INTRODUCCIÓN
1. PERFILES DE LA ÉPOCA
El Lazarillo de Tormes ve la luz en pleno siglo XVI, a mediados de la centuria, en una época singularmente extraordinaria, complicada y rica desde todos los puntos de vista: históricamente coincide con los últimos años del reinado de Carlos V, que no representan sino el comienzo de la decadencia de la “España Imperial”, gestada desde los años de los Reyes Católicos; culturalmente está presidida por el Renacimiento y, en consecuencia, recoge los frutos producidos por las dos grandes corrientes ideológicas de la primera mitad del siglo: el humanismo y el erasmismo; literariamente, en fin, contempla la eclosión garcilasista y el desarrollo de las viejas corrientes medievales, a la vez que gestiona una espectacular renovación genérica de las fórmulas narrativas o novelescas: picaresca, pastoril, morisca, etc. Pocas veces confluyen tantos, tan diversos y tan complejos condicionantes culturales en un mismo momento histórico, y muchas menos se agolpan para cambiar radicalmente de orientación al unísono, como ocurrirá desde el comienzo mismo del reinado de Felipe II, cuando la España imperialista se convierta en la España contrarreformista.
Y, sin embargo, la novelita –decimos– sale al público, en 1554, con vocación de compromiso recio para con lo histórico, para con lo ideológico y, por supuesto, para con lo literario. Aunque, a primera vista, se nos presenta, según consta en su título completo, como la biografía de un desgraciado sin mayor alcance ni trascendencia (La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades), realmente está pergeñada a modo de crónica irónica, casi sarcástica, atenta a reflejar y a cuestionar cada detalle del entramado que la vio nacer. Por eso, en sus breves páginas, se reserva espacio para todos y cada uno de los perfiles diferenciables a mediados de siglo: se narra a la vez que el victorioso Emperador celebra Cortes en Toledo, se arremete sin tapujos contra la clerecía, se enuncia desde la voz en primera persona de un pregonero, se plasma en una fórmula narrativa tan original que desembocaría en un nuevo género, etc. Sin duda alguna, su anónimo creador fue bien consciente de las coordenadas histórico-culturales en las que le tocó vivir y no vaciló en incorporarlas, con intención aviesa, a su relato. No resultará difícil rastrearlas desde el propio texto.
Comenzando por lo histórico, salta a la vista que la narración está ideada desde un enfoque marcadamente histórico, pues aunque son muy pocos los datos de esta naturaleza que contiene, se nos ofrece enmarcada por la expedición a los Gelves (“era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves”, I), aludida en la niñez del protagonista, y por las mencionadas Cortes de Carlos V, evocadas al final de su peripecia: “Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos y fiestas” (VII). Puesto que las Cortes en cuestión bien podrían ser las de 1538-1539, un tanto problemáticas y aun luctuosas, y la de los Gelves la expedición de Hugo de Moncada en 1520, sin ninguna resonancia, ello significa que el pregonero quiere asociar sus miserias, sus tragicómicas “fortunas y adversidades”, a las de la España de la primera mitad del siglo XVI, identificando incluso la irrisoria “cumbre de toda buena fortuna”, con la que cierra sus memorias, con el declinar del imperialismo hispano.
De resultas, el supuesto esplendor y la modernidad de la nueva organización política, la grandeza imperialista del nuevo estado monárquico y autoritario, que en España se había logrado tras el reinado de los Reyes Católicos y el descubrimiento del Nuevo Mundo, se viene abajo estrepitosamente de un plumazo. “Nuestro victorioso Emperador” parece no poder regir ya su vasto imperio y sólo quedan recuerdos de éxitos de antaño, como el apresamiento de Francisco I, rey de Francia en la batalla de Pavía (1525: “en aquel tiempo no me debían de quitar el sueño los cuidados de el rey de Francia”, I), y acaso, ecos de las campañas religiosas contra los herejes con el consiguiente resquebrajamiento económico. Por eso, lo que sí salta a primer plano en esta peculiar crónica es la intrahistoria, tan calamitosa, en la que se cimenta el oropel del Imperio. Se trata de un mundo poblado por miserables y regido sin ningún escrúpulo, con mezquindad y vileza, por los que tienen, que suelen ser gente de iglesia (clérigo de Maqueda, buldero, Arcipreste de San Salvador); de una sociedad sumida en la miseria y condenada a sobrevivir de la mendicidad (Lázaro, ciego), a la vez que atenazada por prejuicios religiosos (bulas) y monomanías casticistas (honra); de unos seres casi proscritos desde la cuna por su origen vil: negros, caldereros, prostitutas, porquerones, etc. Ésa es precisamente la auténtica dimensión histórica del Lazarillo, cuando no de la España de la primera mitad del mil quinientos.
