1
Seth Adams se marchó del apartamento de Annie Ferguson, en el barrio de West Village, una soleada tarde de domingo de septiembre. Era apuesto, divertido, inteligente y de trato agradable, y llevaban saliendo dos meses. Se habían conocido en un picnic en los Hamptons celebrado con motivo de la fiesta del Cuatro de Julio, y él estaba tan entusiasmado con su carrera profesional como Annie con la suya. Seth se había licenciado en la Escuela de Negocios de Harvard hacía dos años y disfrutaba de un ascenso meteórico en un banco de inversiones de Wall Street. Annie había finalizado sus estudios en la facultad de arquitectura de Columbia hacía seis meses y estaba entusiasmada con su primer trabajo en un importante estudio de arquitectura. Era su sueño hecho realidad. Se habían fijado el uno en el otro desde la otra punta de una sala abarrotada y ahora formaban una bella pareja. Fue un flechazo a primera vista. Había sido un verano fantástico y ya hablaban de alquilar juntos una casa en la montaña con algunos amigos. Estaban enamorándose y les ilusionaba pensar en los buenos tiempos que tenían por delante.
Para Annie era el mejor momento de su vida: fines de semana con Seth, relaciones sexuales apasionadas, encuentros felices a bordo del precioso velero que él acababa de comprar... Lo tenía todo: un hombre nuevo, un hogar nuevo, el primer gran paso en la carrera por la que había trabajado tan duro... A sus veintiséis años se sentía la mujer más feliz del mundo. Era alta, rubia y hermosa. Tenía una sonrisa capaz de derretir a cualquiera, y mucho por lo que sonreír. Su vida era tal y como había soñado.
Tras disfrutar de otro fin de semana perfecto en el barco, aquella tarde tuvo que obligar a Seth a irse, pues tenía trabajo. Quería dedicarle un rato a su primer proyecto importante para un cliente con el que se reuniría al día siguiente. Tenía que dejarlo impresionado; los planos en los que había estado trabajando eran meticulosos y su supervisor inmediato había mostrado un gran respeto por sus ideas y estaba dispuesto a brindarle la oportunidad de que se luciera. Acababa de sentarse a la mesa de dibujo cuando le sonó el móvil. Aunque hacía solo cinco minutos que Seth se había marchado del apartamento, pensó que sería él. A veces la llamaba enseguida para decirle lo mucho que ya la echaba de menos.
Annie sonrió, pensando en él, y entonces vio en la pantalla que la llamada era de su hermana Jane, diez años mayor que ella. Se querían con locura, y Jane había sido como una madre para ella desde que sus padres habían fallecido cuando Annie tenía dieciocho años. Jane estaba felizmente casada, vivía en Greenwich, Connecticut, y tenía tres hijos adorables. Las dos hermanas parecían casi gemelas. Jane era como una versión ligeramente mayor de Annie, y se moría de ganas de conocer a Seth. Lo consideraba como el protector de su hermana pequeña. Lo único que deseaba para Annie era que encontrara a alguien tan maravilloso como su propio marido, Bill, y que un día fuera tan feliz como ella. Jane y Bill Marshall llevaban casados catorce años y se comportaban como si aún estuvieran de luna de miel. Eran los modelos de conducta que Annie esperaba emular algún día, pero de momento estaba centrada en su flamante carrera profesional, a pesar de la deliciosa distracción que le había supuesto Seth aquellos dos últimos meses. Annie aspiraba a convertirse en una gran arquitecta algún día.
—¿Está Seth ahí? —le preguntó Jane con complicidad, y su hermana menor se echó a reír.
Jane era una gran artista que trabajaba por cuenta propia como ilustradora de libros infantiles, pero siempre le habían interesado más su marido y sus hijos que su carrera. Bill era el director de una pequeña pero respetada editorial. Habían pasado el fin de semana en la isla de Martha’s Vineyard, donde habían disfrutado de una escapada romántica lejos de los tres niños aprovechando que tenían que cerrar la casa de veraneo que tenían allí.
—Se acaba de ir —respondió Annie.
—¿Tan pronto? —Jane se sintió decepcionada por ella.
—Debo trabajar. Mañana tengo una presentación muy importante para un gran cliente y quería preparar los planos.
