Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara. El vapor es inglés, de la Mala Real, lo emplean para cruzar el Atlántico, entre Londres y Buenos Aires, como una lanzadera por los caminos del mar, de aquí para allá, haciendo escala siempre en los mismos puertos, La Plata, Montevideo, Santos, Río de Janeiro, Pernambuco, Las Palmas, por este orden o el inverso, y, si no naufraga en el viaje, tocará aún en Vigo y en Boulogne-sur-Mer, y al fin entrará Támesis arriba, como entra ahora por el Tajo, cuál de los ríos el mayor, cuál la aldea. No es grande el navío, desplaza catorce mil toneladas, pero aguanta bien el mar, como probó en esta misma travesía, en la que, pese al constante mal tiempo, sólo se marearon los aprendices de viajero transoceánico, o aquellos que, más veteranos, padecen de incurable fragilidad de estómago, y, por ser tan regalado y confortable en su arreglo interior, le ha sido dado, cariñosamente, como al Highland Monarch, su hermano gemelo, el íntimo apelativo de vapor de familia. Ambos están provistos de espaciosas toldillas para el sport y los baños de sol, se puede jugar, por ejemplo, al cricket, que, siendo juego campestre, se puede practicar también sobre las olas del mar, demostrándose así que nada es imposible para el imperio británico, si ésa es la voluntad de quien allí manda. En días de amena meteorología, el Highland Brigade es parvulario y paraíso de ancianos, pero no hoy, que está lloviendo y ya no vamos a tener otra tarde en él. Tras los cristales empañados de sal, los chiquillos observan la ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como si sólo estuviera construida de casas de una planta, quizá, allá, un cimborrio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo si todo es ilusión, quimera, espejismo creado por la movediza cortina de las aguas que descienden del cielo cerrado. Los niños extranjeros, a quienes más ampliamente dotó la naturaleza de la virtud de la curiosidad, quieren saber el nombre del lugar, y los padres se lo dicen, o declinan en las amas, las nurses, las bonnes, las frauleins, o un marinero que acudía a la maniobra, Lisboa, Lisbon, Lisboone, Lissabon, cuatro diferentes maneras de enunciar, dejando aparte las intermedias e imprecisas, quedaron así los chiquillos sabiendo lo que antes ignoraban, y eso fue lo que ya sabían, nada, sólo un nombre, aproximadamente pronunciado, para mayor confusión de las juveniles inteligencias, con acento propio de argentinos, si de ellos se trataba, o de uruguayos, brasileños y españoles, que, escribiendo, desde luego, Lisboa, en castellano o en el portugués de cada cual, dicen cada uno otra cosa, fuera del alcance del oído común y de las imitaciones de la escritura. Cuando mañana, de amanecida, el Highland Brigade salga a la barra, que haya al menos un poco de sol y de cielo descubierto, para que la parda neblina de este tiempo astroso no oscurezca por completo, aún a vista de tierra, la memoria ya desvanecida de los viajeros que por primera vez pasaron por aquí, esos niños que repiten Lisboa, por su propia cuenta transformando el nombre en otro nombre, aquellos adultos que fruncen el entrecejo y se horrorizan ante la general humedad que atraviesa las maderas y los hierros, como si el Highland Brigade acabara de surgir chorreando del fondo del mar, navío dos veces fantasma. Por gusto y por voluntad nadie se quedaría en este puerto.
Serán pocos los que bajen. Atracó el barco, ya fijaron la escalera al portalón, empiezan a mostrarse abajo, sin prisa, maleteros y descargadores, salen de sotechados y garitas los carabineros de servicio, asoman los aduaneros. Ha ido escampando, pero apenas nada. Se juntan los viajeros en lo alto de la escalera, como si dudaran de que haya sido autorizado el desembarco, si habrá cuarentena, o temieran los peldaños resbaladizos, pero es la ciudad silenciosa lo que los asusta, quizá ha muerto la gente que en ella había y la lluvia cae sólo para diluir en barro lo que aún quedaba en pie. A lo largo de los muelles, otros barcos atracados lucen mortecinos tras los tragaluces empañados, los aguilones son ramas desgajadas de árboles negros, los guindastes están inmóviles. Es domingo. Más allá de los barracones del muelle empieza la ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes, por ahora defendida aún de la lluvia, acaso moviendo una cortina triste y bordada, mirando hacia fuera con ojos vagos, oyendo el borboteo del agua de los tejados, canalón abajo, hasta el basalto de las calzadas, la caliza nítida de las aceras, los albañales pletóricos, algunas tapas levantadas, si hubo inundación.
