.
—Los muebles que voy a enviar son muy buenos, están como nuevos —dijo—. No quiero que los rayen ni los golpeen ni les hagan ningún daño. Y tampoco quiero que huelan a ganado.
—Pues claro —concedió él—. El ferrocarril tiene mucha experiencia en el transporte. Y los muebles no viajan en los mismos vagones que los cerdos.
—A mí solo me importa que lleguen en el mismo estado en que salen.
—Mire, cuando usted compra muebles, no los tienen en la tienda, ¿de acuerdo? Pero ¿alguna vez se ha parado a pensar en cómo llegan allí? Porque en la tienda no los hacen, ¿verdad? No. Los hacen en una fábrica que está en otro lugar y luego los transportan hasta la tienda, muy posiblemente por tren. Siendo así, ¿no le parece razonable confiar en que el ferrocarril sepa cuidarlos?
Ella siguió mirándolo sin sonreír ni reconocer que eran bobadas de mujer.
—Eso espero —dijo—. Eso espero.
El encargado de la estación habría dicho, sin pensarlo mucho, que conocía a todo el mundo en el pueblo. Lo cual significaba que conocía a la mitad. Y la mayor parte de las personas a las que conocía eran el núcleo, las que de verdad eran «del pueblo», en el sentido de que no habían llegado el día anterior ni planeaban mudarse a otra parte. A la mujer que iba a marcharse a Saskatchewan no la había visto nunca porque no iba a la misma iglesia que él ni daba clases a sus hijos en la escuela, ni trabajaba en ningún comercio, restaurante u oficina a los que él fuera. Tampoco estaba casada con ningún hombre que él conociera de la Orden de los Alces, la logia de Oddfellow, el Lion Club o la Legión. Al mirarle la mano izquierda mientras ella sacaba el dinero había deducido —y no le sorprendió— que no estaba casada. Con aquellos zapatos y calcetines en vez de medias, y sin sombrero ni guantes en plena tarde, bien podía ser una granjera. Pero le faltaba la indecisión característica, la timidez. No tenía modales de campesina; de hecho, no tenía modales. Lo había tratado como si él fuera una máquina de dar información. Además, había anotado una dirección del pueblo: Exhibition Road. En realidad le recordaba a una monja con ropa de calle a la que había visto en la televisión hablando del trabajo misionero que realizaba en la selva; probablemente esas mujeres se quitaban los hábitos para moverse con más facilidad. De vez en cuando aquella monja sonreía para mostrar que la religión debía hacer feliz a la gente, pero en general miraba al público como si creyera que los demás estaban en el mundo sobre todo para obedecerla.
Había algo más que Johanna pensaba hacer pero venía postergando. Tenía que ir a la tienda de ropa Milady a comprarse un traje. No había entrado nunca en ese local; cuando necesitaba calcetines, por ejemplo, iba a Callaghans, Indumentaria para Hombres, Mujeres y Niños. Había heredado un montón de ropa de la señora Willets, prendas como ese abrigo que no se gastaba nunca. Y a Sabitha —la niña a la que cuidaba en casa del señor McCauley— le llovían prendas caras desechadas por sus primas.
En el escaparate de Milady había dos maniquíes con traje de falda muy corta y chaqueta de corte recto. Uno era de un tono amarillo rojizo y el otro, de un verde oscuro mate. Había grandes hojas de arce hechas con papel chillón en torno a los pies de los maniquíes y pegadas al cristal. En una época del año en que casi todos se dedicaban a rastrillar hojas y quemarlas, allí se consideraban lo más exquisito. Un cartel escrito con ondulantes letras negras cruzaba el escaparate en diagonal. Decía: «Elegancia sencilla, la moda de este otoño».
Johanna abrió la puerta y entró.
Justo enfrente de ella, un espejo de cuerpo entero la reflejó con el abrigo de la señora Willets, informe pero de buena calidad, y unas pulgadas de pantorrillas abultadas por encima de los calcetines.
Lo hacían adrede, por supuesto. Colocaban el espejo ahí para que una se hiciera una idea clara de sus deficiencias, al instante, y acto seguido —esperaban— concluyera precipitadamente que debía comprar algo para enmendar la imagen. Una artimaña tan transparente que, si no hubiera entrado bien decidida, sabiendo qué necesitaba, la habría impulsado a largarse.
A lo largo de una pared había un perchero con vestidos de noche, todos idóneos para las reinas del baile, con encajes y tafetán y colores de ensueño. Y detrás de ellos, en una vitrina de cristal para que no los alcanzaran dedos profanos, media docena de trajes de boda de gasa blanquísima, satén vainilla o encaje color marfil, recamados de cuentas plateadas o de aljófares. Corpiños estrechos, escotes festoneados, faldas fastuosas. Ni de joven había contemplado tanto derroche, no solo en cuestión de dinero sino también de ambición, en la ridícula esperanza de transformación y de dicha.
