El lugar de la herida

Laura Baeza

Fragmento

Capítulo 1

Habla Lucero

De niña me gustaba cerrar los ojos muy fuerte, apretarlos hasta que me dolieran los párpados, hasta que sintiera cosquillas alrededor de la cabeza, hasta que ya no aguantara, y luego abrirlos de repente, como cuando el sol te deslumbra y tienes que cerrar y apretar, cerrar y apretar, apagar el sol a parpadeos. Lo hacía cuando escuchaba gritos: mi mamá le gritaba a mi hermano, mi hermano le gritaba a mi mamá, mi papá nos gritaba a todos cada vez que podía, siempre nos gritaba cuando quería. Y de los gritos a los golpes, y de los golpes a los besos a mi mamá y de los besos a abrazarla y tocarle todo el cuerpo para pedir perdón y luego exigirlo también a gritos. Yo cerraba los ojos buscando silencio, pensaba que así nadie diría mi nombre, nadie gritaría que venga esa pendeja de Lucero, a ver si sirve para algo, que le sirva a su tío, que le cambie el plato a mi compadre, o le sirve ella o le sirves tú, si es que también sirves para algo. Cerraba los ojos fuerte, muy fuerte, como si con eso nadie volviera a pronunciar mi nombre. Cerraba los ojos y no llegaba el silencio. Me nombraban. Lo decían tanto que comenzó a darme asco desde muy chica, me hacía pensar en sudor, en saliva con olor a cerveza, en calor, en miedo, en orines. Aprendí que cerrando los ojos tan pero tan fuerte quedaría fuera de ahí unos segundos por el dolor de cabeza, cuando se hiciera el silencio dentro, hasta que uno de ellos se diera cuenta y dijera que qué pendeja Lucero, a qué anda jugando, si anda con los ojos cerrados se le va a caer la comida encima, a veces ni para eso es buena.

Aprendí que cerrar los ojos sería algo mío, solo mío, igual que el asco que me dio mi nombre todos esos años cada vez que uno de ellos lo decía. Pero al final una se acostumbra a cualquier cosa, sobre todo a que cuando te cambian el nombre por burlas e insultos da lo mismo cómo te llames. Pero el mío nunca cambió.

Los viernes eran mis días favoritos. Detestaba cualquier cosa que tuviera que ver con la escuela, sobre todo porque yo era la más grande de mi grupo, ya tenía dieciséis cuando las otras tenían catorce y algunas me llamaban burra o repetidora, pero había dos cosas que me gustaban y por las que no me había salido de la secundaria cuando cumplí los quince: Beto y sus amigos, y las clases de corte y confección. A Beto lo veía los viernes cuando nos dejaban salir más temprano, o sea, una hora, a veces hora y media antes de las dos cuando era quincena. No sabía de dónde habían salido, una chava con la que me juntaba me lo presentó. Al principio creí que eran de la prepa y también salían temprano los viernes, pero luego me di cuenta de que no estudiaban, solo tenían su banda de los que andaban en moto dando la vuelta. Él y sus amigos pasaban por la secundaria cuando calculaban que ya estábamos por salir, casi enfrente había un parque y siempre nos esperaban ahí, fumando, a veces con unas latas de refresco que adentro tenían tequila o ron, yo prefería las de tequila porque el ron con coca me recordaba a mi papá, a mis tíos, a sus amigos, no, yo no quería nada de eso, mejor me tomaba la de tequila que él me guardaba. A veces Beto combinaba refresco de fresa con tequila y ese era el que más me gustaba, era dulcecito y no sentía el mareo hasta que me levantaba de la banca de cemento para irme a la casa.