Bajan los primeros pasajeros. Encogidos de hombros bajo la lluvia monótona, llevan bolsas y maletas, y muestran el aire perdido de quien vivió el viaje como un sueño de imágenes fluidas, entre mar y cielo, el metrónomo de proa subiendo y bajando, el balanceo de la ola, el horizonte hipnótico. Alguien lleva en brazos un chiquillo, que, por el silencio, debe de ser portugués, no se le ocurrió preguntar dónde está, o le avisaron antes, cuando, para que se durmiera rápido en el camarote sofocante, le prometieron una ciudad bonita y un vivir feliz, otro cuento de hadas, pues para éstos no fue precisamente venturosa la emigración. Y una mujer de cierta edad, que intenta abrir un paraguas, deja caer la caja de hojalata verde en forma de baúl que llevaba bajo el brazo, y el cofrecillo se deshace contra las piedras del muelle, suelta la tapa, desprendido el fondo, nada contenía de valor, sólo recuerdos, unos trapos de colores, unas cartas, retratos que volaron, unas cuentas que eran de vidrio y se rompieron, ovillos blancos ahora maculados, uno de ellos desapareció entre el muelle y el costado del barco, es una pasajera de tercera clase.
Conforme van poniendo pie en tierra, corren a abrigarse, los extranjeros murmuran contra el temporal, como si fuéramos nosotros los culpables del mal tiempo, parecen haber olvidado que en sus francias e inglaterras suele ser mucho peor, en fin, a éstos todo les sirve con tal de desdeñar a los países pobres, hasta la lluvia natural, mayores razones tendríamos nosotros para quejarnos y aquí estamos callados, maldito invierno este, lo que va río abajo de tierra fértil arrastrada, con la falta que nos hace, siendo tan pequeña la nación. Ya empezó la descarga de equipajes, bajo las capas relucientes los marineros parecen fetiches con capuz, y abajo, los maleteros portugueses se mueven más ligeros, es la gorrita de visera, la chaqueta corta, impermeable, azamarrada, pero tan indiferentes al remojón que asombran al universo, tal vez este desdén ante la comodidad mueva a compasión las bolsas de los viajeros, portamonedas que dicen ahora, y la compasión se convierta en propina, pueblo atrasado, de mano tendida, cada uno vende lo que le sobra, resignación, humildad, paciencia, y que sigamos encontrando quien haga comercio en el mundo con tales mercancías. Los viajeros pasan la aduana, pocos como se calculaba, pero va a llevarles tiempo salir de ella, por ser tantos los papeles que hay que llenar y tan escrupulosa la caligrafía de los aduaneros de guardia, es posible que los más rápidos descansen los domingos. Oscurece y sólo son las cuatro, con un poco más de sombra se haría la noche, pero aquí dentro es como si siempre lo fuese, encendidas durante todo el día las menguadas bombillas, algunas ya fundidas, aquélla lleva una semana así y aún no la han cambiado. Las ventanas, sucias, dejan traslucir una claridad acuática. El aire cargado hiede a ropa mojada, a equipajes ácidos, a la arpillera de los fardos, y la melancolía se extiende, hace enmudecer a los viajeros, no hay ninguna sombra de alegría en este regreso. La aduana es una antecámara, un limbo de paso, qué será allá fuera.