Culturalmente hablando, no es menos evidente que la obrita, como creación nítidamente renacentista que es, pone el dedo en la llaga de las corrientes de pensamiento fundamentales que se difunden en su tiempo: humanismo y erasmismo. Y no lo hace para contribuir ingenuamente a su difusión, sino, muy al contrario, para replantearlas irónicamente con intenciones corrosivas donde las haya. Así, la rememoración pseudoautobiográfica que ofrece se enuncia desde un “yo” altisonante inicial (“Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos, y no se entierren en la sepoltura del olvido”, prólogo) que parece erigirse en medida del universo, como si se apostase de salida por el ideal antropocéntrico impuesto por el humanismo frente a los enfoques teocéntricos heredados del mundo medieval. Y, de hecho, la primera persona, el microcosmos lazarillesco, presidirá rotundamente cada palabra de la obra, hasta el punto de que ésta no rebasa en ningún momento su testimonio personal. Pero, pronto nos damos cuenta de que se trata de un “yo” irónico, malicioso y aun corrosivo: es el punto de vista de un pregonero cornudo y desvergonzado, capaz no sólo de vivir de su abyección, sino también de airear descocadamente su propio envilecimiento. No es que se apueste por el hombre como centro y medida de todas las cosas, al dictado de los tiempos, sino más bien que se cede la palabra a un malnacido para que despotrique contra lo humano y lo divino, sin dejar títere con cabeza (“yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo; y quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él”, VII), aunque ruede la suya en primer lugar.
En la misma línea, la serie de amos a los que sirve el narrador está básicamente integrada por religiosos (clérigo, buldero, arcipreste, etc.), los cuales son siempre tratados con un anticlericalismo radical y feroz de claro ascendente erasmista. El autor no se conforma tampoco ahora con inscribirse en las corrientes espiritualistas de orientación reformista, ortodoxa o heterodoxa, tendentes a erradicar la escandalosa corrupción de la Iglesia que imperaba en la época. Aquí se trata de responsabilizar al clero en general, sin paliativos, de la inmoralidad reinante en la sociedad, ya sea no ejerciendo la caridad, ya sea atendiendo antes a lo ceremonioso que a la verdadera fe, ya sea envileciendo a los desgraciados para ocultar sus más torpes vicios, etc. No es tanto un erasmismo teórico, en la línea de los Valdés, como un anticlericalismo devastador, ejercido desde la más sutil de las ironías, pero rayano con frecuencia en lo caricaturesco, como ocurre, por ejemplo, con el clérigo de Maqueda que bien parece otro dómine Cabra quevedesco: “Desta manera andaba tan elevado y levantado del sueño, que, ¡mi fe!, la culebra, o el culebro, por mejor decir, no osaba roer de noche ni levantarse al arca; […] andaba de noche, como digo, hecho trasgo” (II).
En fin, si histórica y culturalmente el Lazarillo descuella por su envergadura y alcance, desde un punto de vista literario sobresale a ojos vistas en el conjunto de la literatura renacentista, sea cual sea el enfoque desde el que lo miremos. Cuando los tiempos apostaban por las grandes series caballerescas, sentimentales, pastoriles, moriscas o bizantinas, por no recordar los entornos mitológicos de las corrientes poéticas garcilasistas, siempre de marcada impronta idealista, la novelita de marras vuelve la vista a la más pura y cruda realidad para erigirse como islote “realista” en un universo de fantasmagorías. De resultas, los caballeros míticos, los amantes arquetípicos, los pastores eclógicos, los escenarios arcádicos y, en suma, el mundo idílico propio de la “edad dorada” queda suplantado, por primera vez en literatura, por una realidad de cal y canto donde sólo caben verdades como puños: miserables desharrapados, pordioseros, hipócritas, sinvergüenzas, callejuelas inmundas, casas lúgubres… Y todo ello suministrado en una factura compositiva rabiosamente novedosa: la “epístola jocosa”, adobada con materiales mitad folclóricos y mitad realistas, pero tan bien diseñada narrativamente que desencadenaría nada menos que un nuevo género, la novela picaresca.