Pasaron dos o tres minutos sin que apareciera nadie. A lo mejor la estaban espiando por una mirilla, pensando que no daba el tipo de clienta, y esperaban que se fuera.
No pensaba irse. Había avanzado desde el linóleo cercano a la puerta hasta la alfombra mullida y dejado atrás el espejo, cuando por fin se abrió una cortina al fondo de la tienda y salió Milady en persona, vestida con un traje negro con botones resplandecientes. Tacones altos, tobillos finos, faja tan ceñida que las medias de nailon siseaban, pelo dorado estirado hacia atrás, la cara maquillada.
—Se me ha ocurrido que podía probarme el traje del escaparate —dijo Johanna con voz ensayada—. El verde.
—Ah, es un traje precioso —asintió la mujer—. El caso es que el del escaparate es una talla diez. Yo diría que usted necesita una... ¿catorce, quizá?
Siseando, condujo a Johanna a la parte de la tienda donde colgaba la ropa corriente, los trajes y vestidos de diario.
—Está de suerte. Aquí tenemos una catorce.
Lo primero que hizo Johanna fue mirar el precio. Más del doble de lo que había esperado, y no iba a fingir otra cosa.
—Qué caro.
—Es lana de primera. —La mujer tanteó hasta dar con la etiqueta, tras lo cual leyó una descripción del tejido que Johanna no oyó porque había tomado el dobladillo para examinar la confección—. Es ligera como la seda, pero más resistente que el hierro. Ya ve que está todo forrado con un rayón de seda fabuloso. No cederá por el trasero ni se deformará como los trajes baratos. Fíjese en el cuello y los puños de terciopelo. También son de terciopelo los botoncitos de la manga.
—Ya los veo.
—Es el tipo de detalles que marcan la diferencia. Hay que pagarlos si se quieren tener. Me encanta el tacto del terciopelo. Solo lo lleva el verde, ¿sabe?; el melocotón no, aunque cuestan exactamente lo mismo.
De hecho eran el cuello y los puños de terciopelo los que, a ojos de Johanna, daban al traje un sutil aire lujoso y le despertaban el deseo de comprarlo. Pero no pensaba decirlo.
—Quizá me anime a probármelo.
Al fin y al cabo, había ido preparada para eso. Ropa interior limpia y polvos de talco en las axilas.
La mujer tuvo el buen juicio de dejarla sola en el luminoso cubículo. Johanna evitó el espejo como si fuera veneno, hasta que la falda estuvo derecha y la chaqueta bien abotonada.
Al principio miró solo el traje. Estaba muy bien. Era su talla; la falda le quedaba más corta que las que solía llevar, pero lo cierto es que la ropa que solía llevar ya no se estilaba. Con el traje no había ningún problema. El problema era lo que asomaba. Su cuello y su cara, el pelo y las manos grandotas y las gruesas piernas.
—¿Qué tal va? ¿Le molesta si echo una miradita?
Echa todas las miraditas que quieras, pensó Johanna. Ya verás que aunque la mona se vista de seda...
—Desde luego tendrá que llevarlo con medias y tacones altos. ¿Cómo se siente con él? ¿Cómoda?
—El traje me queda bien —dijo Johanna—. El traje no es el problema.
En el espejo, la cara de la mujer se transformó. Dejó de sonreír. Parecía decepcionada y cansada, pero más amable.
—A veces pasa. Una nunca sabe cómo le sienta algo hasta que se lo prueba. El caso... —dijo, con la voz imbuida de una convicción nueva y más moderada—, el caso es que usted tiene una buena figura, pero es una figura recia. Es usted robusta y ¿qué hay de malo en eso? Esos botoncitos de terciopelo tan monos no le van. No vale la pena que le dé más vueltas. Quíteselo y ya está.
Johanna estaba en ropa interior cuando se oyó un golpecito y una mano asomó por la cortina.
—Póngase esto, solo por probar.
Era un vestido de lana marrón, forrado, con falda amplia graciosamente plisada, mangas tres cuartos y un cuello redondo muy sobrio. Salvo por el estrecho cinturón dorado, más sencillo no podía ser. No costaba tanto como el traje, pero de todos modos le pareció muy caro para lo que era.
Al menos la falda tenía un largo más decente y la tela ondulaba con elegancia alrededor de las piernas. Johanna se armó de valor para mirarse al espejo.
Esta vez no parecía que se hubiera embutido en la prenda para gastar una broma.
La mujer entró, se puso a su lado y rió, pero con alivio.
—Es del mismo color que sus ojos. Usted no necesita usar terciopelo. Lleva terciopelo en la mirada.