Un hombre canoso, seco de carnes, firma los últimos papeles, recibe las copias, se puede ir ya, salir, continuar la vida en tierra firme. Lo acompaña un maletero cuyo aspecto físico no será explicado en pormenor o tendríamos que continuar infinitamente el examen, para que no se instalara la confusión en la cabeza de quien tuviera que distinguir uno del otro, si preciso fuese, porque de éste tendríamos que decir que es seco de carnes, canoso, de piel morena, de cara afeitada, como ya de aquél se dijo, pero tan diferentes, pasajero uno, maletero otro. Carga éste la maleta grande en una carretilla metálica, las otras dos, pequeñas en comparación, se las colgó del cuello con una correa que le pasa por la nuca, como un yugo o el collar de una orden. Fuera, bajo la protección del amplio tejaroz, posa la carga en el suelo y va a buscar un taxi, no suele ser preciso, habitualmente los hay por allí a la llegada de los barcos. El viajero mira las nubes bajas, luego los charcos en el suelo irregular, las aguas de la dársena, sucias de aceite, mondas de fruta, detritus varios, y es entonces cuando repara en unos barcos de guerra, discretos, no contaba con que los hubiera aquí, pues el lugar propio de esos navegantes es alta mar, o, no siendo tiempo de guerra o de ejercicios de ella, en el estuario, amplio de sobra para proporcionar fondeadero a todas las escuadras del mundo, como antiguamente se decía y tal vez se repita aún hoy, sin cuidarse de ver qué escuadras son. Otros pasajeros salían de la aduana, escoltados por sus porteadores, y entonces surgió el taxi salpicando agua con las ruedas. Bracearon alborozados los pretendientes, pero el maletero saltó al estribo, hizo un gesto amplio, Es para ese señor, mostrándose así como incluso un humilde fámulo del puerto lisboeta, cuando la lluvia y las circunstancias colaboran, puede tener en sus manos la felicidad y en un momento darla o retirarla, como Dios con la vida, según se cree. Mientras el conductor bajaba el portaequipajes fijado en la trasera del automóvil, el viajero preguntó, notándosele por primera vez un leve acento brasileño, Por qué están en la dársena esos barcos, y el maletero respondió, jadeando, pues ayudaba al conductor a izar la maleta grande, pesada, Ah, es la dársena de la marina, fue por el mal tiempo, los mandaron para aquí anteayer, si no, eran capaces de garrar y encallar en Algés. Llegaban otros taxis, se retrasaron, o quizá el barco atracara antes de lo previsto, ahora se notaba en la plaza una algarabía de feria, la satisfacción de la necesidad se había hecho trivial. Cuánto le debo, preguntó el viajero. Por encima de la tarifa, lo que quiera dar, respondió el maletero, pero no dijo cuál era la tarifa ni el precio real del servicio, se fiaba de la fortuna que protege a los audaces, aunque los audaces sean maleteros, Sólo llevo dinero inglés, Ah, eso es igual, y en la mano derecha tendida vio poner diez chelines, moneda que brillaba más que el sol, al fin el astro rey logró vencer las nubes que pesaban sobre Lisboa. Dadas las grandes cargas y las profundas conmociones, la primera condición para una larga y próspera vida de maletero es tener el corazón robusto, de bronce, si no fuera así, redondo habría caído el dueño de éste, fulminado. Quiere corresponder a la excesiva generosidad, al menos no quedar deudor de palabras, por eso aporta informaciones no pedidas, las une a las manifestaciones de gratitud que no le escuchan, Son contratorpederos, señor, nuestros, portugueses, es el Tajo, el Dão, el Lima, el Vouga, el Tâmega, el Dão es aquel que está más cerca. Son iguales, hasta podrían cambiar los nombres, todos iguales, gemelos, pintados de gris-muerte, inundados de lluvia, sin sombra viva en los combeses, las banderas mojadas como trapos, dispensando y sin querer faltar, pero en fin, sacamos en claro que el Dão es éste, quizá volvamos a tener noticia de él.
El maletero alza la gorra y da las gracias, el taxi arranca, el conductor quiere que le digan Para dónde, y esta pregunta, tan sencilla, tan natural, tan adecuada al lugar y circunstancia, coge desprevenido al viajero, como si haber comprado el pasaje en Río de Janeiro hubiera sido y pudiera seguir siendo respuesta para todas las preguntas, incluso aquellas pasadas, que en su tiempo no encontraron más que el silencio, ahora, apenas ha desembarcado, y ve que no, tal vez porque le han hecho una de las dos preguntas fatales, Para dónde, la otra, la peor, sería, Para qué. El conductor miró por el retrovisor, creyó que el pasajero no había oído, y abría ya la boca para repetir Para dónde, pero llegó primero la respuesta, aún irresoluta, suspensiva, A un hotel, Cuál, No sé, y en cuanto dijo No sé, supo el viajero lo que quería, con tan firme convicción como si se hubiera pasado el viaje ponderando la elección, Uno que esté junto al río, por aquí abajo, Junto al río sólo el Bragança, al empezar la Rua do Alecrim, no sé si lo conoce, Del hotel no me acuerdo, pero de la calle sí, sé dónde está, viví en Lisboa, soy portugués, Ah, es portugués, por el acento pensé que era brasileño, Tanto se nota, Bueno, algo sí, Llevo dieciséis años sin venir a Portugal, Dieciséis son muchos años, va a encontrar grandes cambios aquí, y con estas palabras se calló bruscamente el taxista.
