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Todo el mundo sabe
Corría el verano de 1998 cuando mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atrás, fue profesor de lenguas clásicas en la cercana Universidad de Athena durante veintitantos años y, a lo largo de dieciséis de ellos, actuó también como decano de la facultad, me dijo confidencialmente que, a los setenta y un años de edad, tenía relaciones sexuales con una mujer de la limpieza que contaba treinta y cuatro y trabajaba en la universidad. Dos veces a la semana la mujer limpiaba también la oficina de correos rural, una pequeña cabaña de grises tablas de chilla que evocaba el refugio de una familia okie, como se conoce a los trabajadores agrícolas migratorios, procedente de la región seca del sudoeste, allá por los años treinta y que, solitaria y con aspecto de abandono frente a la gasolinera y la única tienda del pueblo, exhibe la bandera norteamericana en el cruce de las dos carreteras que constituye el centro comercial de esta localidad en la ladera de una montaña.
Un día, a última hora, minutos antes del cierre, cuando fue en busca del correo, Coleman vio por primera vez a la mujer, alta, delgada y angulosa, el cabello rubio grisáceo recogido en una cola de caballo y los rasgos bien marcados y severos que suele asociarse a las amas de casa, dominadas por la Iglesia y muy trabajadoras que sufrieron las duras condiciones de vida en los comienzos de Nueva Inglaterra, severas mujeres de colonos aprisionadas por la moralidad imperante y sumisas a ella. Se llamaba Faunia Farley y, por mucho que hubiera sufrido, lo mantenía oculto tras una de esas caras huesudas e inexpresivas que, por otro lado, no esconden nada y revelan una soledad inmensa. Faunia ocupaba un cuarto en una granja lechera donde ayudaba al ordeño, a fin de pagar el alquiler. Había estudiado dos cursos de Enseñanza Media Superior.
El verano en que Coleman me hizo esa confidencia sobre Faunia Farley y el secreto de los dos fue, apropiadamente, el verano en que salió a la luz el secreto de Bill Clinton, con todos sus humillantes detalles, cada detalle natural, la naturalidad, al igual que la humillación, exudados por la causticidad de los datos concretos. No habíamos vivido una temporada semejante desde la época en que alguien tropezó con la nueva Miss América desnuda en un viejo número de Penthouse, unas fotos en las que posaba con elegancia, de rodillas o tendida boca arriba, y que obligaron a la avergonzada joven a devolver la corona y seguir su camino, que era el de convertirse en una famosa estrella pop. El verano del noventa y ocho en Nueva Inglaterra fue exquisito, cálido y brillante, y en cuanto a la liga de béisbol, el verano del mítico combate entre un dios blanco y un dios moreno del béisbol, mientras que de un extremo al otro de Norteamérica se desataba una orgía de religiosidad y de pureza, cuando al terrorismo, que había sustituido al comunismo como la amenaza predominante para la seguridad del país, le sucedió la mamada y un presidente de edad mediana, viril y de aspecto juvenil, y una empleada de veintiún años, temeraria y prendada de él, se comportaron en el Despacho Oval como dos adolescentes en un aparcamiento e hicieron que reviviera la pasión general más antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería. En el Congreso, en la prensa y en las cadenas de televisión, los pelmazos virtuosos que actúan para impresionar al público, locos por culpabilizar, deplorar y castigar, estaban en todas partes moralizando a más no poder: todos ellos con un frenesí calculado de lo que Hawthorne (quien, en la década de 1860, vivió a pocos kilómetros de donde yo habito) identificó en el incipiente país de antaño como «el espíritu persecutorio»; todos ellos ansiosos por llevar a cabo los severos rituales de la purificación que eliminarían la turgencia de la división ejecutiva, allanando así el camino para que la hijita de diez años del senador Lieberman pudiera ver de nuevo la televisión en compañía de su azorado papá. No, si no habéis vivido en 1998, no sabéis lo que es la gazmoñería. William F. Buckley, que colabora simultáneamente en una serie de periódicos conservadores, escribió: «Cuando Abelardo lo hizo, era posible impedir que volviera a suceder», dando a entender que la fechoría del presidente, lo que Buckley denominó en otro lugar «la carnalidad incontinente» de Clinton, no se remediaba como era debido con algo tan incruento como un proceso de incapacitación, sino más bien mediante el castigo que, en el siglo XII, impusieron al canónigo Abelardo los cómplices, que blandían cuchillos, del colega eclesiástico de Abelardo, el canónigo Fulbert, porque aquel había seducido a la sobrina de este, la virgen Eloísa, casándose en secreto con ella. Al contrario que la fatwa de Jomeini que condenaba a muerte a Salman Rushdie, el nostálgico anhelo de Buckley de castigar por medio de la castración no comportaba ningún incentivo económico para cualquier posible perpetrador. Sin embargo, lo impulsaba un espíritu tan riguroso como el del ayatolá, y en nombre de unos ideales no menos exaltados.
Fue el verano en que la náusea retornó a Estados Unidos, en que la broma no cesaba, como tampoco la especulación, la teorización y la hipérbole, en que la obligación moral de explicar a los hijos cómo es la vida de los adultos quedó abolida y se prefirió mantener en ellos todas las ilusiones que se hacen sobre la vida adulta, en que la insignificancia de la gente fue aplastante, en que hubo algún demonio suelto en el país y, en ambos lados, la gente se preguntaba: «¿Por qué nos hemos vuelto tan locos?», en que hombres y mujeres por igual, al despertar por la mañana, descubrían que por la noche, durante el sueño que los transportaba más allá de la envidia o el odio, habían soñado con el descaro de Bill Clinton. Yo mismo soñé con una pancarta gigantesca, dadaísta, como una envoltura de Christo desde un extremo al otro de la Casa Blanca, con la inscripción AQUÍ VIVE UN SER HUMANO. Fue el verano en que, por enésima vez, la confusión, el pandemónium y el lío se revelaron más sutiles que la ideología de tal y la moralidad de cual. Fue el verano en que el pene de un presidente estuvo en la mente de todo el mundo, y la vida, con toda su desvergonzada impureza, confundió una vez más a Norteamérica.
Algún que otro sábado, Coleman Silk me llamaba por teléfono al lado de la montaña en que resido y me invitaba a ir a su casa, después de cenar, para escuchar música, jugar al gin rummy por un centavo el punto o pasar un par de horas en su sala de estar, tomando coñac y ayudándole a superar la que siempre era para él la peor noche de la semana. En el verano de 1998 llevaba casi dos años viviendo allí en solitario, en la grande y vieja casa de tablas de chilla donde había criado cuatro hijos con Iris, su mujer, solitario desde que ella sufrió una apoplejía que le produjo la muerte fulminante, en una época en la que él se enfrentaba a la universidad por una acusación de racismo que habían presentado dos de sus alumnos.
Por entonces Coleman había pasado en Athena la mayor parte de su vida académica. Era un hombre seductor, sociable, de ingenio agudo, con algo de guerrero y de hombre de ciudad que sabe aplicar su astucia al medio rural, en absoluto el prototípico profesor pedantesco de latín y griego (como lo demuestra el Club de Conversación Latina y Griega que creó, heréticamente, cuando era un joven docente). Su venerable curso general de literatura griega antigua traducida, conocido por DHM (siglas de «dioses, héroes y mitos»), gozaba de popularidad entre los estudiantes precisamente por lo que había de directo, franco, enérgico y nada académico en la conducta del profesor.
