Falsa liebre

Fernanda Melchor

Fragmento

Falsa liebre

I

Con la frente pegada al cristal de la ventana, Andrik miraba la noche. La lluvia bañaba las fachadas de los edificios aún dormidos, hacía temblar las copas de los árboles y formaba charcos que el auto salpicaba en su carrera por la avenida.

El cristal estaba cubierto de gotas relucientes que el viento arrancaba con crueldad. Las estiraba y deshacía en hilos, las empujaba hasta el borde de la ventana y las hacía reventar. Andrik trataba de ayudarlas; ofrecía su dedo índice para que las gotas desamparadas se prendieran de su carne y se salvaran, pero el vidrio helado se interponía.

—Carajo —gruñó el hombre—, deja de ensuciar el vidrio.

Andrik se apartó de la ventanilla. Se tocó la cara con disimulo; su mano y su mejilla estaban ya secas gracias al aire acondicionado, pero sus ropas aún empapaban la tapicería. Aunque sentía las tetillas duras por el frío se resistía a cruzarse de brazos. Sabía que el hombre lo miraba con furia, que explotaría en cualquier instante, que era mejor tener las manos libres.

—Y esa gorra…

Alcanzó a encogerse de hombros antes de recibir el golpe en la cabeza. La gorra fue a dar a sus pies; no se atrevió a levantarla.

—¿De dónde la sacaste? Pareces un puto vago.

El aliento del hombre llenaba el aire helado. Era agrio, como si hubiera estado comiendo pescado en salmuera.

Andrik miró de reojo el velocímetro digital del ta­blero. Marcaba 95, 98, 105 kilómetros por hora. El motor del auto se escuchaba ahora por encima del golpeteo de la lluvia sobre el toldo, del chirrido que producían los limpiaparabrisas. Miró las manos del hombre sobre el volante: los nudillos pálidos, los antebrazos rígidos, los dobleces percudidos de la camisa celeste, arremangada con descuido. En la muñeca derecha faltaba el reloj: una tira de piel descolorida delataba su ausencia.

El hombre jamás salía de casa sin el reloj. Era lo primero que se ponía al vestirse, antes incluso que la ropa interior. Y jamás usaba camisas con marcas de mugre.

—Y sácate ese dedo de la boca…

Andrik miró su pulgar, sorprendido. ¿A qué hora se lo había llevado a los labios? El borde de la uña sangraba, en carne viva. Lo apretó contra la humedad de su playera hasta que dejó de arderle.

Algo está mal.

El pedazo de uña arrancado le pinchaba el fondo de la lengua. Prefirió tragárselo antes de que el hombre lo descubriera escupiéndolo.

Algo está pasando.

Andrik sacudió la cabeza.

Míralo

“Cállate”, suplicó en silencio.

Míralo, anda.

Andrik echó un vistazo. Hasta entonces se dio cuenta de que tampoco llevaba los lentes puestos. Su rostro lucía más desnudo y áspero que de costumbre, avejentado.

Y la camisa…

“Es la misma que llevaba esta mañana”, pensó.

Ayer en la mañana.

Andrik exhaló una bocanada desesperada.

Llegó a la casa y no te encontró y salió a buscarte. Lleva toda la noche buscándote.

Cinco para las tres de la mañana, leyó en los dígitos del tablero. Aún faltaba mucho para que amaneciera. Las calles seguían desiertas: ni siquiera los taxistas deseaban surcar la ciudad con aquel aguacero. Los semáforos de la avenida no funcionaban: emitían una sola luz, parpadeante, ambarina. Luz preventiva.

Miró de nuevo las manos del hombre sobre el volante, los codos apretados contra las costillas, el rostro lívido de rasgos tensos.

“Me encontró”, pensó, súbitamente admirado.

Cerró los ojos un rato, y cuando volvió a abrirlos notó con alivio que ya estaban cerca de la casa. Se lo indicaba el puente, o más bien, sus luces, coloreando la lluvia al final de la avenida, a la misma altura que los anuncios espec­taculares. Andrik ignoraba lo que había detrás; suponía, por los letreros verdes que alcanzaba a leer, que la ciudad se terminaba del otro lado, y que la avenida se dividía en una red de carreteras que conducían a la capital del estado, a los territorios del norte, a los muelles más lejanos del puerto.

El hombre carraspeó antes de hablar, con voz ronca.

—Adivina quién vino hoy a visitarte.

El auto dejó atrás el semáforo parpadeante, el último que se veía. ¿No era ahí donde tenían que dar vuelta a la izquierda? Pelón le había advertido que estuviera atento, que tratara siempre de recordar los lugares, los nombres de las calles, los números de las placas de los autos a los que se subía. Pero había pasado demasiado tiempo encerrado en la casa del hombre, semanas enteras, y ahora apenas recordaba retazos del camino.

—Te estoy hablando, carajo.

—No sé —dijo Andrik en automático.

Pero claro que sabía.

—Adivina…

El chico se encogió de hombros. Ya no podía soportar más el frío del aire acondicionado. Se cruzó de brazos y metió las manos en el hueco de sus axilas. Era mejor que comerse las uñas y delatar su nerviosismo.

—Tu hermano —dijo el hombre.

Se había vuelto para clavar sus ojos en Andrik.

—Tu hermano, tu hermanito del alma, pasó a buscarte a la casa en la tarde.

Andrik se obligó a congelar su cara. El temblor de los párpados era lo más difícil de controlar, igual que el cosquilleo en la comisura de sus labios. Fijó la mirada en la noche, en el puente que se alzaba del otro lado del cristal, más allá de los limpiaparabrisas y de la lluvia obstinada.

—Me agarró afuera, cuando abría la puerta. Ni siquiera sabía que te habías largado…

Luchaba con todas sus fuerzas para no parpadear, para no generar el menor movimiento.

—Me sacó un buen susto porque no lo vi llegar, y eso que es inmenso. Cuando me di cuenta ya lo tenía al lado. Por la facha pensé que era un loco, un limosnero: andaba todo mugroso y apestaba rancio, como a leche agria. Me di la vuelta para encararlo y le grité: “¿Qué quieres, cabrón? Lárgate de aquí”. Los ojos se le iban para adentro de la casa y entonces pensé: “Éste lo que quiere es robarme”. “¿Qué madres se te perdió, hijo de la chingada?”, volví a gritarle, y el mugroso gordo se hizo para atrás. Ahí fue cuando me di cuenta de que era un chamaco. “Busco a mi hermano”, me dijo con voz de pito. Semejante animal, y esa voz ridícula, de bobo. Todavía no le bajan los huevos.

“Zahir”, pensó Andrik. La boca le exigía pronunciar cada sonido de ese nombre, pero se mordió los labios para no hacerlo. Para no sonreír.

—“Qué hermano ni qué carajo”, le dije al gordo. “Aquí no hay ningún hermano tuyo.” Y yo trataba de encontrarle un parecido contigo, pero nada. “Yo sé que usted lo tiene”, me decía el imbécil. Estaba nervioso pero muy serio. “Usted lo tiene, no

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