La conquista de México Tenochtitlan

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

La Conquista de México Tenochtitlan

1

8 DE NOVIEMBRE DE 1519

Motecuzoma Shocoyotzin no sonríe al pasar, cargado en fastuosas andas, por la calzada de Iztapalapan, la cual los macehualtin1 comenzaron a barrer desde la madrugada y donde luego colocaron la majestuosa alfombra de algodón por la cual el tlatoani está transitando en este momento en compañía de Cacama, tecutli2 de Teshcuco; Totoquihuatzin, tecutli de Tlacopan3; Cuauhtláhuac4, tecutli de Iztapalapan; el joven Cuauhtémoc; e Itzcuauhtzin, señor de Tlatelolco; y más de doscientos pipiltin, que llevan sus cabelleras largas atadas sobre la coronilla con una cinta roja, todos descalzos, en silencio, sin mirar a nadie. Miles de hombres, mujeres, niños y ancianos —en la calzada, en las canoas, en las azoteas y en las calles— yacen arrodillados, con las frentes y manos tocando el piso, ya que está prohibido ver al huey tlatoani. Ya casi nadie recuerda su rostro, ése que muchos miraron apenas hace dieciséis años; los más jóvenes ni siquiera lo conocen.

Al final de la calzada se encuentran esos hombres de los que tanto se ha hablado en los últimos años, esos hombres barbados, cubiertos de atuendos que parecen de oro sucio y opaco. Es verdad que tienen venados tan grandes como las casas y que no huyen de la gente; entienden el idioma de los barbudos y obedecen; exhalan con tanta fuerza que parece que se tratara de un fuerte y breve chorro de agua de las cascadas. Sus pasos son ruidosos, como golpes de palos huecos. Vienen caminando hacia el huey tlatoani. Son cuatrocientos cincuenta hombres blancos y aproximadamente seis mil soldados tlashcaltecas, cholultecas, hueshotzincas y totonacas.

Se escucha un trueno, es un estruendo ensordecedor que espanta a los miles de macehualtin arrodillados; un estallido salido de una de las cerbatanas de fuego que traen los hombres barbados. Sólo Motecuzoma y los pipiltin (nobles) han visto asustados el humo y el fuego extendiéndose rápidamente, imposibilitando ver de lejos. La gente no se ha atrevido a levantar la cabeza. Aunque sólo unos cuantos meshícas han visto esos palos de fuego, como le llaman algunos, todos los demás saben que cuando se escucha el trueno alguien cae muerto con la cabeza o el pecho despedazados. Lo saben porque de eso se ha hablado en todos los pueblos y en todas las casas desde hace muchos días. Los barbudos se han apoderado de varios pueblos de las costas y otros tantos cerca de Meshíco Tenochtítlan, utilizando estas trompetas de fuego, como las nombran otros.

En cuanto Motecuzoma baja de sus andas, ayudado por Cacama, tecutli de Teshcuco y Totoquihuatzin, tecutli de Tlacopan, se advierten sus sandalias decoradas con teocuítlatl, (oro) y piedras preciosas, y unas correas que cruzan en forma de equis por sus pantorrillas. Cuatro miembros de la nobleza sostienen las cuatro patas del palio rojo, decorado con plumas verdes, oro, iztac teocuítlatl (plata), chalchihuites y perlas, que evita que al huey tlatoani lo incomoden los rayos del sol. Motecuzoma, Cacama y Totoquihuatzin tienen en sus cabezas las tiaras de oro y de pedrería que los distinguen como señores de la Triple Alianza, y visten exquisitos trajes de algodón anudados sobre el hombro izquierdo.

Los extranjeros bajan de sus grandes venados y caminan hacia el tlatoani. Hay mucho silencio. Se miran a los ojos con gran asombro. Motecuzoma, Cacama y Totoquihuatzin —cumpliendo con el saludo ceremonial— se arrodillan ante los hombres blancos, toman tierra con los dedos y se la llevan a los labios.