Era el tipo de lisonja de la que Johanna se habría reído, pero en ese momento le pareció que era cierto. No tenía los ojos grandes, y si le hubieran pedido que describiera el color habría dicho: «Supongo que son castaños». Pero ahora los veía de un marrón intenso, suave y brillante.
No era que de pronto se creyera guapa ni nada por el estilo. Solo que sus ojos tenían un color muy bonito, si hubieran sido un retazo de tela.
—Apuesto a que no suele usar zapatos de vestir —dijo la mujer—. Pero si se pusiera medias y un poquito de tacón... Y apuesto a que nunca usa joyas, y bien que hace, y además con ese cinturón no las necesita.
Para cortar la perorata comercial, Johanna dijo:
—Bien, será mejor que me lo quite para que lo envuelva.
Le daba pena desprenderse del leve peso de la falda y del discreto cinturón dorado. Nunca en su vida había tenido esa sensación tonta de que mejoraba gracias a una prenda.
—Espero que sea para una ocasión especial —dijo la mujer mientras Johanna se apresuraba a ponerse su ropa de siempre, que de pronto le parecía insulsa.
—Es muy posible que me lo ponga para mi boda.
La sorprendió que las palabras hubieran escapado de su boca. No era un error grave: la mujer no sabía quién era ella y probablemente no hablaría con nadie que lo supiera. Sin embargo, tenía decidido guardar silencio al respecto. Tal vez había sentido que estaba en deuda con esa mujer: habían vivido juntas el desastre del traje verde y el descubrimiento del vestido marrón, y eso creaba un vínculo. Lo cual era un disparate. El trabajo de la mujer consistía en vender ropa y lo había conseguido.
—¡Vaya! —exclamó la mujer—. Vaya, qué maravilla.
Bueno, quizá, pensó Johanna, o quizá no. Podía casarse con cualquiera. Un granjero miserable que necesitara una yegua de carga o un viejo asmático y medio tullido que buscara una enfermera. Esa mujer no tenía idea de qué clase de hombre se había agenciado, y de todos modos no era asunto de ella.
—Seguro que es un matrimonio por amor —añadió la mujer, como si hubiera leído sus contrariados pensamientos—. Por eso en el espejo le brillaban los ojos. Se lo he envuelto en papel de seda; no tiene más que colgarlo y la tela se alisará sola. Si quiere, dele una planchadita, pero creo que no hará falta.
Luego vino el trámite de entregar el dinero. Las dos fingieron no fijarse mucho, pero las dos se fijaron.
—Merece la pena —dijo la mujer—. Una se casa solo una vez. Bueno, no es rigurosamente así...
—En mi caso será así —puntualizó Johanna.
Tenía la cara arrebatada porque, de hecho, de matrimonio no se había hablado nunca, ni siquiera en la última carta. Había revelado a la mujer algo que ella consideraba probable, y tal vez eso trajera mala suerte.
—¿Dónde lo conoció? —preguntó la mujer, todavía con un tono de alegría melancólica—. ¿Cómo fue la primera cita?
—A través de unos parientes —respondió Johanna sin faltar a la verdad. No tenía intención de decir nada más pero se oyó añadir—: En la Feria del Oeste. En London.
—La Feria del Oeste —repitió la mujer—. En London.
Lo mismo habría podido decir «el Baile de Palacio».
—Teníamos en casa a la hija de él y a su amiga —dijo Johanna, y pensó que en cierto modo habría sido más exacto decir que él, Sabitha y Edith la tenían a ella, Johanna, en su casa.
—Bien, debo decir que hoy he aprovechado el día. He proporcionado el vestido de bodas a la que será una novia feliz. Suficiente para justificar mi existencia.
La mujer ató el paquete con una cinta rosa, hizo un gran lazo innecesario y le dio un tijeretazo malévolo.
—Me paso aquí toda la jornada —dijo— y a veces no sé qué hago. ¿Qué crees que haces aquí?, me digo. Cambio la decoración del escaparate y hago algo para atraer a la gente, pero hay días..., hay días... en que no entra ni un alma por esa puerta. Ya lo sé..., la gente piensa que esta ropa es demasiado cara... Pero es buena. Es ropa buena. Quien quiere calidad tiene que pagarla.
—Seguro que entran cuando necesitan uno de esos —dijo Johanna mirando los vestidos de noche—. ¿Adónde van a ir, si no?
