El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia

Patricio Pron

Fragmento

1

Entre marzo o abril de 2000 y agosto de 2008, ocho años en los que viajé y escribí artículos y viví en Alemania, el consumo de ciertas drogas hizo que perdiera casi por completo la memoria, de manera que el recuerdo de esos años –por lo menos el recuerdo de unos noventa y cinco meses de esos ocho años– es más bien impreciso y esquemático: recuerdo las habitaciones de dos casas donde viví, recuerdo la nieve metiéndose dentro de mis zapatos cuando me esforzaba por abrir un camino entre la entrada de una de esas casas y la calle, recuerdo que luego echaba sal y la nieve se volvía marrón y comenzaba a disolverse, recuerdo la puerta del consultorio del psiquiatra que me atendía pero no recuerdo su nombre ni cómo di con él. Era ligeramente calvo y solía pesarme cada vez que visitaba su consulta, supongo que una vez al mes o algo así. Me preguntaba cómo me iba y luego me pesaba y me daba más pastillas. Unos años después de haber dejado aquella ciudad alemana, regresé y rehíce el camino hacia la consulta de aquel psiquiatra y leí su nombre en la placa que había junto a los otros timbres de la casa, pero el suyo era solo un nombre, nada que explicase por qué yo le había visitado ni por qué él me había pesado cada vez que me había visto, ni cómo podía ser que yo hubiera dejado que mi memoria se fuera así, por el fregadero; aquella vez me dije que podía tocar a su puerta y preguntarle por qué yo le había visitado y qué había pasado conmigo durante esos años, pero después consideré que tendría que haber pedido una cita previa, que el psiquiatra no debía de recordarme de todas maneras, y que, además, yo no tengo curiosidad sobre mí mismo realmente. Quizá un día un hijo mío quiera saber quién fue su padre y qué hizo durante esos ocho años en Alemania y vaya a la ciudad y la recorra, y, tal vez, con las indicaciones de su padre, pueda llegar a la consulta del psiquiatra y averiguarlo todo. Un día, supongo, en algún momento, los hijos tienen necesidad de saber quiénes fueron sus padres y se lanzan a averiguarlo. Los hijos son los detectives de los padres, que los arrojan al mundo para que un día regresen a ellos para contarles su historia y, de esa manera, puedan comprenderla. No son sus jueces, puesto que no pueden juzgar con verdadera imparcialidad a padres a quienes se lo deben todo, incluida la vida, pero sí pueden intentar poner orden en su historia, restituir el sentido que los acontecimientos más o menos pueriles de la vida y su acumulación parecen haberle arrebatado, y luego proteger esa historia y perpetuarla en la memoria. Los hijos son los policías de sus padres, pero a mí no me gustan los policías. Nunca se han llevado bien con mi familia.

2

Mi padre enfermó al final de ese período, en agosto de 2008. Un día, supongo que el de su cumpleaños, llamé a mi abuela paterna. Mi abuela me dijo que no me preocupara, que habían llevado a mi padre al hospital solo para un control de rutina. Yo le pregunté que a qué se refería. Un control de rutina, nada importante, respondió mi abuela; no sé por qué se alarga, pero no es importante. Le pregunté cuánto tiempo hacía que mi padre estaba en el hospital. Dos días, tres, respondió. Cuando colgué con ella llamé a la casa de mis padres. No había nadie allí. Entonces llamé a mi hermana; me contestó una voz que parecía salida del fondo de los tiempos, la voz de todas las personas que habían estado alguna vez en el pasillo de un hospital esperando noticias, una voz que suena a sueño y a cansancio y a desesperación. No quisimos preocuparte, me dijo mi hermana. Qué ha pasado, pregunté. Bueno, respondió mi hermana, es demasiado complicado para contártelo ahora. Puedo hablar con él, pregunté. No, él no puede hablar, respondió ella. Voy, dije, y colgué.

4

Mi padre y yo no hablábamos desde hacía algún tiempo. No era nada personal, simplemente yo no solía tener un teléfono a mano cuando quería hablar con él y él no tenía donde llamarme si alguna vez pensaba en hacerlo. Unos meses antes de que enfermara, yo había dejado la habitación que rentaba en aquella ciudad alemana y había comenzado a dormir en los sofás de las personas que conocía. No lo hacía porque no tuviera dinero sino por la irresponsabilidad que, suponía, traía consigo no tener casa ni obligaciones, dejarlo todo atrás de alguna forma. Y de verdad no estaba mal, pero el problema es que cuando vives así no puedes tener demasiadas cosas, así que poco a poco fui desprendiéndome de mis libros, de los pocos objetos que había comprado desde mi llegada a Alemania y de mi ropa; de todo ello solo conservé algunas camisas, y eso porque descubrí que una camisa limpia podía abrirte la puerta de una casa cuando no tenías a donde ir. Yo solía lavarlas a mano por la mañana mientras me duchaba en alguna de aquellas casas y luego las dejaba secar en el interior de alguna de las taquillas de la biblioteca del departamento de literatura de la universidad en el que trabajaba, o sobre la hierba de un parque al que solía ir a matar las horas del día antes de salir a buscar la hospitalidad y la compañía del dueño o la dueña de algún sofá. Yo, simplemente, estaba de paso.

5

En ocasiones no podía dormir; cuando eso sucedía, me levantaba del sofá y caminaba hacia la estantería de libros de mi anfitrión, siempre diferente pero también siempre, de forma invariable, ubicada junto al sofá, como si solo pudiera leerse en la incomodidad tan propia de ese mueble en el que uno nunca está completamente tendido pero tampoco adecuadamente sentado. Entonces miraba los libros y pensaba que había leído alguna vez uno tras otro sin darme pausa alguna pero que en ese momento me eran completamente indiferentes. En esas estanterías casi nunca había libros de aquellos escritores muertos a los que yo había leído alguna vez, cuando era un adolescente pobre en un barrio pobre de una ciudad pobre de un país pobre y estaba empeñado estúpidamente en convertirme en parte de esa república imaginaria a la que ellos pertenecían, una república de contornos imprecisos en la que los escritores escribían en Nueva York o en Londres, en Berlín o en Buenos Aires, y sin embargo no era de este mundo. Yo había querido ser como ellos y de esa determinación, y de la voluntad que conllevaba, habían quedado como único testimonio aquel viaje a Alemania, que era el país donde los escritores que más me interesaban habían vivido y habían muerto y, sobre todo, habían escrito, y un puñado de libros que pertenecían ya a una literatura de la que yo había querido escapar sin lograrlo; una literatura que parecía ser la pesadilla de un escritor moribundo, o, mejor aún, de un escritor argentino y moribundo y sin ningún talento; digamos, para entendernos, un escritor que no fuera el autor de El Aleph, alrededor del cual todos giramos inevitablemente, sino más bien el de Sobre héroes y tumbas, alguien que toda su vida se creyó talentoso e importante y moralmente inobjetable y en el último instante de su vida descubre que careció de todo talento y se comportó ridículamente y recuerda que almorzó con

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