Intenciones del autor
Queremos contar la historia de Hans Castorp, no por él mismo (pues el lector ya llegará a conocerle y verá que es un joven sencillo aunque simpático), sino porque su historia, por ella misma, nos parece muy digna de ser contada (aunque en favor del muchacho recordaremos que ésta es su historia, su peripecia, y que no cualquier historia le ocurre a cualquiera). Esta historia se remonta a un tiempo muy lejano; por así decirlo, ya está completamente cubierta de una preciosa pátina, y, por lo tanto, es necesario contarla bajo la forma del pasado más remoto.
Esto, en principio, no es un inconveniente sino más bien una ventaja, pues para contar una historia es necesario que haya pasado; y podemos decir que, cuanto más tiempo hace que pasó, más adecuada resulta para ser contada y para el narrador, esa voz que, murmurando, evoca lo que érase una vez sucedió. Sin embargo, ocurre con ella lo mismo que ocurre hoy en día con los hombres, y por supuesto también con los narradores de historias: es mucho más antigua que la edad que tiene; es más, su edad no puede medirse por días, como tampoco el tiempo que pesa sobre ella puede medirse por las veces que la Tierra ha girado alrededor del Sol desde entonces. En una palabra, en realidad no debe su grado de antigüedad al tiempo; y ésta es una observación que pretende aludir y señalar la extraña dualidad natural de este elemento.
Pero para no oscurecer artificialmente una situación que de por sí está clara, debemos señalar que la extrema antigüedad de nuestra historia se debe a que se desarrolla antes del gran vuelco, del gran cambio que hizo tambalearse hasta los cimientos de nuestra vida y de nuestra conciencia... Se desarrolla –o, para evitar sistemáticamente el presente: se desarrolló– en otro tiempo, en el pasado, antaño, en el mundo anterior a la Gran Guerra, con cuyo estallido comenzaron muchas cosas que, en el fondo, todavía no han dejado de comenzar. Esta historia se desarrolla, como decimos, antes de todo eso, aunque quizá no mucho antes. Pero ¿acaso no es tanto más profundo y más perfecto el carácter legendario de una historia cuanto más cerca del «antaño» se desarrolla? Además, también podría ser que esta nuestra historia, por su propia naturaleza, incluso tuviera ciertas cosas en común con los cuentos.
La contaremos en detalle, exacta y minuciosamente; pues ¿cuándo ha dependido lo amena o lo larga que se nos hiciera una historia del tiempo que requiere contarla? Al contrario, sin temor al reproche de haber sido meticulosos en exceso, nos inclinamos a pensar que sólo es verdaderamente ameno lo que ha sido narrado con absoluta meticulosidad.
Así pues, el narrador no podrá terminar la historia de Hans Castorp en un abrir y cerrar de ojos. Los siete días de una semana no serán suficientes, y tampoco le bastarán siete meses. Lo mejor será que no se pregunte de antemano cuánto tiempo transcurrirá sobre la Tierra mientras la historia le mantiene aprisionado en su red. ¡Dios mío, tal vez sean incluso más de siete años!
Y, dicho esto, comencemos.
1
LA LLEGADA
Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas.
Pero desde Hamburgo hasta aquellas alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de abismos que en otro tiempo se consideraban insondables.
Pero el viaje, que durante tanto tiempo transcurre con facilidad y en línea recta, comienza de pronto a complicarse. Hay paradas y contratiempos. En Rorschach, en territorio suizo, se vuelve a tomar el ferrocarril; pero sólo se consigue llegar hasta Landquart, pequeña estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un tren de vía estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca bastante desprovista de encantos; y desde el instante en que la máquina, pequeña pero obviamente de una tracción excepcional, se pone en movimiento, comienza la parte realmente arriesgada del viaje, iniciando una subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin. Pues Landquart aún se halla situado a una altura relativamente moderada; aquí comienza el verdadero ascenso a la alta montaña, por un camino pedregoso salvaje y amenazador.
Hans Castorp –éste es el nombre del joven– se encontraba solo, con su maletín de piel de cocodrilo, regalo de su tío y tutor, el cónsul Tienappel –para llamar por su nombre ya también a éste–, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un gancho, y su manta de viaje enrollada, en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había subido el cuello de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda. Junto a él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean Steam ships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; ahora, en cambio, estaba ahí abandonado, y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su cubierta de motitas de carbón.
Dos jornadas de viaje alejan al hombre – y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia– de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio crea transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero que, de alguna manera, superan a éstas.
Al igual que el tiempo, el espacio trae consigo el olvido; aunque lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad originaria; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según dicen, es Lete, el olvido; pero también el aire de la distancia es un bebedizo semejante, y si bien su efecto es menos radical, cierto es que es mucho más rápido.
Así habría de experimentarlo Hans Castorp. No tenía la in tención de tomar este viaje particularmente en serio, de dejar que afectase a su vida interior. Más bien pensaba realizarlo rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa siendo el mismo que había partido y reanudar su vida exactamente en el mismo punto en que había tenido que abandonarla por un instante. Ayer aún estaba absorbido por completo por el curso ordinario de sus pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, su examen, y en el porvenir inmediato: el comienzo de sus prácticas en la empresa Tunder & Wilms (astilleros y talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado su mirada más allá, de las tres semanas siguientes, con toda la impaciencia que su carácter le permitía. Sin embargo, tenía la sensación de que las circunstancias exigían su plena atención y que no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida absolutamente inusuales, peculiarmente sobrias y frugales, comenzó a agitarle, produciendo en él cierta inquietud. La patria y el orden habían quedado no sólo muy lejos, sino que básicamente se encontraban a muchas toesas debajo de él, y el ascenso continuaba, agrandando el abismo cada vez más. En el aire, entre esas cosas y lo desconocido se preguntaba lo que sería de él allá arriba. ¿No sería imprudente y malsano que él, que había nacido y estaba habituado a respirar a tan sólo unos metros sobre el nivel del mar, se dejara llevar a esas regiones extremas sin pasar al menos unos pocos días en un lugar intermedio? Deseaba llegar, pues pensaba que, una vez arriba, se viviría como en todas partes y nada le recordaría, como ahora en aquella atroz subida, en qué esferas impropias se encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina, que de tan duro esfuerzo vomitaba masas oscuras de humo, verdes y negras, que se llevaba el viento. A la derecha, el agua murmuraba en las profundidades; a la izquierda, entre bloques de rocas, oscuros abetos se dibujaban contra un cielo gris pétreo. Después venían varios túneles negros como pozos y, al hacerse de nuevo la luz, se abrieron profundísimos abismos con pequeñas aldeas en el fondo. Volvían a cerrarse y aparecían nuevos desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y hendiduras. Se detuvieron ante pequeñas y miserables casetas de estación, en terminales que el tren abandonaba en sentido inverso, lo cual producía una enorme confusión, pues ya no era posible saber en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas perspectivas del universo de picos y cordilleras de la alta montaña que allí se alzaba y se desplegaba, sagrado y fantasmagórico; y, ante la mirada de veneración del viajero que se acercaba y adentraba en él, se abrían y volvían a perderse tras un recodo del camino. Hans Castorp se dijo que, si no se equivocaba, debía de haber dejado atrás la zona de los árboles frondosos, y también la de los pájaros cantores; y esta idea de final, de empobrecimiento, hizo que, presa de un ligero vértigo y mareo, se cubriese la cara con las manos durante dos segundos. Enseguida se le pasó. Comprendió que la subida había terminado, y que habían superado el desfiladero. En medio de un valle, el tren rodaba ahora más fácilmente.
Eran aproximadamente las ocho; aún había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los negros y espesos bosques de abetos bordeaban sus orillas y se extendían por las laderas de las montañas, esparciéndose, perdiéndose paulatinamente y dejando tras ellos una masa rocosa y desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era el pueblo de Davos, según oyó Hans que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al final de su viaje. De pronto, oyó junto a él el campechano acento de Hamburgo, la voz de su primo Joachim Ziemssen que decía:
–¡Muy buenas! ¿No vas a bajar?
Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un aspecto tan saludable como no lo había tenido nunca. Joachim se echó a reír y dijo:
–¡Baja de una vez! ¡No seas tímido!
–¡Pero si aún no he llegado! –exclamó Hans Castorp, perplejo y sin moverse de su asiento.
–Claro que has llegado. Éste es el pueblo de Davos. El sanatorio está más cerca desde aquí. He traído un coche. Anda, dame tus cosas.
Y, riendo, confuso por la agitación de la llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le tendió por la ventana su bolso de viaje y su abrigo de invierno, su manta de viaje junto con el bastón y el paraguas, y finalmente también el Ocean Steamships. Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén para saludar propiamente a su primo, o –por así decirlo– saludarlo en directo; sin excesos, como era habitual entre personas de costumbres frías y bruscas. Aunque parezca extraño, siempre habían evitado llamarse por sus nombres por mero temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida entre primos.
Un hombre de librea y gorra con galones observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente –el joven Ziemssen en una postura militar– un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del equipaje de Hans Castorp, pues era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y se mostró dispuesto a ir a recoger la maleta grande del visitante a la estación de Davos Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a cenar. Como el hombre cojeaba visiblemente, lo primero que Hans preguntó a Joachim fue:
–¿Es un veterano de guerra? ¿Por qué cojea de ese modo?
–¡Ésa sí que es buena! –contestó Joachim con cierta amargura–. ¡Veterano de guerra! Está mal de la rodilla, o mejor dicho estaba, porque le extirparon la rótula.
Hans Castorp reaccionó lo más deprisa que pudo.
–¡Ah, es eso! –exclamó alzando la cabeza y volviéndose disimuladamente mientras andaba–. ¡No pretenderás hacerme creer que también tú sigues mal! ¡Cualquiera diría que aún llevas la espada puesta y acabas de regresar del campo de maniobras! –Y miró de reojo a su primo.
Joachim era más ancho y alto que él; un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme. Era uno de esos tipos muy morenos que su rubia patria también produce no pocas veces, y su piel, oscura de por sí, había adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo. Con sus grandes ojos negros y el pequeño bigote sobre unos labios carnosos y bien perfilados, se hubiera dicho que era realmente guapo de no tener las orejas de soplillo. Esas orejas habían sido su única preocupación, el único gran dolor de su vida, hasta cierto momento. Ahora tenía otros problemas. Hans Castorp siguió hablando:
–Supongo que regresarás conmigo enseguida. No veo ningún impedimento.
–¿Regresar contigo enseguida? –preguntó el primo, y volvió hacia Castorp sus grandes ojos, que siempre habían sido dulces pero que durante los últimos cinco meses habían adquirido una expresión cansina, casi triste–. ¿Qué quieres decir con enseguida?
–Pues dentro de tres semanas.
–¡Ah, crees que vas a volver a casa enseguida! –contestó Joachim–. Espera un poco, acabas de llegar. Tres semanas no son prácticamente nada para nosotros, los de aquí arriba; claro que para ti, que estás de visita y sólo vas a quedarte tres semanas, son mucho tiempo. Comienza, pues, por aclimatarte; no es tan fácil, ya te darás cuenta. Además, el clima no es lo único peculiar entre nosotros. Verás cosas nuevas de todas clases, ¿sabes? Respecto a lo que dices sobre mí, no voy tan deprisa; lo de «regreso dentro de tres semanas» es una idea de allá abajo. Es verdad que estoy moreno, pero se debe a la reverberación del sol en la nieve, y esto no significa nada, como Behrens siempre dice. En la última revisión me anunció que como poco tenía para unos seis meses.
–¿Seis meses? ¡Estás loco! –exclamó Hans Castorp.
Acababan de subir al coche amarillo que les esperaba en una plaza pedregosa delante de la estación, que era poco más que un cobertizo, y mientras los dos caballos bayos comenzaban a tirar, Hans Castorp, indignado, se agitaba sobre el duro cojín del asiento.
–¿Seis meses? ¡Si ya llevas aquí casi seis meses! Nadie dispone de tanto tiempo...
–¡Oh, el tiempo! –exclamó Joachim, y movió la cabeza de arriba abajo varias veces, sin preocuparse de la sincera indignación de su primo–. No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás cuenta. –Y añadió–: Aquí le cambia a uno el concepto de las cosas.
Hans Castorp no dejaba de mirarle de reojo.
–¡Pero si te has recuperado de un modo magnífico! –dijo, meneando la cabeza.
–¿Sí? ¿Eso crees? –respondió Joachim–. ¿A que sí? Yo también lo creo –añadió, y se incorporó en el asiento, aunque enseguida volvió a relajarse hacia un lado–. Es verdad que me siento mejor –explicó–, pero a pesar de todo, no estoy completamente bien. Aquí arriba, a la izquierda, donde antes se oía una especie de estertor, ahora sólo suena una especie de soplo ronco; eso no es nada grave, pero en la parte inferior el soplo es aún muy fuerte, y en el segundo espacio intercostal también se oyen ruidos.
–¡Estás hecho un erudito en la materia! –dijo Hans Castorp.
–Sí, y bien sabe Dios que el saber no ocupa lugar; aunque ya me gustaría haberlo olvidado volviendo al servicio activo –contestó Joachim–. Pero todavía expectoro –añadió, y encogiéndose de hombros con gesto dejado a la vez que brusco, mostró a su primo un objeto que sacó a medias del bolsillo interior de su abrigo y que se apresuró a guardar de inmediato: era una botellita plana de cantos redondeados de cristal azul con tapón de metal.
–La mayoría de nosotros, los de aquí arriba, lo tomamos –dijo–. Incluso lo llamamos por un nombre especial, una especie de apodo, bastante acertado, por cierto. ¿Vas viendo el paisaje?
Era lo que Hans Castorp hacía y afirmó:
–¡Grandioso!
–¿Te parece? –preguntó Joachim.
Habían seguido un trecho del camino labrado de manera irregular que transcurría en paralelo a la vía del tren, en dirección al valle; luego habían girado a la izquierda y cruzado la estrecha vía, atravesando un curso de agua, y ahora traqueteaban por un camino en ligera pendiente hacia las laderas boscosas de la montaña; hacia el lugar donde, en una meseta ligeramente saliente y cubierta de hierba, en un edificio alargado con la fachada principal orientada hacia el sudoeste y una torre en forma de cúpula, el cual, de tantos balcones como tenía, de lejos parecía agujereado y poroso como una esponja, acababan de encenderse las primeras luces. Anochecía rápidamente. El suave manto rojizo del crepúsculo, que por un momento había dado vida al cielo cubierto, había palidecido de nuevo, y en la naturaleza reinaba ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede directamente a la entrada definitiva de la noche. En el valle habitado, muy extendido y un tanto serpenteante, se encendían luces por todas partes, tanto en el fondo como aquí y allá en ambas laderas, sobre todo en la de la derecha, que se ensanchaba y sobre la cual se veían diversas construcciones formando bancales. A la izquierda algunos senderos subían a través de los prados y se perdían en la oscuridad musgosa de los bosques de coníferas. El decorado de las montañas más lejanas, al fondo, en la salida del valle, a partir de donde éste se estrechaba, era de un azul sobrio, de pizarra. Como se había levantado el viento, se empezó a sentir el fresco de la noche.
–No, francamente no me parece que esto sea tan formidable –dijo Hans Castorp–. ¿Dónde están los glaciares, las cimas blancas y los imponentes gigantes de la montaña? Me parece que, después de todo, estas montañas no son muy altas.
–Sí lo son –contestó Joachim–. En casi todas partes, se ve el límite de los árboles; se perfila con una nitidez sorprendente; donde se acaban los abetos, se acaba todo; tras ellos no hay nada, pura roca, como ves. Al otro lado, a la derecha del Schwarzhorn, ese pico de ahí, se distingue incluso un glaciar. ¿Ves el color azul? No es muy grande, pero es un glaciar auténtico, el glaciar de la Scaletta. El Pic Michel y el Tinzenhorn, en aquella grieta (no puedes verlos desde aquí), permanecen todo el año cubiertos de nieve.