—Buena chica. —Jane estaba orgullosísima de su hermana pequeña. Para ella era una estrella—. Estaremos en casa dentro de un par de horas. Salimos ahora mismo. Bill está revisando la avioneta. Ha hecho un fin de semana estupendo. Qué rabia tener que cerrar la casa.
Les encantaba aquella isla, y a sus hijos también. Habían comprado la casa al nacer la mayor, Lizzie. La niña tenía ahora doce años y era el vivo retrato de su madre. Ted tenía ocho y era clavado a Bill, tan encantador y de trato fácil como él. Y en cuanto a la más pequeña, Katie, a Jane le gustaba decir que venía de otro planeta. Con cinco años opinaba ya sobre todo, era increíblemente inteligente y no tenía miedo a nada. Era un espíritu adulto en un cuerpo de niña, y siempre decía que su tía Annie y ella eran mejores amigas.
—¿Qué tal el tiempo por Nueva York? —preguntó Jane tratando de entablar conversación. Era época de huracanes, pero en Vineyand, como se conocía popularmente la isla, había hecho buen tiempo.
—Ha hecho sol y calor todo el fin de semana, pero dicen que esta noche se avecina una tormenta. A mí no me lo parece —contestó Annie.
—Aquí también esperan tormenta... Se ha levantado viento hace una hora, pero de momento el tiempo aguanta. Bill quiere llegar a casa antes de que empeore.
En aquel momento su marido le hizo señas desde la avioneta. Jane cogió la taza desechable y fue hacia él mientras ponía fin a la conversación con Annie.
—Te llamo cuando lleguemos a casa. No trabajes mucho... Te quiero. ¿Por qué no traes a Seth a cenar el fin de semana que viene?
—Lo intentaré. Puede que tenga que trabajar, depende de cómo vaya la reunión mañana. Yo también te quiero. Llámame luego —dijo Annie con soltura antes de colgar y volver al trabajo.
Desplegó los planos y los estudió con detenimiento. Vio unas cuantas modificaciones que se había propuesto hacer, poca cosa, pero era una perfeccionista y quería que no hubiera el mínimo error en la presentación del día siguiente. Con parsimonia y meticulosidad, comenzó a realizar los cambios en los que llevaba pensando todo el fin de semana.
Jane subió a la avioneta que era el orgullo y la alegría de su marido. Bill había sido piloto de la armada, y los aviones eran la gran pasión de su vida. Aquel era el más grande que había tenido, un Cessna 414 Chancellor de ocho plazas, ideal para ellos, sus tres hijos y Magdalena, la canguro, cuando los acompañaba, con lo que quedaba espacio para dos personas más, o para la montaña de bolsas y maletas que Jane llevaba siempre a rastras de aquí para allá entre Greenwich y la isla. La avioneta era un lujo, pero significaba más para Bill que la casa y era su bien más preciado. Jane se sentía totalmente segura con Bill a los mandos, más que en los vuelos comerciales. Siempre tenía en regla el permiso y estaba habilitado como piloto de vuelo instrumental.
—¿Quieres poner el culo en el asiento de una vez? —dijo él en tono bromista mientras Jane metía otra bolsa en la avioneta—. Se acerca una tormenta y quiero estar en casa antes de que llegue.
El cielo empezaba a oscurecer y la larga melena rubia de Jane ondeaba al viento. Se montó de un salto y él se acercó para darle un beso antes de concentrarse en los cuadrantes que tenía delante. Disponía ya de la autorización para despegar, y contaba con los instrumentos necesarios para la navegación en caso de meteorología adversa. Bill se puso los auriculares para hablar con la torre de control mientras Jane sacaba una revista del bolso. Le encantaba leer revistuchas del corazón para enterarse de la vida de las actrices famosas, de sus romances y de sus rupturas, y comentarlas con Annie como si aquellas celebridades fueran amigas suyas. Su marido disfrutaba metiéndose con ellas por semejante afición.
Bill observó el cielo con atención mientras despegaban con un fuerte viento y ascendió rápidamente a la altitud que le habían indicado desde la torre de control. En una hora aproximadamente aterrizarían en el aeropuerto del condado de Westchester. Era un vuelo fácil; solo tenía que estar atento al tráfico en los alrededores de Boston. Charló en tono afable con la torre varias veces y sonrió a Jane. Habían disfrutado del fin de semana. Era agradable tener a su mujer para él solo, lejos de los niños, por mucho que los quisiera.