—¿Sabéis cómo empieza la literatura europea? —preguntaba, tras haber pasado lista el primer día de clase—. Con una riña. Toda la literatura europea surge de una pelea. —Y entonces tomaba su ejemplar de la Ilíada y leía a la clase las primeras frases—: «Canta, diosa, del Peleida Aquiles la aciaga cólera... desde que una querella hubo de desunir a Agamenón, rey de los hombres, y al divino Aquiles». ¿Y por qué se pelean esos dos violentos y poderosos personajes? Es algo tan básico como un altercado en un bar. Se pelean por una mujer, una muchacha, en realidad. Una chica robada a su padre, raptada durante una guerra. Ahora bien, Agamenón prefiere mucho más a esta muchacha que a Clitemnestra, su esposa. «Clitemnestra no está tan bien como ella —dice—, ni por su rostro ni por su figura.» Esto expresa con suficiente franqueza por qué no quiere devolverla, ¿verdad? Cuando Aquiles exige a Agamenón que devuelva la muchacha a su padre, a fin de aplacar a Apolo, el dios que está violentamente airado por las circunstancias que rodean al rapto, Agamenón se niega: solo accederá si Aquiles le da su cautiva a cambio. De este modo vuelve a inflamar la cólera de Aquiles. Excitable Aquiles: el más irascible de los hombres violentos y explosivos que cualquier escritor haya tenido jamás el placer de retratar; sobre todo en lo que respecta a su prestigio y su apetito, la máquina de matar más hipersensible en la historia de la guerra. El famoso Aquiles, ofendido y enemistado por el menosprecio de que es objeto su honor. El grande y heroico Aquiles, que, mediante la fuerza de su furor al ser insultado (el insulto de no lograr que le entreguen a la muchacha), se aísla, se coloca en una posición desafiante al margen de la misma sociedad de la que es glorioso protector y que tiene una enorme necesidad de él. Una pelea, pues, una brutal pelea por una joven, por su cuerpo juvenil y las delicias de la rapacidad sexual: ahí, para bien o para mal, en esta ofensa contra el derecho fálico, la dignidad fálica, de un enérgico príncipe guerrero, es donde comienza la gran literatura imaginativa de Europa, y ese es el motivo de que, cerca de tres mil años después, hoy vayamos a empezar por ahí...
Cuando le contrataron, Coleman era uno de los pocos judíos pertenecientes a la facultad de Athena, y tal vez uno de los primeros judíos a los que se permitió enseñar en un departamento de lenguas clásicas en cualquier lugar de Estados Unidos. Pocos años antes, el único judío había sido E. I. Lonoff, el escritor de relatos breves casi olvidado a quien, cuando yo mismo era un aprendiz que acababa de publicar, que tenía problemas y buscaba ansiosamente el espaldarazo de un maestro, efectué una memorable visita. Durante los años ochenta y parte de los noventa, Coleman fue también el primer y único judío que actuó en Athena como decano de la facultad. Entonces, en 1995, tras retirarse como decano a fin de completar su carrera en el aula, volvió a dar dos de sus cursos bajo la tutela del programa combinado de lenguas y literatura que había absorbido al Departamento de Clásicas y que estaba dirigido por la profesora Delphine Roux. En calidad de decano, y con el pleno apoyo de un nuevo y ambicioso presidente, Coleman se había hecho cargo de una universidad anticuada, apartada y soñolienta y, no sin hacer uso de una fuerza arrolladora, había puesto fin al estado de cosas en el que el centro docente era una posesión de terratenientes, estimulando de una manera agresiva a la gente inútil entre la vieja guardia de la facultad a pedir la jubilación anticipada, reclutando jóvenes y ambiciosos profesores auxiliares y revolucionando los planes de estudios. Podemos tener la certeza casi absoluta de que, si se hubiera retirado sin incidentes, a su debido tiempo, no habría faltado el volumen de artículos laudatorios redactados por sus colegas, se habría instituido el Ciclo de Conferencias Coleman Silk, así como una cátedra de estudios clásicos que habría llevado su nombre, y tal vez, dada la importancia que él había tenido en la rehabilitación del centro en el siglo XX, tras su muerte el Edificio de Humanidades o incluso el Edificio Norte, que era el lugar más destacado de la universidad, habría sido bautizado de nuevo con su nombre. Ya haría largo tiempo que, en el pequeño mundo académico donde había vivido la mayor parte de su vida, habrían cesado las inquinas hacia él, las controversias e incluso los temores, y en cambio habría sido glorificado para siempre.
Hacia la mitad de su segundo semestre como profesor permanente, Coleman pronunció el par de palabras fatídicas que le harían cortar voluntariamente todos sus vínculos con la universidad, las dos palabras fatídicas entre los muchos millones que había pronunciado en sus años de enseñanza y administración en Athena, y la palabra que, tal como Coleman entendía las cosas, causó la muerte de su esposa. Catorce eran los alumnos de la clase, y Coleman había pasado lista al comienzo de las primeras lecciones, a fin de aprenderse sus nombres. Puesto que en la quinta semana del semestre aún había dos nombres a los que nadie respondía, a la sexta semana Coleman preguntó al inicio de la clase:
—¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han hecho negro humo?
Al cabo de unas horas se sorprendió al ser llamado por su sucesor, el nuevo decano de la facultad, para comunicarle la acusación de racismo efectuada contra él por uno de los dos alumnos que no asistían a clase, el cual resultó ser de raza negra y, pese a estar ausente, se había enterado enseguida de la expresión con la que el profesor había planteado públicamente el problema de su ausencia.
—Me refería a su carácter posiblemente vaporoso —le dijo Coleman al decano—. ¿No le parece a usted evidente? Esos dos alumnos no han asistido a una sola clase, y lo único que sabía de ellos era que no estaban presentes. Utilicé la expresión corriente «hacerse humo» en el sentido de desaparecer, desvanecerse, y si añadí lo de «negro», fue sin ninguna intención, quizá porque había estado releyendo la Ilíada y me había quedado con el latiguillo: las negras naves, las negras olas, las negras entrañas... Al mencionar el humo, me salió con naturalidad lo de «negro humo». No tenía la menor idea de cuál era el color de la piel de esos chicos. De haber tenido la más ligera sospecha de que alguien podría tomárselo como un insulto personal, y puesto que soy muy meticuloso con respecto a las sensibilidades de los alumnos, jamás habría usado esa expresión. Tenga en cuenta el contexto: ¿alguien los ha visto o se han hecho humo? La acusación de racismo no se sostiene, es ridícula. Tanto mis colegas como mis alumnos saben que es ridícula. La cuestión, la única cuestión, es que esos dos alumnos faltaron a clase y que descuidaron el trabajo de una manera flagrante e inexcusable. Lo irritante de la acusación no es solo que sea falsa, sino que es de una falsedad espectacular.
Tras haber dicho lo suficiente en su propia defensa, dio por zanjado el asunto y se marchó a casa.
