Título original: Body of Evidence
Traducción: Antonia Menini Pages
1.ª edición: diciembre, 2015
© 2015 by Patricia Cornwell
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-315-5
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Para Ed, agente especial
y amigo especial
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
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Prólogo
13 de agosto
Key West
M. de mi vida:
Treinta días han transcurrido en mesuradas sombras de soleado color y cambios en la dirección del viento. Pienso demasiado y no sueño. Me paso casi todas las tardes en Louie’s, escribiendo en el porche y contemplando el mar. El agua es verde esmeralda sobre el mosaico de los bancos de arena y aguamarina en las zonas más profundas. El cielo parece infinito y las nubes son unas blancas vaharadas en perenne movimiento como el humo. Una brisa incesante borra los sonidos de los nadadores y de los veleros que amarran justo al otro lado del arrecife. El porche está cubierto y, cuando se desencadena una repentina tormenta, tal como suele ocurrir a última hora de la tarde, me quedo sentada junto a mi mesa, aspirando el perfume de la lluvia y viéndola alborotar el agua como cuando se frota un abrigo de piel en sentido contrario a la dirección del pelo. A veces, diluvia y luce el sol al mismo tiempo.
Nadie me molesta. Ahora ya formo parte de la familia que regenta el restaurante como Zulu, el negro labrador que chapotea en pos de los aros que le arrojan, y los gatos callejeros que se acercan en silencio y esperan educadamente que les echen algunas sobras. Los pupilos de cuatro patas de Louie’s comen mejor que cualquier ser humano. Es un consuelo ver al mundo tratar con amabilidad a sus criaturas. No puedo quejarme de mis días.
Las noches son lo que más temo.
Cuando mis pensamientos regresan subrepticiamente a los oscuros recovecos y tejen sus temibles telarañas, empiezo a vagar por las abarrotadas calles de la ciudad vieja, atraída por los bares como una mariposa por la luz. Walt y PJ han refinado mis hábitos nocturnos hasta convertirlos en un arte. Walt regresa primero a la pensión porque su negocio de joyas de plata en Mallory Square cierra cuando oscurece. Destapamos botellas de cerveza y esperamos a PJ. Después vamos de bar en bar, y solemos terminar en Sloppy Joe’s. Nos estamos convirtiendo en amigos inseparables. Confío en que ellos dos sean siempre inseparables. El amor entre ambos ya no me parece fuera de lo corriente. Nada me lo parece, excepto la muerte que atisbo.
Hombres pálidos y demacrados, con ojos como ventanas, a través de las cuales veo sus almas atormentadas. El sida es un holocausto que consume las ofrendas de esta pequeña isla. Es curioso que me sienta a gusto con los exiliados y los moribundos. Puede que todos ellos me sobrevivan. Cuando permanezco despierta por la noche escuchando el zumbido del ventilador de la ventana, me asaltan imágenes de cómo será.
Cada vez que oigo sonar el teléfono, lo recuerdo. Cada vez que oigo caminar a alguien a mi espalda, me doy la vuelta. Por la noche, miro en el interior del armario, detrás de la cortina y debajo de la cama, y después coloco una silla detrás de la puerta.
Dios mío, no quiero regresar a casa.
Beryl
30 de septiembre
Key West
M. de mi vida:
Ayer, en Louie’s, Bret salió al porche y me dijo que me llamaban al teléfono. Se me aceleraron los latidos del corazón cuando entré y escuché los ruidos de las interferencias; después, la línea se quedó muda. ¡No sabes lo que sentí! Creo que me estoy volviendo excesivamente paranoica. Él me hubiera dicho algo y se hubiera alegrado de mi temor. Es imposible que sepa dónde estoy, imposible que me pueda haber localizado aquí. Uno de los camareros se llama Stu. Hace poco rompió sus relaciones con un amigo del norte de la isla y se vino a vivir aquí. A lo mejor, llamó su amigo y la conexión era defectuosa. Me pareció que preguntaba por «Straw» en lugar de «Stu» pero, cuando contesté, colgó.
Ojalá no le hubiera revelado a nadie mi sobrenombre. Soy Beryl. Soy Straw. Y tengo miedo.