–Nieves perpetuas –dijo Hans Castorp.
–Sí, perpetuas, si quieres. Sin duda, todo esto está a gran altura, y nosotros mismos nos hallamos a una altura espantosa. Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. En estos niveles, las alturas de las montañas ya no se perciben.
–Desde luego. ¡Menuda subida! Tenía el corazón en un puño, te lo aseguro. ¡Mil seiscientos metros! Son casi cinco mil pies, echando el cálculo. En mi vida había estado tan arriba.
Invadido por la curiosidad, Hans Castorp aspiró una larga bocanada de ese aire desconocido para probarlo. Era fresco... nada más. Carecía de aroma, de sustancia y de humedad; se respiraba fácilmente y no le decía nada al alma.
–¡Magnífico! –exclamó cortésmente.
–Sí, este aire tiene buena reputación. Por otra parte, el paisaje no presenta esta noche su mejor cara. A veces tiene mejor aspecto, sobre todo cubierto de nieve. Pero uno acaba por cansarse de verlo. Todos nosotros, los de aquí arriba, estamos indeciblemente cansados, puedes creerme –dijo Joachim, y su boca se contrajo en una mueca de asco que parecía exagerada y mal contenida y nuevamente le afeaba.
–Hablas de una forma muy peculiar –dijo Hans Castorp.
–¿Peculiar? –preguntó Joachim con cierta inquietud volviéndose hacia su primo.
–No, no, perdóname; sólo me ha dado esa impresión por un momento –se apresuró a decir Hans Castorp.
Había querido referirse a la expresión «nosotros, los de aquí arriba», que Joachim había empleado cuatro o cinco veces y que, por su manera de decirla, de algún modo le parecía angustiosa y extraña.
–Nuestro sanatorio está todavía a más altura que la aldea. Mira –continuó diciendo Joachim–. Cincuenta metros. El prospecto asegura que hay cien, pero no son más que cincuenta. El sanatorio más elevado es el de Schatzalp, al otro lado. Desde aquí no se ve. En invierno tienen que bajar sus cadáveres en trineo porque los caminos no son practicables.
–¿Sus cadáveres? ¡Pero...! ¡Qué me dices! –exclamó Hans Castorp.
Y, de pronto, se echó a reír, con una risa violenta e incontenible que sacudió su pecho y desencajó su rostro, un tanto reseco por el viento frío, en una calladamente dolorosa mueca grotesca.
–¡En trineo! ¿Y me lo dices así, tan tranquilo? ¡En estos cinco meses te has vuelto un cínico!
–No hay nada de cinismo –replicó Joachim encogiéndose de hombros–. ¿Por qué? A los cadáveres no les importa... Por otra parte, es muy posible que uno se vuelva cínico aquí arriba. El mismo Behrens también es un viejo cínico, y un tipo famoso, dicho sea de paso; antiguo miembro de una hermandad estudiantil y cirujano notable, según parece; te caerá bien. Después tenemos a Krokovski, su ayudante, un espécimen muy temido. En el prospecto se hace especial hincapié en su actividad. Practica la disección psíquica con los enfermos.
–¿Qué? ¿Disección psíquica? ¡Eso es repugnante! –exclamó Hans Castorp, y ahí ya la risa se apoderó de él por completo.
No podía contenerla; después de todo lo que había oído, lo de la disección psíquica fue la gota que colmó el vaso, y reía tan fuerte que las lágrimas le resbalaban por la mano con que se cubría los ojos, inclinado hacia delante. Joachim también reía a gusto –parecía sentarle bien–, y así fue que los dos jóvenes descendieron de excelente humor del coche que, al final, muy despacio, por un empinado y serpenteante camino de entrada les había conducido hasta la puerta del Sanatorio Internacional Berghof.
LA NÚMERO TREINTA Y CUATRO
Nada más entrar, a la derecha, entre el portón de entrada y la puerta cortavientos, se encontraba la garita del portero, y de allí, vestido con la misma librea gris que el hombre cojo de la estación, salió a su encuentro un criado con aire francés que, hasta ese momento, había estado leyendo periódicos sentado junto al teléfono; y los acompañó a través del vestíbulo bien alumbrado, a la izquierda del cual se encontraban los salones. Al pasar, Hans Castorp lanzó una mirada y vio que estaban vacíos.
–¿Dónde están los huéspedes? –preguntó a su primo.
–Hacen la cura de reposo –respondió éste–. Hoy me han dado permiso para salir, pues quería ir a recibirte. Normalmente también me echo un rato en la terraza después de cenar.
Faltó poco para que la risa se apoderara de nuevo de Hans Castorp.
–¡Cómo! ¿En plena noche os tumbáis en la terraza? –preguntó con voz titubeante.
–Sí, así nos lo ordenan. De ocho a diez. Pero ahora ven a ver tu cuarto y a lavarte las manos.
Entraron en el ascensor, cuyo mecanismo eléctrico accionó el criado francés. Mientras subían, Hans Castorp se enjugaba los ojos.
–Estoy roto y agotado de tanto reír –dijo respirando por la boca–. ¡Me has contado tantos disparates! Tu historia de la disección psíquica ha sido demasiado, no debías haberme dicho eso. Además, sin duda, estoy un poco fatigado por el viaje. ¿No tienes los pies fríos? Al mismo tiempo noto que el rostro me arde; es desagradable. Cenaremos enseguida, ¿verdad? Creo que tengo hambre. ¿Se come decentemente aquí arriba?
Caminaban sin hacer ruido por la alfombra de coco del estrecho pasillo. Las pantallas de vidrio lechoso del techo difundían una luz blanquecina. Las paredes brillaban, blancas y duras, recubiertas de una pintura al aceite parecida a la laca. Vieron pasar a una enfermera, con cofia blanca y un binóculo sujeto en la nariz cuyo cordón se había pasado por detrás de la oreja. Al parecer, era una monja protestante, sin verdadera vocación por su oficio, curiosa y tan alterada como agobiada por el aburrimiento. En dos puntos del pasillo, en el suelo, ante las puertas lacadas de blanco y numeradas había unos grandes recipientes en forma de globo, panzudos y de cuello corto, sobre cuyo significado Hans Castorp olvidó preguntar en aquel momento.
–¡Aquí está tu habitación! –dijo Joachim–. Número 34. A la derecha está mi cuarto y a la izquierda hay un matrimonio ruso, un poco desastrado y ruidoso, eso hay que reconocerlo, pero, en fin, lo siento, no ha sido posible arreglarlo de otro modo. ¡Bien! ¿Qué te parece?
La puerta era doble, con perchas en la pared del hueco interior. Joachim había encendido la lámpara del techo y, a su luz temblorosa, la habitación daba la sensación de ser alegre y tranquila, con sus muebles blancos y funcionales, su papel de la pared también blanco, fuerte y lavable, su suelo de linóleo limpio y brillante y sus cortinas de lino adornadas con bordados sencillos y agradables, de gusto moderno. La puerta del balcón estaba abierta, se veían las luces del valle y se escuchaba una lejana música de baile. El buen Joachim había colocado unas flores en un pequeño búcaro sobre la cómoda; las que buenamente había encontrado en la segunda floración de la hierba: un poco de aquilea y algunas campánulas, cogidas por él mismo en la ladera.
–¡Qué encantador por tu parte! –exclamó Hans Castorp–. ¡Qué habitación más alegre! Con mucho gusto me quedaré aquí algunas semanas...
–Anteayer murió en ella una americana –dijo Joachim–. Behrens aseguró enseguida que la habitación estaría lista antes de que tú llegaras y que, por tanto, podrías disponer de ella. Su prometido estaba con ella; un oficial de la Marina inglesa, aunque no demostró mucho valor. A cada momento salía al pasillo a llorar, como si fuera un chiquillo. Luego se frotaba las mejillas con cold-cream, porque iba afeitado y las lágrimas le quemaban la piel. Anteayer por la noche la americana tuvo dos hemorragias de primer orden y ahí se acabó todo. Pero ya se la llevaron ayer por la mañana, y después, naturalmente, hicieron una fumigación a fondo con formol, ¿sabes? Por lo visto es excelente en estos casos.
