1
Un día, hace mucho tiempo, estaba frente a un espejo de cuerpo entero cuando me miré en él y vi que mi imagen se oscurecía y se atenuaba, y luego parecía retroceder, como si estuviera desvaneciéndome del mundo en vez de que mi mente estuviera expulsándolo de sí. Me sujeté al marco de la puerta situada frente al espejo, al otro lado del pasillo, y mis piernas cedieron. Mi imagen se alejó hasta sumirse en la oscuridad, como si yo fuera tan solo un fantasma que se esfumara ante mi vista.
En aquella época perdía el conocimiento de vez en cuando y me mareaba a menudo, pero aquel día no se me olvida porque pareció que no era el mundo el que se desvanecía de mi conciencia, sino yo quien se desvanecía del mundo. Era la persona que se volatilizaba y la persona incorpórea que la observaba desde lejos, ambas y ninguna. En aquel tiempo intentaba desaparecer y aparecer, intentaba protegerme y ser alguien, y con frecuencia esos propósitos estaban reñidos. Y me miraba para ver si adivinaba en el espejo qué podría ser yo, si era lo bastante buena y si lo que me habían dicho sobre mí era cierto.
Ser una mujer joven significa enfrentarse a la propia aniquilación de multitud de formas, huir de ella o conocerla, o las tres cosas a la vez. «La muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo», dijo Edgar Allan Poe, que no debió de imaginarla desde la perspectiva de las mujeres que prefieren vivir. Yo intentaba no ser el tema de la poesía de otra persona y que no me mataran; intentaba encontrar una poética propia, sin mapas, sin guías, con poca cosa para avanzar. Tal vez estuvieran por ahí, pero yo no los había localizado aún.
La lucha por encontrar una poesía en que se celebre nuestra supervivencia y no nuestra derrota, quizá por encontrar nuestra propia voz para afirmarla, o al menos por encontrar la manera de sobrevivir en medio de un ethos que disfruta borrándonos y viéndonos fracasar, es un esfuerzo que muchas jóvenes, tal vez la mayoría, deben realizar. En aquellos primeros años no lo hice especialmente bien o con excesiva claridad, pero sí con fiereza.
A menudo ignoraba a qué me oponía y por qué, y en consecuencia mi rebeldía era turbia, incoherente, caprichosa. Ahora, cuando veo que las jóvenes de mi entorno libran las mismas batallas, me vienen a la memoria aquellos años de no sucumbir, o de sucumbir como quien se hunde en un pantano y se agita para salir, una y otra vez. La lucha no era solo por la supervivencia física, aunque ese combate podía ser bastante intenso, sino para sobrevivir como persona dotada de derechos, incluidos el derecho a la participación, a la dignidad y a tener voz. Más que a sobrevivir, pues: a vivir.
La directora, escritora y actriz Brit Marling dijo hace poco: «En parte, una sigue sentada en esa silla de esa habitación aguantando el acoso o el maltrato de un hombre con poder porque, como mujer, rara vez ha concebido otro final para ella. En las novelas que ha leído, en las películas que ha visto, en los cuentos que le han contado desde que nació, la mayor parte de las veces las mujeres tienen un final desastroso».
El espejo en el que me vi desaparecer se encontraba en el apartamento donde viví un cuarto de siglo, desde unos meses antes de cumplir los veinte. Los primeros años que pasé allí se correspondieron con la época de mis batallas más feroces: algunas las gané, otras me dejaron cicatrices que todavía tengo, muchas me formaron de tal modo que no puedo decir que desearía que todo hubiera sido distinto, pues entonces habría sido otra persona, y esa persona no existe. Yo sí. Pero puedo desear que las jóvenes que vienen detrás de mí puedan saltarse algunos de los obstáculos de antaño, y algunos de mis textos han tenido esa finalidad, al menos nombrando esos obstáculos.