Al viajero, los cambios no le parecían tantos. La avenida por donde iban coincidía en general con su recuerdo de ella, sólo los árboles eran más altos, pero no se asombra, han tenido dieciséis años para crecer, e incluso así, en el opaco recuerdo, guardaba frondas verdes, y ahora la desnudez invernal de las ramas menguaba la dimensión de las hileras, una cosa iba por la otra. Había escampado, caían sólo gotas dispersas, pero en el espacio no se abría ni una hendidura azul, las nubes no se soltaban unas de otras, forman un extensísimo y único techo plomizo. Ha llovido mucho, preguntó el pasajero, Es un diluvio, llevamos ya dos meses con el cielo deshaciéndose en agua, respondió el conductor, y desconectó el limpiaparabrisas. Pasaban pocos automóviles, muy raros tranvías, algún peatón que cerraba desconfiado el paraguas, a lo largo de las aceras grandes charcos formados por el atasco de las cloacas, puerta con puerta algunas tabernas abiertas, lóbregas, las luces viscosas cercadas de sombra, la imagen taciturna de un vaso sucio de vino sobre un mostrador de cinc. Estas fachadas son la muralla que oculta la ciudad, y el taxi sigue a lo largo de ellas, sin prisa, como si anduviera buscando una brecha, un postigo, una puerta de la traición, la entrada al laberinto. Pasa lentamente el tren de Cascais, frenando perezoso, venía aún con velocidad suficiente para rebasar al taxi, pero se queda atrás, entra en la estación cuando el automóvil ya está dando la vuelta a la plaza, y el conductor advierte, El hotel es ése, a la entrada de la calle. Paró ante un café, añadió, Lo mejor será que vea primero si hay habitación, no puedo pararme justo en la puerta por los tranvías. El pasajero salió, miró fugazmente hacia el café, Royal de nombre, ejemplo comercial de añoranzas monárquicas en tiempo de república, o reminiscencia del último reinado, aquí disfrazado de inglés o francés, curioso caso este, se lee y no sabe uno cómo decir la palabra, si royal o ruaiale, tuvo tiempo de debatir la cuestión porque ya no llovía y la calle es en cuesta, después se imaginó volviendo del hotel, con habitación, o aún sin ella, y del taxi ni sombra, desaparecido con el equipaje, las ropas, los objetos usuales, sus papeles, y se preguntó a sí mismo cómo iba a vivir si lo privaran de éstos y de todos sus restantes bienes. Ya iba venciendo los peldaños exteriores del hotel cuando comprendió, por estos pensamientos, que estaba muy cansado, era lo que sentía, una fatiga enorme, un sueño del alma, un desespero, si sabemos con bastante suficiencia lo que eso es para pronunciar la palabra y entenderla.