2. CRONOLOGÍA





3. Lazarillo de Tormes
El Lazarillo, según venimos diciendo, se alza como hito de referencia inexcusable en el centro mismo del panorama histórico-literario del siglo XVI, por más que su creador lo calificase de “nonada”. Pese a su brevedad, se nos brinda cuajado de singularidades que no dejan de entrañar otros tantos problemas críticos no siempre resolubles con facilidad: desde su anonimia y peculiar diseño autobiográfico, hasta el “grosero estilo” que lo informan, pasando por los materiales que aglutina y su genial ordenación compositiva, así como por el profundo compromiso ideológico que arrostra, todos son aspectos que han sido sometidos a los análisis más concienzudos que aquí no podremos sino esbozar.
3.1. EDICIONES Y FECHAS
Bien sabido es que la novelita gozó de una fortuna editorial de salida poco común, pues, hasta donde sabemos, se publicó en 1554 por partida cuádruple: Burgos, Juan de Junta; Amberes, Martín Nucio; Alcalá de Henares, Salcedo y Medina del Campo, Mateo y Francisco del Canto, sin que ello represente mayor ventaja ni en lo concerniente a la fechación ni en lo relativo al establecimiento del texto: respecto a la primera, los estudiosos han barajado una amplia gama de hipótesis, empeñadas en probar la existencia de una o varias muestras –ya manuscritas o impresas– anteriores a tal fecha (de 1538, 1550 o 1553), con tal de justificar la casi simultaneidad de las cuatro ediciones mencionadas como derivación de una rica tradición textual desconocida para nosotros; en relación con la fijación del texto, baste aquí con decir que, descuento hecho de las adendas apócrifas de Alcalá, las variantes ofrecidas por los cuatro ejemplares conocidos son de detalle y, afortunadamente, apenas afectan a los contenidos o al sentido de la obra, por lo que los especialistas no acaban de ponerse de acuerdo sobre cuál de los textos ha de tenerse como base: para unos el de Amberes por estar menos retocado que el resto, para otros el de Burgos por ser el más correcto y estar más próximo al original, aunque resulta un tanto ripioso, para algunos el más recientemente descubierto, el de Medina del Campo, por aunar la falta de retoques y la fidelidad al supuesto arquetipo. Lo único incontestable parece ser el éxito editorial arrollador del anónimo, que, unido a la ausencia de alusiones al personaje anteriores al 54 y la proliferación de las mismas desde ese año, parece abogar por la existencia de alguna que otra edición perdida de fechas no muy lejanas a las de las conservadas.
Tampoco podemos rebasar el terreno de las simples conjeturas si nos referimos a la fecha de redacción del libro, pues las alusiones históricas e intrahistóricas que ofrece son tan ambiguas y resbaladizas, que no podemos arrojar certeza alguna más allá de considerar el año de 1525 como término post quem para su composición: incuestionablemente, en consecuencia, sabemos tan sólo que la obrita se escribió en el segundo cuarto del siglo XVI: después de 1525 y antes de 1554. El hecho es –hemos de aceptar– que las escasas referencias históricas incluidas parecen responder a intenciones puramente irónicas o satíricamente contextualizadoras de las peripecias del muchacho, sin que resulte complicado relativizar su alcance: la expedición a los Gelves es evocada por el narrador de forma equívoca (“una cierta armada”) y es la madre de Lázaro quien la asocia, no sin ironía, a la gesta militar en cuestión, por lo que podría referirse tanto a 1510 como a 1520; el “duque de Escalona” viene aludido en aposición perifrástica, también irónica (“villa del duque della”), la cual apuntará a cualquiera de ellos en pulla alusiva tanto a su conducta como a sus actividades religiosas; los “cuidados del rey de Francia”, sacados a relucir cuando más hambre pasa el picaruelo, quizá no pasen de simple chiste disémico montado sobre la habilidad proverbialmente atribuida a este monarca para sanar (‘curar’) lamparones; por fin, las “Cortes” ya avanzamos que, traídas a colación al par de la irrisoria y vergonzante situación biográfica del protagonista, parecen mera despedida bufa de la epístola que cabe asociar con cuantas celebrase Carlos V en Toledo. Y los asideros históricos descartados, sólo queda especular con la atmósfera espiritual marcadamente anticlerical que se respira en la obra, con la escasez de pan y las ordenanzas mendicativas aludidas de pasada, con el valor elevado del terreno en Valladolid mencionado por el hidalgo o con la incontenible popularidad obtenida desde temprano por el personaje, siempre para concluir que todo apunta hacia una fecha de composición tardía: muy próxima al año de su publicación.
