El jardinero, el escultor y el fugitivo

César Aira

Fragmento

jardinero-2

«Desde siempre los hombres han encontrado formas reconocibles en las nubes, figuras aproximadas, aunque el que las reconocía no siempre hallaba consenso en los demás, y si quería que compartieran su visión debía describirla señalando con el dedo: eso es la cabeza, por ahí sigue el cuerpo, ésa es la cola… ¿no lo ven? Un Cocodrilo. Y los otros, lejos de mostrarse convencidos: no, es un barco. O: es una taza de té con un platito. Es un hombre, un Hércules con la maza. Es un zapato. Podía ser cualquier cosa. La realidad siempre es figurativa, desciende de las nubes, se derrama sobre el mundo como el sueño se derrama sobre la vigilia. Es una nube. Es el bello ser flotante que no tiene prisa, el fantasma de todo lo demás, la cosa que no es una cosa, hecha de ilusión. En su lentitud, es el instante. El registro sublime de la pérdida de tiempo.

»Lo que nadie sabía era que estaban viendo el reverso de las formas de las nubes. Del lado de arriba, invisible desde tierra, estaban las verdaderas figuras que formaban, y con ellas no había dudas ni discusiones porque su acabado era perfecto, hasta el menor detalle. Si era un cocodrilo, cada escama de su cuerpo terrible, y cada diente visible en la boca entreabierta. Si un galeón, su mascarón de proa, el castillo de popa, las velas hinchadas. ¿Un bebé durmiendo? Las formas divinamente redondeadas de sus pequeños miembros, las manitos regordetas, y hasta la sensación de paz que sólo a esa tierna edad se le concede al hombre. Y no se quedaba ahí: un gran nubarrón, de los que cubren todo el cielo, informe y oscuro, del lado de arriba es una ciudad blanquísima completa con sus casas, iglesias, plazas con palmeras, calles y monumentos. Todo en el blanco más brillante, el rayo del Sol sin obstáculos encendiendo cada diminuta gota de vapor, un mármol impalpable. Un perrito de un kilómetro de largo. Un piano que nunca sonará. Un soldado que no matará a nadie.

»Lo que se veía desde tierra era la espalda sin desbastar de esas maravillas, como si el artista divino hubiera tomado su material por el lado luminoso y hubiera dejado el otro lado como estaba. No pensó en el público que podía admirar su maestría, como el verdadero artista que honra a su arte sin buscar el aplauso o la recompensa. Salvo que ese artista no existía, con lo que el corolario sería que el artista verdadero no existe. El artista existente siempre tiene algo de falso artista en la aleación que lo constituye.

»En cuanto a los hombres, los que alzaban la vista al cielo y descubrían formas aproximativas en las nubes, deformes, informes, creían que ahí tenían toda la poesía y la belleza que podía ofrecerles la Naturaleza. Se conformaban, por ignorancia, y las encontraban bellas, inspiradoras, hasta maravillosas. Eso cambió en el siglo XX con el advenimiento de la aviación. Cuando los primeros aeroplanos se remontaron por encima de las nubes, la sorpresa fue inmensa. Los aviadores pioneros trajeron relatos que en un primero momento chocaron con un muro de incredulidad y se adjudicaron al delirio provocado por el enrarecimiento de oxí­geno en la altura. Pero la coincidencia de testimonios en diversas partes del mundo, y pronto la existencia de fotografías, fue agrietando ese muro. ¿Serían trucadas las fotos? No, no se podía trucar tanto. Y además, ¿por qué mentirían? La acumulación de pruebas fue venciendo a las dudas.

»En esos primeros de la conquista del aire eran pocos los que se atrevían a montar los frágiles biplanos, pero la curiosidad hizo que cada vez hubiera más, y aumentara la presión sobre la industria aeronáutica. Ésa es la explicación de la velocidad con que se desarrolló la aviación; los avances se sucedían tan rápido que tropezaban con el siguiente. Todos querían volar. El miedo al avión fue vencido. La hu­manidad supo que sólo entonces empezaban a ver la be­lle­za de la representación, y que todos los seres y las cosas que habitaban el mundo también estaban allá arriba, del otro lado, gigantes y flotantes, blancos y perfectos. En cuanto a lo que veían desde el suelo, las viejas nubes sin forma que los habían acompañado desde siempre, no perdieron su encanto, al contrario: al saber que eran el soporte de las verdaderas maravillas, les dirigían una mirada de complicidad, y de nostalgia, quizás sintiéndose hermanados, porque los humanos también somos la faz informe y sin desbastar de algo realmente bueno.»