—Ese es el problema. Que no vienen. Van a la ciudad..., ahí es adonde van. Conducen cincuenta, cien millas sin que les importe gastar gasolina, y se dicen que así consiguen mejor género que el mío. Y no es así. No hay mejor calidad ni mejor selección. Nada. Lo que pasa es que les da vergüenza decir que se han comprado el traje de bodas en el pueblo. Algunas vienen, se prueban algo y dicen que se lo tienen que pensar. Ya volveré, dicen. Ah, claro, ya sé lo que eso significa, pienso yo. Significa que intentarán conseguir una cosita más barata en London o en Kitchener; y aunque no sea más barata, después de haber hecho el viaje, y hartas como están de mirar, se la compran de todos modos.
»No sé... —añadió—. Tal vez sería distinto si yo fuera de aquí. Este pueblo es muy cerrado. Usted tampoco es de aquí, ¿verdad?
—No —respondió Johanna.
—¿No le parece cerrado?
Cerrado.
—Quiero decir que a los de fuera les cuesta relacionarse.
—Yo me he acostumbrado a arreglármelas sola.
—Pero ha encontrado a alguien. Ya no tendrá que arreglárselas sola. ¿No es fantástico? A veces pienso que sería estupendo estar casada y quedarse en casa. Claro que he estado casada y trabajaba de todos modos. En fin. ¡A lo mejor entra un hombre caído del cielo, se enamora de mí y todo se soluciona!
Johanna tenía que darse prisa; la necesidad de conversar de la mujer la había retrasado. Caminaba presurosa para llegar a casa y esconder la compra antes de que Sabitha volviera de la escuela.
Entonces se acordó de que Sabitha no estaba: la prima de su madre, la tía Roxanne, se la había llevado el fin de semana a Toronto para que viviera como una auténtica niña rica y fuera a un colegio de niñas ricas. No obstante, siguió andando deprisa; tan deprisa que un listillo apoyado en la pared del drugstore le gritó: «¿Dónde es el incendio?», de modo que aflojó un poco el paso, para no llamar la atención.
La caja del vestido era un estorbo. ¿Cómo iba a saber que la tienda tenía sus propias cajas de cartón rosa, con «Milady» escrito en letras moradas? Eso la delataría.
Pensaba que era una tonta por haber hablado de la boda, cuando él no había dicho una palabra y ella habría debido recordarlo. Se habían dicho —o escrito— tantas cosas, se habían expresado tanto afecto y anhelo, que daba la impresión de que se había pasado por alto el matrimonio en sí. Como cuando una dice que se levantará por la mañana y no menciona el desayuno, aunque sin duda piensa desayunar.
En cualquier caso, debería haber mantenido la boca cerrada.
Vio al señor McCauley caminando en la dirección contraria por la otra acera. No había problema; aunque se hubieran encontrado de frente, él ni siquiera habría reparado en la caja. Se habría llevado un dedo al ala del sombrero y habría seguido su camino, seguramente dándose cuenta de que era su ama de llaves, aunque quizá no. Tenía otras cosas en la cabeza y, por lo que todos sabían, bien podía ser que estuviese mirando un pueblo distinto del que veían ellos. Cada día laborable —y a veces, por despiste, los domingos y festivos— se ponía uno de sus tres trajes con chaleco, el abrigo ligero o el grueso, el sombrero de fieltro gris y los zapatos bien lustrados y recorría Exhibition Road hasta el centro, donde todavía tenía el despacho encima de lo que había sido la tienda de arreos y artículos de viaje. Decían que era una agencia de seguros, aunque hacía muchísimo tiempo que el señor McCauley no se ocupaba de vender seguros. A veces alguien subía la escalera para verlo, tal vez para hacerle una pregunta sobre pólizas o más probablemente sobre límites de terrenos, la historia de una propiedad del pueblo o de una granja en el campo. El despacho estaba lleno de mapas viejos y nuevos, y a él nada le gustaba tanto como desplegarlos y sumirse en conversaciones que desbordaban con mucho la pregunta. Tres o cuatro veces al día salía a dar un paseo, como ahora. Durante la guerra había guardado su McLaughlin-Buick en el granero e iba a todas partes a pie para dar ejemplo. Quince años más tarde, era como si todavía estuviera dando ejemplo. Con las manos enlazadas a la espalda, parecía un hacendado benévolo que inspeccionara sus propiedades o un predicador contento de observar a su rebaño. Desde luego, la mitad de quienes se cruzaban con él no tenía ni idea de quién era.
El pueblo había cambiado, incluso desde que Johanna vivía en él. El comercio se había desplazado a la autopista, donde había un hipermercado, un Canadian Tire y un motel con bar y bailarinas en topless. Algunas tiendas del pueblo habían intentado maquillarse con pintura rosa, violeta o verde oliva, pero la pintura ya empezaba a descamarse sobre los viejos ladrillos y varios interiores estaban vacíos. Era casi seguro que Milady correría la misma suerte.