Ahora bien, me han dicho que incluso los decanos corrientes, al actuar como lo hacen en una tierra de nadie entre los miembros de la facultad y la administración superior, se crean invariablemente enemigos. No siempre conceden los aumentos de sueldo que les piden ni las convenientes plazas de aparcamiento que son tan codiciadas ni esos despachos más amplios a los que los profesores se creen con derecho. Habitualmente se rechaza a los candidatos a nombramientos o promoción, sobre todo de los departamentos ineficaces. Casi siempre se deniegan las peticiones que formulan los departamentos de profesorado complementario y secretarias, así como las solicitudes de reducción de las tareas docentes y dispensa de las clases a primera hora de la mañana. Constantemente se niegan los fondos para viajar y asistir a conferencias académicas, etcétera, etcétera. Pero Coleman no había sido un decano corriente: aquellos de quienes se había librado, la manera de hacerlo, lo que había abolido y establecido, la audacia con que había realizado su trabajo contra una resistencia de lo más terco, todo ello había conseguido algo más que tan solo desairar u ofender a unos pocos ingratos y descontentos. Bajo la protección de Pierce Roberts, el joven y emprendedor presidente que le nombró decano (y que le dijo: «Vamos a hacer cambios, y a quien no le gusten deberá pensar en marcharse o pedir la jubilación anticipada»), Coleman lo trastocó todo. Al cabo de ocho años, hacia la mitad del tiempo que Coleman permanecería en el ejercicio de su cargo, Roberts aceptó la presidencia de una universidad perteneciente al grupo de las Diez Grandes, un ofrecimiento que le hicieron por la reputación de cuanto Athena había logrado en un tiempo récord..., unos logros que, sin embargo, no se debieron al encantador presidente, cuya habilidad básica consistía en obtener fondos, quien no encajó ninguno de los golpes y se marchó de Athena precedido de la fama e incólume, sino a su resuelto decano.
El mismo mes en que le nombraron decano, Coleman convocó a cada uno de los profesores para tener una charla, entre ellos varios veteranos que eran los vástagos de las antiguas familias del condado que fundaron y dotaron al centro docente y que, si bien no tenían necesidad del dinero, aceptaban con gusto sus salarios. Con anterioridad les pidió que acudieran con su curriculum vitae, y si alguno no lo hizo, por considerarse demasiado importante, Coleman, de todos modos, tenía el documento sobre la mesa. Permanecieron en su despacho durante una hora, a veces incluso más, hasta que, tras haberles indicado de una manera persuasiva que por fin las cosas habían cambiado en Athena, empezó a hacerles sudar. Tampoco titubeó en iniciar la entrevista pasando las páginas del curriculum vitae al tiempo que inquiría: «¿Qué ha estado usted haciendo durante los últimos once años?». Y se decía que, cuando ellos respondieron, como lo hizo un número abrumador de profesores, que habían publicado con regularidad en Notas de Athena, cuando oyó hablar en exceso de la bagatela de erudición filológica, bibliográfica o arqueológica que anualmente cada uno de ellos entresacaba de una antigua tesis de licenciatura para su «publicación» en la revista trimestral mimeografiada con tapas de cartulina gris que no estaba catalogada en ningún lugar de la tierra salvo en la biblioteca de la universidad, se atrevió a quebrar el código cortés de Athena diciendo: «¿Qué ha estado usted haciendo durante los últimos once años?». Entonces no solo clausuró Notas de Athena, devolviendo su minúscula contribución al donante, el suegro del director de la publicación, sino que, para fomentar la jubilación anticipada, obligó a los que se llevaban la palma de la inutilidad entre los inútiles a abandonar los cursos que habían impartido de memoria durante los últimos veinte o treinta años para dar clases de inglés e historia a los alumnos de primer curso, así como el nuevo programa orientativo para esos mismos alumnos que se daba en los últimos días calurosos del verano. Eliminó el mal llamado Premio Académico del Año y dio otro uso al millar de dólares que comportaba. Por primera vez en la historia de la universidad hizo que los profesores presentaran una solicitud formal, con una descripción detallada del proyecto, para obtener permisos sabáticos pagados, que eran denegados con más frecuencia que aprobados. Se desembarazó del comedor de la facultad, parecido al de un club, con las paredes forradas de roble, las más exquisitas del campus, y le dio la finalidad de sala de seminarios para licenciados que tuvo al comienzo, y obligó a los profesores a comer en la cafetería con los alumnos. Insistió en las reuniones de los miembros de la facultad..., el hecho de no celebrarlas nunca le había dado una popularidad enorme al decano anterior. Coleman pidió al secretario que comprobara la asistencia, de modo que incluso las eminencias cuyo horario de clases era de tres horas a la semana se vieron obligadas a presentarse en el campus. Descubrió una disposición en la constitución de la universidad según la cual no debería haber comités ejecutivos, y argumentando que aquellos impedimentos tan pesados del cambio responsable no eran más que el resultado de las convenciones y la tradición, los abolió y gobernó por decreto las reuniones del profesorado, utilizando cada una de ellas como una ocasión para anunciar que se disponía a hacer lo que con toda seguridad causaría más resentimiento. Bajo su dirección, resultó difícil promocionarse, y esto fue tal vez lo más escandaloso de todo: ya no se promovía a la gente automáticamente, por su posición y basándose en su popularidad como profesores, y no obtenían aumentos salariales que no estuvieran ligados al mérito. En una palabra, Coleman aportó la competencia, hizo que el centro fuese competitivo, algo que, como observó uno de los enemigos que se granjeó muy pronto, «es lo que hacen los judíos». Y siempre que se constituía un enojado comité ad hoc para ir a quejarse al presidente Pierce Roberts, este apoyaba indefectiblemente a Coleman.
En la época de Roberts, todos los profesores más jóvenes y brillantes que el presidente había reclutado querían a Coleman por el sitio que les hacía y por los buenos elementos que empezó a contratar, procedentes de programas para graduados en John Hopkins, Yale y Cornell..., «la revolución de la calidad», como a ellos mismos les gustaba decir. Le apreciaban por haber echado a la élite rectora de su pequeño club y por amenazar la exhibición que hacían de ellos mismos, algo que jamás deja de enfurecer a un profesor ampuloso. Todos los individuos mayores que constituían la parte más débil del profesorado habían actuado durante su larga vida académica de acuerdo con la manera en que se consideraban a sí mismos (el académico más importante del año 100 a. de C., y esa clase de cosas) y una vez la superioridad puso en tela de juicio la validez de esa consideración, su confianza se erosionó y, al cabo de pocos años, desapareció casi por completo. ¡Una época embriagadora! Pero después de que Pierce Roberts se marchara a Michigan para ocupar su importante puesto y le sustituyera el presidente Haines, que no tenía ninguna lealtad particular hacia Coleman y que, al contrario que su predecesor, no mostraba una tolerancia especial por la clase de vanidad arrasadora y el egocentrismo autocrático que había limpiado el centro docente en un período tan breve; y cuando los jóvenes con los que Coleman se había quedado, así como los que él mismo había contratado, empezaron a convertirse en el profesorado veterano, se inició una reacción contra el decano Silk. Este no se percató de lo intensa que era hasta que contó a la gente, de un departamento a otro, a la que no parecía desagradarle que las palabras elegidas por el viejo decano para caracterizar a sus dos alumnos al parecer inexistentes pudieran considerarse racistas, hasta tal punto que sus dos alumnos de raza negra habían presentado una queja.