En ese punto enrosqué el capuchón de la lapicera y lo di por terminado. Un borrador, por supuesto. Aceptaba, y exigía, múltiples correcciones, pulidos, sobre todo aclaraciones. Al ser algo de índole tan visual se necesitaba afinar al máximo el aspecto evocador, sin caer en un descriptivismo machacón. Es el problema que enfrento con más frecuencia cuando escribo, culpa de imaginármelo demasiado bien. Como todos los miopes, tengo un cine interior de alta definición. Compenso lo que no veo afuera con el microscopio de adentro. Pero, como digo, lo di por terminado sin más, en calidad de borrador, aunque en el fondo sabía que no iba a volver sobre él. En general he notado que cuando me decido a corregir, logro una mejora. Pero me pregunto si a alguien le importa, y si no será mejor emplear ese tiempo y ese trabajo en escribir algo nuevo. Porque la imperfección de lo espontáneo, la frescura de lo recién nacido del cerebro, todavía envuelto en las placentas del sueño, tiene valor documental, registro o mapa de los paisajes interiores del autor.

Todas esas consideraciones, y otras que podría hacer sobre lo terminado y lo interminable en la escritura literaria, eran secundarias respecto del motivo por el que estaba juntando las hojas y saliendo a mostrárselas a mi jardinero. Él era mi primer lector, y en buena medida la anticipación de su lectura era lo que alimentaba en mí el gusto de escribir. Habíamos constituido esta curiosa sociedad informal hacía ya un buen tiempo. Empezó por un hecho casual. Yo había escrito algo con plantas, y lo sometí a su saber y experiencia en la materia. Su escucha me bañó como un bálsamo de oro. No pude resistirme al encanto que me devolvía, y desde ese día la rutina quedó establecida. Salí del bloqueo que venía sufriendo desde hacía tiempo, empezaron a surgir textos como éste de las nubes, uno por día, ya a la mañana, ya a la tarde, según me viniera la inspiración, y corría a que lo leyera el jardinero. No sólo el bloqueo quedó atrás: con él se fueron las dudas, los temores, la horrible autocrítica. La escritura abrió las alas y des­pegó. Cada día, invierno y verano, con lluvia o con Sol, mi pluma producía algo.

No le había hablado a mis amigos escritores de este pacto, que a primera vista parece extraño, sobre todo por el tipo de literatura que yo practico, no realista, con guiños metaliterarios, la clase de literatura que parece dirigirse exclusivamente a otros escritores. Pero ahí justamente estuvo lo que me enganchó: la lectura del jardinero me mostró otro aspecto de mi obra, esa vía directa a la imaginación que no pasa por la formación letrada. Es probable que él hubiera desarrollado una sensibilidad especial al crecimiento y desarrollo de las plantas, a su alimentación de humedad y nutrientes del suelo, y la transportara intuitivamente a la narración literaria, al nacimiento y desarrollo de un texto. En fin, fue eso o una de las simpatías inexplicables que se dan sólo porque uno es quien es y el otro es quien es. No sé qué habría sido de mí sin él, mi carrera habría quedado trunca. En mi biografía, apareció en el momento justo en el lugar indicado.