2
Otra historia de un espejo: cuando tenía unos once años, mi madre me llevó a una zapatería para que me comprara las botas de motorista que me gustaban en aquella época en que intentaba no ser esa cosa despreciable, una chica, y ser lo que parecía una cosa aparte, robusta, preparada para la acción; pero algo más hizo que la tienda sea inolvidable. Si me situaba delante de los espejos que bordeaban ambos lados del pasillo central, veía una imagen de una imagen de una imagen de una imagen de mí misma o de los taburetes o de lo que fuera, cada una más desvaída, tenue y remota que la anterior; imágenes que se expandían hacia delante, más allá, al parecer de forma infinita, como si un océano se extendiera allí mismo con sus reflejos y yo viera cada vez mejor las profundidades verde mar. No era mi yo lo que trataba de vislumbrar entonces, sino lo desconocido.
Más allá de cualquier principio hay otro principio, y otro, y otro, pero para mí un punto de partida sería mi primer viaje, ocho años después, en el 5 Fulton, la línea de autobús que divide en dos la ciudad y que, desde su centro, junto a la bahía de San Francisco, sigue hacia el oeste por Fulton Street hasta el océano Pacífico. Lo esencial de esta historia ocurre en medio de esa ruta, en medio de la ciudad, pero sigamos unos instantes en ese autobús mientras sube con esfuerzo la cuesta más allá de la iglesia jesuita cuyas torres brillan con la luz de la mañana, avanza a lo largo del parque grande por la parte sur de la calle y deja atrás una avenida tras otra de casas cada vez menos apretujadas sobre una tierra que en realidad es solo arena, hasta esa franja arenosa que se junta con el océano Pacífico, el cual cubre casi un tercio del planeta.
En ocasiones el mar entero parece un espejo de plata martillada, aunque es demasiado turbulento para retener muchos reflejos; es la bahía la que lleva un cielo reflejado en su superficie. En los días más hermosos no hay palabras para los colores de la bahía de San Francisco y el cielo que la corona. A veces en el agua se refleja un cielo al mismo tiempo gris y dorado, y el agua es azul, es verde, es plateada, es un espejo de ese gris y ese dorado que atrapa en sus ondas la calidez y la frialdad de los colores, es todos ellos y no es ninguno, es algo tan sutil que nuestro lenguaje no puede describirlo. A veces un pájaro se zambulle en el espejo del agua y desaparece en su propio reflejo, y la superficie reflectante impide ver lo que se extiende por debajo.
En ocasiones, al nacer y al morir el día, el cielo opalino no exhibe un color para el que tengamos palabras, el dorado se convierte en azul sin la interposición del verde, que está a medio camino de ambos colores, los intensos tonos cálidos que no son el albaricoque, el carmesí ni el dorado; la luz se transforma segundo a segundo, de modo que el cielo presenta más tonalidades de azul de las que sabemos enumerar mientras palidece desde donde se encuentra el sol hasta el otro extremo, en el que aparecen otros colores. Si una aparta la vista un segundo, se pierde un tono para el que nunca existirá un vocablo, y ese tono se transforma en otro y en otro. A veces los nombres de los colores son jaulas que contienen lo que no les corresponde, y a menudo ocurre lo mismo con el lenguaje en general, con palabras como «mujer», «hombre», «niño», «adulto», «seguro», «fuerte», «libre», «verdadero», «negro», «blanco», «rico», «pobre». Necesitamos las palabras, aunque las usamos mejor si sabemos que son contenedores que siempre se desbordan y revientan. Siempre hay algo más allá.
3
En ocasiones se entrega un regalo y ni quien lo da ni quien lo recibe conocen sus verdaderas dimensiones, y lo que parece ser al principio no es lo que será al final. Al igual que los principios, los finales tienen infinidad de recovecos, capas superpuestas, consecuencias que se propagan formando ondas. Un domingo de invierno, cuando era una joven ignorante y pobre sin apenas amistades, fui a ver un apartamento para alquilar. Había encontrado la lista en la sección de anuncios clasificados del periódico, unas cuantas líneas pequeñitas de información en esa tupida cuadrícula gris que en su mayor parte describía lugares que estaban por encima de mis posibilidades. La gente se había reído de mí cuando había dicho que buscaba algo por doscientos dólares al mes, un precio bajísimo incluso entonces, pero no podía permitirme pagar más aquel último semestre de mi formación universitaria, aquel tercer año de mi independencia económica.
