Apocalipsis bebé

Virginie Despentes

Fragmento

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Sucedió no hace mucho, yo aún tenía treinta años. Todo podía pasar. Bastaba con tomar la decisión correcta en el momento adecuado. Cambiaba de trabajo a menudo, nunca me renovaban el contrato, no había tiempo para aburrirse. Con mi nivel de vida iba tirando. Casi nunca vivía sola. Los meses iban pasando como caramelos: de colorines y fáciles de tragar. No sé en qué momento dejó de sonreírme la vida.

Hoy tengo el mismo salario que hace diez años. Entonces me parecía que me las iba arreglando. Al cumplir los treinta, mi ánimo ya no era el mismo, aquel aliento que me animaba se vino abajo. Ahora sé que la próxima vez que salga al mercado laboral voy a ser una mujer madura no cualificada. Por eso me aferro a mi puesto como si me fuera la vida en ello.

Esa mañana llego tarde. Agathe, la joven telefonista, se da golpecitos en el reloj mientras frunce el ceño. Lleva unos pantis amarillo chillón y unos pendientes rosa en forma de corazón. Tiene fácil diez años menos que yo. Debería ignorar ese suspirito contrariado que insinúa que me tomo demasiado tiempo para quitarme el abrigo, pero en su lugar mascullo una excusa incomprensible y voy directa a llamar a la puerta del jefe. Del interior de su despacho salen unos gritos roncos. Asustada, doy un paso atrás. Le pregunto a Agathe con la mirada, ella hace una mueca y me susurra: «Es la señora Galtan. Esta mañana antes de abrir te estaba esperando en la entrada. Lleva veinte minutos insultando a Deucené. Entra enseguida, eso la calmará». Me siento tentada a dar media vuelta y salir escaleras abajo sin decir una palabra. Pero llamo a la puerta.

Por una vez, Deucené no necesita echar un vistazo a los archivos desparramados sobre su escritorio para recordar mi nombre.

—Lucie Toledo, ya la conoce usted, ella era precisamente…

No tiene ocasión de llegar al final de la frase. La clienta lo interrumpe vociferando:

—Pero ¿dónde estabas tú, cretina?

Me da un par segundos para encajar la hostia verbal y luego, subiendo el volumen, continúa:

—¿Sabes todo lo que te estoy pagando para que no la pierdas de vista? ¿Y va y de-sa-pa-re-ce? ¿En el metro? En el ME-TRO, idiota. ¡Te las has arreglado para perderla nada menos que en el metro! ¿Y luego esperas a que pase medio día para dejarme un mensaje y avisarme? ¡La escuela me avisó antes que tú! ¿Te parece normal? ¿Tienes la más remota sensación de haber hecho bien tu trabajo?

Esta mujer está habitada por el Diablo. No debo de ser lo suficientemente reactiva para su gusto. Pierde interés por mi caso y se vuelve contra Deucené:

—¿Se puede saber por qué a Valentine la seguía esta inepta? ¿No tiene usted nada mejor en stock?

Al jefe no le llega la camisa al cuerpo. Acorralado por las circunstancias, me cubre.

—Le aseguro que Lucie es uno de nuestros mejores activos, tiene mucha experiencia sobre el terreno y…

—Perder a una cría de quince años durante un trayecto que hace todas las mañanas… ¿le parece normal?

A Jacqueline Galtan la conocí diez días antes, cuando abrimos el caso. Corte de pelo cuadrado y rubio, corto, impecable, tacones de aguja con suela roja. Una mujer fría, bien arreglada para su edad, muy precisa en sus indicaciones. Nunca hubiera imaginado que al menor problema iba a ser presa del síndrome de Tourette. En la frente se le marcan las arrugas por efecto de la rabia, el bótox ha perdido la partida. Una pizca de espuma blanca le perla la comisura de los labios. No deja de dar vueltas por el despacho, sus hombros estrechos sacudidos por espasmos:

—¿¿¿CÓMO te las has ingeniado, pedazo de imbécil, para perderla en el METRO???

