Algunos días de noviembre: Un crímen en el mundo del espectáculo

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Capítulo 1

1

Le dolían los pies.

Se le acartonaban las piernas.

No le importaba caminar. El cansancio se acumulaba poco a poco hasta llegar al final. Los músculos no se dormían, seguían activos. Pero estar de pie, quieto, inmóvil, o como mucho dando un par de pasos arriba y abajo, le mataba.

Y empezaba a estar muerto.

Ningún bar cerca, para vigilar cómodamente sentado y, encima, tomando algo caliente.

—Maldita sea, Fortuny...

Chasqueó la lengua. En el fondo la culpa no era de su nuevo amigo, compañero, socio, como quisiera llamarlo. La culpa era suya, por aceptar el trabajo de falso detective. Suya y de Patro, que le animaba «para que hiciera algo», «para que no se le cayeran las paredes de la casa encima», «para sacarse un dinero extra», «para ayudar al pobre David, que todavía se recuperaba de su atropello de octubre».

Mucha labia tenía Fortuny.

Patro, una santa.

Miró el bordillo de la acera. Siempre era una opción. Pero que un señor se sentara en la acera estaba mal visto. Se notaba demasiado. Siempre aparecía una señora bondadosa preguntando si se encontraba bien. Levantarse era otro problema, máxime si permanecía sentado mucho rato y se le dormía una pierna.

Decididamente, el trabajo de detective era un asco.

Cuando ejercía de inspector de policía, antes de la guerra, también hacía alguna que otra vigilancia, y no digamos en sus años de agente. Pero en el primer caso, siendo inspector, estaba cómodamente sentado en su coche, y en el segundo, siendo policía de a pie, era más joven.

Mucho más joven.

—¡El trabajo de detective es estupendo! —decía David Fortuny—. ¡Libertad, ir de aquí para allá, nada de pasarse el día sentado detrás de una mesa, buen dinero...! ¿Qué más puede pedir, hombre?

Pues no, el dinero no siempre compensaba.

Encima, los clientes de un detective dejaban mucho que desear. Si no acudían a la policía, siempre era por algo; y, en ocasiones, ese algo era oscuro. Por eso aceptaban las tarifas de un investigador privado sin chistar. O chistando pero resignándose. Las películas americanas habían puesto de relieve la figura del detective. Bogart y compañía, aunque sin rubias fatales y asesinatos detrás de cada puerta. En España se había legalizado como ocupación ese mismo año.

Se movió.

Unos pasos arriba, unos pasos abajo.

Mucha humedad.

El repentino frío que anunciaba el invierno.

—Vamos, señora, ¿a qué espera? —le dijo al quieto portal del otro lado de la calle.

Desde junio, David Fortuny había irrumpido en su vida como un elefante en una cacharrería, poniéndolo todo patas arriba con su bla-bla-bla y su emprendedor dinamismo. Después de nacer Raquel en marzo, Miquel creía que la vida se apaciguaría a su alrededor. La calma de la «jubilación». No más líos. No más problemas. No más casos inesperados. No más investigaciones ayudando a un amigo o por forzada necesidad, como cuando se llevaron a Patro para obligarle a cerrar un crimen cometido doce años antes. Pero resultaba que no, que de calma, nada. En junio Fortuny había reaparecido en su ya pacífica existencia, surgiendo de las cenizas del pasado, para ayudarle a probar su inocencia tras haber sido acusado de asesinar a aquel maldito pederasta. Después él le había devuelto el favor a Fortuny a comienzos de octubre, cuando le atropellaron para que no investigara una complicada trama y le tomó el relevo hasta descubrir no sólo la verdad, sino evitando que el causante del atropello le rematara en el hospital.

De eso hacía un mes y medio.

David Fortuny aún renqueaba un poco.

Así que ahora él, Miquel Mascarell, ex inspector de la República, represaliado por Franco, condenado a muerte, cautivo ocho años y medio en el Valle de los Caídos y liberado por un extraño azar en julio del 47, ejercía de detective.

Increíble.

Detective al lado de un tipo omnipresente, hablador, «simpático»... y del bando contrario.

Ex combatiente con los nacionales.

Fascista por conveniencia... o, más bien, superviviente por necesidad, con la cara más dura del mundo y su brazo izquierdo ligeramente paralizado para merecer los honores de un «héroe de guerra». La licencia para actuar como detective no era más que eso, una prebenda por los «servicios prestados».

¡Incluso a Patro le caía bien y se reía con él!

—A dónde iremos a parar... —rezongó por lo bajo.

Sus nuevos amigos eran el dueño de un bar, Ramón, y su viejo ex chorizo redimido de antes de la guerra, Lenin.

Ahora se le sumaba David Fortuny.

Los tres, encima, tenían la misma característica: no paraban de hablar.

Uno de los problemas de hacer guardia era precisamente ése: tener demasiado tiempo para pensar. Claro que también lo hacía en casa, solo, o mirando a Raquel dormidita en la cuna. Incluso abrazado a Patro.

Pensar, recordar, siempre lo mismo.

Cerró los ojos.

Y, al volver a abrirlos, la vio.

Finalmente, ella salía de su casa.

Agradeció ponerse en movimiento de una vez. Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y echó a andar fingiendo mirar al suelo, aunque en realidad lo que hacía era no perderla de vista. El paso de la mujer era vivo. Llevaba zapatos con tacones y lucía un hermoso abrigo que ya habría querido él para Patro. Con el cabello perfectamente peinado, aparentaba menos edad de los cincuenta que le habían dicho que tenía. Iba discretamente maquillada, o al menos eso le pareció desde el otro lado de la calle.

El seguimiento fue vivo.

El día anterior no había sucedido gran cosa, por no decir nada. Su perseguida había ido al cine. Si volvía a hacer lo mismo, serían dos tardes perdidas. Por supuesto que entró en la sala, para ver si se encontraba con alguien, pero no fue así. La mujer se sentó en la fila siete, sin nadie al lado, y no hizo otra cosa que ver la película y llorar. Miquel casi se había dormido porque era mala. Una bazofia patria de tono religioso titulada La señora de Fátima. Para milagros estaba. Encima era de estreno, en el Fémina, a seis pesetas. Los gastos los pagaba el marido que la hacía seguir, por supuesto. Y todo porque salía cada tarde y a veces regresaba con objetos o detalles inauditos, por más que él no se atreviera a preguntarle de dónde sacaba el dinero ni por qué se compraba tantas cosas inútiles.

Si se trataba de regalos de un amante...

Aunque los amantes regalaban otras cosas.

Un marido tímido e inseguro era lo peor.

Su perseguida mantuvo el paso vivo bajando por la calle Aribau hasta llegar a la plaza de la Universidad. Una vez en ella pasó al otro lado y, al inicio de la calle Pelayo, entró en los almacenes El Águila. No había mucha gente, pero Miquel no se la jugó y casi se pegó a ella. La mujer no parecía buscar

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