—Annie parece ir en serio con su chico nuevo —le comentó Jane mientras él reía.
—No estarás contenta hasta que la cases. —Bill conocía bien a su mujer, y ambos sabían que tenía razón—. Aún es una niña, y además acaba de encontrar su primer trabajo.
—Yo tenía veintidós cuando me casé contigo —le recordó—. Annie tiene veintiséis.
—No te tomabas tu profesión tan en serio como ella. Dale una oportunidad. Tampoco es una solterona.
Ni lo sería nunca. Era joven y hermosa, y los hombres siempre le iban detrás. Pero Bill estaba en lo cierto; Annie quería tener encarrilada su carrera como arquitecta antes de sentar la cabeza, lo que a él le parecía sensato. Y aunque a ella le encantaba ser tía, no estaba preparada para tener hijos.
Jane notó que Bill se abstraía de la conversación para concentrarse en el cielo plomizo. El viento cambió de golpe, y Jane vio que se dirigían hacia una tormenta. No dijo nada a su marido, ya que no le gustaba molestarlo cuando pilotaba, así que miró por la ventanilla y luego abrió la revista y tomó un sorbo de café. Un instante después la avioneta comenzó a dar sacudidas y la bebida le salpicó en el regazo.
—¿Qué ha sido eso?
—Se acerca una tormenta —dijo su marido con la mirada puesta en los cuadrantes.
Bill informó al controlador de que estaban encontrándose con un viento muy variable y este le autorizó a descender a menor altitud. Jane alcanzó a ver un avión de pasajeros grande volando por encima de ellos a su izquierda, probablemente procedente de Europa, con destino a Logan o al JFK.
La avioneta siguió dando bandazos incluso después de haber cambiado de altitud, y con el paso de los minutos la situación empeoró. Jane vio un relámpago en el cielo.
—¿Deberíamos aterrizar?
—No, vamos bien —respondió Bill esgrimiendo una sonrisa tranquilizadora.
Comenzaba a llover. Para entonces sobrevolaban la costa de Connecticut y Bill se volvió hacia ella para decirle algo cuando se produjo una explosión en el motor izquierdo. Entonces el avión se inclinó peligrosamente mientras Bill se concentraba en los controles.
—Mierda, ¿qué ha sido eso? —dijo Jane con voz quebrada.
Nunca antes había sucedido nada parecido, y Bill parecía muy tenso.
—No sé. Podría ser una fuga de combustible. No estoy seguro —respondió él lacónico, apretando la mandíbula.
Bill controlaba a duras penas la avioneta mientras perdían altitud por momentos. Como se había prendido fuego en el motor, decidió hacer descender el aparato en busca de un claro donde aterrizar. Jane no dijo nada. Se limitó a observar a Bill tratando de nivelar de nuevo el avión. Cada vez estaban más escorados y descendían a una velocidad aterradora mientras Bill llamaba al controlador para comunicarle su situación.
—Estamos cayendo en picado, tenemos el ala izquierda en llamas —dijo con calma.
Jane alargó la mano y le tocó el brazo suavemente. Bill, sin soltar en ningún momento los mandos, le dijo que la amaba. Esas fueron las últimas palabras que pronunció antes de que el Cessna se estrellara contra el suelo, explotara y se convirtiera en una bola de fuego.
El móvil de Annie sonó de nuevo mientras eliminaba otro cambio en los planos que le había llevado una hora realizar. Como no le gustaba el resultado, estaba modificándolo con delicadeza para dejarlo como antes. Estaba concentradísima, y miró un momento el teléfono, que se encontraba sobre la mesa de dibujo. Sería Jane, que llamaba para decirle que habían llegado a casa. Estuvo a punto de no responder, pues no quería interrumpir su concentración y a Jane siempre le gustaba charlar un rato.
Annie intentó no hacer caso del móvil, pero el sonido de la llamada era molesto e insistente y acabó cogiéndolo.
—¿Te importa que te llame más tarde? —dijo al contestar el teléfono, pero se topó con un torrente de palabras en español.
