M. El hombre de la providencia

Antonio Scurati

Fragmento

libro-1

 

El autor quiere señalar a sus lectores que, en lo que atañe a los documentos mecanografiados, las cartas y los telegramas recogidos en la novela, ha optado por ceñirse a los originales, incluso en el caso de que estos contengan erratas o auténticos errores lingüísticos o de puntuación: se trata de detalles que, por sí mismos, nos dicen mucho acerca de la personalidad de quien escribió o transcribió esos documentos.

Les señala asimismo que en octubre de 1927 entró en vigor la obligación de añadir, junto a la fecha de uso común, también el año de la era fascista indicada en números romanos. La fecha de inicio adoptada para la era fascista fue la de la marcha sobre Roma, el 28 de octubre de 1922, es decir, con una diferencia de poco más de dos meses respecto al calendario gregoriano.

Por último, pese a la voluntad de crear una «novela documental» —caracterizada por un esfuerzo de absoluta fidelidad a las fuentes—, en un número muy limitado de casos, el autor, impelido por las exigencias del relato, se ha permitido la arbitrariedad de algunos mínimos desfases temporales, así como de ciertas minúsculas invenciones, siempre y cuando no alteraran en nada la sustancia de la época y de los hombres que la protagonizaron. ¿En cuántos casos? Digamos que no más que los dedos de la mano que sostiene la pluma.

Por otro lado, el tiempo, que en esta era vulgar nuestra —no lo olvidemos nunca— es uno de nuestros bienes más preciosos, solo se humaniza al entrar en un relato. Veraz, pero que no deja de ser un relato.

libro-2

1925

libro-3

 

Benito Mussolini

Roma, 15 de febrero de 1925

La respiración se vuelve pesada, el dolor abdominal opresivo, los vómitos verduzcos, con estrías de sangre. De su propia sangre.

Las hojas entintadas planean en el charco maloliente. Imposible leer el periódico. Su cuerpo glorioso, hinchado de hipersecreciones ácidas y gases, traga aire y busca oxígeno reclinando la cabeza hacia atrás en el apoyabrazos del sofá. A su alrededor, sin embargo, la habitación se arremolina en una giga de heridas abiertas en la mucosa ulcerada.

Para ser honestos, ese dormitorio, la alcoba donde el jefe de Gobierno recibe por turnos a sus numerosas amantes, es un lugar poco acogedor, incluso cuando no huele a vómito sanguinolento. Las paredes tapizadas de terciopelo rojo y negro; un reclinatorio en un rincón cargado de estampas de santos que le envían las mujeres del pueblo, y de medallas que le donan los hombres de la guerra; una grotesca águila real embalsamada con las alas extendidas, capturada en el cielo de Udine durante un encuentro de escuadristas; en el suelo, una moqueta, roja también, la preferida para las necesidades corporales del cachorro de leona, regalo de unos fervientes admiradores. Una sala de estar, un dormitorio, una pequeña habitación para la servidumbre y ni siquiera una cocina. Y por todas partes un pertinaz hedor de circo ecuestre. Bienvenidos a la residencia del más joven presidente de Gobierno de Italia y el mundo.

El dolor vuelve a atenazarlo, insistente, sordo, opresivo. Tal vez debiera pedir ayuda, con el último aliento. Pero el Duce del fascismo no puede limosnear el socorro de un centinela adormilado en el rellano o de Cesira Carocci, su criada umbra de mediana edad, tan ignorante como una cabra, tan flaca como un clavo de crucifixión.

Al fin y al cabo, no es la primera vez. Hace semanas, meses, que las crisis no dejan de asomarse periódicamente a su esófago. Se anuncian con un extraño apetito, un hambre estéril y nauseabunda, como una boda de mala muerte, como un embarazo histérico, luego arrancan las flatulencias, los eructos.

La semana anterior, fue Ercole Boratto, su chófer de confianza, quien notó su aliento pestilente desde el asiento del conductor. En la primera curva de via Veneto, buscó al Jefe con el rabillo del ojo, pero el espejo retrovisor le devolvió el vacío. Cuando el chófer se volvió hacia el asiento del pasajero, se lo encontró alabeado sobre sus rodillas, con las manos apretadas contra su vientre hinchado, sus célebres ojos reducidos a rendijas y la tapicería enlodada de jugos gástricos. Tuvieron que llevarlo a rastras hasta la cama, doblado en dos como un apoplético, mientras le limpiaban las comisuras de la boca con el pañuelo de un conductor.

A eso ha quedado reducido Benito Mussolini, el Duce del fascismo, a un tubo digestivo. Nada más que eso. Las purgas y sus consecuencias. Ese es su único pensamiento. Qué equivocado estaba Nuestro Señor Jesucristo: debería habernos hecho de otra manera, olvidándose de las tripas. Debería habernos creado para que nos alimentáramos del aire, o bien apañárselas para que el alimento fuera absorbido sin necesidad de emitirlo después. Por el contrario, ha condenado a los hombres a la perenne lucha por vaciar los intestinos, al vía crucis del estreñimiento. Y de esta forma, ahora él, el Jefe de las legiones de camisas negras, el conquistador de Italia y el italiano más admirado en el mundo, si cena un plato de espaguetis con salsa de tomate luego no evacúa durante tres días. Y cuando lo hace, si lo hace, deposita un bolo de heces alquitranadas, exiguas y afiladas como un hueso de ciruela.

Y mira que no fuma, que apenas bebe ya, que practica deporte con regularidad y que sigue una dieta austera. Pero él conoce bien las razones de todo esto: fueron la Gran Guerra y la psicología de las multitudes las que le estropearon la digestión. Toda esa carne enlatada engullida en las trincheras y todas esas cestitas de viaje compradas en alguna pequeña estación después de un encuentro con militantes y devoradas a toda prisa en el asiento del pasajero mientras el fiel Boratto lo llevaba al siguiente encuentro.

En realidad, para ser sinceros, el principal responsable es Giacomo Matteotti, el oponente irreductible, el «socialista con abrigo de pieles», el hijo de propietarios agrícolas que se inmoló por los andrajosos campesinos. De ese cuerpo suyo hallado por un perro en un bosquecillo de matorrales de la campiña romana, doblado como un libro, con las piernas metidas debajo de la espalda en una fosa demasiado corta, excavada a toda prisa, con medios inadecuados —una lima de herrero—, pisoteada de cualquier manera y luego recubierta sumariamente con mantillo cual emparrado de calvicie. Al cuerpo de Giacomo Matteotti ha de adscribirse la culpa de ese patibulario estreñimiento suyo.

Y a ese idiota de Giovanni Marinelli, el mezquino y miserable tesorero del Partido Fascista que, encargado de silenciar a Matteotti, para ahorrarse dos liras, para no gastarse algunos billetes de mil que permitieran a unos profesionales comer bien y llevarse a la cama a alguna mujerzuela, había confiado la tarea a cuatro desgraciados, causando con su tacañer

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