Hans Castorp registró este relato sin prestar atención pero excitado. Con la camisa remangada, de pie ante el amplio lavabo, cuyos grifos niquelados brillaban bajo la luz eléctrica, apenas lanzó una mirada fugaz a la cama de metal blanco, puesta de limpio.
–¿Fumigaciones? De eso se habla mucho ahora –respondió locuaz y un tanto fuera de lugar mientras se lavaba y secaba las manos–. Sí, metilaldehído; ni las bacterias más resistentes lo aguantan... H2CO. Pero escuece la nariz, ¿no? Evidentemente, la limpieza más rigurosa ha de darse por sentado.
Dijo «sentado» articulando muy bien la terminación, mientras que su primo, desde su época de estudiante, se había acostumbrado a la pronunciación más relajada, y continuó diciendo con gran locuacidad:
–Bueno, quería añadir que... Quizá el oficial de Marina se afeitaba con maquinilla, supongo, y con esos trastos uno se despelleja más fácilmente que con una navaja bien afilada; ésa es al menos mi experiencia; yo las uso alternadamente. Sí, sobre la piel irritada, el agua salina escuece... debía de tener la costumbre de usar cold- cream en el servicio militar, no me parece nada raro...
Y siguió parloteando, dijo que tenía doscientos María Mancini (su cigarro preferido) en la maleta, que había pasado la inspección de la aduana cómodamente, y luego le transmitió saludos de diversas personas de su ciudad natal.
–¿No encienden la calefacción? –preguntó de pronto, y fue hacia el radiador para apoyar las manos.
–No, nos mantienen bien frescos –contestó Joachim–. Mucho frío tendría que hacer para que encendieran la calefacción en agosto.
–¡Agosto, agosto! –exclamó Hans Castorp–. ¡Pero si estoy helado, completamente helado! Tengo frío en todo el cuerpo, aunque el rostro me arde. Mira, toca, ya verás qué caliente...
La idea de que le tocasen la cara no se ajustaba al temperamento de Hans Castorp y a él mismo le resultó desagradable. Por otra parte, Joachim no se dio por aludido, limitándose a decir:
–Eso es por el aire y no significa nada. El propio Behrens tiene todo el día las mejillas azules. Algunos no se habitúan nunca. Pero apresúrate, de lo contrario, no nos darán de cenar.
Cuando salieron, volvieron a ver a la enfermera, que les lanzó una mirada miope y curiosa. Sin embargo, en el primer piso, Hans Castorp se detuvo de pronto, inmovilizado por un ruido absolutamente escalofriante que les llegó desde escasa distancia, tras un recodo del pasillo; un ruido no muy fuerte, pero de una naturaleza tan particularmente repugnante que Hans Castorp hizo una mueca de estupor y miró a su primo con los ojos como platos. Se trataba, con toda seguridad, de la tos de un hombre, pero de una tos que no se parecía a ninguna de las que Hans Castorp había oído; es más, era una tos en comparación con la cual todas las que conocía le parecían dar muestra de una magnífica vitalidad; una tos sin fuerza, que no se producía por medio de las habituales sacudidas, sino que sonaba como un chapoteo espantosamente débil en el viscoso lodo de la podredumbre orgánica.
–Sí –dijo Joachim–, tiene mala pinta. Es un noble austríaco, ¿sabes? Un hombre elegante, de la alta sociedad. Y mira cómo está. Sin embargo, todavía sale a pasear.
Mientras continuaba su camino, Hans Castorp sacó a colación la tos de aquel caballero.
–Has de tener en cuenta –dijo– que jamás había oído nada semejante, que es absolutamente nuevo para mí, y, claro, eso siempre impresiona. Hay tantas clases de tos, toses secas y toses blandas; y se dice en general que las toses blandas, con todo, son mejores y menos malas que esas que parecen ladridos. Cuando en mi juventud –«en mi juventud», dijo– tenía anginas, ladraba como un lobo, y todos estaban satisfechos cuando la cosa se reblandecía, aún me acuerdo. Pero una tos como ésa es algo totalmente nuevo, al menos para mí... casi no es una tos viva. No es seca, pero tampoco se puede decir que sea blanda; sin duda no es ésta la palabra apropiada. Es como si al mismo tiempo se mirase en el interior del hombre. ¡Qué sensación produce! Parece un auténtico lodazal.
–Bueno, basta ya –dijo Joachim–; lo oigo cada día, no hay necesidad de que me la describas.
Pero Hans Castorp no pudo dominar la impresión que le había causado aquella tos; afirmó repetidas veces que era como si estuviera mirando el interior de aquel caballero, y cuando entraron en el restaurante, sus ojos, fatigados por el viaje, brillaban de excitación.
EN EL RESTAURANTE
El restaurante era luminoso, elegante y agradable. Estaba inmediatamente a la derecha del vestíbulo, enfrente de los salones y, según explicó Joachim, era frecuentado principalmente por los huéspedes nuevos que comían fuera de los horarios habituales o por los que recibían visita. También se celebraban allí los cumpleaños, las partidas inminentes, así como los resultados favorables de las revisiones generales. A veces se organizaban fiestas por todo lo alto –dijo Joachim– y se servía hasta champán. En ese momento sólo se encontraba en el restaurante una señora sola, de unos treinta años, que leía un libro y al mismo tiempo canturreaba, tamborileando suavemente con el dedo corazón de la mano derecha sobre el mantel. Cuando los jóvenes tomaron asiento, se cambió de sitio para darles la espalda. Era muy tímida –explicó Joachim, en voz baja– y siempre se sentaba a comer con un libro. Al parecer, ya había ingresado en el sanatorio para tuberculosos de muy joven y, desde entonces, no había vuelto a vivir en sociedad.
–¡Entonces tú, comparado con ella, no eres más que un joven principiante, a pesar de tus cinco meses, y lo seguirás siendo cuando tengas un año entero a tus espaldas! –dijo Hans Castorp a su primo, tras lo cual Joachim tomó la carta e hizo aquel gesto de encogerse de hombros que antes de estar allí no había hecho nunca.
Habían elegido la mesa elevada junto a la ventana, el lugar más agradable. Se sentaron junto a la cortina de color crema, uno frente a otro, con sus rostros iluminados por la luz de la lamparilla de mesa de pantalla roja. Hans Castorp juntó sus manos recién lavadas y se las frotó con una sensación de agradable espera, como solía hacer al sentarse a la mesa, tal vez porque sus antecesores tenían el hábito de rezar antes de la sopa. Les sirvió una amable camarera un tanto gangosa, vestida de negro con delantal blanco y con una cara grande y de tono exageradamente saludable; y a Hans Castorp le hizo mucha gracia cuando se enteró de que allí llamaban a las camareras Saaltöchter. Pidieron una botella de Gruaud Larose que Hans Castorp devolvió para que la pusieran a enfriar. La comida era excelente. Había crema de espárragos, tomates rellenos, asado con toda suerte de guarniciones, un postre de dulce particularmente bien preparado, tabla de quesos y fruta. Hans Castorp cenó mucho, aunque su apetito resultó ser menor de lo que esperaba. Pero tenía la costumbre de comer en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí mismo.
Joachim no hizo muchos honores a la comida. Dijo que estaba harto de aquella cocina; que les pasaba a todos allí arriba, y que era costumbre protestar de la comida, pues cuando se estaba instalado allí para siempre... No obstante, bebió el vino con placer, e incluso con cierta pasión y, con sumo cuidado por evitar expresiones demasiado sentimentales, manifestó repetidas veces su satisfacción por tener alguien con quien poder hablar con sensatez.
–Sí, es magnífico que hayas venido –dijo, y su voz tranquila revelaba emoción–. Te aseguro que para mí se trata casi de un acontecimiento. Supone un auténtico cambio, una especie de cesura, de hito en esta monotonía eterna e infinita...
–Pero el tiempo debe de pasar para vosotros relativamente deprisa –dijo Hans Castorp.
–Deprisa y despacio, como quieras –contestó Joachim–. Quiero decir que no pasa de ningún modo, aquí no hay tiempo, no hay vida –añadió moviendo la cabeza, y de nuevo echó mano al vaso.