Annie reconoció la voz. Era Magdalena, la salvadoreña que cuidaba de los hijos de Jane y Bill. Parecía desesperada. Annie conocía bien aquellas llamadas. Magdalena tenía su número por si ocurría algo estando Bill y Jane fuera de casa. Por lo general, solo la llamaba cuando uno de los niños se hacía daño, pero Annie sabía que su hermana estaría al llegar, si no había llegado ya. No entendía una palabra de lo que decía Magdalena en aquel español atropellado.
—Están de camino a casa —la tranquilizó.
Solía ser Ted quien se caía de un árbol o de una escalera o se hacía un chichón en la cabeza. Era un niño movido y propenso a los accidentes. Las niñas eran mucho más reposadas. Lizzie era casi una adolescente, y Katie tenía mucha energía, pero más a nivel verbal que atlético, y nunca se había hecho daño.
—He hablado con Jane hace un par de horas —dijo Annie con calma—. Estarán al llegar.
Magdalena soltó entonces otra sarta de palabras en español. Parecía que estaba llorando, y lo único que Annie entendió fue «la policía».
—¿Qué pasa con la policía? ¿Los niños están bien? —Puede que uno de ellos hubiera sufrido una lesión realmente grave. Hasta entonces solo habían sido minucias, salvo cuando Ted se había roto la pierna al caer de un árbol en Vineyand, estando sus padres presentes—. Háblame en inglés —insistió Annie—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Le ha pasado algo a alguien?
—A tu hermana... la policía ha llamado... el avión...
Annie sintió como si hubiera salido disparada de un cañón y estuviera dando vueltas en el aire. Todo sucedía a cámara lenta, y sintió que se tambaleaba al oír aquellas palabras.
—¿Qué has dicho? —consiguió articular Annie con voz chirriante a través de los cristales rotos que notaba en la garganta. Cada palabra que salía de su boca le causaba dolor físico—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha DICHO la policía? —le preguntó a Magdalena alzando la voz sin darse cuenta de ello. Pero Magdalena no hacía más que llorar—. ¡DÍMELO, MALDITA SEA! —le gritó Annie mientras Magdalena intentaba contarle lo sucedido en inglés.
—No sé... ha ocurrido algo... la he llamado al móvil y no contesta... dicen... dicen que... el avión se ha incendiado. Era la policía de New London.
—Ahora te llamo —dijo Annie, y le colgó.
Cuando por fin dio con un número de emergencias de la policía de New London, la derivaron a otro número. Una voz le preguntó quién era, y, tras la respuesta de Annie, se produjo un silencio interminable al otro lado del teléfono.
—¿Está usted cerca de aquí? —quiso saber la voz.
—No, no estoy cerca —contestó Annie, que no sabía si romper a llorar o empezar a gritarle a aquella desconocida. Había ocurrido algo terrible. Rezó para que solo estuvieran heridos—. Estoy en Nueva York —explicó—. ¿Qué le ha pasado al avión?
Annie le facilitó los números de catálogo de la avioneta de Bill, y una voz masculina se puso al teléfono. El hombre se identificó como capitán, y le dijo lo que ella no quería saber y jamás habría querido escuchar. Le explicó que el avión había explotado debido al impacto y que no había habido supervivientes. Él le preguntó si sabía quién viajaba en el aparato.
—Mi hermana y su marido —respondió Annie con un hilo de voz y la mirada perdida.
Aquello no había sucedido. No era posible. A ellos no. Pero así era. No sabía qué decir, así que dio las gracias al capitán y colgó. Le dijo que podría localizarla en casa de su hermana, en Greenwich, y le dictó el número de teléfono. Luego cogió el bolso y salió del apartamento sin apagar siquiera las luces.
Más tarde no fue capaz de recordar cómo había subido al coche o cómo había viajado hasta Greenwich bajo la lluvia. No tenía recuerdo alguno de aquel momento. La tormenta anunciada había llegado a Nueva York. Aparcó en la entrada de la casa de su hermana y en el trayecto a pie hasta la puerta se caló hasta los huesos. Encontró a Magdalena llorando en la cocina. Los niños estaban arriba viendo una película, esperando a que sus padres volvieran a casa. Cuando oyeron cerrarse la puerta al entrar Annie, bajaron corriendo para recibir a sus padres, pero en su lugar la vieron a ella, plantada en medio del salón, empapada, con el pelo pegado a la cara y las lágrimas rodando por las mejillas como gotas de lluvia.
