Un día de Septiembre

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

septiembre-1



1

La voz sonó cerca.

Estaba ahí, en alguna parte.

Dentro de su cabeza.

¿O no?

—Miquel...

No, no estaba dentro de su cabeza, sino fuera de ella, deslizándose suave junto al oído.

El aliento.

El suave zarandeo.

—Miquel, despierta.

¿Despertar?

¿Estaba dormido?

Bueno, eso era un alivio.

Tanta oscuridad...

—Miquel, vamos.

Ya no se resistió.

Uno, dos, tres...

Abrió los ojos.

Las sombras dejaron paso al día, y el día, con su tenue claridad, se convirtió en el rostro de Patro, flotando por encima de él.

La piel nacarada brilló como una llama cálida.

—¿Qué? —logró musitar.

—¿Estás bien?

¿Lo estaba?

—Sí —dijo sin estar muy seguro.

—Gemías. Casi gritabas.

Parpadeó y, al recuperar poco a poco la normalidad, se dio cuenta de que respiraba con cierta fatiga. Se aferró a la imagen de Patro, los ojos cariñosos, el semblante dulce aunque preocupado. Más allá de ella, el primer resplandor de la mañana se filtraba por las rendijas de la persiana.

La luz siempre le podía a las sombras.

—¿Gemía?

—Sí.

—Lo siento.

—¿Una pesadilla?

—Supongo.

—¿No la recuerdas?

Hizo memoria.

No, se le había ido.

Escapado, igual que un reflejo furtivo.

—Ya no.

—Puedes contármelo.

—Si es que...

—¿Otra vez el Valle?

—No, no. —Fue vehemente.

Hacía mucho que no soñaba con el Valle de los Caídos. Mucho que no escuchaba los gritos de los guardias ni los lamentos de los heridos o los presos en situación límite. Mucho que no sentía el pico entre las manos ni aspiraba el polvillo de las piedras rotas. Mucho que no sentía la humillación, aunque nunca la olvidaría.

Ahora era otra clase de sueños.

O, para ser más exactos, pesadillas.

—Si no era el Valle, ¿qué?

—No sé. —Jadeó abotargado—. Cosas imprecisas, ya sabes.

Y se encogió de hombros.

Patro le acarició la frente.

Le borró todo lo malo, o casi.

Bastaba una caricia.

—¿Quieres volver a dormir?

Miquel miró la persiana, la luz. Parecía reinar un diáfano sol.

—No, ya no. Total, para media hora que debe de quedar...

—Es domingo —le recordó ella.

Domingo.

—Lo había olvidado.

—Ven aquí, despiste.

Patro se tumbó a su lado. Extendió el brazo y se lo pasó alrededor del cuello, hasta cogerle el hombro opuesto y atraerlo hacia sí. Miquel se dejó llevar y se arrebujó en el hueco dejado por el cuerpo de su mujer. Apoyó la cabeza en el hombro de ella y se sumergió plácidamente en su calor.

También en su aroma.

Ninguna colonia o perfume, sólo el suyo propio.

El silencio no fue muy prolongado.

—Siento haberte despertado —susurró.

Recibió un beso en la frente y una caricia en la mejilla.

—No importa.

—Para una vez que Raquel no llora...

—No seas tonto. Pero si es una santita.

Otro silencio.

Miquel le puso una mano en el pecho, le atrapó el seno izquierdo y la dejó quieta, sin ánimo libidinoso a pesar de la rápida erección del pezón, que se le incrustó en la palma. La tranquilidad le permitió captar los latidos del corazón.

Un corazón lleno de vida.

Patro pasó de la mejilla al cuello, y de él al brazo, el pecho...

—Eres tan suave... —La oyó suspirar.

—Apergaminado —la corrigió.

—Cállate —gruñó la voz en forma de reproche—. Mira que eres tonto. Sabes que tienes un cuerpo precioso. Nadie diría que tienes sesenta y seis años.

—Tú pareces tener veinte.

—¿Después de dar a luz?

—Ya han pasado más de seis meses. Vuelves a tener tu figura y lo sabes.

—Desde luego... —Patro soltó un bufido de sarcasmo.

—¿Desde luego, qué?

—Parecemos dos tontos enamorados.

—Estamos enamorados, así que somos tontos. —Evitó añadir lo de «la edad».

—Si alguien nos oyera...

—Me importa una mierda que alguien pueda oírnos, aunque no es el caso.

—Madre mía, cómo te estás volviendo.

—¿Viejo gruñón?

—¡No! Irreverente.

—Ya sabes que cada vez me importa menos lo que pase al otro lado de la puerta del piso.

—No puedes pensar así, y menos decirlo. Ahora está Raquel. ¡Ha de importarte lo que hay al otro lado! ¡Por ella!

Una de dos: o él se estaba volviendo niño o ella estaba creciendo muy rápido.

Quizá las dos cosas.

Miquel se apretó un poco más, como si con ese gesto le pidiera que se callara.

Recuperaron el silencio.

La paz.

Los latidos del corazón, el pezón de nuevo relajado, las caricias, el roce de los labios en la frente, la suma de inercias.

Aunque sólo fuera por espacio de un minuto.

—Miquel.

—Sí.

—¿Te pasa algo?

—No, ¿por qué?

—Porque llevas unos días con pesadillas, y si no es por el Valle...

—Estoy bien.

—A mí no me mientas.

—No te miento. No es nada.

—Sí lo es —insistió ella con un tono de voz más firme.

—Las pesadillas son abstractas, mujer. Por eso al despertar ya no están, desaparecen.

Patro dejó de acariciarle la piel.

Miquel cerró los ojos.

¿Cuándo había dejado de ser ella una inocente mujer renacida del infierno de la guerra y la dureza de la posguerra, vendiendo su cuerpo para poder comer?

El nuevo silencio duró apenas quince segundos.

Luego, la rendición.

Un suspiro.

Y la confesión, que intentó parecer serena pero resultó angustiosa.

—Patro... no recuerdo la cara de mi hijo.

Fue como si le comunicara una descarga eléctrica. Ya no sólo le abrazó: le estrujó.

Fuerte.

—Miquel...

Él se dejó llevar. Después de decir aquello no había vuelta atrás.

—A veces... se me escapa. —Intentó hablar desde la calma—. Quiero retener su imagen, pero... no puedo. Otras veces se desvanece, o se confunde con otras caras. Y no es sólo Roger. Es también Quimeta, mis padres, mis abuelos...

—Han pasado muchos años, cariño.

—Mis padres o mis abuelos, tal vez. Quimeta y Roger, no. Apenas doce años. —Movió la cabeza todavía hundida en el regazo de Patro—. Eran mi mujer y mi hijo.

—¿Y por qué piensas ahora en ellos?

—No es que piense en ellos ahora. Es que... cuando aparecen en mi mente no tienen cara. No consigo verles.

—Vamos, no te angusties.

—No es únicamente angustia. —Se apartó un poco para mirarla a los ojos—. Es miedo, una sensación de compl

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