¿Qué habría hecho Johanna de haber sido aquella mujer? Para empezar, nunca habría tenido tantos vestidos de noche recargados. ¿Qué habría tenido, pues? Pasándose a la ropa barata solo habría conseguido entrar en competencia con Callaghans y el hipermercado, y probablemente eso no habría dado para seguir adelante. ¿Qué tal probar con ropa selecta para bebés y niños e intentar atraer a tías y abuelas con dinero, dispuestas a gastar en esos caprichos? De las madres mejor olvidarse: seguirían yendo a Callaghans, pues tenían menos dinero y más juicio.
Pero si ella —Johanna— estuviera a cargo del negocio, jamás lograría atraer a nadie. Podría decidir qué era necesario hacer y cómo hacerlo, y darse una vuelta para supervisar a quienes lo hicieran, pero nunca sería capaz de seducir o engatusar. Tómenlo o déjenlo, sería su actitud. Y sin duda ellos lo dejarían.
Eran poquísimas las personas que se encariñaban con ella, y hacía mucho que lo sabía. Sabitha, desde luego, no había derramado ni una lágrima al despedirse, y eso que Johanna era lo más parecido a una madre que tenía, desde que la suya había muerto. Al señor McCauley le disgustaría que se fuera porque ella le había prestado buenos servicios y sería difícil reemplazarla, pero no le dedicaría un pensamiento más. Tanto él como su nieta eran seres malcriados y egoístas. En cuanto a los vecinos, no cabía duda de que se alegrarían. Johanna había tenido problemas a los dos lados de la propiedad. De un lado habían venido por el perro, que iba a cavar al jardín para enterrar y recuperar su provisión de huesos, cuando bien habría podido hacerlo en su casa. Y del otro, por el cerezo negro, que estaba en el terreno de los McCauley pero daba la mayoría de las cerezas en las ramas que colgaban sobre el otro jardín. En ambos casos, ella había armado un buen escándalo y vencido. Ahora el perro estaba atado y los otros vecinos dejaban las cerezas en paz. Subiéndose a la escalera de mano ella podía estirarse hasta alcanzar las ramas del jardín contiguo; claro que ellos ya no ahuyentaban a los pájaros y eso se notaba en la recolección.
El señor McCauley les habría dejado recogerlas. Habría dejado que el perro cavara. Habría dejado que se aprovecharan de él. En parte porque, como eran familias nuevas que vivían en las casas nuevas, prefería no hacerles caso. En el pasado solo había tres o cuatro viviendas grandes en Exhibition Road. Enfrente de ellas estaba el recinto ferial, donde se celebraba la feria de otoño (oficialmente llamada Exposición de Agricultura; de ahí el nombre de la calle), y, en medio, huertas de frutales y pequeños prados. Hacía alrededor de doce años que esas tierras se habían vendido en parcelas de superficie mediana y se habían construido casas; casitas de estilos alternos, unas de dos plantas y otras de una sola. Algunas ya estaban bastante destartaladas.
El señor McCauley solo conocía a los habitantes de un par de casas, con los que mantenía relaciones amistosas: la maestra —la señorita Hood— y su madre, y los Shultz, que tenían el taller de reparación de calzado. La hija de los Shultz, Edith, era o había sido la mejor amiga de Sabitha. Era natural, pues iban al mismo curso en la escuela —al menos el año anterior, después de que Sabitha repitiese— y vivían cerca la una de la otra. Al señor McCauley no le había preocupado; tal vez supiera que al cabo de poco tiempo se llevarían a Sabitha a Toronto para que viviera una vida diferente. Johanna no habría elegido a Edith, si bien la niña no era maleducada ni causaba problemas cuando iba a casa. Y tampoco era tonta. Acaso ese había sido el problema: que era lista y Sabitha no lo era tanto. Había vuelto a Sabitha maliciosa.
Todo aquello se había acabado. Tras la aparición de la prima Roxanne —la señora Huber—, la niña Shultz formaba parte del pasado infantil de Sabitha.
Me encargaré de que te lleven todos tus muebles en el tren lo antes posible y pagaré tan pronto como me digan cuánto va a costar. Se me ha ocurrido que ahora los necesitarás. Supongo que no te sorprenderá mucho que haya pensado que no te molestaría que yo también fuera para ayudarte como espero poder hacerlo.
Esta era la carta que había llevado al correo antes de ir a realizar las gestiones en la estación de ferrocarril. Era la primera que le enviaba a él directamente. Las otras las había deslizado con las cartas que le hacía escribir a Sabitha. Y las de él habían llegado de la misma forma, pulcramente dobladas y con su nombre, Johanna, escrito a máquina en el dorso de la página para no dar lugar a equivocaciones. Así habían evitado que los de la estafeta se enterasen, aparte de que nunca venía mal ahorrarse un sello. Por supuesto, Sabitha podría haber informado a su abuelo y hasta haber leído el texto dirigido a Johanna, pero la niña tenía tan poco interés en comunicarse con su abuelo como en escribir o recibir cartas.
