En busca de Klingsor (Trilogía del siglo XX 1)

Jorge Volpi

Fragmento

Prefacio

Prefacio

—¡Basta de luz!

Sus palabras, ácidas y envejecidas, provocan que el mundo regrese, por un instante, a la fría edad de las tinieblas. El espacio que lo rodea es como una gota de tinta china en el cual la penumbra queda acentuada por el silencio: durante unos segundos, nadie le aplaude, nadie lo engaña, nadie lo injuria. Obedientes, incluso los relojes han enmudecido. La muerte, está seguro, no ha de ser muy distinta. Sólo cuando el eco de su propia voz se dispersa, se da cuenta de que habita un cosmos que ya no le pertenece.

—Empecemos de nuevo —ordena—. ¡Quiero verla otra vez!

El operador pone manos a la obra: rebobina, tuerce, recompone. Luego gira una manivela y el arduo mecanismo se pone en marcha. Atento, el Führer percibe los murmullos que desgrana el aparato. Es el fin de la oscuridad y de su ira. Un potente rayo atraviesa el salón y se clava en la pantalla como una bala en el pecho de un enemigo. Ahora le es posible columbrar los rellanos de la escalera, los pliegues de las cortinas, las siluetas de las butacas. Y la sala de proyecciones se convierte, como cada noche, en línea de fuego.

Los cuantos de luz se dispersan sin orden ni concierto por toda la habitación; se instalan en los muros y en las alfombras, se adhieren a sus belfos y a sus orejas, le revuelven los mechones de cabello y se apoltronan, por fin, en los rincones, convirtiendo la estancia en un remedo del mundo. Al frente, el resplandor y las sombras celebran su sangrienta ceremonia, repiten rostros y agonías, le conceden una existencia vicaria a esos cuerpos que hace mucho ya no existen. Con el entusiasmo de un niño que escucha de nuevo su historia favorita, Hitler saborea por enésima vez el espectáculo.

La sucesión de causas y efectos inicia su ciclo ritual, celebrado una y otra vez según el estado de ánimo que le provocan las noticias que llegan del frente: a un golpe le sigue un lamento; a una herida, un chorro de sangre; al reposo, la muerte… Para él, esta cotidiana inmersión nocturna —este regreso al castigo que han sufrido sus adversarios— es más una terapia que una diversión morbosa. En ocasiones cree que no volverá a conciliar el sueño si no toma antes unas gotas de esta droga visual e inofensiva. Ha aprendido de memoria cada cuadro, cada escena, cada secuencia y aguarda su repetición con el mismo entusiasmo con el cual un aficionado espera el primer beso de sus actores favoritos.

—¡Bravo! —grita con sus labios monstruosos en primer plano.

Así celebra la producción que él mismo ha dirigido y censurado; la misma película que ve a diario, a la misma hora, sin otra compañía que la de ese pálido Gruppenführer-SS que ha recibido el honroso encargo de convertirse en operador cinematográfico del búnker. En esta obra de arte, en la cual se conjuntan la justicia y la historia, encuentra una forma extrema de belleza —un paisaje mucho más hermoso que aquellos que pintó a la acuarela en su adolescencia—, manufacturada gracias a la pérfida actuación de sus detractores y a la impecable fidelidad de sus verdugos.

—¡Bravo! —aúlla de nuevo, como si una cámara fuese a inmortalizar sus encías y sus dientes cariados—. ¡Bravo! —gime una vez más, en un pobre remedo del orgasmo, el único orgasmo que conoce, mientras las últimas escenas se precipitan sobre sus pupilas, mostrándole los restos desgajados, apenas humanos, que han quedado como vestigios de la tortura.

Al final, el proyeccionista vuelve a iluminar la sala. Espera que la sesión haya aliviado la intensa melancolía del Führer. Éste permanece callado, de cara a la pantalla vacía, indiferente a las bombas que cada minuto destruyen decenas de edificios en la parte alta de Berlín. Sólo en estos segundos privilegiados puede olvidar la derrota.

—¡Otra vez!

La gloria ha pasado: hace meses que no sale a las calles para recibir los vítores de su Volk, y apenas recuerda la airosa mañana en que sus botas mancillaron los jardines de la capital francesa. Ahora, en cambio, debe conformarse con ser un alma incógnita —idéntica a la de los miles que, por su culpa, mueren a lo largo de Europa—, obsesionada con la irrealidad del cine, el único ámbito en el cual su poder se mantiene intacto. Las luces se apagan de nuevo y el Gruppenführer-SS, usando sus habilidades de artillero, dispara sobre su objetivo. Sin duda, da en el blanco mientras el Führer se arrellana en el asiento.

El 20 de julio de 1944, un selecto grupo de oficiales de la Wehrmacht, el ejército del Reich, auxiliados por decenas de civiles, atentaron contra la vida de Hitler mientras éste se encontraba en una reunión de trabajo en su cuartel de Rastenburg, a unos seiscientos kilómetros de Berlín. Un joven coronel, mutilado en una acción militar en el norte de África, el conde Claus Schenk von Stauffenberg, introdujo un par de bombas en un maletín que fue colocado bajo la mesa de trabajo del Führer y esperó a que el artefacto hiciese explosión para dar inicio a un golpe de Estado que habría de terminar con el gobierno nazi y, posiblemente, con la guerra.

Un mínimo error de cálculo —una nimiedad: una de las bombas no pudo ser activada o acaso el maletín quedó demasiado lejos del lugar donde se sentaba Hitler— hizo que el plan se viniese abajo. El Führer no recibió más que unos rasguños y ninguno de los altos jerarcas del Partido o del ejército resultó herido de gravedad. A pesar de los intentos de los conspiradores de continuar con el plan pese a que su primer objetivo había fallado, durante las primeras horas del día siguiente la situación estaba, de nuevo, bajo control de los nazis. Los principales dirigentes de la revuelta —Ludwig Beck, Friedrich Olbricht, Werner von Haeften, Albrecht Ritter Mertz von Quirnheim y el propio Stauffenberg— murieron esa misma noche en el cuartel general del ejército, en la Bendlerstrasse de Berlín, y una precipitada serie de capturas dio comienzo bajo las órdenes del Reichsführer-SS, y nuevo ministro del Interior, Heinrich Himmler.

Para sorpresa de propios y extraños, la conjura involucraba a generales y coroneles, empresarios y diplomáticos, miembros de los cuerpos de inteligencia del ejército y de la marina, profesionales y comerciantes. De acuerdo con su teoría sobre la maldad intrínseca de la sangre, Himmler ordenó que no sólo fuesen capturados quienes participaron de modo directo en la conjura, sino también sus familias. Hacia fines de agosto de 1944, unas seiscientas personas habían sido arrestadas por apoyar a los conspiradores o por el solo hecho de estar relacionadas con ellos.

Furioso, Hitler decidió emprender una represalia ejemplar contra quienes se habían puesto en su contra justo en los peores momentos de la guerra. No habían pasado más que unas semanas desde el inicio del desembarco aliado en Normandía, y ya había quienes estaban dispuestos a segar su vida y, con ella, a comprometer el destino del Reich. Su idea era montar un gran juicio, a semejanza de los que había organizado su enemigo Stalin en Moscú en 1937, para que todo el mundo se diese cu

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