Otras, Beto me pedía que me subiera a la moto y diera una vuelta con él, eso me encantaba, me subía un poco la falda, aunque no era necesario porque era una falda short y podía treparme fácilmente, pero me gustaba que todo mundo me viera las piernas cuando me subía, Beto decía que tenía unas piernas muy bonitas. Yo aprovechaba y me acomodaba detrás de él, me abrazaba a su cintura y como que no queriendo le olía la ropa, la espalda; ya identificaba el olor de su desodorante, creo que era de chocolate o algo así, y a veces hasta el gel que se ponía porque el cabello lo tenía muy rebelde. Dábamos un par de vueltas, las necesarias para que todo mundo me viera, y me gustaba mucho la sensación del mareo rico que me daba andar en moto con él, con el viento en la cara y el efecto del refres­co con tequila, aunque solo fueran unas cuantas vuel­tas mientras sus amigos y mis amigas se tomaban las demás latas, mien­tras sus amigos y mis amigas se besaban; las chavas más gran­des estaban acostumbradas a que ellos les pusieran las ma­nos sobre las piernas y alguna hasta debajo de la blusas o en medio de la falda short. Lo que ellas hicieran no me importaba, yo los miraba de lejos y era más feliz que ellos, yo sí era feliz dando vueltas con Beto, abrazada a su cintura, apretando mi mejilla en su espalda, aspirando su olor. Si cerraba los ojos no era para perderme del mundo y dejar de ver y oír, con Beto era diferente, se sentía mejor el paseo con los ojos cerrados, y el aire, que casi siempre era frío, lo sentía tibio en las mejillas. Para mí pasear con Beto era más importante y más bonito que meternos mano en las bancas del parque, aunque también quería, sí quería, me hormigueaba todo de tanto que necesitaba que Beto me besara y me tocara, pero ya llegaría mi tiempo. Si todo mundo me veía con él, aguantarme las ganas valía la pena.

Varias veces pasaron los prefectos de la escuela, algunos maestros, creo que una vez vimos a la directora corretear a otros grupitos de la secundaria que también iban al parque a eso, pero a nosotros nunca nos dijo nada, ni ella ni los demás, nadie nos decía nada, solo se le quedaban viendo feo a Beto, le sostenían la mirada unos segundos y se iban. En clase tampoco nos regañaban, era como si nosotras, las repetidoras de más de quince, las que por fin habíamos pasado a tercero de secundaria y Beto fuéramos unos pájaros negros, esos que se ven feos cuando se paran en las ventanas, pero ya nadie les dice nada, ni los corretean, solo los dejan ahí esperando que un día no regresen.

También los viernes tenía la clase de corte y confección las tres primeras horas, antes del recreo. Siempre quise ser diseñadora de modas, mi mamá me dijo que lo más cercano a una pasarela que yo podría lograr sería como costurera, que eso no tenía nada de malo porque los diseñadores solo dibujan y ordenan, todo lo hacen las costureras porque ellas sí saben cortar y armar las piezas, convertir telas en vestidos. No me gustó que me dijera eso porque me acordaba de doña Jacinta, nuestra vecina, la costurera con la que nos hacíamos los uniformes y casi toda la ropa antes de que tuviéramos cerca un almacén de saldos, cuando mi mamá todavía estaba al pendiente de si calzábamos y vestíamos. Doña Jacinta me regalaba retazos de las telas y con eso yo les hacía ropitas a mis muñecas, pero no recuerdo exactamente cómo empecé a coser las ropitas, quizá viendo cómo terminaba de armar mis vestidos; primero hacía la parte de abajo y después la unía con la de arriba, que ya tenía los alfileres a la medida de mi cuerpo. Son recuerdos a medias porque yo estaba muy chica, fue antes de los gritos, antes de lo de mi hermano, antes de que mi mamá y yo nos quedáramos solas. Me acuerdo de un día que fuimos a ver a doña Jacinta para recoger dos pantalones, aún les faltaba el dobladillo, pero podía entregárnoslos en un rato. Ella cosía y mi mamá veía unos figurines, de repente escuché un ruido del otro lado de la ventana y me asomé, había una perra muy gorda. Se llama Morosa, me dijo doña Jacinta cuando vio que iba a salirme para acariciarla, pero no te le acerques, está preñada y puede lastimarte. Le pregunté si ya casi nacían sus perritos. La Morosa se regaló aquí, los vecinos la alimentamos, pero no sabemos de dónde viene, la vez pasada que tuvo perritos se los comió, no sobrevivió ninguno, no volvimos a verla hasta ahora que regresó con panza nueva. Yo no sabía que las perras se comían a sus perritos, pero doña Jacinta me lo explicó: A veces es así, Lucero, tienen que comérselos, pero no es que se los coman de verdad, es un decir, las perras que no pueden tener a sus cachorros no los dejan vivir y ya.

