Caperucita se come al lobo

Pilar Quintana

Fragmento

Olía.

Mis amigas lo habrían mandado a ducharse, yo me le pegué. Era alto, mi cabeza no sobrepasaba su sobaco. Aspiré. El olor era agrio y penetrante.

La fila avanzaba con lentitud. Se sirvió yogurt encima del müesli, adicionó trozos de mango y papaya, y dudó ante las fresas. Estaban rojísimas, a punto de estropearse. Estiré el brazo por delante de él para coger una con la mano, no resistí la tentación y me la metí a la boca. Estaba tan blanda que bastó con la presión de mi lengua para que se aplastara. Estaba babosa. Absorbí la baba y absorbí todo el sabor.

El tipo no se percató de mi existencia ni se sirvió fresas. Siguió de largo, tomó una cuchara y fue a sentarse. Yo me senté, con mi plato de huevos revueltos, jamón, pan y pequeños contenedores plásticos de mantequilla, en la mesa más próxima, frente a él.

Abrió su libro y empezó a comer. Tomaba cucharadas medidas, dejaba pasar el tiempo entre una y otra, no se untaba, masticaba despacio, pasaba la página. Comía sin ansiedad, como un burgués. Tenía cara de ángel perdido. La piel muy blanca, el pelo muy negro, los ojos clarísimos, la barba dura sin afeitar y un suéter cuello de tortuga de intelectual. Cultivaba la dejadez en su punto justo, sin menoscabo de la dignidad. Lo que le daba mayor encanto era que no parecía hacerlo a propósito, la dejadez le venía natural.

Mis amigas habrían dicho que estaba bueno, pero solo porque el olor no llegaba hasta acá. Pensé que podía ser argentino o español.

Un mesero, ceremonioso y en traje de etiqueta, se acercó para ofrecerle café. Le dijo que no. Pensé que podía ser del tipo macrobiótico.

Lo seguí observando hasta que terminó de comer, antes que yo. Cerró el libro, miró alrededor. No reparó en mí, el comedor estaba lleno y apenas si había un par de mesas libres. Se levantó y caminó hacia los ascensores.

No era gordo ni flaco, no tenía barriga ni se le marcaban los huesos. Llevaba unos jeans desteñidos que hacían bulto adelante pero no atrás. Tenía el culo chupado. El libro se llamaba El aficionado erótico, lo que sonaba prometedor.

El ascensor se lo tragó.

Dos horas después me estaban empolvando la nariz en la tarima de medios de la FIL y por el rabillo del ojo percibí que alguien se sentaba en la butaca de al lado. En seguida me llegó el olor. Agrio y penetrante.

La productora nos presentó. Me besó una sola vez, conocía las costumbres locales, fue por el acento que supe que era español. Se llamaba Miguel Gutiérrez y acababa de ganarse un premio de ensayo. El tercer invitado, que ya estaba empolvado, se había ganado un premio de novela breve.

Yo escribía cuento y no me había ganado ningún premio. Miguel quiso saber por qué estaba ahí, le dije que mi mérito consistía en ser mujer. El presentador también es hombre, expliqué, tenían que nivelar el programa.

Miguel no se rio.

Me preocupó que pensara que lo había dicho en serio, que me tomara por una de esas escritoras que pelean por todo, y le mostré mi libro. Se llamaba Nueve polvos y medio. Tampoco se rio y en cambio lo examinó con actitud profesional. Le pregunté, con intención, si en España un polvo era un polvo y me dijo que sí con toda seriedad.

Miguel era un tipo soso.

Pero las potentes luces del set de televisión alborotaban su olor.

Terminaron de empolvarme y lo empolvaron a él. Nos ofrecieron vino. Todos declinaron. La única que aceptó fui yo. Le pregunté a Miguel si era macrobiótico. Me miró con extrañeza y dijo que no. Me preguntó por qué lo pensaba, me encogí de hombros, aclaró que si no había aceptado el vino era porque estaba en formol. No entendí. Explicó que la noche anterior había bebido de más y que si bebía ahora iba a volver a coger el pedo. Por el contexto entendí que pedo era lo mismo que borrachera. Le dije que justamente por eso debía tomar y me contó todo de nuevo, como si no le hubiera entendido la primera vez. En fin, la conversación no fluyó.

Y me fui acostumbrando a su olor hasta que no hubo forma de percibirlo más.

La entrevista empezó después de la segunda copa. Estaba achispada y estuve chistosísima. Miguel, mesurado en todas sus respuestas, debió pensar que yo era una subnormal. El presentador me azuzaba, yo mordía el anzuelo, el tercer invitado celebraba.

Para cuando la entrevista acabó, el efecto del vino se me había pasado.

La asistente de sonido le quitó el micrófono a Miguel, él se levantó y me llegó una ráfaga renovada de su olor. Fue como una cuchillada. Sentí vergüenza de mi actuación, sentí ganas de mostrarle que yo no era así en realidad. Vino hacia mí y se despidió con un beso. Sentí necesidad de su cuerpo, sentí ganas de retenerlo. Pero lo único que pude hacer fue quedarme ahí, impotente en mi butaca de set de televisión, mientras él se alejaba con su almizcle de jabalí y culo chupado por los pasillos atestados de la FIL.

La asistente de sonido, que se había acercado para desconectarme, también lo estaba mirando. Me dijo que olía, como si fuera una lástima, y yo asentí.

Ahora me sentía deprimida.

Me dediqué a vagar por la FIL. Había grupos de escolares en uniforme que chillaban sin motivo aparente. Había viejitas con ojos llorosos y bolsas plásticas arrugadas que oprimían contra sus cuerpos. Había familias con bebés y gente obesa que se movía con dificultad. Yo los esquivaba. Miraba los escaparates, pero no veía los libros. En el salón de los usados me encontré con Antonio y Ricardo.

Habían tenido la mañana libre y estaban aprovechando el tiempo para explorar la FIL. Esto me lo dijo Ricardo. Antonio estaba absorbido por un libro de tapa rosada que tenía en la mano, tuvimos que llamarlo con insistencia para que se espabilara.

Les conté de la entrevista, les dije que me sentía ridícula por la forma como me había portado. Ellos me abrazaron, me mostraron los libros que habían comprado. Así que me antojé y compré dos para mí, uno era El aficionado erótico y el otro de ciencia ficción.

Almorzamos tacos, enchiladas y flautas en un restaurante del exterior. Tomamos cerveza y tequila. Brindamos mirándonos a los ojos para que no nos cayera la maldición de siete años de mal sexo. Pagamos la cuenta dividida en tres. Y volvimos a la FIL porque ya era hora de nuestra charla en el salón de protocolo 2.

Ricardo estuvo espontáneo y Antonio, chistoso. Yo estuve mesurada, al mejor estilo de Miguel, y no me sentí deprimida al final. Cuando bajamos de la mesa, Antonio se me acercó y me dijo que se sentía ridículo. Lo abracé.

Conseguimos llegar a tiempo a una lectura de Rubem Fonseca. En vez de subir a la mesa de la tarima, se quedó abajo con el público. Leyó un cuento de sexo y otro de violencia. Se movía por el salón con el micrófono en la mano, histriónico, como una estrella pop. Tenía 82 y una novia de 24. Rubem Fonseca nos dejó extasiados.

En el camino de vuelta al hotel hablamos y hablamos de él. Era de noche e hicimos planes para comer. Quedamos de encon

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