Los muebles estaban almacenados en el establo, que era un simple establo de pueblo, no un establo de verdad con animales y granero. La primera vez que Johanna había ido a mirarlos, alrededor de un año antes, los había encontrado mugrientos y salpicados de excrementos de paloma. Estaban apilados de cualquier manera sin nada que los cubriera. Había llevado al patio los que había podido arrastrar, a fin de despejar el establo para llegar hasta los más voluminosos y pesados: el sofá, el aparador, la vitrina y la mesa. La cabecera de la cama la podía desmontar. Acometió la madera con trapos suaves para quitar el polvo, luego con aceite de limón, y, cuando terminó, relucía como caramelo. Caramelo de arce; y es que la madera era de arce azucarero. A ella le parecía distinguidísima, como las colchas de satén y el pelo rubio. Distinguida y moderna, en total contraste con la madera oscura y los fastidiosos labrados de los muebles que lustraba en la casa. Entonces había pensado que aquellos eran los muebles de él, y lo mismo pensó al sacarlos ese miércoles. Había puesto mantas viejas sobre la pila inferior, para protegerla de lo que estaba encima, y lo había cubierto todo con sábanas para salvaguardarlo de los pájaros, y gracias a eso ahora solo tenía una leve capa de polvo. Aun así volvió a limpiarlos y a aplicarles aceite de limón antes de guardarlos, protegidos de la misma forma, a la espera del camión del viernes.
Estimado señor McCauley:
Me voy en el tren de esta tarde (viernes). Soy consciente de que lo hago sin haberle dado el preaviso, pero renuncio a mi última paga, que el próximo lunes sería de tres semanas. En la olla de vapor que está sobre la cocina hay estofado de ternera, que solo tiene que calentar. Alcanzará para tres comidas, aunque tal vez pueda estirarlo a cuatro. En cuanto esté caliente y se haya usted servido lo que le apetezca, ponga la tapa y métalo en la nevera. Acuérdese de taparlo enseguida para que no se eche a perder. Recuerdos para usted y para Sabitha. Probablemente tendrán noticias mías cuando me haya establecido.
JOHANNA PARRY
P. D.: Le he enviado los muebles al señor Boudreau porque tal vez los necesite. Cuando caliente el estofado, no olvide fijarse en si hay agua suficiente en el fondo de la olla.
Al señor McCauley no le costó descubrir que el billete que había comprado Johanna era para Gdynia, Saskatchewan. Le bastó con llamar al encargado de la estación y preguntarle. No se le ocurría cómo describir a Johanna —¿parecía vieja o joven?, ¿era flaca o más bien corpulenta?, ¿de qué color era su abrigo?—, pero no hizo falta una vez que mencionó los muebles.
Cuando se recibió la llamada, en la estación había unas pocas personas que esperaban el tren del atardecer. Al principio el encargado intentó hablar en voz baja, pero se alteró al enterarse de que los muebles eran robados (en realidad, lo que dijo el señor McCauley fue «y creo que se llevó unos muebles»). Juró que de haber sabido quién era la mujer y qué se proponía no la habría dejado subir al tren. Esta afirmación fue oída, repetida y creída, sin que nadie preguntara cómo habría detenido a una mujer adulta que había pagado el billete si no tenía una prueba irrefutable de que era una ladrona. La mayoría de los que repitieron las palabras creían que habría podido detenerla y que lo habría hecho; creían en la autoridad de los encargados de estación y de los ancianos elegantes que, como el señor McCauley, caminaban erguidos y vestían traje con chaleco.
El estofado de ternera estaba excelente, como todo lo que cocinaba Johanna, pero el señor McCauley se dio cuenta de que no podía tragarlo. Hizo caso omiso de la instrucción referente a la tapa y dejó la olla abierta sobre la cocina, y ni siquiera apagó el fogón hasta que el agua del fondo se consumió y el olor del metal ahumado lo alertó.
Era el olor de la traición.
Se dijo que al menos debía agradecer que alguien se hubiera encargado de Sabitha y él no tuviera que preocuparse por eso. Su sobrina —en realidad la prima de su mujer, Roxanne— le había escrito diciéndole que, por lo que había visto durante su visita al lago Simcoe aquel verano, iba a costar manejar a la niña.
«Francamente, dudo que usted y esa mujer que ha contratado sepan arreglárselas cuando los chicos empiecen a pulular a su alrededor como moscardones.»
No había llegado al extremo de preguntarle si quería vérselas con otra Marcelle, pero eso era lo que daba a entender. Había dicho que mandaría a Sabitha a un buen colegio, donde al menos le enseñarían buenos modales.