También Hans Castorp bebía, a pesar de que sentía el rostro caliente como el fuego. Sin embargo, en el cuerpo seguía teniendo frío, y en todos sus miembros latía una especie de desasosiego extrañamente eufórico que, al mismo tiempo, le atormentaba un poco. Hablaba de forma atropellada, se trabucaba con frecuencia, y, haciendo un gesto de desprecio con la mano, cambiaba de tema. Cierto es que Joachim también estaba muy animado, y la conversación continuó con mayor libertad y desenfado cuando la señora que canturreaba y tamborileaba se puso en pie y se marchó. Mientras comían gesticulaban con sus tenedores, se daban aires de importancia con la boca llena, reían, asentían con la cabeza, se encogían de hombros y, antes de haber tragado, ya volvían a hablar. Joachim quería saber cosas de Hamburgo y había llevado la conversación hacia el proyecto de canalización del Elba.
–¡Hará época! –dijo Hans Castorp–. Hará época en el desarrollo de nuestra navegación... Es de una importancia incalculable. Hemos invertido cincuenta millones de presupuesto en una única derrama, y puedes estar seguro de que sabemos exactamente lo que hacemos.
A pesar de la importancia que atribuía a la canalización del Elba, abandonó de inmediato este tema de conversación y pidió a Joachim que le contase más cosas de la vida de «allí arriba» y de los huéspedes, a lo que su amigo atendió con rapidez, pues se sentía feliz al poder desahogarse y hablar con alguien. No pudo menos que repetir la historia de los cadáveres que había que bajar en trineo y aseguró una vez más que era absolutamente cierto. Como a Hans Castorp volvió a darle un ataque de risa, también se echó a reír, y pareció hacerlo de buena gana, contando luego otras cosas divertidas para seguir alimentando aquel buen humor. Por ejemplo, que a su misma mesa se sentaba la señora Stöhr, una mujer muy enferma, esposa de un músico de Cannstadt; y que era la persona más inculta que jamás había conocido. Decía «desinfeccionar», y, además, muy convencida. Al ayudante Krokovski le llamaba «fomulus». Había que morderse la lengua para no reírse. Además, era una cotilla –como, por otra parte, lo eran casi todos allí arriba– y decía de otra señora, la señora Iltis, que llevaba un «esterilete».
–Lo llama «esterilete». ¡Eso es buenísimo!
Y, medio tumbados, recostados en los respaldos de las sillas, reían tanto que les vibraba la barriga, y los dos, casi al unísono, comenzaron a tener hipo.
Entretanto, Joachim se entristeció pensando en su infortunio.
–Sí, estamos sentados aquí riendo –dijo con una expresión dolorosa, interrumpido a veces por las contracciones del diafragma– y, sin embargo, no se puede prever, ni siquiera aproximadamente, cuándo podré marcharme, pues cuando Behrens dice: «Otros seis meses», sin duda hay que contar con que será mucho más. Pero es muy duro, ¿no crees que es muy triste para mí? Ya me habían admitido y al mes siguiente podía examinarme para oficial. Y aquí estoy, languideciendo con el termómetro en la boca, contando las tonterías de esa ignorante señora Stöhr y perdiendo el tiempo. ¡Un año es muy importante a nuestra edad, comporta tantos cambios y progresos en la vida de allá abajo! Pero he de hibernar aquí dentro, como en una ciénaga; sí, como en el interior de un agujero podrido, y te aseguro que la comparación no es exagerada...
Curiosamente, Hans Castorp se limitó a preguntar si era posible allí encontrar porter, cerveza negra, y, al mirarle su primo con cierta expresión de sorpresa, se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse, si no lo había hecho ya.
–¡Te estás durmiendo! –dijo Joachim–. Ven, es hora de irse a la cama, los dos.
–Todavía no, de ninguna manera –replicó Hans Castorp con lengua de trapo.
Sin embargo, siguió a Joachim un poco inclinado, con las piernas rígidas como quien literalmente se muere de cansancio; aunque luego hizo un gran esfuerzo cuando, en el vestíbulo, ya prácticamente en penumbra, oyó decir a su primo:
–Ahí está Krokovski. Creo que tendré que presentártelo rápidamente.
El doctor Krokovski estaba sentado a plena luz, ante la chimenea de uno de los salones, directamente junto a la puerta corredera abierta, leyendo un periódico. Se puso en pie cuando los jóvenes se aproximaron a él, y Joachim, adoptando una actitud militar, dijo:
–Permítame, señor doctor, que le presente a mi primo Castorp, de Hamburgo. Acaba de llegar.
El doctor Krokovski saludó al nuevo huésped con una cordialidad desenfadada, en un tono decidido y animoso, como si quisiese dar a entender que con él no había lugar a la timidez, sino sólo a una alegre confianza. Tenía unos treinta y cinco años; era ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes que se hallaban de pie ante él –con lo cual tenía que echar hacia atrás y ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos–, y extraordinariamente pálido, de una palidez hiriente, casi fosforescente, aumentada si cabe por el oscuro ardor de sus ojos, por el espesor de sus cejas y por una barba bífida bastante larga en la que ya se veían algunas canas entreveradas. Llevaba un traje negro cruzado, ya un tanto usado, zuecos negros tipo sandalia con calcetines gruesos de lana gris, y luego una camisa de cuello blanco vuelto, de las que Hans Castorp sólo había visto en Danzig, en el escaparate de un fotógrafo, que confería al doctor Krokovski un aire de bohemio. Sonrió cordialmente, mostrando sus dientes amarillentos entre la barba, estrechó con fuerza la mano del joven y dijo, con voz de barítono y un acento extranjero un tanto lánguido:
–¡Sea bienvenido, señor Castorp! Espero que se adapte pronto y que se encuentre bien entre nosotros. ¿Me permite preguntarle si ha venido como paciente?
Era conmovedor observar los esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir. Le fastidiaba estar tan bajo de forma y, con el orgullo desconfiado de los jóvenes, creyó percibir en la sonrisa y la actitud tranquilizadora del ayudante las señales de una indulgente mofa. Contestó diciendo que pasaría allí tres semanas, mencionó sus exámenes y añadió que, a Dios gracias, se hallaba completamente sano.
–¿De verdad? –preguntó el doctor Krokovski, inclinando la cabeza a un lado como para burlarse y acentuando su sonrisa–. ¡En tal caso es usted un fenómeno completamente digno de ser estudiado! Porque yo nunca he encontrado a un hombre enteramente sano. ¿Me permite que le pregunte a qué exámenes se ha presentado?
–Soy ingeniero, señor doctor –contestó Hans Castorp con modesta dignidad.
–¡Ah, ingeniero! –Y la sonrisa del doctor Krokovski se relajó, perdiendo por un instante algo de su fuerza y cordialidad–. Admirable. ¿Y, dice, pues, que no va a necesitar ningún tipo de tratamiento médico, ni físico ni psíquico?
–No, muchísimas gracias –dijo Hans Castorp, que estuvo a punto de retroceder un paso.
En ese momento la sonrisa del doctor Krokovski apareció de nuevo victoriosa y, mientras estrechaba la mano del joven, exclamó en voz alta:
–¡Pues que duerma usted bien, señor Castorp, con la plena conciencia de su salud de hierro! ¡Duerma bien y hasta la vista! –Y, diciendo estas palabras, se despidió de los dos jóvenes y volvió a sentarse con su periódico.
Ya no había nadie de servicio en el ascensor, de modo que subieron la escalera a pie, silenciosos y un poco turbados por el encuentro con el doctor Krokovski. Joachim acompañó a Hans Castorp hasta la número 34, donde el portero cojo no se había olvidado de depositar el equipaje del recién llegado, y continuaron charlando durante un cuarto de hora, mientras Hans Castorp sacaba sus pijamas y objetos de tocador, fumando un cigarrillo suave. Aquella noche no llegaría a fumarse su habitual puro, lo cual le pareció extraño y bastante insólito.