En la época en que buscaba casa vivía en una habitación minúscula con una ventana que daba a un patio de luces, pese a lo cual era todo un lujo porque tenía baño propio en aquel apartahotel donde las otras habitaciones tenían baños compartidos al fondo del pasillo. Todo el edificio disponía de una única cocina mal iluminada donde nos robaban la comida que guardábamos en el frigorífico, o bien se llenaba de cucarachas o ambas cosas. El resto de los huéspedes eran personas a las que la vida no parecía haberles ido bien. Yo tenía diecinueve años y mi vida aún no había arrancado; todavía me encontraba al comienzo del proceso de tratar de averiguar en quién me convertiría y cómo lograrlo: la tarea habitual para alguien de mi edad. (A los quince años me había sacado el diploma equivalente al título de educación secundaria, a los dieciséis había empezado a estudiar a tiempo completo en una escuela técnica superior, de donde a los diecisiete pasé a una universidad con carreras de cuatro años; con diecinueve cursaba cuarto en la Universidad Estatal de San Francisco, el centro para la clase trabajadora situado en el extremo ventoso de la ciudad.)
Subí al 5 Fulton cerca del ayuntamiento, y el autobús me llevó por barrios de viviendas de protección oficial; por delante de una iglesia de Fillmore Street ante cuya puerta se había congregado un grupo de lúgubres hombres negros trajeados para asistir a un funeral; por delante de casas viejas de madera ornamentadas y tiendas de vinos y licores situadas en esquinas. Subió por una cuesta de Lyon Street, donde me bajé, y siguió avanzando pesadamente hacia el Pacífico. Encontré la dirección, un edificio con la puerta principal retirada de la fachada, a la que por mayor seguridad habían añadido, como a otras muchas de la zona, una verja de hierro forjado. El felpudo del interior estaba sujeto a la ranura del correo con una cadena oxidada y un candado. Llamé al timbre del portero, subí con paso cansino el primer tramo de escaleras cuando me abrió, lo encontré en la puerta de su apartamento y me mandó a la segunda planta para que viera el que había justo encima del suyo.
El lugar me pasmó por su belleza. Un estudio esquinero, cuyo salón tenía dos ventanas saledizas, una hacia el sur y la otra hacia el este, por las que la luz entraba a raudales. Suelos de roble dorado, altos techos de bordes redondeados y paredes blancas con paneles de molduras rectangulares. Puertas con paneles de vidrio y pomo de cristal. Cocina independiente con una ventana que daba al este y que estallaría de luz por las mañanas cuando el sol se elevara por encima de la gran casa de enfrente. Era luminoso, casi celestial, un lugar de cuento de hadas, enorme y exquisito en comparación con las espartanas habitaciones individuales en las que había vivido la mayor parte del tiempo desde que me fui de casa poco después de cumplir los diecisiete. Lo recorrí durante un rato como si flotara y bajé a decirle al portero que lo quería. «Si lo quieres, deberías quedártelo», me dijo amablemente. Yo lo quería con verdadera pasión; jamás había soñado que pudiera tener algo tan bonito, y vivir en él me parecía todo un sueño.
El portero era un hombretón negro de sesenta años, alto, robusto, fuerte, a todas luces muy apuesto en el pasado y con una planta imponente todavía. Tenía la voz grave y estruendosa, y si ese día vestía como la mayor parte de los días en que lo traté, debía de llevar puesto un mono. Me condujo al salón de su casa. Esa tarde de domingo de Super Bowl, en que jugaba un equipo de la ciudad y de las casas del vecindario surgía un bramido con cada gol marcado, él veía a unos negros que tocaban blues en el enorme televisor colocado sobre una mesa cercana a otra de póquer hexagonal con superficie de fieltro verde, mientras la luz del exterior se filtraba por las anticuadas persianas de tablillas anchas que cubrían las ventanas saledizas. Cuando me entregó la solicitud de alquiler, se me cayó el alma a los pies. Le conté que la usurera gestoría de tugurios cuyo nombre figuraba en la cabecera del impreso ya me había rechazado. Delante de mis ojos, un empleado había tirado con desdén mi solicitud a la papelera colocada junto al escritorio: no tenía bastante dinero para alcanzar sus mínimos.