No he terminado el libro. Pero estoy casi sin dinero y el tiempo ha cambiado. Esta mañana amaneció con el cielo encapotado y sopla un viento muy fuerte. Me he quedado en mi habitación porque, si hubiera intentado trabajar en Louie’s, el viento se me hubiera llevado las páginas hacia el mar. Las farolas de la calle están encendidas. Las palmeras luchan contra el viento y sus copas parecen paraguas vueltos del revés. El mundo gime al otro lado de mi ventana como si estuviera herido y, cuando la lluvia azota los cristales, suena como si un oscuro ejército hubiera avanzado hasta aquí y Key West se encontrara bajo asedio.
Pronto tendré que irme. Echaré de menos la isla. Echaré de menos a PJ y a Walt. Me han hecho sentir protegida y segura. No sé qué voy a hacer cuando regrese a Richmond. Tal vez fuera conveniente que me trasladara en seguida a otro sitio, pero no sé adónde.
Beryl
1
Guardando de nuevo las cartas de Key West en su sobre de cartulina, saqué un par de guantes quirúrgicos, los introduje en mi negro maletín y bajé en el ascensor hasta el depósito de cadáveres.
El suelo de mosaico del pasillo aparecía mojado porque lo acababan de fregar y las salas de autopsias estaban cerradas porque ya no era hora de trabajar en ellas. Al otro lado del ascensor, en sentido diagonal, estaba la cámara frigorífica de acero inoxidable. Abriendo su enorme puerta, recibí en pleno rostro la habitual ráfaga de frío aire viciado. Localicé la camilla sin molestarme en consultar las etiquetas que figuraban en la parte inferior, pues ya había reconocido el delicado pie que asomaba por debajo de la blanca sábana. Conocía a Beryl Madison centímetro a centímetro.
Unos ojos azul humo me miraron inexpresivamente a través de los párpados entornados. El rostro tenía los músculos relajados y estaba surcado por unos pálidos cortes abiertos, la mayoría de ellos en el lado izquierdo. El cuello estaba abierto hasta la columna vertebral y los músculos de sujeción aparecían cortados. En la parte izquierda del pecho se veían nueve puñaladas idénticas, cual rojos ojales casi perfectamente verticales. Se las habían infligido en rápida sucesión una detrás de otra y la fuerza había sido tan violenta que la piel mostraba las huellas de la empuñadura. La longitud de los cortes de los antebrazos y las manos variaba entre el medio centímetro y los diez centímetros. Contando las dos de la espalda y excluyendo las cuchilladas y el corte de la garganta, había veintisiete heridas por objeto punzante, infligidas mientras ella trataba de protegerse de las acometidas de una ancha hoja afilada.
No necesitaba fotografías ni diagramas corporales. Cuando cerraba los ojos, veía el rostro de Beryl Madison. Veía con nauseabundo detalle la violencia que habían descargado sobre su cuerpo. El pulmón izquierdo había sido pinchado cuatro veces. Las arterias carótidas estaban casi seccionadas. El arco aórtico, la arteria pulmonar, el corazón y el pericardio habían sufrido lesiones. Ya estaba prácticamente muerta cuando aquel loco la medio decapitó.
Estaba tratando de buscar alguna explicación lógica. Alguien la había amenazado con asesinarla. Ella había huido a Key West. Estaba irracionalmente aterrorizada. No quería morir. Pero la noche en que regresó a Richmond ocurrió lo que más temía.
«¿Por qué le dejaste entrar en tu casa? ¿Por qué lo hiciste, por Dios bendito?»
Alisando de nuevo la sábana, empujé la camilla hacia la pared del fondo del frigorífico al lado de las camillas de otros cuerpos. Mañana a aquella hora su cuerpo sería incinerado y sus cenizas se enviarían a California. Beryl Madison hubiera cumplido treinta y cuatro años al mes siguiente. No tenía familiares vivos; al parecer, no tenía a nadie en el mundo, excepto una hermanastra en Fresno. La pesada puerta se cerró.
El asfalto del parking situado en la parte de atrás del Departamento de Medicina Legal resultaba cálidamente tranquilizador bajo mis pies. Aspiraba el olor de la creosota del cercano viaducto del tren asándose bajo un tórrido sol impropio de la estación.