La puerta del hotel, al empujarla, hace resonar un timbre eléctrico, en tiempos debió de haber una campanilla, dirlin, dirlin, pero hay que contar siempre con el progreso y sus mejoras. Había un tramo empinado de escalera, y sobre el arranque del pasamanos, abajo, una figura de hierro fundido levantando en el brazo derecho un globo de cristal que representaba, la figura, un paje en traje de corte, si la expresión gana algo con la repetición y no es pleonástica, pues nadie recuerda haber visto paje que no lleve traje de corte, para eso son pajes, más claro sería decir, Un paje vestido de paje, por la hechura de la ropa, modelo italiano, renacimiento. El viajero trepó por los últimos peldaños, parecía increíble tener que subir tanto para llegar a un primer piso, es la ascensión al Everest, proeza aún sueño y utopía de montañeros, por suerte apareció en lo alto un hombre de bigotes con una palabra de aliento, ánimo, no la dijo, pero así puede traducirse su manera de mirar y el inclinarse desde el alto barandal indagando qué buenos vientos y malos tiempos trajeron a este cliente, Buenas tardes, señor, Buenas tardes, no llega el aliento para más, el hombre de los bigotes sonríe comprensivo, Una habitación, y la sonrisa es ahora de quien pide disculpa, no hay habitaciones en este piso, aquí es la recepción, el comedor, la sala de estar, allá dentro cocina y repostero, las habitaciones están arriba, vamos a tener que subir al segundo, ésta no sirve porque es pequeña y oscura, ésta tampoco porque la ventana da hacia atrás, éstas están ocupadas, Lo que quisiera es una habitación desde donde se viera el río, Ah, muy bien, entonces le va a gustar la doscientos uno, quedó libre esta mañana, se la voy a enseñar. La puerta quedaba al final del pasillo, tenía una chapita esmaltada, números negros sobre fondo blanco, si no fuese ésta una recatada habitación de hotel, sin lujos, si fuese el doscientos dos el número de la puerta, el huésped podría llamarse Jacinto[1] y ser dueño de una quinta en Tormes, no ocurrirían estos episodios en la Rua do Alecrim, sino en los Campos Elíseos, a la derecha subiendo, como el Hotel Bragança, sólo en eso se parecen. Al viajero le gustó la habitación, o las habitaciones, para ser más exactos, porque eran dos, unidas por un amplio vano en arco, allí el dormitorio, alcoba se llamaría en otros tiempos, a este lado, la sala de estar, en total casi un piso, con sus muebles oscuros de caoba pulida, cortinas en las ventanas, la luz velada. El viajero oyó el rechinar áspero de un tranvía calle arriba, tenía razón el taxista. Entonces le pareció que había pasado mucho tiempo desde que dejó el taxi, si es que estaba aún allí, e interiormente sonrió ante su miedo a ser robado, Le gusta la habitación, preguntó el gerente con voz y autoridad de quien lo es, pero reverencioso, como corresponde al negocio de aposentador, Me gusta, me quedo, Y, por cuántos días, No lo sé aún, depende de algunos asuntos que tengo que resolver, del tiempo que se retrase todo. Es el diálogo corriente, conversación siempre igual en casos semejantes, pero en este de ahora hay un punto de falsedad, pues el viajero no tiene nada que tratar en Lisboa, ningún asunto que tal nombre merezca, dijo una mentira, él, que un día afirmó detestar la inexactitud.
Bajaron al primero, y el gerente llamó a un empleado, mozo de recados y maletero, para que fuese a buscar el equipaje de este señor, El taxi está esperando ante el café, y el viajero bajó con él, para pagar la carrera, aún se usa hoy este lenguaje de cochero de punto, y comprobar que nada le faltaba, desconfianza torpe, juicio inmerecido, que el taxista es persona honrada y sólo quiere que le paguen lo que marca el contador más la propina de costumbre. No va a tener la suerte del maletero, no habrá otro reparto de pepitas de oro, porque, entretanto, ha cambiado el viajero en recepción parte de su dinero inglés, no es que la generosidad nos canse, pero no todos los días son domingo, y la ostentación es un insulto a los pobres. La maleta pesa mucho más que mi dinero, y cuando llega al descansillo, el gerente, que allí estaba esperando y vigilando el transporte, hizo un movimiento de ayuda, la mano por debajo, gesto simbólico, como poner la primera piedra, que la carga venía subiendo toda a cuestas del mozo, mozo de profesión, que no de edad, que ésta ya carga, cargando él la maleta y pensando de ella aquellas primeras palabras, de un lado y otro amparado por los prescindibles auxilios, el segundo lo presta el huésped, compadecido del esfuerzo. Ya van camino del segundo piso, Es la doscientos uno, Pimenta, esta vez de la misma especie, Pimenta tiene suerte, no ha de ir a los pisos altos, y mientras sube volvió el viajero a entrar en recepción, un poco sofocado por el esfuerzo, toma la pluma y escribe en el libro de entradas, sobre sí mismo, lo que es necesario para que se sepa quién dice ser, en la cuadrícula del rayado y pautado de la página, nombre Ricardo Reis, edad cuarenta y ocho, natural de Porto, estado civil soltero, profesión médico, última residencia Río de Janeiro, Brasil, de donde procede, viajó en el Highland Brigade, parece el principio de una confesión, de una autobiografía íntima, todo lo oculto está en esta línea manuscrita, ahora el problema es sólo descubrir el resto, apenas. Y el gerente, que había estado atento, torcido el cuello, para seguir el encadenamiento de las letras y descifrarlas, el sentido, piensa que ha quedado sabiendo esto y aquello, y dice, Doctor, no llega a ser reverencia, es una marca, el reconocimiento de un derecho, de un mérito, de una cualidad, lo que requiere una inmediata retribución, incluso oral, Mi nombre es Salvador, soy el responsable del hotel, el gerente, si el señor precisa cualquier cosa, no tiene más que decirlo, A qué hora se sirve la cena, La cena es a las ocho, doctor, espero que nuestra cocina le satisfaga, tenemos también platos franceses. El doctor Ricardo Reis admitió con un movimiento de cabeza su propia esperanza, cogió la gabardina y el sombrero, que había dejado en una silla, y se retiró.