Conocí la costura ahí, después con mis muñecas y sus vestidos de retazos. Quería ser diseñadora y hacer ropa, no modelar, eso no me llamaba la atención aunque en la secundaria, en segundo año, unas chavas del grupo me dijeron que para el examen bimestral yo debía ser la modelo porque era alta, estaba flaca, pero tenía las piernas grandes, no como las de ellas, las mías eran gruesas, decían que tenía cuerpo de basquetbolista y eso me molestó mucho porque de niña deseaba que el cuerpo se me quedara chico y no se hiciera de mujer, no un cuerpo que los vecinos quisieran agarrar a cada rato, como hicieron muchos, como hicieron todos. Las chavas decían que no era ofensa, era cumplido, pero si no quería modelar ni modo, con que cosiera bien y entregara el trabajo a nombre de todas, con eso era suficiente.

Desde el primer año me metí a clases de corte y confección, me emocionó mucho que me aceptaran cambiarme porque yo había quedado en secretariado y eso no me gustaba, me ponía de malas tomar dictado y las computadoras del salón de informática tenían las teclas duras y no teníamos internet, lo habían cortado en la escuela, entonces no servían para nada. Me cambié a corte y confección y fui muy feliz, pero mi mamá no porque ahora había que sacar del gasto para comprar mis reglas y mis patrones, mucho papel, pliegos de papel para las primeras clases y unas tijeras metálicas buenas. Yo pensaba que nos iríamos directo a hacer ropa, igual que doña Jacinta o yo con los vestiditos de mis muñecas, pero todo el primer año nos tuvieron cortando y cosiendo papel, pedazos de papel que no tenían forma de ropa.

Cuando comenzaron las clases y pidieron el material mi mamá vio que era mucho, como doscientos o trescientos pesos que no tenía y no íbamos a tener. Me mandó con doña Jacinta a preguntarle si le sobraban reglas y yo me reí, cómo le iban a sobrar reglas si esa señora trabajaba con lo mismo desde que yo era chica, pero mi mamá me dijo que fuera y fui y le pregunté y me contestó que le sobraban, pero ya ni se les veían las marcas y le dije que no importaba, si me las regalaba yo les pondría las marcas, y eso hice, les remarqué los centímetros y las pulgadas y las mitades de los centímetros, los milímetros no porque mi marcador era grueso y no iban a quedar. Según yo, estaban bien, y al día siguiente en la escuela todas las chamacas del salón se rieron de mí y de mis reglas viejas, que eran mejores que las de ellas porque las mías sí eran de madera gruesa y pesaban, eso dijo la maestra, pero tenían los palitos todos chuecos. Me valió, a mí siempre desde niña me valían las cosas, bien decía mi mamá, y con esas reglas me quedé los dos años y medio que estuve en la secundaria.

Siempre quise ser diseñadora de modas, siempre quise que Beto me quisiera. Siempre tuve los inicios que quería, pero no los finales que yo esperaba.

Nancy llegó un viernes, el segundo viernes del curso. Un viernes de corte y confección a primera hora. En el taller éramos veinticinco, todas del A y del B, Nancy era del C, le correspondía el grupo después del recreo, pero un día antes la cambiaron a mi salón, el A, porque no se acopló al suyo. Era su primera semana en la escuela, le había ido mal, me dijo cuando se sentó conmigo en la última mesa del taller, y su mamá fue rápido a cambiarla de salón, por eso ahora seríamos compañeras de grupo y de taller. No me dijo por qué le fue mal y tampoco le pregunté, no me interesaba ni me iba a burlar de ella por haberse cambiado de salón, si yo hice lo mismo en primer año. Se me hizo raro que quisiera sentarse conmigo porque nadie se sentaba conmigo por gusto; ya luego vi que era porque no quería estar adelante, no llevaba reglas, cómo las iba a llevar si apenas un día antes la cambiaron de salón. Le dije que usara las mías, yo hacía los trazos al tanteo y si ella era nueva y nunca había usado las reglas, mejor que se acostumbrara con unas feas pero pesadas. Después de que se las ofrecí así, diciéndole que mis reglas estaban feas, pero funcionaban, se rio. La maestra ni la iba a pelar para enseñarle cómo poner la regla sobre el papel, ella ni siquiera llevaba papel, se las iba a arreglar con un periódico que otra chava le regaló y unas tijeras que de por sí llevaba en la mochila.