Era la víspera de Todos los Santos.
La puerta vidriera estaba abierta de par en par, y uno de los asistentes del depósito de cadáveres estaba regando el suelo de hormigón con una manguera. Arqueaba de manera juguetona el chorro de agua y lo dejaba caer lo suficientemente cerca de mí como para que yo notara las salpicaduras en los tobillos.
—Oiga, doctora Scarpetta, ¿es que ahora hace usted horario de banco? —me preguntó.
Eran algo más de las cuatro y media y yo raras veces abandonaba mi despacho antes de las seis.
—¿Necesita que la lleve a algún sitio? —añadió el asistente.
—Tengo quien me acompañe, gracias —contesté.
Yo había nacido en Miami y el rincón del mundo en el que Beryl se había ocultado durante el verano no me era en modo alguno desconocido. Cuando cerraba los ojos, veía los colores de Key West. Los intensos verdes y azules y aquellas puestas de sol tan esplendorosas que sólo Dios las hubiera podido inventar. Beryl Madison jamás hubiera debido regresar a casa.
Un LTD Crown Victoria recién estrenado y tan brillante como un espejo entró muy despacio en el parking. Esperando ver el viejo y conocido Plymouth, me quedé de una pieza al ver cómo bajaba automáticamente la luna del nuevo Ford.
—¿Es que está esperando el autobús o qué?
Unas gafas de sol reflectantes me devolvieron la imagen de mi sorprendido rostro. Pete Marino aparentó indiferencia mientras las cerraduras electrónicas se abrían con un firme clic.
—Me he quedado de piedra —dije, acomodándome en el lujoso interior.
—Me lo han asignado coincidiendo con el ascenso —dijo Marino, tomando velocidad—. No está mal, ¿eh?
Tras pasarse varios años con decrépitos caballos de tiro, Marino había conseguido finalmente un espléndido semental.
Mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos, observé el hueco en el tablero de instrumentos.
—¿Quería enchufar una lámpara o simplemente su maquinilla eléctrica de afeitar?
—No me lo recuerde —dijo Marino en tono quejumbroso—. Algún sinvergüenza me robó el encendedor. En el túnel de lavado. Era el primer día que lo utilizaba, ¿se imagina? Me puse furioso porque los cepillos me habían roto la antena y les estaba echando una bronca a aquellos zánganos...
A veces, Marino me recordaba a mi madre.
—... hasta al cabo de un buen rato no me di cuenta de que el maldito encendedor había desaparecido.
Hizo una pausa, rebuscando en su bolsillo mientras yo buscaba las cerillas en mi bolso.
—Oiga, jefa, yo creía que iba usted a dejar de fumar —me dijo en tono un tanto sarcástico mientras me arrojaba un encendedor Bic sobre las rodillas.
—Y pienso hacerlo —musité—. Mañana.
La noche en que Beryl Madison fue asesinada, yo había soportado una ópera aburridísima seguida de unos tragos en un pub inglés de inmerecida fama en compañía de un juez retirado, cuyo comportamiento se fue haciendo progresivamente menos correcto a medida que avanzaba la noche. Como no llevaba el buscapersonas, la policía no me pudo localizar y había llamado al lugar de los hechos a mi adjunto Fielding. Por consiguiente, ésa iba a ser la primera vez que entraba en la casa de la escritora asesinada.
Windsor Farms no era el tipo de barrio en el que uno pudiera imaginar algo tan horrible. Las casas eran grandes y se levantaban a cierta distancia de la calle, en medio de unas parcelas primorosamente ajardinadas. Casi todas tenían instalados sistemas de alarma antirrobo y todas disponían de ventilación central, que evitaba la necesidad de tener que abrir las ventanas. El dinero no puede comprar la eternidad, aunque sí cierto grado de seguridad. Nunca había tenido entre manos un caso de homicidio en Farms.
—Está claro que había cobrado dinero de alguna parte —comenté mientras Marino se detenía ante un semáforo.
Una dama de cabello blanco como la nieve nos miró de soslayo mientras paseaba a su blanco perrito maltés y éste olfateaba unas hierbas antes de hacer lo que era inevitable.