—¿Dónde están mamá y papá? —preguntó Ted con cara de confusión.
Lizzie se la quedó mirando con los ojos como platos. En cuanto vio a Annie allí parada, ató cabos y se llevó la mano a la boca.
—Mamá y papá... —dijo Lizzie con una expresión de terror.
Annie asintió mientras corría hacia ellos escaleras arriba y los abrazaba a los tres. Los pequeños se aferraron a ella como si fuera una balsa salvavidas en medio de un mar tempestuoso, y en aquel momento Annie tomó conciencia de la realidad, que la golpeó con la fuerza de una bola de demolición. Ahora los tres eran suyos.
2
Los días siguientes fueron una auténtica pesadilla. Annie tuvo que explicarles lo ocurrido. Lizzie se quedó deshecha. Ted se escondió en el garaje al enterarse de la noticia. Katie lloró desconsoladamente. Y al principio Annie no sabía qué hacer. Fue a New London a hablar con la policía. Los restos de la avioneta siniestrada de Bill se habían carbonizado hasta quedar irreconocibles. Los cuerpos habían volado en pedazos, sin dejar rastro.
De alguna manera Annie logró encargarse de los «preparativos». Organizó un funeral digno, al que asistió medio Greenwich. Los socios de la editorial de Bill acudieron desde Nueva York para presentar sus respetos. Y Annie llamó al trabajo para explicar que necesitaría ausentarse una o dos semanas y que no podría hacer la presentación.
Se instaló en casa de Bill y Jane, y volvió a la ciudad a buscar sus cosas. El nuevo apartamento que tanto le gustaba pasó a la historia. Solo tenía un dormitorio, y no quería sacar a los niños de su ambiente tan pronto, así que tendría que ir y volver cada día de Greenwich a Nueva York. Magdalena accedió a mudarse con ella. Y Annie tuvo que acostumbrarse a la idea de haberse convertido de repente en una mujer de veintiséis años con tres niños. Jane y Bill habían hablado con ella al respecto y le habían planteado que, en el caso de que les ocurriera algo, ella debía hacerse cargo de la situación. Bill no tenía parientes cercanos, y los padres de Annie y Jane habían muerto. No había nadie más que pudiera cuidar de los niños salvo ella, y los cuatro tendrían que poner de su parte. No quedaba más remedio. La víspera del funeral Annie le había jurado a Jane que dedicaría su vida a los niños y que lo haría lo mejor que pudiera. No tenía ni idea de cómo ser madre; lo único que había sido hasta entonces era una tía divertida, pero ahora tendría que aprender. Ni siquiera le cabía en la cabeza ponerse en la piel de su hermana y de su cuñado, y sabía que era una sustituta mediocre de unos padres como Bill y Jane, pero ella era lo único que les quedaba a sus sobrinos.
Seth tuvo la cortesía de esperar una semana después del funeral antes de ir a verla a Greenwich. La llevó a cenar a un lugar tranquilo. Le dijo que estaba loco por ella, pero que tenía veintinueve años y no se imaginaba asumiendo el reto de estar con una mujer responsable de tres niños. Añadió que lo había pasado fenomenal con ella esos dos últimos meses, pero que aquello era del todo inconcebible para él. Ella le respondió que lo entendía. No lloró ni se enfadó con él. Estaba como atontada. No dijo nada después de que él le explicara la situación, y Seth la llevó de vuelta a casa en silencio. Intentó darle un beso de despedida, pero ella apartó la cara y se encaminó hacia la casa sin dirigirle una sola palabra. Tenía cosas más importantes que hacer, como criar a tres niños. Se habían convertido en una familia de la noche a la mañana, y Seth no formaba parte de ella, ni lo deseaba. Annie no podía imaginar a ningún hombre dispuesto a enfrentarse a algo así. Ella había madurado de golpe en el momento mismo en que el avión se había estrellado contra el suelo.