El mozo estaba a la espera, dentro del cuarto, con la puerta abierta. Ricardo Reis lo vio desde la entrada del pasillo, sabía que, al llegar allí, el hombre avanzaría la mano, servicial pero también imperativa, en proporción al peso de la carga, y mientras iba andando reparó, no se había dado cuenta antes, en que sólo había puertas a un lado, el otro era la pared que formaba la caja de la escalera, pensaba en esto como si se tratase de una importante cuestión que no debería olvidar, realmente estaba muy cansado. El hombre recibió la propina, la sintió, más que mirarla, es lo que hace la costumbre, y quedó satisfecho, tanto es así que dijo, Señor doctor, muchas gracias, no podemos explicar cómo se había enterado, él que no vio el libro-registro, el caso es que las clases subalternas no son en nada inferiores, en lo que a agudeza y perspicacia se refiere, a quienes hicieron estudios y se llaman cultos. A Pimenta sólo le dolía el ala de un omóplato por mal asentamiento en ella de uno de los refuerzos de la maleta, no parece hombre con mucha experiencia en carga.
Ricardo Reis se sienta en una silla, pasa los ojos alrededor, aquí es donde va a vivir no sabe cuántos días, tal vez acabe alquilando casa e instalando un consultorio, tal vez vuelva a Brasil, por ahora bastará el hotel, lugar neutro, sin compromiso, de tránsito y vida en suspenso. Más allá de los visillos, las ventanas habían cobrado una luminosidad repentina, son los faroles de la calle. Tan tarde es ya. Se acabó el día, lo que de él queda está lejos, en el mar, y va huyendo, hace aún muy pocas horas navegaba Ricardo Reis por aquellas aguas, ahora el horizonte está donde su brazo alcanza, paredes, muebles que reflejan la luz como un espejo negro, y en vez del latido profundo de las máquinas de vapor, oye el susurro, el murmullo de la ciudad, seiscientas mil personas suspirando, gritando lejos, ahora unos pasos cautelosos en el corredor, una voz de mujer que dice, Ya voy, debe de ser la criada, estas palabras, esta voz. Abrió una ventana, miró hacia fuera. Ya no llovía. El aire fresco, húmedo de viento que pasó sobre el río, entra en el cuarto, enmienda su atmósfera cerrada, como de ropa por lavar en un cajón olvidado, un hotel no es una casa, conviene recordarlo de nuevo, le van quedando olores de éste y de aquélla un sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado, el polvo de los zapatos cepillados en la hora de la marcha, y luego vienen las camareras a hacer las camas de limpio, a barrer, queda también su propio halo de mujeres, nada de esto se puede evitar, son las señales de nuestra humanidad.