Me dio lástima que fuera tan tonta, más tonta que yo, y rápido le enseñé de qué lado del pliego poner las reglas, cómo sacar el molde, qué iba al derecho y qué al revés para que el molde quedara o se pareciera al que la maestra había pegado en el pizarrón. Le pregunté si sabía coser y dijo que no, le pregunté si sabía enhilar y dijo que tampoco, le pregunté si sabía algo de costura, bordado aunque sea, y dijo que no, nada de eso. Entonces para qué estás aquí, te van a reprobar el primer bimestre. Me contestó que solo ahí había espacio para ella, tenía razón, éramos el grupo más chico. También se sentó conmigo porque mi mesa era la única con lugares. Cuatro mesas de seis y yo sola, con todo ese espacio para mí. Ahora seríamos Nancy la nueva y yo.

La maestra ni nos pelaba, ella llevaba al salón sus encargos, una que otra blusa para hacerle ajustes, las agujas de tejer, el encaje que le ponía a otras prendas particulares, y como ya conocía a prácticamente todas las del grupo porque siempre estuvimos juntas desde primero, esas tres horas se nos iban en hacer nada, o sí, hacer las tareas de otras materias. En la escuela teníamos prohibidos los celulares, oí que habían instalado unas cosas que según eliminaban la señal y sí la eliminaban porque ni siquiera salían las tres rayitas para mandar mensajes, había que mover el teléfono de un lado a otro a ver si agarraba señal. Los maestros se molestaron, había pocos alumnos con teléfono y ellos dejaron de llevarlos porque los rincones donde había señal era por donde siempre pasaban los prefectos. Para cualquier cosa urgente de internet había que ir a la dirección y pedirle a una secretaria que hiciera lo que necesitáramos en la computadora con internet de cable, pero eso casi nunca pasaba. Nosotras en el taller poníamos música bajito, era música que alguna descargaba en un MP3 y salía de una bocina chiquita, pero muy bajito, dijo la maestra, para que nadie venga a regañarnos. Así se nos iban las tres horas, la maestra entretenida con sus cosas y nosotras con las nuestras, más bien mis compañeras con las suyas, yo sí estaba en lo mío, yo sí cosía y hasta usaba la máquina de coser del taller, ahí me hice varias blusas, la maestra me vigilaba y como sabía que yo ya cosía muy bien, me calificaba con mis propias prendas o lo que ella me dejaba para ayudarle con sus encargos; me gustaba mucho la materia porque era la única en la que sacaba diez. Las demás no, ellas solo hacían una o dos prendas al bimestre, estaban ahí por obligación, no por gusto como yo, no por resignación como Nancy. Mis amigas con las que iba al parque estaban en secretariado y en electricidad, nunca hacían nada, pero nos veíamos en el recreo y a la salida, sobre todo los viernes que Beto y sus amigos se quedaban con nosotras en el parque.

Viendo bien a Nancy, no era fea, pero se veía bastante niña, me llegaba como a la boca. Yo siempre me vi más grande y era porque estaba más grande, de cuerpo y de cara, hasta en la mirada, más vivida, decían todas, y se reían de mí. Nancy no, ni siquiera me preguntó mi edad, yo tampoco se la dije ese primer día, pero ella sí me dijo la suya, catorce igual que todas. Iba a cumplir quince a mediados del siguiente año, ya casi cuando saliéramos de la secundaria. Nancy estaba flaca, tenía más pechos que yo y sí se le notaban mucho, pero sin eso, yo le hubiera calculado doce. Parecía una muñeca porque era blanquita y pequeña, la única del salón con los ojos verdes. Luego de que le expliqué cómo se ponían las reglas y sacaban los moldes, echó a perder varios y se le acabó el periódico, otra chava le vendió un poco en cinco pesos y Nancy regresó a nuestra mesa, dijo algo como que se había pasado a esa escuela porque a su mamá le quedaba cerca del trabajo y podía llevarla o que la cambiaron por un asunto del trabajo, ya no recuerdo, yo estaba entretenida en lo mío, tejiendo una tira de croché que la maestra me encargó, me iba a pagar veinte pesos si la terminaba antes de que tocaran el timbre.