Recuerdo claramente aquel día abrileño de hace dos años, cuando murió Iris Silk y la locura se apoderó de Coleman. Hasta entonces yo apenas conocía a los Silk y no sabía gran cosa de ellos. Tan solo nos saludábamos con una inclinación de cabeza al encontrarnos en la tienda del pueblo o la oficina de correos. Ni siquiera sabía que Coleman se había criado a unos seis u ocho kilómetros de donde yo vivía, en East Orange, un pueblecito del condado de Essex, en Nueva Jersey, y que cursó la Enseñanza Media en el Instituto de East Orange, donde se graduó en 1944, unos seis años antes de que yo lo hiciera en mi escuela de Newark. Coleman no hizo ningún esfuerzo por conocerme, y yo, por mi parte, no me había ido de Nueva York e instalado en una cabaña de dos habitaciones en medio del campo, cerca de una carretera rural en lo alto de los Berkshires, para conocer gente nueva o formar parte de una nueva comunidad. Rechacé cortésmente las invitaciones que recibí durante los primeros meses de mi vida allí, en 1993 (para asistir a una cena, a un té, a un cóctel, para ir a la universidad que estaba allá abajo, en el valle, y dar una conferencia o, si lo prefería, una charla informal a los alumnos de literatura), y desde entonces tanto los vecinos como la universidad me respetaron la soledad en que vivía y trabajaba.
Pero entonces, aquella tarde de hace dos años, después de que Coleman hubiera hecho las gestiones para el entierro de Iris, detuvo su coche ante mi casa, llamó a la puerta y me pidió que le franqueara la entrada. Aunque tenía algo urgente que pedirme, no podía estar sentado más de medio minuto para aclararme de qué se trataba. Se levantaba, volvía a sentarse, se levantaba de nuevo, iba de un lado a otro de la sala donde trabajo, hablando en voz demasiado alta y rápida, incluso agitando el puño en ademán de amenaza cuando, erróneamente, creía necesario recalcar sus palabras. Tenía que escribirle algo..., casi me ordenó que lo hiciera. Si él ponía por escrito lo ocurrido, con todo su absurdo, sin alterar nada, nadie le creería, nadie le tomaría en serio, la gente diría que era una mentira ridícula, una exageración egoísta, dirían que su caída debía de haber sido precipitada por algo más que el hecho de haber llamado a alguien «negro humo» en el aula. Pero si yo lo escribía, si lo hacía un escritor profesional...
Había perdido el dominio de sí mismo, y por ello ver y escuchar a aquel hombre —un hombre al que no conocía, pero con toda evidencia una persona culta e importante, ahora totalmente desquiciada— era como presenciar un dramático accidente de tráfico, un incendio o una explosión aterradora, un desastre público que hipnotiza tanto por su improbabilidad como por su carácter grotesco. Su manera de moverse por la estancia me hacía pensar en esos pollos que siguen andando después de que los han decapitado. Le habían cercenado la cabeza, aquella cabeza que contenía el educado cerebro del que en otro tiempo fue inatacable decano y profesor de lenguas clásicas, y lo que yo veía era el resto amputado de su cuerpo girando fuera de control.
Hasta entonces nunca había entrado en mi casa, y yo apenas había oído nunca su voz... y, sin embargo, tenía que dejar lo que estaba haciendo y escribir sobre lo que le había ocurrido: sus enemigos de Athena, al golpearle a él, habían acabado con su mujer. Al crear una falsa imagen de él, al llamarle cuanto no era ni jamás podría ser, no solo habían tergiversado una carrera practicada con la máxima seriedad y entrega, sino que habían matado a la que fue su esposa durante más de cuarenta años, la habían abatido exactamente como si, tras apuntar bien, le hubieran atravesado el corazón con una bala. Yo tenía que escribir sobre semejante «absurdo»..., yo, que entonces desconocía por completo su infortunio en la universidad y no podía seguir la cronología del horror que, desde hacía meses, los había engullido a él y a la difunta Iris Silk: el castigo de la inmersión en reuniones, audiencias y entrevistas, los documentos y cartas sometidos a las autoridades de la universidad, los comités de facultad, un abogado negro que defendía gratuitamente a los dos estudiantes..., las acusaciones, negativas y contraacusaciones, la torpeza, la ignorancia, el cinismo, las tergiversaciones burdas y premeditadas, las explicaciones penosas y repetitivas, las preguntas de la acusación... y siempre, perpetuamente, la intensa sensación de irrealidad. «¡Su asesinato!», gritó Coleman, al tiempo que se inclinaba sobre mi escritorio y lo golpeaba con el puño. «¡Esa gente asesinó a Iris!»
El semblante que me mostraba, la cara situada a menos de un par de palmos de la mía, estaba por entonces descompuesta, desequilibrada y, para ser la cara de un hombre mayor pero de apostura juvenil y bien arreglado, era extrañamente repelente, distorsionada sin duda por el efecto tóxico de las emociones que le recorrían. Vista de cerca, estaba magullada y echada a perder, como una fruta que ha caído del puesto en el mercado y los pies de los compradores la han enviado de un lado a otro.
Resulta fascinante lo que el sufrimiento moral puede hacer a una persona que no es en modo alguno débil o enfermiza. Es incluso más insidioso que la acción de una dolencia física, porque no existe goteo de morfina ni bloqueo espinal ni cirugía radical que lo alivie. Cuando te tiene asido, es como si tuviera que matarte para que te veas libre de él. Su desnudo realismo no tiene parangón.
Asesinada. Para Coleman, esa era la única explicación posible del fin de una enérgica mujer de sesenta y cuatro años, con una presencia imponente y perfecto estado de salud, una pintora abstracta cuyas telas destacaban en las exposiciones de arte locales, que administraba autocráticamente la asociación de artistas del lugar, que escribía poemas y los había publicado en el periódico del condado, que en sus tiempos de estudiante encabezó la oposición política activa contra los refugios atómicos, el estroncio 90 y más adelante la guerra de Vietnam, una mujer obstinada, inflexible, ajena a la corrección política, un imperioso torbellino reconocible a cien metros de distancia por la gran guirnalda enmarañada de cabello blanco que parecía de alambre; una persona de apariencia tan fuerte que, a pesar del aspecto formidable del propio decano —el decano de quien decían que era capaz de arrollar a cualquiera, el decano que había hecho lo académicamente imposible por salvar de la decadencia a la Universidad de Athena—, solo era superada por su marido en el tenis.