Dejó la ventana abierta, abrió la otra, y, en mangas de camisa, refrescado y con súbito vigor, empezó a abrir las maletas, lo ordenó todo en menos de media hora, pasó su contenido a los muebles, a los cajones de la cómoda, los zapatos en el cajón de los zapatos, los trajes en las perchas del armario, el maletín negro de médico en un fondo oscuro del armario, y los libros en un estante, los pocos que ha traído consigo, algún latinajo clásico que no leía regularmente, unos manoseados poetas ingleses, tres o cuatro autores brasileños, de portugueses no llegaba a la decena, y en medio de ellos encuentra ahora uno que pertenecía a la biblioteca del Highland Brigade, se olvidó de devolverlo antes de desembarcar. A estas horas, si el bibliotecario irlandés se ha dado cuenta de la falta, grandes y gravosas acusaciones recaerán sobre la lusitana patria, tierra de esclavos y ladrones, como dijo Byron y dirá O’Brien, estas mínimas causas, locales, suelen originar grandes y mundiales efectos, pero yo soy inocente, lo juro, fue un olvido sólo, y nada más. Puso el libro en la mesilla de noche para acabar de leerlo cualquier día, cuando le apetezca, su título es The god of the labyrinth, su autor Herbert Quain, irlandés también, por no singular coincidencia, pero el nombre, ése sí, es singularísimo, pues sin máximo error de pronunciación podría leerse, Quién, fíjense, Quain, Quién, escritor que sólo no es desconocido porque alguien lo encontró en el Highland Brigade, ahora, si allá estaba este único ejemplar, ni eso, razón mayor para preguntarnos, Quién. El tedio del viaje y la sugestión del título lo habían atraído, un laberinto con un dios, qué dios sería, qué laberinto era, qué dios laberíntico, y al fin resultaría una simple novela policiaca, una vulgar historia de asesinato e investigación, el criminal, la víctima, a no ser que, al contrario, preexista la víctima al criminal, y, finalmente, el detective, los tres cómplices de la muerte, en verdad os diré que el lector de novelas policiacas es el único y real superviviente de la historia que esté leyendo, si no es que como superviviente único y real lee todo lector cualquier historia.
Y hay papeles por guardar, estas hojas escritas con poemas, fechada la más vieja el doce de junio de mil novecientos catorce, ahí andaba ya la guerra, la Grande, como después la llamaron mientras preparaban otra mayor, Maestro, son plácidas todas las horas que perdemos, si en el perderlas, como en una jarra, ponemos flores, y luego concluía, De la vida iremos tranquilos, no teniendo ni el remordimiento de haber vivido. No es así, seguidos, como están escritos, cada línea lleva su verso obediente, pero así, seguidos, ellos y nosotros, sin más pausa que la de la respiración y el canto, los estamos leyendo, y la hoja más reciente lleva fecha del trece de noviembre de mil novecientos treinta y cinco, ha pasado mes y medio tras haberla escrito, aún hoja reciente, y dice, Viven en nosotros innúmeros, si pienso o siento, ignoro quién es el que piensa o siente, soy sólo el lugar donde se piensa y siente, y, no acabando aquí, es como si acabase, dado que, más allá del pensar y sentir, no hay nada. Si sólo soy esto, piensa Ricardo Reis después de leer, quién estará pensando ahora lo que yo pienso, o pienso que estoy pensando en el lugar en que soy de pensar, quién estará sintiendo lo que siento, o siento que estoy sintiendo en el lugar en que siento, quién se sirve de mí para pensar y sentir, y, de tantos innumerables que en mí viven, yo soy cuál, quién, Quain, qué pensamientos y sensaciones serán los que no comparto por pertenecerme a mí sólo, quién soy yo que los otros no sean, o hayan sido o sean alguna vez. Reunió los papeles, veinte años día tras día, hoja tras hoja, los guardó en un cajón del pequeño escritorio, cerró las ventanas y puso a correr el agua caliente para lavarse. Pasaban un poco de las siete.
Puntual, cuando aún resonaba la última campanada de las ocho en el reloj de caja alta que adornaba el descansillo de recepción, Ricardo Reis bajó al comedor. El gerente Salvador sonrió, alzando el bigote sobre los dientes poco limpios, y corrió a abrirle la puerta doble de paneles de cristal, monogramados con una H y una B entrelazadas con curvas y contracurvas, apéndices y prolongaciones vegetales, con reminiscencias de acantos, palmas, follajes enrollados, dignificando así las artes aplicadas al trivial oficio hotelero. El maître le salió al camino, no había otros huéspedes en la sala, sólo dos camareros acabando de poner las mesas, se oían rumores de copas tras otra puerta monogramada, por allí entrarían pronto las soperas, los platos cubiertos, las fuentes. El mobiliario es lo que suele ser, quien ha visto uno de estos comedores, los vio todos, a no ser que se trate de un hotel de lujo, y no es éste el caso, unas luces débiles en el techo y en las paredes, unos percheros, manteles en las mesas, blanquísimos, es el orgullo de la gerencia, curados con lejía en la lavandería, si no en la lavandería de Caneças, q