El portero me dijo que él no les revelaría el engaño si yo conseguía que una señora mayor respetable presentara la solicitud. Acepté la propuesta y le pregunté a mi madre, que se había negado muchas veces a jugársela por mí, si estaba dispuesta a hacerlo. En aquella ocasión se arriesgó, rellenó el formulario y lo entregó. La gestoría no desconfió de que una blanca propietaria de una casa al otro lado del Golden Gate quisiera el apartamento. Creo que mi madre dijo que le quedaba más cerca del trabajo, porque llevaba la contabilidad de una agencia de artistas de la ciudad. Con toda probabilidad se lo alquilaron de forma automática por ser la persona con la economía más impresionante que solicitaba una vivienda pequeña en un barrio negro.
Durante los ocho años siguientes pagué el alquiler todos los meses mediante un giro postal que firmaba con el nombre de mi madre. El contrato de arrendamiento especificaba que la persona que lo había firmado debía ser quien viviera en el estudio, de modo que oficialmente yo no existía en mi casa, que oficialmente no era mía. Aunque acabé pasando años allí, durante mucho tiempo tuve la sensación de que me echarían en cualquier momento y de que debía dejarme ver lo menos posible, lo cual reforzó la tendencia al sigilo, la costumbre de tratar de pasar inadvertida, que había desarrollado de niña. Más adelante la gestoría inmobiliaria descubrió que la persona que ocupaba el apartamento no era la firmante del contrato y preguntó al portero qué ocurría. Él les garantizó que era una inquilina pacífica y responsable y no sucedió nada, pese a lo cual seguí sin sentirme segura.
El portero se llamaba James V. Young. Siempre le llamé «señor Young». En algún momento comentó que yo era la primera persona blanca que residía en el inmueble desde hacía diecisiete años. La mayor parte de los otros vecinos eran parejas mayores, aunque había una madre soltera que vivía con su simpática hija en otro estudio del edificio, el cual tenía dos plantas y siete apartamentos que daban a la escalera, con los garajes en la planta baja. Yo no acababa de asimilar que me hubiera mudado a un barrio negro; me enseñaría muchas cosas durante los años siguientes, y me quedaría tanto tiempo en él que, cuando me fui, me fui de una zona de clase media blanca cuyos edificios apenas habían cambiado, aparte de la pintura, pero donde se había transformado todo lo demás y había muerto algo esencial.
Yo también cambié. La persona que se marchó de allí en el siglo XXI no era la que había llegado muchos años antes. Existe un hilo de continuidad. La niña es madre de la mujer, pero hubo tantos acontecimientos, tantos cambios, que pienso en aquella joven larguirucha y angustiada como en alguien a quien conocí de manera íntima, alguien por quien desearía haber podido hacer más, alguien que me inspira la misma lástima que a menudo siento por las mujeres de su edad con las que trato; esa persona de hace tiempo no era exactamente yo, no se parecía a mí en aspectos fundamentales, pero de todos modos era yo, una inadaptada torpe, una soñadora, una vagabunda inquieta.
4
La palabra «adulto» da a entender que quienes han alcanzado la mayoría de edad legal forman una categoría coherente, pero las personas somos viajeras que cambian y cruzan un territorio que va transformándose a medida que avanzamos. El camino está en mal estado y es dúctil. La infancia se diluye poco a poco en algunos aspectos y nunca acaba en otros; la adultez llega en pequeñas entregas desiguales, si es que llega; cada persona tiene su propio calendario o, mejor dicho, no existe ninguno para las numerosas transiciones. Cuando una se va de casa, si es que la tiene, cuando parte sola, es alguien que ha sido niña la mayor parte de su vida, aunque no está bien definido lo que significa ser niña.