Un hombre que trae un cuchillo muy largo, fino y delgado, de un metal parecido a la plata, atado a la cintura, se quita el casco de metal, lo pone cerca de su pecho, sonríe, agacha la cabeza y comienza a hablar frente al huey tlatoani. Su lengua es incomprensible. Otro hombre habla segundos después, pero en lengua maya. Luego una niña, de aproximadamente quince años, que viene con los barbados, pero que no es como ellos, sino que tiene la cara y la piel como todas las que viven en Meshíco Tenochtítlan, tan hermosa como cualquier doncella, camina junto a los que vienen al frente; se acerca al huey tlatoani, sin mirarlo, se arrodilla, pone su frente y sus manos en el piso y pide permiso para hablar.

Motecuzoma ha sido muy bien informado en los últimos años. Sabe que al hombre que viene al mando del invencible ejército que llegó del mar, en todos los pueblos, le llaman Malinche (dueño de Malintzin5), y deduce que esa niña que camina junto a él es la niña Malina Tenépatl, esclava y lengua del señor de barbas largas.

—Mi tecutli Hernando Cortés, capitán de la tropa española enviada por el tlatoani Carlos de España —habla la niña Malina—, dice que se alegra mucho de que por fin puede ver a tan grande señor, y que se siente honrado de que usted le permita conocerlo. También le agradece todos los regalos que le ha enviado desde su llegada.

Malinche se aproxima con una confianza que hasta el momento nadie se ha permitido (Motecuzoma percibe un hedor desconocido) y extiende los brazos hacia el frente. «¿Qué está haciendo?», se preguntan rápidamente todos los miembros de la nobleza. «¿Cómo se atreve?». Cuauhtláhuac y Cacama se apresuran para interceptar al hombre blanco —y también se percatan de su mal olor—, lo toman de las manos y le dicen que está prohibido tocar al huey tlatoani. Los hombres que acompañan a Malinche se alteran y apuntan con sus cerbatanas de fuego. Se escuchan rumores. El tecutli6 Malinche alza las manos, da un paso hacia atrás y habla, pero no se le entiende. Entonces el otro hombre traduce a la lengua maya y la niña Malina, al náhuatl.

—Mi señor Hernando Cortés quiere hacerle un regalo. —La niña mira directamente a los ojos del huey tlatoani.

Motecuzoma voltea a ver a Cacama y a Totoquihuatzin.

—Niña —Cacama la regaña—, cada vez que te dirijas al huey tlatoani Motecuzoma debes hacerlo de esta manera: Tlatoani7, notlatocatzin, huey tlatoani: «Señor, señor mío, gran señor».

Con humildad la niña Malina agacha la cabeza y responde que así lo hará. El tecutli Malinche le pregunta qué le han dicho y ella le informa lo ocurrido. Entonces, él se arrodilla ante el huey tlatoani y todo su séquito lo imita.

—Señor, señor mío, gran señor —dice Malinche sin levantar la cabeza.

—Dile que ya se puede poner de pie —dice Motecuzoma a Malintzin, quien a su vez traduce en lengua maya al otro hombre, al que llaman Jeimo8, que conoce la lengua de los barbados.

En cuanto Malinche se pone de pie, se quita un collar de margaritas y diamantes de vidrio que trae puesto y se lo ofrece a Motecuzoma. Cuauhtláhuac y Cacama se disponen a detenerlo, pero en esta segunda ocasión, Motecuzoma les ordena que no intervengan. Malinche se acerca al tlatoani y le pone el collar.

—Tráiganle dos collares de regalo —dice en voz baja Motecuzoma, sin quitar la mirada del hombre blanco.

Minutos después, uno de los hombres de la nobleza se acerca con dos collares hechos de piezas de conchas rosadas y con unos pendientes de oro con forma de camarones. Se los entregan

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