Encendió el televisor para distraerse, pero no sirvió de nada.
Eran los muebles lo que lo sublevaba. Era Ken Boudreau.
Lo cierto era que tres días antes —justo el día en que Johanna había comprado el billete, según acababa de decirle el encargado de la estación— el señor McCauley había recibido una carta de Ken Boudreau preguntándole si podía: a) adelantarle algún dinero como parte del pago por los muebles guardados en el granero del señor McCauley, que eran suyos (de Ken Boudreau) y de su difunta esposa, Marcelle, o b) de no encontrar la forma de hacerlo, venderlos por lo máximo que pudiera sacar y enviarle la suma lo antes posible a Saskatchewan. No había ninguna alusión a los préstamos que el suegro había hecho al yerno, todos contra el valor de los muebles y por un total que excedía lo que pudiera obtenerse de la venta. ¿Acaso Ken Boudreau lo había olvidado? ¿O simplemente confiaba —lo que era más probable— en que lo hubiera olvidado su suegro?
Al parecer ahora tenía un hotel. Pero la carta rebosaba de diatribas contra el propietario anterior, que lo había engañado respecto a diversos particulares.
«Estoy convencido de que si logro superar este escollo —decía— aún podré sacarle provecho.» Pero ¿cuál era el escollo? La necesidad inmediata de dinero, pero Ken Boudreau no explicaba si se lo debía al propietario anterior, al banco, a un prestamista hipotecario o a quién. Era lo de siempre: un tono desesperado y adulador, mezclado con cierta arrogancia, el convencimiento de que se le debía una reparación por las heridas infligidas, la vergüenza sufrida, a causa de Marcelle.
Con muchas prevenciones, pero recordando que al fin y al cabo Ken Boudreau era su yerno, había combatido en la guerra y soportado Dios sabía qué problemas en su matrimonio, el señor McCauley se había sentado a escribir una carta en la que decía que no tenía idea de cómo obtener el mejor precio por los muebles, que le sería muy difícil averiguarlo y que le adjuntaba un talón, que consideraba sin ambages un préstamo personal. Deseaba que su yerno lo aceptara como tal y recordara los muchos préstamos similares efectuados en el pasado, que en conjunto, creía él, excedían el valor de los muebles. Incluía una lista de sumas de dinero y fechas. Aparte de cincuenta dólares abonados hacía casi dos años (y de la promesa de que seguirían pagos periódicos), no había recibido nada. Sin duda el yerno comprendía que, a consecuencia de esos préstamos sin intereses y nunca saldados, los ingresos del señor McCauley se habían reducido, pues no había podido invertir ese dinero.
Había pensado añadir: «No soy tan tonto como al parecer crees», pero decidió no hacerlo, pues el comentario habría revelado su irritación y acaso su debilidad.
Y ahora, mira por dónde, el hombre se había adelantado reclutando a Johanna para su plan —siempre sabía enredar a las mujeres— y se había quedado con los muebles y el talón. Ella había pagado el transporte; se lo había dicho el encargado de la estación. Aquellos trastos de arce vistosos y modernos ya se habían sobrevalorado en negociaciones anteriores, de modo que no obtendrían gran cosa por ellos, sobre todo contando lo que les había cobrado el ferrocarril. De haber sido más inteligentes se habrían limitado a llevarse algo de la casa, algún aparador antiguo o uno de esos canapés demasiado incómodos para usarlos, fabricados y comprados el siglo anterior. Eso, desde luego, habría sido lisa y llanamente un robo. Pero lo que habían hecho no andaba muy lejos.
Se fue a la cama decidido a denunciarlos.
Se despertó en la casa solo, sin que llegara de la cocina olor a café ni a desayuno. En cambio, aún se percibía en el ambiente un tufillo a olla quemada. El frío otoñal se había instalado en las abandonadas habitaciones de techos altos. La noche anterior y las precedentes había hecho calor; aún no se había encendido la caldera y, cuando el señor McCauley la puso en marcha, el aire caliente llegó acompañado de una vaharada a humedad de sótano, a moho y tierra y podredumbre. Se lavó y vistió despacio, con pausas distraídas, y desayunó una rebanada de pan untada con mantequilla de cacahuete. Pertenecía a una generación en la que había hombres de los cuales se decía que eran incapaces siquiera de hervir agua, y él era uno de ellos. Miró por las ventanas delanteras y al otro lado de la pista de carreras vio los árboles engullidos por la niebla matinal, que al parecer seguía avanzando, en lugar de retroceder como habría debido a esa hora. Tuvo la impresión de divisar en la niebla los imponentes edificios del viejo recinto ferial: construcciones corrientes y espaciosas, como enormes graneros. Habían estado años y años sin usarse —durante toda la guerra—, y ya no recordaba qué había sido de ellos al final. ¿Los habían demolido o se habían derrumbado? Detestaba las carreras que organizaban ahora en aquel lugar, la multitud y el altavoz y el alcohol ilegal y el desastroso tumulto de los domingos de verano. Cuando pensaba en eso se acordaba de la pobre Marcelle, su hija, sentada en los escalones del porche, saludando a gritos a compañeros de escuela ya adultos que bajaban de los coches aparcados y se apresuraban a ver las carreras. Qué emocionada estaba, qué contenta de haber vuelto al pueblo, cómo abrazaba y retenía a la gente hablando a cien por hora, parloteando sobre la infancia y lo mucho que había echado de menos a todo el mundo. Decía que lo único imperfecto de la vida era que añoraba a su marido, Ken, quien se había quedado en el oeste por asuntos de trabajo.