Nueve meses después, en junio, cuando finalizó el curso escolar, Annie se mudó con sus sobrinos a la ciudad, a un apartamento que había alquilado, no muy lejos de aquel en el que se acababa de instalar cuando murió su hermana. Este tenía tres dormitorios. Matriculó a los niños en un colegio de Nueva York. Para entonces Lizzie había cumplido trece años, Ted tenía nueve y Katie, seis. Desde que estaban a su cuidado, Annie no había hecho más que ir corriendo del trabajo a casa para estar con ellos. Se pasaba los fines de semana acompañando a Katie a ballet, a Ted a jugar al fútbol y a Lizzie de compras. Comenzó a llevar a Ted al ortodoncista y asistía a las reuniones de la escuela cuando no se quedaba trabajando hasta tarde. En el estudio de arquitectura se habían mostrado muy comprensivos con ella. Y con la ayuda de Magdalena, que la suplía en su ausencia, logró mantener los proyectos al día. Al final incluso consiguió un ascenso y un aumento salarial.
Bill y Jane habían dejado a sus hijos con el porvenir asegurado. Bill había realizado buenas inversiones, las casas de Greenwich y de Martha’s Vineyard se vendieron por un precio excelente, y los niños habían quedado cubiertos gracias a una póliza de seguros. Contaban con todo lo que necesitaban a nivel económico si Annie administraba el dinero con cuidado, pero no tenían padres. Tenían una tía. Fueron pacientes con Annie mientras ella aprendía. Al principio pasaron por baches y momentos tristes, pero con el tiempo todos se acostumbraron a jugar con las cartas que les habían tocado. Y Magdalena siguió con ellos.
Llegado el momento, Annie los acompañó en su paso por el instituto y sus primeros amores, y los ayudó a tramitar la solicitud de ingreso en la universidad. A los catorce años, Ted ya tenía decidido que quería estudiar derecho. Lizzie estaba obsesionada con la moda y durante un tiempo quiso ser modelo. Y Kate había heredado el talento artístico de su madre, pero, a diferencia de sus hermanos, iba a contracorriente. A los trece años utilizó el dinero de la paga para hacerse agujeros en las orejas, y luego en el ombligo, para horror de Annie. Se tiñó el pelo de azul y después de morado, y a los dieciocho se tatuó un unicornio en la parte interna de la muñeca, que debió de dolerle a rabiar al hacérselo. Era una artista con talento, igual que su madre. Fue admitida en la Escuela de Diseño de Pratt y se reveló como una ilustradora muy competente. No se parecía a nadie que Annie hubiera conocido. Era menuda, extremadamente independiente y muy valiente. Tenía fuertes convicciones acerca de todo, incluyendo la política, y discutía con cualquiera que no estuviera de acuerdo con ella, sin temor a quedarse sola. Durante la adolescencia había sido de armas tomar, pero acabó calmándose al entrar en la universidad y mudarse a la residencia de estudiantes. Para entonces Ted vivía en su propio piso. Había conseguido un empleo al licenciarse, antes de iniciar los estudios de posgrado con los que debía completar la carrera de derecho. Liz estaba trabajando para Elle. La crianza de los hijos de su hermana había sido para Annie una vocación y una tarea de dedicación exclusiva. No tenía más vida que la de ellos y su trabajo.
A los treinta y cinco años, Annie había abierto su propio estudio, tras nueve años trabajando para el mismo grupo de arquitectos. Le encantaba lo que hacía y prefería proyectar obras residenciales que estar al servicio de grandes empresas, como le había ocurrido en la primera etapa de su carrera. Tras cuatro años al frente de su propio estudio, se había hecho un hueco en el mercado. Y le asombró ver lo mucho que echaba de menos a sus sobrinos cuando estos se fueron de casa. Dotó la expresión «síndrome del nido vacío» de un nuevo significado, y llenó el vacío que sentía en su vida con más trabajo en lugar de personas.
Durante los tres primeros años que los niños vivieron con ella no salió con nadie, y luego tuvo alguna que otra relación de poca importancia, pero ninguna seria. No tenía tiempo. Estaba demasiado ocupada cuidando de sus sobrinos y estableciéndose como arquitecta. En su vida no había cabida para los hombres. Su mejor amiga, Whitney Coleman, la reprendía a menudo por ello. Se conocían desde la universidad; Whitney estaba casada con un médico de New Jersey y tenía tres hijos, más pequeños que los niños de los Marshall. Ella había sido una fuente de apoyo incondicional y de consejos inestimables para Annie, y ahora lo único que quería para su amiga era que pensara en sí misma. Annie llevaba trece años pensando en los demás; el tiempo había pasado volando. Annie tenía un recuerdo borroso de los primeros años, pero después había disfrutado realmente de los niños que había criado. Había vivido fiel a la promesa que le había hecho a Jane de cuidar de sus hijos, y ahora los tres ya eran adultos y les iba bien.