Algunas personas cuentan con otras que las cuidan, les costean los gastos y a veces las tienen encerradas toda la vida; a algunas las destetan poco a poco; algunas cortamos por lo sano y nos valemos por nosotras mismas, y algunas siempre lo hicieron. Con todo, una vez fuera y a solas eres una recién inmigrada en el país de los adultos, cuyas costumbres te resultan extrañas: vas aprendiendo a unir las piezas de una vida, a discurrir cómo será esa vida, quién formará parte de ella y qué harás con tu autodeterminación.
En tu juventud te encuentras caminando por un largo sendero que se bifurcará una y otra vez, tu vida está plagada de decisiones con tremendas consecuencias imprevisibles y rara vez se te permite volver atrás para elegir la otra ruta. Estás forjando algo, una vida, una identidad, y es una tarea de gran intensidad creativa en la que, por otra parte, es más que posible fracasar, un poco, mucho, estrepitosamente, de manera desastrosa. La juventud es una empresa de alto riesgo. Un día, más o menos por la época en que me mudé al edificio del señor Young, se me acercaron los miembros de una secta cuando cruzaba una plaza cercana al ayuntamiento. A principios de la década de 1980 las sectas que habían causado tanto daño en los setenta aún no habían desaparecido. Parecían ser la consecuencia de que se diera rienda suelta en las libertades anárquicas de aquel tiempo a personas criadas para obedecer a la autoridad. Como una forma en apariencia radical de regresar al conservadurismo de la obediencia ciega y la rígida jerarquía, constituían una grieta entre dos modos de ser en la que mucha gente podía caer.
A veces los pájaros vuelven a la jaula cuando se deja la puerta abierta, y a veces las personas con la libertad de tomar sus propias decisiones optan por renunciar a esa facultad. En la plaza intuí por un instante, con claridad y de manera visceral, qué ofrecían y por qué resultaba tentador para la gente de mi edad: la posibilidad de devolver el peso de la responsabilidad que acompaña a la edad adulta, de no tener que tomar decisiones a diario o lidiar con sus consecuencias; la posibilidad de regresar a algo similar a la infancia y alcanzar una apariencia de seguridad no ganada con esfuerzo, sino otorgada. Presentí que en esa renuncia a la libertad se ocultaba la exención de la capacidad de actuar en el mundo, pero yo adoraba mi independencia y mi privacidad, mi capacidad de actuar en el mundo e incluso parte de mi profunda soledad, y nunca se dio la menor posibilidad de que me despojara de ellas.
He conocido a personas nacidas en familias felices que parecían tener que esforzarse poco en la vida adulta: se comportaban como les habían enseñado a comportarse; eran las bellotas que no caían lejos del árbol; se hallaban en un camino que no se bifurcaba, o no les aguardaba ningún viaje porque ya habían llegado antes de partir. Cuando era joven les envidiaba la comodidad de sus certezas. De mayor sentí lo contrario respecto a las vidas que no precisan demasiada autoinvención ni actitud inquisitiva. Había una verdadera libertad en estar sola y una especie de tranquilidad en no rendir cuentas a nadie.
Conozco a jóvenes que parecen tener claras sus necesidades y su identidad, sus emociones y los sentimientos de otros, de un modo que me resulta increíblemente avanzado. Yo también fui una extranjera vagabunda en ese territorio de la vida interior, y mis intentos por orientarme y encontrar un lenguaje para describir lo que ocurría dentro eran aburridos, torpes y penosos. Si tenía suerte en la tarea, era la suerte de ser capaz de seguir evolucionando, de cambiar de manera gradual, imperceptible, unas veces a propósito, otras con modificaciones minúsculas y avances invisibles para mí. La suerte de ser una bellota que no dejaba de rodar. En aquel pequeño apartamento encontré un hogar donde metamorfosearme, un sitio donde quedarme mientras cambiaba y me creaba un lugar en el mundo. Acumulé habilidades, conocimientos y, al final, amistades, además de adquirir una sensación de pertenencia. O mejor dicho, al crecer descubrí que los márgenes podían ser el lugar más rico, una atalaya entre territorios de los que se podía entrar y salir.
No se trata tan solo de que una persona sea adolescente desde los quince hasta los veinte, sino de que la edad adulta, una categoría en la que colocamos a todo