–Sin duda su presencia impone –dijo, y mientras hablaba lanzaba el humo que había aspirado–. Pero está pálido como la cera. Eso sí, su calzado... ¡amigo, es horroroso! ¡Calcetines grises de lana y sandalias! ¿Crees que al final se ofendió?
–Es algo susceptible –dijo Joachim–. No deberías haber rechazado tan bruscamente sus cuidados médicos, al menos el tratamiento psíquico. No le gusta que se prescinda de eso. Yo tampoco gozo demasiado de su estima porque no suelo hacerle muchas confidencias. Pero de vez en cuando le cuento algún sueño para que tenga algo que diseccionar.
–Bueno, pues entonces acabo de echarle un jarro de agua fría –dijo Castorp algo molesto, pues estaba descontento consigo mismo por haber podido ofender a alguien, al tiempo que el fuerte cansancio volvía a apoderarse de él–. Buenas noches –dijo–, me muero de sueño.
–A las ocho vendré a buscarte para ir a desayunar –dijo Joachim, y se marchó.
Hans Castorp realizó sus abluciones nocturnas superficialmente. Le venció el sueño apenas apagó la lamparilla de la mesa de noche, pero se sobresaltó un momento al recordar que alguien había muerto dos días antes en aquella misma cama.
«Sin duda no habrá sido el primero –se dijo, como si eso pudiese tranquilizarle–. Es un lecho de muerte, un lecho de muerte común y corriente.» Y se quedó dormido.
Pero apenas lo hubo hecho comenzó a soñar y soñó casi sin interrupción hasta la mañana siguiente. Sobre todo veía a Joachim Ziemssen, en una posición extrañamente retorcida, descender por una pista oblicua en un trineo. Mostraba la misma palidez fosforescente que el doctor Krokovski, y delante del trineo, iba el caballero austríaco de la alta sociedad, que tenía un aspecto muy borroso, como el de alguien a quien sólo se ha oído toser. «Eso nos tiene completamente sin cuidado, a nosotros los de aquí arriba», decía el retorcido Joachim, y luego era él y no el caballero quien tosía de aquella manera tan atrozmente viscosa. Eso hizo romper a llorar amargamente a Hans Castorp, que comprendió que debía correr a la farmacia para comprar crema facial. Pero la señora Iltis estaba sentada en medio del camino, con su hocico puntiagudo, sosteniendo en la mano algo que debía de ser, sin duda, su «estilete», pero que no era otra cosa que una maquinilla de afeitar. A Hans Castorp entonces volvió a darle un ataque de risa y, de este modo, experimentó un auténtico vaivén de emociones, hasta que la luz de la mañana entró por los postigos a medio abrir de su balcón y le despertó.
2
SOBRE LA JOFAINA BAUTISMAL Y LAS DOS CARAS DEL ABUELO
Hans Castorp no conservaba más que vagos recuerdos de su casa paterna, ya que apenas había conocido a su padre y a su madre. Murieron durante el breve intervalo que separaba su quinto de su séptimo aniversario; primero la madre, de un modo absolutamente inesperado y en la víspera de un parto, a causa de una trombosis causada por una flebitis; de una embolia (como decía el doctor Heidekind) que en un instante le había provocado un paro cardíaco; en aquel momento, se estaba riendo sentada en la cama, y simplemente pareció que se había caído para atrás de tanto reírse; pero lo que sucedió es que se había muerto. No fue fácil de comprender para Hans Hermann Castorp, el padre, y como sentía un gran cariño hacia su esposa, y tampoco era precisamente un hombre fuerte, no consiguió superar el golpe. Desde aquel momento, quedó trastornado y mermado en sus capacidades; en su enajenación, cometió errores en los negocios que acarrearon notables pérdidas a la empresa Castorp e Hijo; en la segunda primavera que siguió a la muerte de su mujer, contrajo una pulmonía durante una inspección a los almacenes del ventoso puerto, y como su corazón destrozado no pudo soportar la intensa fiebre, falleció al cabo de cinco días, a pesar de todos los cuidados que el doctor Heidekind le prodigó y, en presencia de un numeroso cortejo de sus conciudadanos, fue a reunirse con su esposa en el panteón de la familia Castorp, que estaba muy bien situado en el cementerio de Santa Catalina, con vistas al Jardín Botánico.
Su padre, el senador, le sobrevivió cierto tiempo, aunque no mucho, hasta que murió (por cierto, murió igualmente víctima de una pulmonía, y tras largos tormentos y luchas, pues, a diferencia de su hijo, Hans Lorenz Castorp era de una naturaleza difícil de abatir y profundamente arraigada en la vida); y en este breve período, apenas año y medio, el huérfano Hans Castorp vivió en la casa de su abuelo, una casa en la explanada construida a principios del siglo anterior en un solar angosto, siguiendo el estilo del clasicismo nórdico, pintada de un color grisáceo indefinido, y con columnas truncadas a ambos lados de la puerta de entrada, situada en el centro de una planta baja a la que se accedía por una escalera de cinco peldaños; una casa que contaba con dos pisos superiores además de la entreplanta, cuyas ventanas llegaban hasta el suelo y estaban defendidas por rejas de forja.
Allí no había más que salones, contando el luminoso comedor, decorado con estuco y cuyas tres ventanas, con cortinas de color rojo vino, daban al pequeño jardín situado detrás de la casa, donde, durante aquellos dieciocho meses, el abuelo y el nieto comían juntos todos los días a las cuatro, servidos por el viejo Fiete, que llevaba pendientes en las orejas, botones de plata en el frac y una corbata de batista como la que usaba el propio dueño de la casa, en cuyas lazadas también hundía la barbilla afeitada igual que éste y a quien el abuelo tuteaba, hablando en dialecto con él no para bromear –pues no era amigo de bromas–, sino con toda naturalidad y porque, en general, ésta era su costumbre con las gentes del pueblo, trabajadores del puerto, carteros, cocheros y criados. Hans Castorp disfrutaba oyéndole, y con no menos placer escuchaba las respuestas de Fiete, también en dialecto, cuando éste, al servir por la izquierda, se inclinaba y se giraba por detrás de su señor para hablarle a la oreja derecha, por la que el senador oía mucho mejor que por la izquierda. El anciano comprendía, asentía y seguía comiendo, muy erguido entre el alto respaldo de caoba de la silla y la mesa, apenas inclinado sobre el plato; enfrente de él, su nieto contemplaba en silencio, con profunda e inconsciente atención, los gestos mesurados y cuidados con que las hermosas manos blancas, delgadas y ancianas del abuelo, con sus uñas ligeramente abombadas y triangulares y su sortija de sello verde en el índice derecho, componía un bocado con carne, verdura y patata en la punta del tenedor, para llevarlo a su boca con una ligera inclinación de cabeza. Hans Castorp miraba sus propias manos, aún torpes, y sentía que en ellos ya estaba latente aquella capacidad para sostener y manejar el cuchillo y el tenedor como su abuelo algún día.
Otra cuestión era si también llegaría a envolver su barbilla en una corbata como la que llenaba la ancha abertura del peculiar cuello de la levita del abuelo, cuyos largos picos rozaban sus mejillas. Pues para ello debería ser tan viejo como él, y, además, ya nadie, a excepción del propio abuelo y el viejo Fiete, llevaba aquellos cuellos y corbatas. Era una lástima, pues al pequeño Hans Castorp le gustaba especialmente ver cómo el abuelo apoyaba la barbilla en aquella blanquísima corbata de lazo; incluso desde el recuerdo, siendo ya adulto, seguiría gustándole: había algo en aquel uso que aprobaba desde el fondo mismo de su ser.
Habiendo terminado de comer y metido sus servilletas en los servilleteros de plata –una tarea que Hans Castorp realizaba entonces con bastante dificultad porque las servilletas eran tan grandes como pequeños manteles–, el senador se levantaba de la silla, que Fiete retiraba, y dando cortos pasitos se dirigía a su «gabinete» en busca de un puro; y a veces, su nieto le seguía.