—Y ahora ¿qué? —le preguntó Whitney cuando Kate se mudó a la residencia de estudiantes—. ¿Qué vas a hacer por ti?
Era una pregunta que Annie llevaba trece años sin hacerse.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Ponerme en una esquina y llamar a un hombre con un silbido, como si pidiera un taxi?
Tenía treinta y nueve años y no le daba miedo estar soltera. No le importaba. Las cosas habían resultado distintas de lo que había planeado, pero era feliz.
Sus sobrinos eran buenas personas, su estudio de arquitectura marchaba viento en popa y tenía más trabajo del que podía asumir. Le iba bien, y a los chicos también. Ted estaba a punto de comenzar el posgrado en derecho y había alquilado un piso con un amigo de la facultad; y Liz, a sus veinticinco años, había conseguido un empleo en Vogue, después de estar tres años en Elle. Los tres tenían encarrilada su carrera profesional. Annie había cumplido con su cometido. Lo único que le faltaba era una vida propia, al margen de su trabajo. Ellos eran su vida, e insistía en que eso era todo lo que necesitaba.
—¡Eso es ridículo! —espetó Whitney en tono irreverente—. Ni que tuvieras cien años, por Dios. Y ahora no tienes excusas para no salir con alguien... Los niños ya son adultos.
Whitney le había buscado varias citas a ciegas y ninguna había salido bien, lo que a Annie le traía sin cuidado, según decía.
—Si está escrito que he de conocer a un hombre, ya lo conoceré el día menos pensado —respondió con filosofía—. Además, ahora estoy acostumbrada a hacer las cosas a mi manera. Y me gusta pasar las fiestas y las vacaciones con los niños. Un hombre interferiría en eso. Y puede que tal cosa les disgustara.
—¿No quieres que tu vida vaya más allá del mero hecho de ser tía? —le preguntó su amiga con tristeza.
A Whitney no le parecía justo que Annie hubiera sacrificado su vida por los hijos de su hermana, pero a ella no parecía importarle, y era feliz tal como estaba. Su reloj biológico se había quedado sin pilas hacía años, sin hacer el menor ruido. Tenía tres niños a los que amaba y no quería más.
—Soy feliz —la tranquilizó Annie, y parecía ser así.
Las dos mujeres quedaban para comer cuando Whitney iba a la ciudad, normalmente de compras. Y Annie pasaba algún fin de semana en New Jersey de vez en cuando, después de que sus sobrinos se marcharan de casa, pero la mayor parte del tiempo tenía demasiado trabajo o incluso en fin de semana como para ir a ninguna parte. Y su trabajo era fantástico. Había reformado casas unifamiliares preciosas del exclusivo barrio neoyorquino del Upper East Side, áticos espectaculares, varias propiedades hermosas en los Hamptons y una en Bronxville. Y había recibido el encargo de convertir una serie de viviendas de piedra rojiza en despachos. Su negocio estaba en pleno auge y seguía creciendo. Acababa de rechazar una propuesta laboral en Los Ángeles y otra en Londres, porque decía que no tenía tiempo para viajar. Era feliz con su trabajo en Nueva York. Sobre todo era feliz con su vida, y se notaba. Había hecho exactamente lo que había querido y lo que había prometido. Había acompañado a sus sobrinos desde la infancia hasta los primeros años de su edad adulta, y no le importaban lo más mínimo los sacrificios que había tenido que hacer. Y para cuando cumplió los cuarenta y dos, Annie era una de las arquitectas con más éxito de Nueva York, y le encantaba ejercer su profesión por su cuenta.