Sin embargo, cuando comenzaron los ataques contra Coleman, cuando no solo el nuevo decano sino la pequeña organización de estudiantes negros de la universidad y un grupo de activistas negros de Pittsfield decidieron investigar la acusación de racismo, la absoluta locura de la situación hizo olvidar las innumerables dificultades por las que atravesaba el matrimonio Silk, e Iris puso a disposición de la causa de su marido aquella misma autoridad que durante cuatro décadas había chocado con la obstinada autonomía de Coleman y cuyo resultado había sido una interminable fricción en su vida conyugal. Aunque llevaban años durmiendo en camas separadas y ninguno de los dos podía soportar demasiado la conversación y a los amigos del otro, los Silk volvían a estar hombro contra hombro, agitando los puños ante las caras de la gente a la que odiaban mucho más de lo que, en sus momentos más insufribles, ellos dos podían llegar a odiarse mutuamente. Todo lo que habían tenido en común como amantes y camaradas cuarenta años antes en Greenwich Village, cuando él estaba terminando su doctorado en Letras por la Universidad de Nueva York e Iris acababa de huir de Passaic y los anarquistas chalados que eran sus padres y se ganaba la vida como modelo en las clases de dibujo de la Liga de Estudiantes de Arte, provista ya de una espesa cabellera, físicamente muy desarrollada y voluptuosa, ya entonces con el aspecto de suma sacerdotisa bíblica de los tiempos anteriores a la sinagoga; todo lo que habían tenido en común en aquella época del Village (exceptuada la pasión erótica) volvía a surgir impetuosamente... hasta la mañana en que ella se despertó con un terrible dolor de cabeza y sin sensación en un brazo. Coleman se apresuró a llevarla al hospital, pero al día siguiente había muerto.
«Querían matarme a mí, pero han acabado con ella.» Coleman me dijo eso más de una vez en el curso de su visita sin previo anuncio a mi casa, y no dejó de decir eso mismo a todos los asistentes al entierro de su esposa, que tuvo lugar la tarde siguiente. Y seguía creyéndolo así, no estaba dispuesto a aceptar ninguna otra explicación. Desde la muerte de Iris (y desde que comprendió que su penosa experiencia no era un tema del que yo deseara ocuparme como novelista y aceptó que le devolviera toda la documentación que aquel día había arrojado sobre mi escritorio), estaba escribiendo un libro propio sobre los motivos por los que había presentado su dimisión en Athena, una obra no literaria titulada Negro humo.
En Springfield hay una pequeña emisora de FM que el sábado por la noche, desde las seis hasta las doce, hace una pausa en la programación habitual de música clásica y emite música de orquesta durante las primeras horas vespertinas y, más tarde, jazz. En mi vertiente de la montaña, si sintonizas esa emisora, no obtienes más que interferencias, pero en la vertiente donde Coleman vive la recepción es buena, y en las ocasiones en que me invitaba a tomar una copa, un sábado por la noche, nada más enfilar el sendero de acceso a su finca me llegaban desde la casa aquellas melosas tonadas bailables que los chicos de nuestra generación oíamos continuamente por la radio y poníamos en los tocadiscos automáticos allá por los años cuarenta. Coleman ponía a todo volumen no solo el receptor estereofónico de la sala de estar, sino también la radio que tenía sobre la mesilla de noche, la que estaba al lado de la ducha y otra que se hallaba en la cocina, junto a la panera. Al margen de lo que estuviera haciendo en la casa un sábado por la noche, hasta que finalizaba la emisión a medianoche, tras un ritual repetido todas las semanas que consistía en media hora de Benny Goodman, no había un solo momento en que no escuchara la radio.
Me dijo que era curioso, pero la música seria que había escuchado durante toda su vida adulta no le había emocionado jamás como lo hacía ahora aquella vieja música de swing: «Cuanto hay de estoico en mi interior se relaja y el deseo de no morir, de no morir jamás, es casi demasiado intenso para soportarlo», me explicó. «Y esto sucede tan solo por escuchar a Vaughn Monroe.» Ciertas noches, el significado de cada verso de cada canción tenía una trascendencia tan extravagante que acababa bailando él solo el mismo fox-trot pesado, a la deriva, repetitivo y trivial, pero de todos modos prodigiosamente útil y capaz de moldear el estado de ánimo, que bailara con las chicas del Instituto de East Orange a las que presionaba, a través del pantalón, con sus primeras erecciones significativas; y me dijo que, mientras bailaba, nada de lo que sentía era simulado, ni el terror (a la extinción) ni el arrobamiento (por «Suspiras, empieza la canción. Hablas, y oigo violines»). Vertía las lágrimas con toda espontaneidad, por mucho que pudiera asombrarle su escasa resistencia a los versos de Ojos verdes cantados alternativamente por Helen O’Connell y Bob Eberly, por mucho que pudiera maravillarle cómo Jimmy y Tommy Dorsey eran capaces de transformarle en la clase de anciano expugnable que él jamás había esperado ser. Y comentaba: «Pero deja que cualquiera nacido en 1926 trate de quedarse en casa una noche de sábado en 1998 y escuchar a Dick Haymes cantando Esas mentirijillas inocentes. Que hagan eso y luego me digan si no han comprendido por fin la célebre doctrina de la catarsis efectuada por la tragedia».
Coleman estaba recogiendo los platos de la cena cuando entré por la puerta de tela metálica que estaba en un lado de la casa y daba acceso a la cocina. Como se encontraba ante la pila, con el volumen de la radio muy alto, cantando junto con el joven Frank Sinatra Todo me sucede a mí, no me oyó entrar. Era una noche calurosa, y Coleman no llevaba más que unos shorts de dril y unas zapatillas de gimnasia. Visto desde atrás, aquel hombre de setenta y un años no parecía tener más de cuarenta. Sí, era esbelto, un cuarentón en buena forma. Coleman no llegaba al metro setenta y cinco de estatura, no era muy musculoso y, sin embargo, daba una sensación de fortaleza, aún conservaba en buena medida el vigor del atleta estudiantil, la presteza, el impulso que lleva a la acción. Su cabello muy corto y rizado había adquirido el color de la harina de avena, por lo que visto de frente, a pesar de la juvenil nariz roma, no parecía tan joven como lo habría parecido de haber conservado el cabello todavía oscuro. Además, tenía profundas arrugas en las comisuras de la boca y, desde la muerte de Iris y su dimisión como profesor de la universidad, sus ojos de color avellana verdoso reflejaban un profundo cansancio y agotamiento espiritual. Coleman tenía la apostura incongruente, casi como los rasgos de una marioneta, que vemos en los rostros avejentados de los actores de cine que brillaron en su infancia y en los que ha quedado grabado de manera indeleble el astro juvenil.
En conjunto, seguía siendo un hombre esbelto y atractivo incluso a su edad, el tipo judío de nariz pequeña y mandíbula prominente, uno de esos judíos de cabello rizado y pigmentación cutánea amarillo claro con algo del aura ambigua de los negros de piel clara a los que a veces se les toma por blancos. Cuando Coleman Silk era marinero en la base naval virginiana de Norfolk, al final de la Segunda Guerra Mundial, como su apellido no era característico de un judío y podría haber sido perfectamente el apellido de un negro, cierta vez, en un burdel, lo identificaron como tal y lo echaron. «Expulsado de una casa de putas en Norfolk por ser negro y expulsado de la Universidad de Athena por ser blanco.» A menudo le escuché decir esas cosas durante los dos últimos años, sus desvaríos sobre el antisemitismo negro y los colegas traidores y cobardes que, con toda evidencia, estaban delineados sin ninguna modificación en su libro.