La palabrita la excita. En su presencia, Deucené se vuelve pequeñito. Yo disfruto al ver cómo se va encogiendo. Él, que nunca pierde la oportunidad de hacerse el duro. Jacqueline Galtan improvisa un monólogo-ametralladora, arremete sin orden ni concierto contra mis pintas, mis trapos infectos, mi incapacidad para desempeñar mi trabajo con lo fácil que es, y la falta de inteligencia que caracteriza todo aquello que intento. Yo me concentro en la cabeza calva de Deucené, salpicada por esas obscenas manchas marrones. Paticorto y barrigón, el jefe no está demasiado seguro de sí mismo, y eso a menudo lo vuelve violento con los subordinados. En este caso, está cagado de miedo. Muevo una silla y me coloco junto a su escritorio. La clienta recupera el aliento. Yo aprovecho para inmiscuirme en la conversación:

—Ocurrió todo tan rápido… No pensé que Valentine fuese a desaparecer. ¿Cree usted que es una huida?

—Mira tú, no está mal que toquemos el asunto, si os pago es precisamente porque me gustaría saberlo.

Deucené ha repartido sobre el escritorio una serie de fotos y reportes. Jacqueline Galtan coge una hoja de un informe al azar, con dos dedos, como si se tratara de un insecto muerto. La mira brevemente y la deja caer. Lleva las uñas im­pecables, pintadas de rojo. Yo me justifico:

—Usted me pidió que siguiera a Valentine, que la informara de sus movimientos, sus relaciones, sus actividades… Nunca pensé que pudiera sucederle nada. El procedimiento no es el mismo, ¿entiende lo que le digo?

Ella se deshace en lágrimas. Era lo que faltaba para ponernos a tono.

—No saber dónde está es tan terrible…

Apenado, Deucené balbucea evitando su mirada:

—Haremos cuanto esté en nuestra mano para ayudarla a encontrarla. Pero estoy seguro de que la policía…

—¿La policía? ¿En serio cree usted que les importará? Lo único que les interesa es publicar la noticia en los medios. Solo tienen una idea en la cabeza: irles con el cuento a los periodistas. ¿De verdad le parece que Valentine necesita esa publicidad? ¿Cree usted que es la mejor forma de empezar su vida?

Deucené se vuelve hacia mí. Le vendría de maravilla que me sacara una pista de la chistera. Pero cuando esta mañana no la he encontrado en el café de delante del colegio, yo he sido la primera sorprendida. La clienta arremete de nuevo:

—Correré con todos los gastos. Añadiremos una adenda al contrato original. Ofrezco una recompensa de cinco mil euros si me la devuelven en quince días. Por el contrario, si no consiguen ningún resultado, les haré vivir un calvario. Tenemos nuestros contactos, nosotros, y me atrevería a decir que una agencia como la suya no querrá pasar por toda una serie de inspecciones digamos… desagradables. Por no hablar de la mala publicidad.

Con estas últimas palabras, levanta la mirada para clavarla en la de Deucené, un movimiento precioso, bastante lento, como en una película en blanco y negro. Debe de haberse currado el gesto toda su vida. Se inclina de nuevo sobre un extracto del informe. Lo que hay encima de la mesa son mis archivos. No solo los documentos que recogí ayer durante todo el día y la noche, sino también lo que ellos han encontrado en mi ordenador. Para qué andarse con remilgos con alguien como yo, por supuesto que se han cerciorado de revisarlo todo, por si se me olvida algo, o acaso por si lo escondo. Me pasé horas seleccionando los materiales importantes, clasificándolos, y ellos lo han convertido en un espantoso barullo. De repente todo está ahí: desde la nota del café donde la estuve esperando, hasta la más mínima foto que le hice, incluidas las que no muestran más que un trozo de br

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