El último hombre blanco

Nuria Labari

Fragmento

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Hay un varón dentro de mí. Está aquí dentro desde que recuerdo, ese rugido de varón. Puedo oírlo ahora, al hombre que golpea en mi interior. Es como un segundero, como el maldito latido de mi corazón, es la música que pone ritmo a los días, es un tres por cuatro sencillo, el movimiento más elemental, es muy básico, casi no se nota, algunas veces creo que ni siquiera existe, como la mancha azul en una compresa en la televisión, una auténtica quimera. Pero aquí está.

¿Alguien más puede oírlo? ¿Alguien más lo lleva dentro? Es ese tambor con que nos llaman a ir a la guerra a querer más a ser mejores a conquistar a ganar a discutir a tener razón a corrernos primero a poseer a progresar a conducir más rápido a no llorar a ser más fuertes a llevar dinero a casa a no saber qué decir a tener la última palabra a ser eficaces a no dar rodeos a buscar siempre el camino más rápido a no encontrar las palabras a no escuchar a ser fiable como un electrodoméstico a romper las cosas a tener la polla más dura a querer meterla por detrás a no pedir permiso a creer que las cosas necesitan un orden a aceptar los privilegios a tener siempre la razón a confesarnos a obedecer a Dios a inventar las reglas a cumplir las reglas a infundir confianza a mandar a hacer lo que nos mandan… En definitiva, a entender que las cosas son complejas y elegir buscar respuestas simples.

Todo el mundo puede oírlo porque todo el mundo lleva un hombre en su interior, cada vez más grande y cada vez más solo. ¿Hay alguien más ahí dentro? No. Solo un hombre blanco en el vacío. ¿Y la mujer? ¿Dónde está? ¿No está, como siempre, esperándolo en casa? ¿He dicho ya que este hombre está solo? ¿He dicho que este hombre soy yo? ¿Adónde regresaré? ¿Y Penélope? ¿No es verdad que hay una mujer tejiendo mientras espera que yo vuelva a casa? ¿Acaso nadie espera mi regreso? Qué va. Las casas están vacías y la igualdad avanza cada día para convertirnos a todos en hombres blancos con un contrato indefinido. Hombres blancos por nacimiento o por vocación.

—Vamos a jugar —dice la profesora, el telediario, la directora de recursos humanos, el director de la fundación que reparte las becas, mi jefe, mi madre, mi hijo, João.

—Quiero cartas —respondo.

—¿Seguro? —preguntan.

Una última oportunidad. Una advertencia. Las cartas están marcadas, esta partida no acaba bien aunque la ganes, la banca siempre gana, la tradición siempre gana, la testosterona gana todas las manos. ¿Tienes suficiente de todo esto? ¿Seguro que no quieres volver a tu casa? Una retirada a tiempo es siempre la mejor decisión.

—He dicho que quiero cartas —me reafirmo.

Soy joven, creo que puedo conseguirlo todo. Estoy segura de que voy a cambiar las cosas.

—En ese caso, llama al hombre que llevas dentro para que las recoja —sentencia la profesora, el telediario, la directora de recursos humanos, el director de la fundación que reparte las becas, mi jefe, mi madre, mi hijo, João.

La mayoría de las veces llevo el sonido tan metido dentro de los huesos que resulta inaudible. Es como olvidar que he encendido el extractor de la cocina y apagarlo dos horas después, dos siglos después, dos mil años después. Es esa sensación de placer indescriptible cuando por fin aprieto el interruptor. Justo lo que siento cuando consigo matar a mi hombre blanco, las pocas veces que lo consigo. Esos instantes en que le digo adiós. Porque yo sé que debo decirle adiós. Sé que debo aniquilar todo eso que palpita dentro de mí y que está mal. El problema es que no soy solo uno de ellos, soy la peor de todos ellos. ¿Cómo demonios podría haber llegado hasta aquí si no?

En los despachos donde se toman las decisiones, nadie es­cucha a las mujeres que gritan en la calle. Por eso no habrá turno de preguntas para ellas en ningún consejo de administración: por muy paritaria que llegue a ser la representación femenina, por mucho que mejoren las estadísticas, al final no basta con eso. No es tan sencillo, porque aquí arriba, al otro lado del techo de cristal, en la cumbre donde vivimos los que conseguimos pasar al otro lado, resulta que solo hay tíos. Es verdad que vamos llegando algunas mujeres, pero, si tienes una vulva entre las piernas, entonces habrás trabajado más que el resto para llegar aquí, habrás tenido que ser más fuerte que la mayoría, más agresiva y más hombre que cualquiera de los que nacieron con el privilegio.

La última ola del feminismo ya pasó, fue un tsunami precioso. Y mira ahora: en el año 2021, el 35 por ciento de las consejeras en España son tías, un cambio imparable y en ascenso. Pero, de hecho, es solo un recambio. La realidad no cambiará por más veces que contemos a las mujeres que consiguieron llegar a la cima. No mientras sigamos escalando su montaña. Después de todo, la idea de contar a las tías por un lado y a los tíos por otro nace de una mente cuantificadora y progresista que necesita resultados. Lo primero es siempre que salgan los números, pero a veces resulta que las cosas no cambian por mucho que contabilices. Así que cuando la cuota femenina está a punto de cumplirse en algunas de las empresas más importantes del mundo, resulta que el poder sigue siendo masculino. Una cosa es cambiar a los jugadores y otra las reglas del juego, y las reglas, también las de hoy, las inventaron ellos. Y esa es la razón por la que el futuro no puede empezar.

Muy pronto los fondos de inversión empezarán a pedir sangre fresca. La paridad de género ya es un asunto anticuado, la brecha de género es un asunto anticuado. Hace tiempo que la igualdad salió a cazar nuevas presas. Tienen que llegar las negras, los indios, los transexuales, las cojas, los neurodiversos, los inmigrantes de tercera generación, los sordos… Nada ni nadie podrá quedarse fuera. Hay que convertir a todo el mundo en un maldito hombre blanco, todos latiendo con el mismo corazón como guerreros de la tribu capitalista. Todos dispuestos a conducir los coches más rápidos, a consumir las mismas ideas, a hablar el mismo idioma y a romperse las piernas en los mismos gimnasios, todos preparados para saltar sobre el fuego y gritar: «¡Por fin soy uno de ellos! ¡He triunfado! ¡Soy un caso de éxito!». ¿Y quién inventó el éxito? Ellos. ¿Y quién lo reparte? Ah, sí, también ellos. En ese caso, ya puedes vestirte con tu colorido traje de indígena y firmar los correos de empresa con género neutro. Bienvenido a la vieja modernidad.

Plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas. En pie. Necesito ponerme de pie para aplaudir. ¡Bravo! Plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas. Tengo que ponerme en pie. No basta con que me ardan las manos. Necesito levantarme. ¡Hurra! ¡Bravo! Estoy aplaudiendo a la igualdad y a la vida. Estoy aplaudiendo a todos mis años de estudio, de horarios, de trabajar veinticuatro/siete, aplaudo por condensar la libertad de décadas en varias docenas de días «libres» y por todas las cosas que acepté sin protestar ni pensar con tal de convertirme en uno de ellos. Estoy aplaudiendo por el trabajo, claro está, esa bendición para las mujer

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