—Expulsado de Athena —me dijo— por ser un judío blanco de la clase a la que esos cabrones ignorantes llaman el enemigo..., el que para ellos ha causado su desdicha en América, el que les hizo salir a escondidas del paraíso y los ha refrenado durante tantos años. ¿Dónde se origina principalmente el sufrimiento de los negros en este planeta? Saben la respuesta sin tener siquiera necesidad de ir a clase. La saben sin que tengan que abrir un libro. La saben sin leer, incluso sin pensar. ¿Quién es responsable? Los mismos monstruos malignos del Antiguo Testamento responsables del sufrimiento de los alemanes.
»Ellos la mataron, Nathan. ¿Y quién habría pensado que Iris sería incapaz de encajar aquel golpe? Pero por muy fuerte que fuese, por mucho que se hiciera oír, no pudo encajarlo. La estupidez de esa gente era excesiva incluso para una mujer de fortaleza tan abrumadora como la mía. “Negro humo.” ¿Y quién iba a defenderme? ¿Herb Keble? Cuando yo era decano, hice que Herb Keble se incorporase a la universidad. Entonces yo solo llevaba unos meses en el cargo. No era el primer negro que se integraba en la facultad de Ciencias Sociales, sino el primer negro cuyo cometido no era el del personal de mantenimiento. Pero a Herb también le ha radicalizado el racismo de los judíos como yo. “No puedo defenderte en este caso, Coleman. Tengo que ponerme de su parte.” Eso es lo que me dijo cuando le pedí su apoyo. Me lo dijo a la cara. Tengo que ponerme de su parte. ¡De su parte!
»Deberías haber visto a Herb en el funeral de Iris. Anonadado, desolado. ¿Había muerto alguien? Herbert no había pretendido que nadie muriese. Esas artimañas no eran más que maniobras para hacerse con el poder, para tener más voz en la manera de organizar la universidad. Solo estaban explotando una situación útil, era una manera de aguijonear a Haines y la administración para que hicieran lo que de otro modo jamás habrían hecho. Más negros en el campus, más estudiantes negros, más profesores negros. Tener representación..., de eso se trataba, tan solo de eso. Bien sabía Dios que en ningún momento les había pasado por la imaginación la posibilidad de que alguien muriese, o de que yo dimitiese. Esto último también tomó a Herbert por sorpresa. ¿Por qué Coleman Silk debía dimitir? Nadie iba a despedirle, nadie se atrevería a despedirle. Hacían lo que hacían tan solo porque podían hacerlo. Su única intención se limitaba a sostenerme los pies encima de las llamas un poco más..., ¿por qué no pude ser paciente y esperar? El incidente —¡el incidente!— les facilitaba un «asunto de organización» de los que un lugar racialmente atrasado como Athena tenía necesidad. ¿Por qué me fui? Cuando dimití, lo más gordo ya había pasado. ¿Por qué diablos me marchaba?»
En mi visita anterior, nada más cruzar la puerta Coleman agitó un papel ante mi cara, un documento más entre los centenares que llenaban las cajas con etiquetas que decían «Negro humo».
—Mira esto, de uno de mis geniales colegas. Escribe acerca de uno de los dos estudiantes que me acusaron, una chica que jamás había asistido a mis clases, suspendió todas las asignaturas menos una y casi nunca asistía a las demás clases. Yo creía que había suspendido porque no podía enfrentarse a la materia, y no digamos dominarla, pero resultó que había suspendido porque le intimidaba demasiado el racismo que emanaba de sus profesores blancos para que pudiera armarse de valor y asistir a clase. El mismo racismo que yo había expresado. En una de aquellas reuniones, audiencias o comoquiera que se llamen, me preguntaron: “¿Qué factores, a su juicio, condujeron al fracaso de esta alumna?”. “¿Qué factores, dicen ustedes?”, repliqué. “Indiferencia, arrogancia, apatía, graves problemas personales. ¿Quién sabe?” “Pero en vista de esos factores, ¿qué recomendaciones positivas le dio usted a esta alumna?”, me preguntaron. “Ninguna, no la vi ni una sola vez. De haber tenido oportunidad, le habría recomendado que se marchara del centro.” “¿Por qué?”, quisieron saber. “Porque en esta universidad estaba fuera de lugar.”
»Déjame que te lea algo de lo que dice este documento. Escucha esto. Presentado por una colega mía que apoyaba a Tracy Cummings, una joven a quien, según mi colega, no deberíamos apresurarnos a juzgar ni ser demasiado duros con ella, alguien a quien, desde luego, no deberíamos rechazar. Deberíamos ocuparnos de su educación, deberíamos comprenderla... esta profesora nos dice que debemos saber “de dónde procede Tracy”. Permíteme que te lea las últimas frases. “Tracy procede de un medio bastante difícil, pues en su infancia la separaron de sus padres y vivió con unos parientes. El resultado es su escasa habilidad para enfrentarse a las realidades de una situación. Admito que tiene este defecto. Pero está dispuesta a cambiar su actitud ante la vida, y es capaz de hacerlo. Durante las últimas semanas he observado que se percata de lo grave que es su manera de evitar la realidad.” La autora de estas frases es Delphine Roux, directora del Departamento de Lengua y Literatura, que, entre otras cosas, imparte un curso de clasicismo francés. Se percata de lo grave que es su manera de evitar la realidad. Ah, basta. Basta. Esto es repugnante. Es demasiado repugnante.»
Eso era lo que yo presenciaba casi siempre cuando visitaba a Coleman para hacerle compañía el sábado por la noche: una ignominia humillante que seguía carcomiendo a un hombre que conservaba la plenitud de su vitalidad. El gran hombre degradado y sufriendo todavía la vergüenza del fracaso. Algo parecido a lo que podría haber visto si hubiera visitado inesperadamente a Nixon en San Clemente o a Jimmy Carter allá abajo, en Georgia, antes de que empezara a hacer penitencia por su derrota convirtiéndose en carpintero. Algo muy triste. Y, no obstante, pese a mi solidaridad con Coleman por su penosa experiencia, por todo lo que había perdido injustamente y por la imposibilidad casi absoluta de que se librase de su amargura, había veladas en las que, tras haber tomado tan solo unas pocas gotas de coñac, me hacía falta algo así como una hazaña mágica para mantenerme despierto.
Pero en la noche a que me refiero, cuando nos habíamos acomodado en el porche lateral protegido con tela metálica que él usaba en verano como estudio, estaba tan encantado de la vida como el que más. Antes de abandonar la cocina, había sacado del frigorífico un par de botellas de cerveza, y nos sentamos uno frente al otro ante la larga mesa de caballete que usaba como escritorio, en uno de cuyos extremos había varios cuadernos escolares, veinte o treinta de ellos, divididos en tres rimeros.
—Bueno, aquí lo tienes —me dijo Coleman, con su nuevo talante, tranquilo, sin trazas de agobio—. Esto es Negro humo. Ayer terminé el primer borrador, hoy me he pasado el día entero leyéndolo de cabo a rabo, y cada una de sus páginas me ha provocado náuseas. La violencia de la escritura ha bastado para que despreciara al autor. Que me haya pasado un solo cuarto de hora haciendo esto, y no digamos un par de años... ¿La muerte de Iris se debió a esa gente? ¿Quién se lo creería? Yo mismo apenas puedo seguir creyéndolo. Convertir esta perorata en un libro, blanquear el padecimiento incontenible y convertirlo en un texto escrito por un ser humano en sus cabales requeriría por lo menos otros dos años. ¿Y qué tendría entonces, aparte de dos años más pensando en «ellos»? No es que me haya abandonado al perdón, no me interpretes mal: odio a esos cabrones, odio a los puñeteros cabrones como Gulliver odia al género humano después de que se vaya a vivir con esos caballos. Los odio con una auténtica aversión biológica. Aunque esos caballos siempre me han parecido ridículos, ¿no crees? Eran como el círculo de blancos, anglosajones y protestantes que dirigían este lugar cuando llegué aquí.