Luego de la clase de corte y confección solo tendríamos dos más, pero Nancy se me pegó para irnos juntas al salón, no conocía a nadie y tampoco hizo amistad con las otras chavas del taller, de todos modos no le hubiera servido de mucho porque en corte y confección estábamos revueltas las del A con las del B. Se me pegó para ir a Español y ahí no pudo sentarse cerca de mí porque la maestra nos acomodaba en orden alfabético, pero sí se sentó a mi lado en la última, la de Química y eso me convino porque ella era buena. Entonces me dijo que en su otra escuela había ido a concursar a algo de conocimiento, que tenía las paredes de su cuarto llenas de diplomas y medallas por el promedio alto que se sacó desde primero de primaria y que en su otra escuela también la molestaban y se burlaban de ella por inteligente. Me dio mucha risa, pero le creí, a mí me fastidiaban e insultaban por todo lo contrario, a mí desde niña me decían que era una pendeja o que ni para pendeja servía, pero yo estaba segura de que iba a demostrarles que estaban en un error.

Me acuerdo que ese viernes cuando conocí a Nancy una parte de mi vida cambió. Yo no lo sabía, pero el resto de mi vida iba a cambiar. Lo que había vivido hasta la semana anterior ya no me pertenecía. Debí suponerlo cuando Nancy se me pegó también a la hora de la salida porque vio que las otras chavas grandes estaban esperándome para ir al parque, Beto y sus amigos ya andaban dando vueltas cerca. Nancy se me pegó, me dijo que el parque le quedaba de camino al trabajo de su mamá, como era temprano podía alcanzarla si se subía a una combi para que no le diera insolación por irse a pie tantas cuadras, pero que podía pasar un ratito al parque a ver qué había o qué hacíamos, y yo de pendeja, porque siempre fui Lucero la pendeja, yo de pendeja le dije que sí, que íbamos puras de tercero, pero más grandes que ella, de pendeja le dije que se pasara un rato con nosotras, pero que no se asustara si veía algo que no le gustaba, es más, que si se sentía incómoda se cruzara rápido a la parada de las combis y se fuera, porque con su cara de niña también podía meternos en pedos, y ella dijo que no, que se iba a pasar un ratito con nosotras, solo un ratito, le daban curiosidad las demás, que en realidad solo se encaminaría con nosotras al parque y de ahí se cruzaba a agarrar la combi para que su mamá no la regañara por perder el tiempo.

Ahí estaba conmigo, ella toda chiquita a mi lado justo cuando Beto estacionaba la moto enfrente y se quitaba el casco. Pero Nancy no se fue luego luego, se quedó unos minutos, los mismos que Beto tardó ahí sentado tomando a medias su lata de refresco de lima con tequila antes de decirle que si el trabajo de su mamá estaba cerca él podía llevarla, que con confianza, no mordía, al cabo que Lucero se subía todo el tiempo a la moto y no le había pasado nada.

Mi viernes y mi humor cambiaron ese día con la sonrisa de Nancy cuando le respondió que sí, que estaba bien, sí le daban ganas de subirse a la moto, pero que no la llevara al trabajo de su mamá porque la gente era muy chismosa y la iban a regañar, que con una vuelta al parque, así como las de Lucero, con una vuelta al parque se conformaba. Lo que Nancy no se imaginó era que Beto no se conformaría con eso.

Nancy se había convertido en mi sombra. Escuché eso de mucha gente, sobre todo en las telenovelas, pero no lo entendía, lo vine a entender con ella. A lo mejor se sentía segura conmigo por mi estatura, porque aunque se burlaran de mí por repetidora, burra y grande, nadie se metía conmigo; quizá sabían que yo era amiga de Beto y sus amigos, tal vez que me convertí en una rechazada cuando pasó lo de mi hermano y mis papás, cuando todo mundo se enteró de dónde trabajaba mi mamá, y si querían fastidiarme lo pensaban dos veces. A Nancy sí la molestaban, o mejor dicho, no se juntaban con ella porque era alzada y ella tampoco quería juntarse con los demás, pero sí conmigo.