Este «gabinete» debía su existencia al hecho de que el comedor se había construido con tres ventanas y ocupaba toda la anchura de la casa, por lo que no había quedado espacio suficiente para tres salones, como era lo habitual en las casas de este tipo, sino sólo para dos, si bien uno de ellos, el que era perpendicular al comedor y tenía una sola ventana que daba a la calle, habría resultado demasiado poco elegante. Por eso habían construido un tabique cortando aproximadamente una cuarta parte del espacio, la que constituía, pues, aquel «gabinete» estrecho y con luz de claraboya, sombrío y tan sólo amueblado con algunos objetos: una estantería en la que se encontraba la cigarrera del senador, una mesa de juego, cuyo cajón contenía objetos tentadores –como naipes de whist, dados, fichas de juego, pequeños ábacos para marcar los puntos, un pizarrín con trocitos de tiza, boquillas de cartón y otras cosas–, y finalmente, en el rincón, una vitrina rococó de palosanto, cuyos cristales, por la parte interior, estaban cubiertos por cortinillas de seda amarilla.
–Abuelo –decía a veces el joven Hans Castorp al entrar en el gabinete, poniéndose de puntillas para acercarse a la oreja del anciano–, enséñame la jofaina bautismal, por favor.
Y el abuelo, que, de todas formas, ya había echado hacia atrás el faldón de su larga y blanda levita y sacado un manojo de llaves del bolsillo, abría la vitrina, de cuyo interior salía un inconfundible olor, agradable y misterioso, que el joven as piraba. Allí dentro se guardaban toda suerte de objetos fuera de uso y, precisamente por eso, fascinantes: un par de cande labros de plata combados; un barómetro roto, con figuritas talladas en la madera; un álbum de cromos; una licorera de cedro; un pequeño turco, duro al tacto bajo su vestido de seda multicolor, con un mecanismo de relojería en el cuerpo que en otros tiempos le había permitido andar sobre la mesa, pero que, desde hacía años, ya no funcionaba; una antigua maqueta de un barco y, al fondo, hasta una ratonera. El anciano, sin embargo, sacaba del compartimiento del centro una jofaina redonda de plata, muy ennegrecida, que se hallaba sobre una bandeja también de plata, y mostraba los dos objetos al muchacho, separando uno de otro y volviendo cada uno una y otra vez entre explicaciones ya muchas veces oídas.
Originariamente, la jofaina y el plato no pertenecían al mismo juego, como enseguida se veía y como el niño volvía a oír cada vez; pero –como decía el abuelo– habían sido reunidos por el uso desde hacía unos cien años, es decir, desde la compra de la jofaina. Era bonita, de forma sencilla y elegante, muestra del austero gusto reinante a principios del siglo pasado. Lisa y sólida, reposaba sobre un pie redondo y estaba bañada en oro en el interior, aunque el paso del tiempo no había dejado de aquel oro más que un pálido resplandor amarillento. Como único adorno, tenía una corona en relieve de rosas y hojitas dentadas en el borde superior. En cuanto a la bandeja, en la cara interior se podía leer su antigüedad, mucho mayor. «1650» rezaban unos números muy recargados, y enmarcaban la cifra todo tipo de ornamentos sofisticadísimos, realizados a la «manera moderna» de otra época, voluptuosos y caprichosos; escudos y arabescos a caballo entre estrellas y flores. En el reverso de la bandeja, en cambio, en los distintos tipos de letra correspondientes, estaban grabados los nombres de los cabezas de familia que, en el transcurso de los tiempos, habían sido propietarios del objeto: ya eran siete, y junto a cada uno figuraba también el año de la transmisión de la herencia, y el anciano de la corbata de lazo se los iba señalando uno tras otro a su nieto con la punta del índice en el que llevaba el anillo. Allí estaban el nombre de su padre, el de su abuelo y el de su bisabuelo, y luego el prefijo se doblaba, se triplicaba, y hasta se cuadruplicaba en la boca del narrador, y el joven, con la cabeza inclinada hacia un lado, con la mirada muy fija en actitud reflexiva o también soñadora y relajada y con los labios devotamente entreabiertos, escuchaba ese «tatara-tatara», ese sonido oscuro que evocaba la tumba y el paso del tiempo, que sin embargo, reflejaba los indisolubles y devotamente conservados lazos entre el presente, su propia vida y el pasado remotísimo, y que producía en él un extraño efecto, tal y como se manifestaba en su rostro. Al oír aquel sonido creía respirar un aire frío y con cierto olor a moho, el aire de la iglesia de Santa Catalina o de la cripta de San Miguel; sentir en sus oídos el aliento de esos lugares en los que, con el sombrero en la mano, parece imponerse caminar con devoción, inclinándose y tambaleándose ligeramente para no apoyar los tacones de las botas; creía también oír el silencio lejano y pacífico de esos lugares de profundos ecos; el sonido de aquellas sílabas hacía que en su interior se mezclasen la conciencia de lo sagrado y la conciencia de la muerte y de la historia, y, de algún modo, el joven tenía la sensación de que todo aquello le hacía bien; es más, era muy posible que le hubiera pedido que le mostrara la jofaina por amor a ese sonido para escucharlo y repetirlo una vez más.
Luego el abuelo volvía a colocar la jofaina sobre la bandeja y dejaba que el muchacho se asomase a su interior, liso y ligeramente dorado que brillaba bajo la luz que caía desde el techo.
–Pronto hará ocho años –dijo– que te sostuvimos sobre ella y el agua con la que fuiste bautizado cayó dentro. El sacristán de la parroquia de San Jacobo, Lassen, fue quien la vertió en la cuenca de la mano del pastor Bugenhagen y de ella resbaló por encima de tu cabeza hasta la jofaina. La habíamos calentado para que no te asustases y llorases y, en efecto, no lo hiciste, sino todo lo contrario: estuviste chillando antes, de tal manera que Bugenhagen a duras penas pudo hacer su sermón; sin embargo, en cuanto sentiste el agua te callaste, y creo que fue por respeto hacia el Santo Sacramento, o así lo espero. Dentro de unos días hará cuarenta y cuatro años que tu padre recibió el bautismo y que el agua resbaló sobre su cabeza y cayó aquí dentro. Fue aquí, en esta casa, su casa paterna, en la sala de al lado, ante la ventana del centro, y fue el viejo pastor Hesekiel quien le bautizó, el mismo a quien los franceses estuvieron a punto de fusilar cuando era joven porque había predicado contra sus rapiñas y sus tributos de guerra; también él se halla desde hace mucho tiempo en la casa del Señor. Y hace setenta y cinco años que me bautizaron a mí; en la misma sala, y aquí sostuvieron mi cabeza sobre la jofaina, exactamente como está ahora, colocada sobre la bandeja, y el pastor pronunció las mismas palabras que contigo y con tu padre, y el agua clara y tibia resbaló de la misma manera por mis cabellos (entonces no tenía muchos más que ahora), y cayó también ahí, en esa jofaina dorada.
El niño alzó la mirada hacia el delgado rostro de anciano del abuelo que ahora se inclinaba de nuevo sobre la jofaina, como lo había hecho en aquella hora ya muy lejana de la que hablaba en ese momento, y la sensación que había experimentado otras veces se apoderó de él; aquella peculiar sensación, como soñada y también como de pesadilla de que todo se mueve y no se mueve nada, de cambiante permanencia que no es sino un constante volver a empezar y una vertiginosa monotonía; una sensación que ya le era conocida de otras veces y cuya repetición había esperado y deseado; en parte se debía a este deseo el que hubiera pedido que le mostrasen aquella pieza, que pasaba de generación en generación sin que el tiempo pasase por ella.
Cuando más tarde el muchacho pensaba en ello, le parecía que la imagen de su abuelo se había grabado en él con una huella más profunda, clara y significativa que la de sus padres; lo cual quizá se debiera a la simpatía y a una afinidad física particular, pues el nieto se parecía al abuelo todo lo que un rapaz de mejillas rosadas puede parecerse a un canoso y rígido septuagenario. Ahora bien, sobre todo era algo importante para el abuelo, que sin duda había sido la figura de mayor carácter, la personalidad pintoresca de la familia.