—Estás en buena forma, Coleman..., apenas se te ven rastros del viejo furor. Hace tres semanas o un mes, cuando te vi por última vez, estabas metido hasta las rodillas en tu propia sangre.
—El motivo eran estos papeles. Pero los he leído, me he cerciorado de que esto es una mierda y lo he superado. No puedo hacer lo que hacen los profesionales. Si escribo acerca de mí, no puedo efectuar el distanciamiento creativo. En una página tras otra presento las cosas en bruto. Es una parodia de unas memorias para justificarse uno mismo. La inutilidad de la explicación —sonriente, añadió—: Kissinger es capaz de escribir mil cuatrocientas páginas como estas cada dos años, pero a mí la empresa me ha frustrado. Por muy seguro que pueda parecer en mi burbuja narcisista, no estoy a la altura de ese hombre, así que abandono.
La mayoría de los escritores que se quedan atascados tras releer el trabajo de dos años (incluso el de un año, tan solo el de medio año), que lo encuentran irremediablemente descaminado y lo condenan a la guillotina crítica, se ven reducidos a un estado de desesperación suicida de la que pueden necesitar meses para empezar a recuperarse. Coleman, sin embargo, al abandonar el borrador de un libro tan malo como el borrador que había terminado, de alguna manera se las había ingeniado para nadar y salvarse no solo del naufragio del libro sino también del naufragio de su vida. Ahora, sin el libro, parecía carecer del menor anhelo de explicar bien las cosas. Disipada la pasión con que había querido limpiar su nombre y criminalizar a sus adversarios, acusándolos de asesinos, la injusticia había dejado de obsesionarle. Aparte de Nelson Mandela, a quien yo había visto en la televisión, perdonando a sus carceleros ya cuando salía del presidio y su organismo todavía estaba asimilando la última y deplorable comida carcelaria, jamás había presenciado un cambio de actitud que transformara con semejante rapidez a un ser martirizado. No podía comprenderlo y, al principio, tampoco podía creérmelo.
—Marcharte así, diciendo alegremente: «Me doy por vencido», prescindir de todo este trabajo, de tanto odio..., en fin, ¿cómo vas a llenar el vacío de la indignación?
—No voy a llenarlo.
Tomó la baraja y un bloc para anotar la puntuación, y movimos las sillas al lugar donde la mesa estaba libre de papeles. Coleman barajó los naipes, los cortó y repartió. Y entonces, en aquel curioso y sereno estado de satisfacción causado, al parecer, por haberse emancipado del desprecio hacia sus colegas de Athena que, ex profeso y de mala fe, le habían juzgado injustamente, maltratado y deshonrado, que durante dos años le habían sumido en una misantropía de proporciones swiftianas, se puso a hablar en términos elogiosos de los espléndidos tiempos pasados, cuando su felicidad era completa y empleaba el considerable talento que tenía para la rectitud en hacer acopio de placer y en ofrecerlo.
Ahora que ya no estaba varado en el odio, íbamos a hablar de mujeres. Aquel era, desde luego, un nuevo Coleman, o tal vez un Coleman antiguo, el Coleman adulto más viejo, el Coleman más satisfecho que había existido jamás. No el Coleman anterior al «negro humo» y no difamado por racista, sino el Coleman contaminado tan solo por el deseo.
—Cuando la marina me dio la licencia absoluta y me instalé en el Village —empezó a contarme mientras reunía su mano—, y solo tenía que bajar al metro. Allá abajo era como pescar. Bajaba al metro y subía con una chica. Y entonces —se interrumpió para recoger las cartas que yo había desechado— de repente me licencié, me casé, conseguí mi empleo, llegaron los hijos y ese fue el final de la pesca.
—No volviste a pescar jamás.
—Casi nunca, es cierto, prácticamente nunca. Como si no, vamos. ¿Oyes esas canciones? —Los cuatro receptores de radio que había en la casa estaban encendidos, por lo que incluso desde la carretera habría sido imposible no oírlas—. Esas eran las canciones que escuchábamos después de la guerra —me dijo—. Las canciones y las chicas durante cuatro o cinco años, y eso satisfacía todos mis ideales. Hoy he encontrado una carta. Estaba eliminando el material de Negro humo y he encontrado una carta de una de las chicas. La chica. Esta carta llegó después de que consiguiera mi primer empleo, en Adelphi, un lugar de Long Island, cuando Iris estaba embarazada de Jeff. Una chica que medía más de metro ochenta. Iris también era alta, pero no tanto como Steena. Iris era fuerte, Steena era otra cosa. Me envió esta carta en 1954, y la he encontrado hoy, cuando vaciaba los archivos.
Del bolsillo trasero de sus shorts, Coleman sacó el sobre que contenía la carta de Steena. Seguía sin camiseta, algo que, cuando abandonamos la cocina para acomodarnos en el porche, me llamó la atención, pues la noche de julio era cálida, pero no tanto como para ir medio desnudo. Hasta entonces nunca me había parecido un hombre cuya considerable vanidad se extendiera también a su anatomía, pero en aquella exhibición de la superficie bronceada de su cuerpo percibí algo más que la mera puesta en práctica del deseo de estar a gusto en casa. Tenía ante mí los hombros, los brazos y el pecho de un hombre de estatura más que mediana, todavía apuesto y atractivo, un abdomen que, desde luego, ya no estaba liso, pero que tampoco se había desmadrado. En conjunto, era el físico de un hombre que parecía haber sido un competidor hábil y astuto en los deportes, más que de potencia abrumadora. Y yo no había visto todo esto en mis visitas anteriores, porque siempre había llevado camisa y porque su rabia incontrolable me impedía fijarme en esos detalles.
Tampoco había visto hasta entonces el pequeño tatuaje popeyesco azul en la parte superior de su brazo derecho, en el lugar preciso de la unión con el hombro, las palabras «U.S. Navy» inscritas entre los brazos, similares a garfios, de un ancla de líneas imprecisas, a lo largo de la hipotenusa del músculo deltoides. Un minúsculo símbolo, si tal cosa era necesaria, de la infinidad de circunstancias en la vida de otra persona, de esa ventisca de detalles que forman la confusión de una biografía humana, un minúsculo símbolo que me recordaba por qué nuestra comprensión de los demás es, en el mejor de los casos, ligeramente errónea.
—Vaya, si todavía conservas la carta, no debe de ser cualquier cosa.