Me convino al principio, empezamos a hacer equipo en las materias y me iba mejor, pasé de los cincos y los seises a los ochos; si seguía así saldría de la secundaria con un mejor promedio y quizá podría irme a Tlaxcala a estudiar la prepa técnica, corte y confección como debe ser. Nancy venía de Tlaxcala y me decía que no era la gran cosa, una ciudad como cualquier otra, como un pueblo pero más grande, y lo decía así, alzada, yo creo que por eso les caía mal a todos; a ella le gustaba más Puebla, donde tenía familia, pero tampoco viviría en Puebla, sus papás la iban a mandar en unos meses al Distrito Federal con su tía porque allá iba a estudiar la prepa. Ella había ido varias veces y decía que era otra cosa, una ciudad llena de edificios grandes y un montón de gente de todas partes, y siempre siempre había algo interesante que hacer. Decía que al principio caminas viendo para arriba, pero luego te acostumbras, como debe ser en Nueva York y no sé dónde más dijo. A todo yo le contestaba que sí, qué bueno, qué padre, la verdad ni me importaba lo que hiciera de su vida ni que me presumiera, pero ella quería conocer sobre la mía. Y eso sí que no.

La primera vez que se metió en lo que no le importaba fue unos meses después de iniciar las clases. Teníamos pendiente un trabajo de Historia, ella y yo seríamos las primeras en exponer. A mí no me gustaba hablar en público, no podría dar el tema ni siquiera leyéndolo, pero a Nancy sí le gustaba, le encantaba que la gente la oyera hablar. Ya habíamos redactado un resumen y quedamos en que yo haría las láminas y ella las explicaría, solo que teníamos el tiempo encima y le dije que como la exposición era el lunes, yo podría hacer las láminas el fin de semana, en lo que ella se aprendía el tema, yo las llevaría listas nada más para que ella las explicara, no teníamos que juntarnos a fuerzas. Nancy no aceptaba los no. Se apareció en mi casa el sábado por la tarde.

Oí el golpe de sus nudillos en la puerta de lámina. Antes, cuando llegaban personas a la casa, yo prefería irme, vagar por la colonia o quedarme en el parque. El muchacho que atendía el ciber me quemaba discos con la música que yo le pidiera, tenía un catálogo como de dos mil canciones, pero luego me vendió un MP3 que le fui pagando poco a poco y cuando iba a rentarle una computadora él le metía música, así que con eso me quedaba en una banca del parque oyendo una y otra vez las canciones que me gustaban. Desde hacía tiempo mi casa ya no era mía, era de los que llegaban y se iban unas horas después. Mi casa era de los gritos de mi mamá como fue de los gritos y golpes de mi papá, como fue de las palizas entre ellos y mi hermano el tiempo que vivió con nosotros. El tiempo que mi hermano vivió. Pero la casa ya no era mía, nunca los fines de semana, mucho menos cuando era quincena y algunos billetes embarrados de sudor y cerveza iban a dar al cuarto del fondo. Ese sábado me sentía mal y no quería salir. Escuché el toquido en la lámina y pensé que otro hombre se había equivocado de hora o los cobradores ya habían cachado a mi mamá entrando con alguien y llamaban una vez más.

Nancy estaba apoyada en la puerta y casi se me cayó encima cuando abrí. Llevaba su mochila en la espalda, unas cartulinas y papel bond en una bolsa de papelería y en otra bolsa unas cocas y papas. Ni siquiera pude decir algo, estaba en shock. No la invité a pasar, le dije que se fuera, yo sola iba a hacer las láminas, en eso habíamos quedado, pero ella ya tenía medio cuerpo dentro. Conocía a Nancy y estaba segura de que no se iría de ahí solo porque yo se lo pidiera, al contrario, ya se iba metiendo mientras me decía que Beto le dijo un día antes dónde vivía. Beto. Nancy se había colado en mi grupito del parque, era obvio que le gustaba a Beto porque él ya ni me pelaba, aunque yo estuviera como pendeja esperándolo todos los viernes y Nancy solo se apareciera de vez en cuando, sabiendo que las otras chavas nada más se burlaban de ella por fresa, presumida y chaparra, que quería encajar a como diera lugar con los más grandes. Dijo que preguntó por mí con las señoras que se sientan en la banqueta a vender dulces, le contestaron que mi casa era la segunda de la vecindad, pero que aguas, no estaba bien que ella anduviera por ahí. Casi casi le decían que no se juntara conmigo, como los demás del salón. Pero justo ahí estaba, metida en la sala.

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