Lo cierto es que el tiempo había pasado de largo ante la manera de ser y de pensar de Hans Lorenz Castorp incluso mucho antes de su muerte. Había sido un hombre profundamente cristiano, miembro de la Iglesia reformista, de una férrea postura tradicionalista tan empecinado en que la clase social con acceso a los puestos de gobierno no dejase de ser la aristocracia como si hubiese vivido en el siglo XIV, cuando la menestralía, venciendo la tenaz resistencia de los patricios, ya libres desde antiguo, había comenzado a conquistar los puestos y votos en el seno del consejo de la ciudad, y, en resumidas cuentas, un hombre que se cerraba en banda ante toda innovación. Su actividad coincidió con una época de intenso desarrollo y grandes cambios de diversas índoles; con una época de progreso a marchas forzadas que constantemente había exigido enorme audacia y espíritu de sacrificio en la vida pública. Pero Dios sabe que, por su parte, el viejo Castorp no había contribuido a que el espíritu de los tiempos modernos celebrase sus brillantes y celebérrimas victorias. Había concedido mucha mayor importancia a las tradiciones atávicas y las antiguas instituciones que a las temerarias ampliaciones del puerto y otras desalmadas aberraciones propias de las grandes ciudades; había frenado y conciliado los espíritus allí donde había podido y, si por él hubiera sido, la administración tendría todavía ese aspecto idílicamente rancio que, en su día, presentaba su propia oficina.
Tal era la imagen que el anciano, durante su vida y después de ella, daba a sus conciudadanos, y aunque el pequeño Hans Castorp no entendía nada de los asuntos políticos, sus ojos infantiles que lo miraban todo en silencio hacían poco más o menos las mismas observaciones –observaciones mudas y, por consiguiente, faltas de crítica, sólo llenas de vida, que, más tarde, convertidas en recuerdo consciente, habrían de conservar carácter incondicionalmente positivo, hostil a todo análisis y a todo comentario–. Como ya se ha dicho, la simpatía estaba de por medio, ese lazo afectivo y esa afinidad que no es nada raro que salte una generación. Los hijos y los nietos observan para admirar y admiran para aprender y desarrollar el potencial que, por herencia, llevan dentro.
El senador Castorp era delgado y alto. Los años habían curvado su espalda y su nuca, pero él se esforzaba en compensar esa inclinación procurando andar erguido, y, al hacerlo, su boca, cuyos labios no podían ya apoyarse en los dientes, sino en las encías vacías, pues no se ponía la dentadura postiza más que para comer, se contraía hacia abajo con un gesto tan digno como esforzado, y a eso –como, sin duda, también al intento de disimular un leve temblor de la cabeza– se debían aquella postura tan sumamente rígida y aquella peculiar corbata que le sujetaba la barbilla y tanto gustaba al pequeño Hans Castorp.
Le encantaba la caja de rapé, una cajita alargada de carey con incrustaciones de oro de la que siempre se servía con los dedos, por lo que utilizaba pañuelos rojos cuyas puntas solían asomar por el bolsillo trasero de su levita. Si esto era una pequeña debilidad a su parecer, todo el mundo lo interpretaba como una evidente concesión a su avanzada edad, una ligereza de las que, ya sea con plena conciencia y sonriendo o de un modo dignamente inconsciente, trae consigo la vejez; en cualquier caso, era la única que la aguda mirada del joven Hans Castorp pudo ver jamás en su abuelo. Pero tanto para el niño de siete años como más tarde para el adulto, en el recuerdo, la imagen diaria y familiar del anciano no era su imagen verdadera. En realidad era diferente, mucho más bello y recto que de ordinario, tal y como aparecía en un retrato de tamaño natural que en tiempos había estado colgado en la habitación de los padres del niño y que luego se trasladó con el pequeño Hans Castorp a la casa de la explanada, donde fue colocado encima del sofá de seda roja en el salón recibidor.
La pintura mostraba a Hans Lorenz Castorp vestido con el uniforme oficial de senador de la ciudad, ese serio e incluso monacal atuendo de un siglo anterior cuyo pomposo uso se había transmitido y conservado en una comunidad solemne a la vez que temeraria con el fin de que, a través de ese ceremonial, el pasado se convirtiera en presente y el presente en pasado, dando así testimonio de la indisoluble continuidad de las cosas y de la honorabilísima fiabilidad de su firma. El senador Castorp aparecía de cuerpo entero, de pie sobre un piso de baldosas rojizas, en una perspectiva de columnas y arcos góticos; con la barbilla inclinada y la boca contraída hacia abajo; los ojos, azules y de mirada juiciosa, con bolsas en los lacrimales, puestos en la lejanía; vistiendo un ropón negro de aspecto sacerdotal que le llegaba hasta pasadas las rodillas y que, abierto en la parte de delante, mostraba un ancho ribete de piel en todo el borde. De unas amplias mangas abullonadas y bordadas salían otras más estrechas y largas, de tela lisa, y unos puños de encaje le cubrían las manos hasta los nudillos. Las delgadas pantorrillas del anciano estaban enfundadas en unas medias de seda negra, los pies en zapatos con hebillas de plata. En el cuello llevaba, en cambio, una ancha gola almidonada y rizada, bajada en la parte delantera y levantada a ambos lados, de debajo de la cual aún salía una chorrera de batista plisada que caía sobre el chaleco. Bajo el brazo llevaba el antiguo sombrero de ala ancha, cuya copa acababa casi en punta.
Era un retrato excelente, obra de un artista notable, pintado con buen gusto en el estilo de los viejos maestros, a lo cual se prestaba el modelo, y evocaba en quienes lo contemplaban toda clase de imágenes hispano holandesas de fines de la Edad Media. El pequeño Hans Castorp lo había observado con frecuencia, sin una visión de experto, como puede suponerse, pero sí con cierto criterio general, incluso bastante profundo; y aunque no hubiese visto a su abuelo en persona tal y como la tela le representaba más que una sola vez –y por un instante, con motivo de una llegada en cortejo al Ayuntamiento–, no podía dejar de considerar el cuadro como la apariencia verdadera y auténtica del abuelo, viendo en su abuelo de todos los días, por así decirlo, una especie de interino, sólo provisional e imperfectamente adaptado a su papel. Pues lo que había de distinto y extraño en su apariencia ordinaria se debía, sin duda, a esta adaptación imperfecta y tal vez un poco torpe en la que quedaban restos e indicios de su otra cara, la pura y verdadera, que no se borraban completamente. Así, por ejemplo, el cuello postizo y la corbata blanca alta y de lazo estaban pasados de moda; sin embargo, era imposible aplicar ese epíteto a aquella maravillosa prenda en la cual no era sino un mero sucedáneo: la golilla española. Ocurría lo mismo con el inusual sombrero de copa redondeado que el abuelo llevaba para salir a la calle y que, en aquella realidad superior, correspondía al sombrero de fieltro de ala ancha del cuadro; y también con la larga y holgada levita de paseo, cuyo modelo y esencia era, a los ojos del pequeño Hans Castorp, la toga bordada y ribeteada en piel.
Él aprobó, pues, de todo corazón, que el abuelo luciese aquel aspecto con toda su autenticidad y su perfección el día en que hubo de despedirse de él para siempre. Fue en el salón, en el mismo donde tantas veces habían comido sentados a la mesa uno frente al otro. Hans Lorenz Castorp se hallaba tendido sobre el túmulo, dentro del ataúd con incrustaciones de plata y rodeado de coronas. Había luchado mucho y tenazmente contra la pulmonía, si bien, según parecía, sólo se había sentido en casa en la vida de este mundo porque se había adaptado a ella; y ahora estaba allí tendido, no se sabía si como vencedor o como vencido, pero, en todo caso, con una expresión de rigurosa satisfacción y muy cambiado, con la nariz más afilada por haber luchado tanto en su lecho de muerte; la parte inferior del cuerpo estaba envuelta en un sudario sobre el que habían colocado una rama de palma, la cabeza levantada por unos almohadones de seda, de manera que su barbilla reposaba agradablemente en la abertura delantera de su golilla de gasa, y entre las manos, semicubiertas por los puños de encaje, cuyos dedos, en una postura fingidamente natural, no podían ocultar el fr