—Una carta abrumadora. Me había sucedido algo que no comprendí hasta recibir esa carta. Estaba casado, era un empleado responsable, esperábamos un hijo y, sin embargo, no había comprendido que las Steenas se habían terminado para mí. Recibí esa carta y me di cuenta de que había empezado de veras la vida en serio, de que a partir de entonces me dedicaría a cosas serias. Mi padre era propietario de un bar en East Orange, frente a la calle Grove. Tú te criaste en Weequahic y no conoces East Orange. El bar estaba en la zona pobre de la ciudad. Mi padre era uno de aquellos taberneros judíos que estaban por toda Jersey y, desde luego, todos tenían vínculos con los Reinfelds y la Mafia; estaban obligados a tenerlos si querían sobrevivir. Mi padre no era un patán, pero sí bastante rudo, y quería que yo fuese mejor. Murió de repente durante mi último curso en el instituto. Yo era su único hijo y me adoraba. Ni siquiera me dejaba trabajar en su local cuando los tipos que lo frecuentaban empezaron a divertirme. Todo en la vida, incluido el bar, empezando por el bar, me empujaba siempre a ser un estudiante serio y, en aquel entonces, al estudiar latín en el bachillerato, seguir un curso de latín avanzado, estudiar griego, que aún formaba parte del programa de estudios anticuado, el hijo del tabernero no podría haberse esforzado más por ser realmente serio.
Hubo una pausa de silencio mientras jugábamos y Coleman dejó las cartas sobre la mesa para mostrarme su mano ganadora. Mientras yo empezaba a repartir, reanudó su relato. Era la primera vez que lo escuchaba. Hasta entonces solo me había hablado de las circunstancias causantes del odio que sentía hacia la universidad.
—Pues bien —siguió diciendo—, una vez satisfice el sueño de mi padre y me convertí en un respetabilísimo profesor universitario, pensé, como lo había hecho mi padre, que la vida seria no terminaría jamás, que no podía terminar una vez tenías las credenciales. Pero terminó, Nathan. Bastó con que hiciera esa pregunta: «¿O se han hecho negro humo?» para que acabara en la calle. Cuando Roberts estaba aquí, le gustaba decir a la gente que mi éxito como decano se debía a los modales que aprendí en un bar. Al presidente Roberts, con su pedigrí de clase alta, le gustaba que este camorrista de bar estuviera delante de su despacho, al otro lado del pasillo. Ante la vieja guardia, en particular, Roberts fingía que le agradaban mis antecedentes, aunque, como sabemos, en realidad los gentiles detestan esos relatos sobre los judíos y su notable ascenso desde los barrios pobres. Sí, había cierto grado de mofa en la actitud de Pierce Roberts, e incluso entonces, sí, cuando pienso en ello, empezó incluso entonces...
Pero Coleman se interrumpió y no fue más allá. Había superado el trastorno causado por su condición de monarca destronado. Así declaraba extinto el agravio que jamás se extinguiría.
Volvió a Steena. Recordar a esa mujer le era de gran ayuda.
—La conocí en 1948 —me informó—. Yo tenía veintidós años, y estudiaba en la Universidad de Nueva York con una beca del gobierno, después de que la marina me licenciara, y ella tenía dieciocho años y solo llevaba unos meses en Nueva York. Allí tenía un empleo y también iba a la universidad, pero por la noche. Era una chica independiente, de Minnesota, una chica segura de sí misma, o así lo parecía. Danesa por un lado, islandesa por el otro, despierta, lista, bonita, alta, de una estatura espléndida..., jamás he olvidado aquel aspecto de estatua yacente. Estuve dos años con ella. La llamaba Voluptas, la hija de Psique, la personificación del placer sensual para los romanos.
Entonces dejó los naipes sobre la mesa, tomó el sobre que permanecía al lado de los naipes descartados y sacó la carta, un par de páginas mecanografiadas.
—Nos encontramos casualmente. Yo venía de Adelphi, pasaba el día en la ciudad, y allí estaba Steena, entonces de veinticuatro o veinticinco años. Nos detuvimos y hablamos, le dije que mi mujer estaba embarazada, ella me dijo lo que estaba haciendo, nos despedimos con un beso y eso fue todo. Al cabo de una semana más o menos me llegó esta carta que ella había enviado a la universidad. Está fechada, mira..., 18 de agosto de 1954. «Querido Coleman —dice—, me alegró mucho verte en Nueva York. Por breve que fuese nuestro encuentro, después de verte sentí una tristeza otoñal, tal vez porque los seis años transcurridos desde que nos conocimos hacen dolorosamente evidente que buena parte de mi vida ha “quedado atrás”. Tú tienes muy buen aspecto, y me alegro de que seas feliz. También fuiste muy caballeroso y no te abalanzaste, que es lo único que hiciste (o así me lo pareció) cuando nos conocimos y alquilaste la habitación del sótano en la calle Sullivan. ¿Te acuerdas? Tenías una habilidad increíble para abalanzarte, casi como las aves cuando sobrevuelan la tierra o el mar y distinguen algo en movimiento, algo lleno de vida, y se lanzan en picado, o se dirigen de cabeza hacia la presa y se apoderan de ella. Cuando nos conocimos me asombró la energía con que volabas. Recuerdo la primera vez que estuve en tu habitación: llegué, me senté en una silla y tú ibas de un lado a otro, deteniéndote de vez en cuando para apoyarte en un taburete o en el sofá. Tenías un sofá zarrapastroso, del Ejército de Salvación, en el que dormíamos antes de que entre los dos compráramos El Colchón. Me ofreciste una copa, y me la serviste mientras me escudriñabas con un aire de increíble admiración y curiosidad, como si el hecho de que yo tuviera manos y pudiera sostener una copa, o una boca que me permitiera beber de ella, o que me hubiera presentado en tu habitación, un día después de habernos encontrado en el metro, fuese una especie de milagro. Hablabas, me hacías preguntas, a veces las respondías, de una manera que resultaba cómica a pesar de tu seriedad, y yo también ponía todo mi empeño en hablar, pero a mí no me resultaba tan fácil la conversación. Así pues, allí estaba yo, devolviéndote la mirada, absorbiendo y comprendiendo mucho más de lo que esperaba comprender. Pero no encontraba palabras con las que llenar el espacio creado por el hecho de que yo parecía atraerte y tú me atraías. No dejaba de pensar: “No estoy preparada, acabo de llegar a esta ciudad, no es el momento; pero, con un poco más de tiempo, con algo más de conversación, creo que lo estaré, si se me ocurre qué es lo que deseo decir”. (¿“Preparada” para qué? No lo sé. No solo para hacer el amor. Preparada para ser.) Pero entonces te “abalanzaste”, Coleman, casi desde el centro de la habitación, te abalanzaste al lugar donde yo estaba sentada, y me sentí aturdida pero encantada. Era demasiado pronto, pero no lo era.»
Dejó de leer al oír por la radio los primeros compases de Embrujado, nervioso y aturdido, cantada por Sinatra.
—He de bailar —dijo Coleman—. ¿Quieres que bailemos?
Me eché a reír. No, aquel no era el vengador de Negro humo, salvaje, amargado y acosado, alejado del mundo que le enfurecía..., aquel no era ni siquiera un hombre distinto, sino un espíritu distinto, y un espíritu juvenil, por cierto. Lo que Steena decía en la carta y su destinatario con el torso desnudo, mientras la leía, me revelaron cómo debió de ser Coleman Silk en el pasado. Antes de que se convirtiera en un decano revolucionario, antes de que llegara a ser un serio profesor de lenguas clásicas, y mucho antes