El lugar era el jardín de mi casa, vasto espacio verde de rincones sombreados, viejos árboles, canteros de flores, sen­deros que parecían seguir por siempre, reino de belleza y serenidad, en el que mis textos, así me gustaba pensarlo, eran otras tantas flores que se abrían. El jardinero era el rey de este reino, sobre el que ejercía una potestad no compartida. Más de una vez le ofrecí ponerle asistentes que hicieran los trabajos más pesados; no aceptó, y no presioné por temor a que pensara que por su edad yo no lo consideraba apto para el trabajo. En efecto, no era joven, pero su vitalidad compensaba la disminución de fuerzas, si es que había tal disminución. Su trabajo era más intelectual que físico (en eso nos parecíamos): un jardín, una vez puesto en marcha, sólo requiere algún ajuste delicado aquí y allá, una sabia vigilancia, comprensión de sus procesos.

Uno de los mejores momentos de mi jornada, si no el mejor, era el de salir de mi estudio por las puertas vidriadas, con el manuscrito en la mano, a buscarlo. Era como salir de un mundo y entrar a otro, que me recibía sin la agresividad mundana que sentimos habitualmente los escritores cuando nos extraemos de golpe del abrigado capullo de la fantasía. El jardín tenía algo de cámara de descompresión. Y el camino que hacía para encontrar a su demiurgo estaba lleno de sorpresas. Porque los cambios eran constantes, de un día para otro. El jardín estaba vivo, como lo estaban los macizos de flores, los árboles, los pájaros. No quiero abusar de las analogías, pero sentía que la vitalidad de las plantas mantenía viva mi creatividad. A mi edad, y después de todo lo que había escrito, que siguiera haciéndolo todos los días tenía algo de milagroso. Lo sentí especialmente en esa ocasión, con las nubes todavía en la cabeza.

Pero no había dado más que unos pasos en el reino encantado cuando me detuve en seco, como herido por un rayo. La metáfora no es excesiva. El recuerdo que sobrevenía después de un inexplicable olvido me hería de verdad. El jardinero no estaba disponible. Estaba, y a la vez no estaba. Yo lo sabía, porque la situación, si bien reciente, ya tenía su historia, y la conocía bien. De hecho no se había apartado de mi conciencia en los últimos días. ¿Cómo había podido olvidarlo? La única explicación estaba en una felicidad más fuerte, la de la escritura, que me había asaltado en forma de nubes, me transportó y me hizo creer que todo seguía igual.

¡Y vaya si no seguía igual! El jardinero había sufrido un cambio radical. De un día para otro, sin un motivo que yo pudiera discernir, se había deprimido. Su alegría se apagó, su sonrisa dio paso a un rictus de tristeza, la voz se le hizo un susurro con el que apenas si emitía un monosílabo desganado. No era una actuación, no podía serlo, nadie era tan buen actor, menos él. Con sólo acercarse se sentía una melancolía mortal, un oscuro vacío, como si toda su vitalidad hubiera sido succionada por un poder superior. Había quedado hecho un despojo, una cáscara de hombre habitado por el sufrimiento de vivir.

El contraste con lo que había sido era llamativo al grado máximo. Ese hombre había sido un parangón de alegría. Yo había dado por sentado que debía ser así. ¿Qué otra cosa que el optimismo correspondía cuando se trabajaba con el prodigio de la Naturaleza, con las flores y los frutos, el aire, el agua, la luz…? Su voz misma, con los armónicos del hombre de pueblo, seguía resonando en mis oídos, cuando sabía que lo buscaba, y me guiaba con un saludo risueño, «¡Por aquí, don César, no se me vaya a perder!». Y allí iba yo, sorteando los setos, haciendo caso omiso del espinillo florecido, en la prisa por darle a leer «mi última producción en bata», como la llamaba en broma, aludiendo a las oca­siones, frecuentes, en que madrugaba con una de esas ideas urgentes que me exigían ponerme a escribir sin darme tiempo a vestirme.

Todo eso había terminado abruptamente, y era un duro golpe para mí. No quiero decir que no lo fuera para él también, y más que para mí. Después de todo, yo sólo perdía un rito cotidiano, salvo que no era tan poco porque en él estaba implicado algo tan importante como mi trabajo literario. Importante para mí, lo repito, sólo para mí. El mundo podía pasarse sin mis invenciones. Él había perdido la alegría, quizás las ganas de vivir, parecía sumido en una angustia sin remedio. Lo compadecía, pero desde la otra orilla, sin entender. Aunque había oído hablar mucho de la depresión, y sabía de casos que habían afectado a conocidos o parientes, no me era fácil concebirla. No podía visualizar las fuerzas destructivas que hacían presa de un hombre y lo oscurecían y silenciaban. Me desconcertaba sobre todo el cambio en el jardinero, porque lo había conocido como una fuente de luz.