3.2. ANONIMIA Y AUTOBIOGRAFÍA
Las cuatro ediciones conservadas del Lazarillo vienen sin nombre de autor, por lo que su anonimia responde a la decisión, de todo punto incontestable, de su autor: quizá porque se dejó llevar por la costumbre de la época en este tipo de obras, acaso, y mucho más probablemente, por miedo a las consecuencias que un escrito tan irreverente pudieran acarrearle, el hecho es que cedió enteramente la redacción y la paternidad de la autobiografía a la persona de su protagonista: un pregonero toledano llamado Lázaro González Pérez. Y lo hizo, según sugirió ya don Américo Castro, con magistral acierto, pues la anonimia se alza como la mejor aliada de la autobiografía: en buena lógica, nadie se habría hecho cargo de contar las calamidades de un buscavidas; en todo caso, nadie mejor que él mismo.
Ello no es óbice, como bien puede suponerse, para que los estudiosos se lanzasen, ya desde antiguo, a la caza y captura del presunto autor de tan genial creación, llegando a cosechar una caterva de suspectos autores que parece llamada a no agotarse nunca: fray Juan de Ortega encabeza la lista desde que se lo atribuyese, allá por 1605, fray José de Sigüenza, alegando haber encontrado el borrador en su celda; le sigue don Diego Hurtado de Mendoza, nominado por varios bibliógrafos, y respaldado por numerosos críticos alegando el talante mordaz de algunos escritos del candidato; vienen detrás los hermanos Valdés, o alguien de su círculo, Juan y Alfonso: el primero por razones de afinidad estilística y espiritual, el segundo por similitudes erasmistas y de compromiso político y anticlerical; luego le toca a Sebastián de Horozco, ahora con mucha más solidez, en vista de las coincidencias temáticas, anecdóticas, satíricas y aun estilísticas rastreables entre la novelita y la obra del pretendido autor; más recientemente, se han añadido Torres Naharro, desde planteamientos propios del anagrama, y Gonzalo Pérez, secretario de la Cancillería regentada por Alfonso de Valdés, para terminar implicando al mismo Emperador como destinatario de la carta. Y eso dejando atrás muchas otras atribuciones menos plausibles: Lope de Rueda, Pedro de Rúa, Hernán Núñez de Toledo, Alejo de Venegas, etc.
Pero, vengan las propuestas que vengan, conviene seguir apostando por un anonimato que se nos antoja meditado, coherente e inamovible. Lo único probable es que nos las hayamos –como ampliaremos más abajo– con un humanista erudito, inteligente y mordaz donde los haya, simpatizante de las corrientes erasmistas y buen conocedor del entorno geográfico toledano.
3.3. FÓRMULA LITERARIA Y GÉNERO
Bien consciente, entonces, de la peculiar crónica que tiene entre manos, tan descarnada y comprometida ideológicamente, lo primero que hace nuestro autor es distanciarse radicalmente de todos los módulos narrativos idealistas que saturan la España literaria del Emperador; hasta tal punto, que, en más de una ocasión, se ha pretendido explicar su concepción como un fenómeno de reacción satírico-paródica contra aquéllos. Y, en efecto, la vida del pregonero se opone radicalmente tanto a los dos géneros de procedencia medieval que perviven durante el XVI (novela sentimental y libros de caballerías), como a aquellos otros de más tardía acuñación y proliferación: novela pastoril, morisca y bizantina. Así, si lo leemos al par del Amadís de Gaula o de Don Florisel de Niquea, de la Cárcel de amor o del Proceso de cartas de amores; si lo comparamos con la Diana, la Galatea y la Arcadia, o bien con el Abencerraje y el Ozmín y Daraja, ya sea con el Clareo y Florisea o con la Selva de aventuras, la distancia se prefigura abismal y se comprueba insalvable: la “novedad y fecundidad” –que diría Bataillon– del Lazarillo de Tormes parecen inconmensurables.