Salía en pijama de seda, con el pelo, teñido de rubio, sin peinar. Tenía delgados los brazos y las piernas, pero la cara un poco abotargada, y lo que ella llamaba bronceado parecía un marrón enfermizo que no era debido al sol. Tal vez fuese ictericia.
La niña se quedaba dentro viendo la tele, dibujos animados de domingo para los que sin duda ya era demasiado mayor.
Él no sabía cuál era el problema, ni estaba seguro de que hubiera alguno. Marcelle se había marchado a London a que le hicieran un examen, cosas de mujeres, y había muerto en el hospital. Cuando él había telefoneado al marido para comunicárselo, Ken Boudreau había dicho: «¿Qué tomó?».
Si la madre de Marcelle hubiese vivido aún, ¿las cosas habrían sido diferentes? Lo cierto era que la perplejidad de la madre, cuando vivía, no había sido menor que la de él. Lloraba sentada en la cocina mientras la hija adolescente, encerrada con llave en su habitación, se descolgaba por la ventana hasta el techo del porche para ser recibida por coches llenos de muchachos.
En la casa dominaba una sensación de abandono cruel, de falsedad. Sin duda él y su mujer habían sido buenos padres, a quienes Marcelle había puesto contra la pared. Cuando se fugó para casarse con un piloto de aviación, habían confiado en que al fin se encarrilaría. Se mostraron tan generosos con ellos como si hubieran sido la pareja más correcta. Pero todo se había ido al garete. Con Johanna Parry había sido igualmente generoso, y mira por dónde que ella también se volvía contra él.
Se encaminó al pueblo y entró en el hotel a desayunar. La camarera dijo: «Qué madrugador ha sido hoy».
Y mientras ella le servía el café empezó a explicarle que el ama de llaves se había marchado sin mediar advertencia ni provocación, que no solo había abandonado el trabajo sin darle el preaviso, sino que además se había llevado un montón de muebles que habían pertenecido a su hija y que ahora se suponía que pertenecían a su yerno, aunque en realidad no era así porque los habían comprado con la dote de su hija. Le contó que su hija se había casado con un piloto de aviación, un individuo apuesto y en apariencia honrado, en quien no se podía confiar en cuanto doblaba la esquina.
«Disculpe —dijo la camarera—. Me encantaría charlar, pero hay gente que espera el desayuno. Disculpe...»
Subió las escaleras del despacho y, desplegados sobre el escritorio, encontró los viejos mapas que había estudiado el día anterior en un intento de localizar el primer cementerio del condado (abandonado, según creía, en 1839). Encendió la luz y se sentó, pero se dio cuenta de que no lograba concentrarse. Después de la regañina de la camarera —o de lo que él consideraba una regañina—, no había podido tomar el desayuno ni disfrutar del café. Decidió dar un paseo para serenarse.
Pero en vez de caminar como acostumbraba, saludando a la gente e intercambiando unas pocas palabras con cada uno, se encontró prorrumpiendo en largas parrafadas. Apenas le preguntaban cómo estaba esa mañana, empezaba, del modo más insólito y hasta vergonzoso, a dar rienda suelta a sus penas y, al igual que la camarera, los otros esgrimían ocupaciones urgentes, asentían con la cabeza mientras movían los pies y se excusaban para alejarse. No daba la impresión de que la mañana se volviera más cálida como solía ocurrir cuando al amanecer había niebla; puesto que la chaqueta no abrigaba lo suficiente, buscó refugio en las tiendas.
Los más consternados eran quienes lo conocían desde hacía más tiempo. Siempre había sido un hombre reservado: un caballero educado que tenía la mentalidad de otro tiempo y usaba la cortesía a modo de airosa disculpa por sus privilegios (lo que en cierto modo parecía un chiste, porque esos privilegios eran sobre todo un recuerdo personal y nadie los percibía). Era la última persona de quien cabía esperar que ventilara sinsabores o pidiera compre