El edén oscuro

Fabrizio Mejía

Fragmento

El niño que fuimos

El castillo de arena (prólogo)

Fabrizio Mejía Madrid

De entre los puertos literarios, Acapulco simboliza la esperanza fracasada, el paraíso que no fue, el cargo al erario, a la tarjeta sobregirada y a la conciencia. En él se han puesto expectativas, imaginado vergeles, edenes y nirvanas, y espejos de sus habitantes (que lo son sólo porque alguien los visita) y de quienes llegan hasta ahí para ser otros o sus versiones más auténticas. Este libro explora ese imaginario escrito. La historia del puerto textual es más larga.

En 1951, el escritor Francisco Tario acepta el encargo del presidente Miguel Alemán de hacer un libro para promover Acapulco. Con fotografías de Lola Álvarez Bravo, Acapulco en el sueño inventa un litoral y sus personajes perdurables: el mar, la luna, el clavadista, el lanchero, la gringa deseable, la costeña prohibida, el magnate incógnito, la playa. Se trata de consolidar un imaginario habitado por la brisa y los placeres del baño salino al aire libre, los cuerpos desnudos y la naturaleza, el olvido de lo cotidiano y el extravío de uno mismo entre palmeras. Será la entrada del puerto de Acapulco en la literatura.

La hechura de Acapulco es, en un inicio, cinematográfica y agringada: La perla (1945) de Emilio “Indio” Fernández con guion de John Steinbeck, Pecadora (1947), Tarzán y las sirenas (1948) con Johnny Weissmüller. Ya en los cincuentas pasará a la reacción cómica del exotismo de lo curvilíneo, con Tin Tan: Simbad, el mareado (1950), Tintansón Crusoe (1964). Y con Cantinflas en El bolero de Raquel (1957). En 1963, Elvis Presley promoverá el puerto pero dirá, célebremente, que prefiere “besar a una negra, antes que a una mexicana”, con lo que suscitará el malestar del patriotismo fenotípico.

Francisco Tario introduce la vida acapulqueña a la literatura y llama a sus visitantes “la aristocracia de pie descalzo” en un lugar que, desde su nombre en náhuatl, lleva el signo de lo perdido: “lugar donde fueron arrasados los carrizos”. Tario había conocido el puerto desde los ocho años, cuando su padre compra dos cines, “Rojo” y “Río”, y la familia comienza a visitarlo cada año. Recuerda la primera vez que metió el pie en el mar y se asombró de que estuviera caliente. La entrada de Acapulco en lo literario se da en esa mezcla fantasiosa de infancia, inocencia, lo natural, del “respiro” —en su doble carácter de inhalación de la brisa marina y serenidad del espíritu— con la puesta en escena del desfile de lo social. Así, Tario puede intuirse ante el mar: “La libertad infinita de los espacios abiertos, excursión aritmética de la soledad absoluta”. Pero, también, ante la playa como teatro de la nueva burguesía del alemanismo, los actores, directores, actrices, y productores de Hollywood, en medio de los barrios de indios que pronuncian el misterioso “sí, pues”, y te dan un “cocktail” en una piña que es “sexual como un saxofón plateado”. Al lado de los costeños que pescan, te dan el desayuno y te tratan de vender pulseras en la playa, desfilan los nuevos dueños de las casas entre rocas —la mirada desde arriba será signo de poder financiero—: Miss Kitty Morgan y sus millonarias amigas gringas que vienen de Cannes y de Deaville. A ellas les dedica el escritor una instrucción de etiqueta:

—Aquí, señora marquesa, los únicos fracs que se estilan son los que usan las iguanas, que son consecuencia zoológica de un verde perico que en épocas no muy remotas debió engullirse a un lagarto.

Pero desde ese lejano 1951 ya aparece la mafia italiana en Acapulco. El incógnito “Mr. HBX” que se ve en una foto de Lola Álvarez Bravo sentado al piano de cola blanco es una de las misteriosas marcas de “lociones” en las que Virginia Hill, la amante de Bugsy Siegel, transporta el dinero en efectivo para que lo cuenten Meyer Lansky y Lucky Luciano. Tario emboza la presencia del dinero de las apuestas y las drogas que inundó a la administración de Miguel Alemán con un misterioso hombre que, comiendo un risotto, espera la llegada de una mujer “fluctuante, pálida, sideral, vestida de blanco” que “arrastra las consonantes” y cuya mirada está habituada “a las proporciones desmesuradas”.

Los visitantes misteriosos dirán de los “lancheros de Acapulco”: “Debe bailar bien y acariciar sin asperezas. Él estará disponible para cantarle a la más linda girl de Texas, Massachusetts o Louisana, con todo y su lacio cabello dorado”. El desfile de círculos concéntricos se centra en la aristocracia vieja, la de Europa, que viene buscando un “Montecarlo tropical”, sigue a la de los americanos boyantes, los funcionarios alemanistas enriquecidos por la corrupción —Tario le dedica una estampa al “notario”— y, por último, lo más llamativo: Hollywood. Carmen Farell, la madre de Tario, conservará en su herencia una foto de ella misma con Robert Mitchum y Lana Turner. No es pues, como pudiera parecer de un vistazo, el Acapulco que se divide entre lo extranjero y lo local, sino una combinación del teatro de la “aristocracia de pie descalzo” con la burocracia millonaria del Partido, en cuyo litoral, los demás —Tario incluido— serán espectadores. Será la trasmutación del castillo en hotel y de las carrozas en yates, lo que permitirá las bodas de la nueva aristocracia global: John F. Kennedy y Jacky, Liz Taylor y Michel Todd. “Aquí”, escribe Tario, “concluyen las concesiones terrenales y dan comienzo todos los disparates cósmicos”. Cuando se han ido los turistas, los viajeros incógnitos, los yates de la realeza de los casinos, queda un Acapulco inamovible y solitario: “Y hay otro hombre, también negro, pero ciego, que cuenta al amanecer las estrellas”.

Será sobre ese terreno arenoso, movedizo, sobre el que José Agustín, en Se está haciendo tarde, y Ricardo Garibay construirán el Acapulco literario de los años setenta, la siguiente conjetura. Desde el inicio, Agustín se despide del Acapulco de la realeza financiera y le da la bienvenida al de la exaltación en Caleta, en la laguna de Coyuca: “allí encontraba personajes naturales, decadentes porque la decadencia era su meta vital”. Son las nuevas peregrinaciones, los usos espirituales del Tarot, los ácidos, la mariguana, y sus búsquedas sensoriales. El Acapulco de Se está haciendo tarde es el que tenderá a disolver la individualidad de Rafael, el lector culposo de las cartas adivinatorias, a favor de la experiencia unificadora con el cosmos. La tribu de cinco —Gladys, Paulhan, Virgilio, Francine y Rafael— que peregrina bajo la guía de los círculos del infierno se dirige hacia el sol. La llegada a esa tierra prometida es al mismo puerto, a sus bahías y lagunas, pero interiorizado por los cuerpos ya vaciados de significado, entregados a la pura percepción, por la silocibina que les anula todo sentido cotidiano y mundano de caminar hacia el sol. El sol vuelve a ser un dios:

“Enorme, radiante, color bermellón, a punto de tocar la superficie del mar, tan preciso que se distinguían las explosiones de l

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