Lejos de atenerse a los viejos moldes, anquilosados en antiguas fórmulas medievales e inservibles para su empresa autobiográfica que le permitirá escudarse en el anonimato, recurre a una receta experimental, en la línea renovadora que caracteriza a la década de los cincuenta, lograda gracias a la mezcla de la primera persona autobiográfica con la epístola satírico-burlesca. Más en concreto, combina el empleo de la seudoautobiografía comprometida –según estudió Lázaro Carreter–, a la zaga de la corriente humanística representada por el Diálogo de las transformaciones, el Viaje de Turquía o el Crotalón, con la tradición epistolar de la carta burlesca semipública, ateniéndose ahora –según Francisco Rico– a “la carta iocosa de se”. Y la simbiosis de lo epistolar con lo autobiográfico resulta aquí perfecta, pues si la carta provoca la relación en primera persona (“pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso”, prólogo), a la vez que enmarca cabalmente su desarrollo (“parescióme no tomalle por el medio [carta-contestación], sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona [carta-contestación-autobiográfica]”, prólogo), sin dejar de salpicarlo de múltiples referencias al destinatario (“Huelgo de contar a Vuestra Merced”, I; “Vuestra Merced crea”, III; “a servicio de Dios y de Vuestra Merced”, VII; etc.), la rememoración autobiográfica vertebra novelísticamente, desde el punto de vista del narrador-corresponsal, los contenidos de la respuesta que vienen regidos por las vivencias pasadas del protagonista. Se trata –queremos señalar– de un híbrido, cuyos componentes se conjugan indisolublemente al servicio de los propósitos de su mezclador.
Pero si el Lazarillo de Tormes no pasase de ahí, se habría quedado en lozano y acabado producto renacentista más. De las epístolas y autobiografías, por junto o por separado, que lo precedieron a la cuasi novela moderna que termina siendo, hay una distancia abismal, pues la novedosa fusión entrañaba el paradigma de una nueva serie literaria: se alzaría como “antecedente”, “precursor”, o “fundador” nada menos que de la “novela picaresca”; contenía una fecunda poética novelesca, a cuyas normas se atendrían muchos seguidores (Alemán, Quevedo, López de Úbeda, Espinel, Alcalá Yáñez, etc.), cuyos rasgos esenciales podrían esquematizarse así:
–Configuración dialogística más o menos explícita: carta, confesión, conversación, etc.
–Utilización de la primera persona autobiográfica para referir las peripecias ficticias de un pícaro.
–Vertebración, argumental y satírica, de la autobiografía mediante el servicio a varios amos.
–Subordinación retrospectiva de toda la narración al estado de deshonor “caso” final que funciona como cierre de la misma.
–Comienzo ab origine, con la subsiguiente linealidad cronológica que evoluciona desde el nacimiento hasta el momento desde el que se rememora.
–Genealogía vil, con sus secuelas de marginación social.
–Punto de vista único (unilateral en su visión negativa de la realidad) y, a la vez, dual: pícaro-actor y narrador-asceta.
–Carácter picaresco del protagonista, causado por la confluencia del linaje vil, las malas compañías y el medio hostil.
–Alternancia de fortunas y adversidades.
–Compromiso ideológico con una serie de temas recurrentes: linaje vil, determinismo social, afán de medro, honor, etc.
Bastaría sólo con que algún narrador avispado –pongamos que Mateo Alemán– se percatase de la virtualidad satírico-novelesca del diseño, para que se desarrollase el nuevo género, quedando definitivamente configurado en las páginas del Guzmán de Alfarache. De que fue indiscutiblemente así tenemos un testigo de excepción: el autor del Quijote, según lo expresa Ginés de Pasamonte: “Es tan bueno [el supuesto libro de su vida titulado La vida de Ginés de Pasamonte] –respondió Ginés– que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren” (I-XXII).
3.4. HISTORIA Y FOLCLORE
En consonancia con el desprecio de los modelos idealistas y en beneficio de la credibilidad de la situación comunicativa urdida por el anónimo autor, la peripecia vital de Lázaro González Pérez es de lo más anodino y cotidiano en la España del momento, tal y como le corresponde a un mísero pregonero. Los materiales que la nutren no van a buscarse, ciertamente, a los grandes modelos literarios clásicos, franceses o italianos, sino a la realidad hispana más corriente y moliente de mediados del quinientos, a la vez que a la tradición folclórica. Una y otra se funden, otra vez, en tan armoniosa e indisoluble alianza, que resulta humanamente imposible desgajar lo histórico de lo cuentístico: gracias a la función catalizadora del “yo” seudoautobiográfico, lo primero queda literaturizado como simple “eco” realista, lo segundo protagonizado con “aires” de vivencia real, siempre gracias al inteligente diseño del picaruelo, criatura de ficción donde las haya, personaje auténtico si los hubo.
De este modo, son numerosísimos, como bien probó Margarita Morreale, los “reflejos” de la realidad quinientista rastreables en