¿Qué le había pasado? Por lo que pude averiguar no había habido ninguna desgracia en su familia ni en su salud física. No era por la edad, porque si bien envejecer es una causa muy plausible de depresión, no actúa tan de golpe; es la causa paulatina por definición. En realidad, sabía poco de él. Lo había visto por el lado funcional, no por el de la humanidad. Primero como jardinero que había transformado en un plano de ensueño lo que antes era un terreno erial, después como lector que me había dado un suplemento de vida útil con la lapicera, cuando ya creía que me había llegado la hora del retiro. Pero, como todos los hombres, detrás de la función estaba el hombre, y éste era el que había sido herido. De él sabía poco y nada. Precisamente, su alegría, su risa, su identificación con lo más colorido y feliz del jardín (que además era lo que me había estimulado en mi escritura) había hecho de pantalla para ocultar su vida personal.

Ni pensar en darle a leer nada. Seguía con el manuscrito de las nubes en las manos, los pies enfriándose en las pantuflas (había dado unos pasos en el césped del jardín, y el rocío se hacía sentir), la bata entreabierta sobre el pijama. Mis castillos en el aire se deshacían, mi confianza en ellos también, como una credulidad infantil bajo la acción del ácido de la dura realidad. Se volvían patéticos. ¿A quién podía importarle una fantasía de nubes sin relación alguna con los problemas, las dichas y las penas, del hombre real en la sociedad real? ¿Quién se lo podía tomar en serio? Si yo escribía con el pensamiento puesto en un jardinero que, él también, vivía en un mundo aparte, su desaparición me dejaba desnudo ante la seriedad mortal que la humanidad compartía. Sentí subir una ola de desaliento, que detuve alarmado porque la conocía. Me decidí a resistir. Si vivía en un engaño debía preservarlo porque era lo único que tenía para seguir viviendo.

Metí los papeles en el bolsillo de la bata hechos un bollo, y entré en uno cualquiera de los senderos que iban al corazón del jardín. En silencio, con pasos vacilantes porque no sabía si quería ir o no. No me servía de nada ir a ver a un hombre que no tenía ganas de hablar, con el que no tendría ninguna comunicación. La inercia me llevó de todos modos. No tenía otra cosa que hacer. Esto último sonaba ominoso: ¿no me habría cavado mi propia tumba de inactividad, por dejar que mi trabajo dependiera del estado anímico de otro? Ya estaba en los abovedados de cedro, el silencio era profundo. No oiría los alegres «Por aquí» que antes me guiaban. Ni esperaba sus risas cuando me viera, y sus exclamaciones, «¡A la mierda don César, ya se escribió otro cuentito!».

Había que reconocer que seguía ganándose el sueldo, fiel a sus plantas desde el amanecer, aunque el amanecer a esta altura ya no significaba nada para él, porque su noche interna era permanente. Di unos pasos entre los macizos para ir a su encuentro, pero no los di, o los di sin darlos. Quién hubiera dicho que iba a llegar el día en que preferiría no verlo, cuando era lo primero que quería ver todas las mañanas. Temí que la imagen de la inanidad anímica se me pegara y me la llevara conmigo, como una placa de fantasma. Yo sabía lo que vería. El dolor de vivir le crecía como una barba por todo el cuerpo. Un animal moribundo, que no pudiera expresar su estado más que muriéndose, no habría producido una impresión más fuerte. Además, aunque quisiera no lo encontraría: era él el que me encontraba a mí, en sus dédalos verdes.

Quedé en impasse. En realidad estaba en ella desde hacía varios días, cuando empezó el proceso de la depresión del jardinero. Esa mañana había tenido un momentáneo olvido del que era responsable la inspiración de las nubes. Qué poco había durado. Y no

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