En la gélida mañana del día antes de Acción de Gracias, Annie recorría el interior del esqueleto de una casa de la calle Sesenta y nueve Este con un matrimonio que la había contratado hacía dos meses. El inmueble representaba una inversión enorme para ellos, y querían que Annie lo convirtiera en una vivienda espectacular. Costaba visualizarla mientras avanzaban a duras penas entre los escombros que los obreros habían dejado tras eliminar varias paredes. Annie les mostraba las dimensiones del salón y del comedor recién ampliados y el lugar donde iría la gran escalinata. Tenía un talento único para combinar diseños antiguos y contemporáneos, confiriéndoles un aspecto cálido a la par que vanguardista, aunque resultaba difícil de imaginar en aquella fase de la obra.
El marido no hacía más que poner en duda los costes, y su esposa parecía preocupada ahora que veía el estado de caos total en el que se hallaba la casa, pero Annie les había prometido que estaría acabada en el plazo de un año.
—¿Estás segura de que podremos instalarnos el otoño del año que viene? —preguntó Alicia Ebersohl, nerviosa.
—Este contratista es muy bueno. Nunca me ha fallado —respondió Annie sonriéndoles con simpatía, sin perder la calma mientras pasaba por encima de varias vigas.
Llevaba unos pantalones de vestir grises, unas elegantes botas de piel negras y un abrigo grueso con la capucha con el borde de pelo. Aún aparentaba ser bastante más joven de lo que era.
—Seguro que lo hará por el doble de lo que cuesta. No sabía que fuéramos a destrozar la casa de esta manera —comentó Harry Ebersohl con cara de consternación.
—Solo estamos ampliando los espacios. Necesitaréis estas paredes para vuestras obras de arte. —Annie había estado trabajando en estrecha colaboración con el interiorista de la pareja, y estaba todo planeado—. Dentro de tres meses comenzaréis a ver aflorar la belleza de la casa.
—Eso espero —dijo Alicia en voz baja, pero ya no parecía estar tan segura. Les había encantado la casa de unos amigos suyos obra de Annie, y le habían suplicado que aceptara aquel encargo. Cuando Annie vio la casa no pudo resistirse, a pesar de que ya tenía demasiadas cosas entre manos—. Espero que no nos hayamos equivocado con esta casa —añadió Alicia mientras su marido negaba con la cabeza en un gesto de desesperación.
—Es un poco tarde para decir eso ahora —se quejó él mientras bajaban la escalera y se dirigían a la puerta de entrada.
Al salir a la calle los azotó una ráfaga de aire helado, y Annie se tapó la melena rubia con la capucha de pelo. Los Ebersohl ya habían comentado entre ellos lo guapa que era, y también lo buena que parecía ser en lo suyo, a juzgar por todo lo que habían oído.
—¿Qué vais a hacer en Acción de Gracias? —preguntó Annie con desenfado, mientras los acompañaba al coche con los planos bajo el brazo.
—Nuestros hijos vienen a casa esta noche —respondió Alicia sonriendo.
Annie sabía que tenían una hija y un hijo, ambos en la universidad, uno en Princeton y el otro en Dartmouth.
—Los míos también —dijo Annie con una sonrisa de felicidad.
Se moría de ganas. Los tres le habían prometido reunirse con ella para Acción de Gracias, como siempre. Para Annie, el mejor momento del año era cuando los tenía a todos en casa.
—No sabía que tuvieras hijos.
Alicia pareció sorprenderse mientras Annie asentía. Nunca hablaba de su vida personal, solo de trabajo. Era una profesional consumada en todos los sentidos, por eso la habían contratado. El hecho de que tuviera hijos llamó la atención de los Ebersohl.
—Tengo tres. En realidad, son mis sobrinos. Mi hermana murió en un accidente hace dieciséis años, y yo me quedé con sus hijos. Ahora ya son adultos. La mayor trabaja como redactora para Vogue, el chico estudia derecho, está en el segundo año de posgrado, y la pequeña está en la universidad. Les echo muchísimo de menos, así que para mí es un placer cuando vienen a casa. —Annie sonreía mientras hablaba, y los Ebersohl la miraban con cara de asombro.
—Hiciste algo maravilloso. No todo el mundo habría aceptado una responsabilidad como esa. Debías de ser muy joven.
En aquel momento apenas aparentaba treinta, pero el matrimonio sabía su edad por la información que facilitaba en su página web.
—Sí, era muy joven —asintió Annie sonriéndoles—. Crecimos todos juntos, y ha sido como una bendición para mí. Estoy muy