—Qué bola peluda tan inútil —dijo Marino, mirando desdeñosamente a la mujer y a su perro—. Aborrezco estos perruchos. Andan por ahí ladrando y meándose por todas partes. Yo, si he de tener un perro, quiero algo que tenga unos buenos dientes.
—Algunas personas quieren simplemente compañía —dije.
—Ya. —Marino hizo una pausa y después contestó a mi anterior comentario—. Beryl Madison tenía dinero, casi todo invertido en la casa. Al parecer, los ahorros que tenía se los gastó allí abajo, en la Isla de los Maricas. Aún estamos examinando lo que escribió.
—¿Alguna parte había sido revisada?
—No creo —contestó Marino—. Hemos descubierto que no lo hacía del todo mal como escritora... sabía ganar dólares. Al parecer, utilizaba varios seudónimos. Adair Wilds, Emily Stratton, Edith Montague.
Las gafas reflectantes volvieron a mirarme. Ninguno de los nombres me era conocido, excepto el de Stratton.
—Su segundo apellido es Stratton.
—A lo mejor, de ahí le venía el apodo de Straw.1
—De ahí y de su cabello rubio —dije yo.
Beryl tenía el cabello rubio como la miel y el sol le había añadido unos reflejos dorados. Era de baja estatura y tenía unas facciones delicadas y regulares. Puede que llamara la atención en vida. Era difícil saberlo. La única fotografía que yo había visto de ella era la que figuraba en su permiso de conducir.
—Cuando hablé con su hermanastra —me estaba explicando Marino—, ésta me dijo que sus amigos más íntimos la llamaban Straw. La persona a quien ella escribía desde los cayos debía de conocer su apodo. Ésa es la impresión que yo tengo. —Ajustó el espejo retrovisor—. No entiendo por qué fotocopió aquellas cartas. Lo he estado pensando mucho. Vamos a ver, ¿cuántas personas conoce usted que hagan fotocopias de las cartas personales que escriben?
—Usted mismo ha dicho que era muy aficionada a guardarlo todo —le recordé.
—Exacto. Y eso también me llama la atención. Parece ser que el tío llevaba varios meses amenazándola. ¿Qué hacía? ¿Qué decía? No tenemos ni idea, porque ella no grababa las llamadas ni anotaba nada. La señora hace fotocopias de las cartas personales, pero no lleva ningún registro de las llamadas de alguien que amenazaba con convertirla en picadillo. Ya me dirá usted si eso tiene sentido.
—No todo el mundo piensa como nosotros.
—Bueno, algunas personas no piensan porque están metidas en algo de lo que no quieren que nadie se entere —replicó Marino.
Enfilando una calzada particular, Marino aparcó delante de la puerta del garaje. La hierba había crecido y estaba punteada por altos amargones mecidos por la brisa; había un letrero de en venta colocado cerca del buzón de la correspondencia. La puerta pintada de gris aún estaba cruzada por la cinta amarilla que colocaba la policía en los escenarios de los delitos.
—Su automóvil está en el garaje —dijo Marino mientras descendíamos del vehículo—. Un precioso Honda Accord EX de color negro. Puede que algunos detalles le parezcan interesantes.
De pie en la calzada, miramos a nuestro alrededor. Los oblicuos rayos del sol me calentaban los hombros y la nuca. El aire era fresco y sólo se oía el incesante zumbido de los insectos otoñales. Respiré hondo, muy despacio. De repente me sentía muy cansada.
Su casa era del llamado estilo internacional, muy moderna y extremadamente simple, con una fachada horizontal de grandes ventanales sostenida por unos pilares que le conferían la apariencia de un barco con una cubierta inferior abierta. Era una casa de piedra y madera como la que se hubiera podido construir una joven pareja adinerada... grandes habitaciones, altos techos y mucho espacio desperdiciado. Windham Drive terminaba en su parcela, lo cual explicaba por qué nadie oyó ni vio nada hasta que ya fue demasiado tarde. La casa estaba flanqueada a ambos lados por unas cortinas de robles y pinos que la aislaban con su follaje de los vecinos más próximos. En la parte de atrás, el patio descendía bruscamente a una hondonada de rocas y matorrales, más allá de la cual un bosque virgen se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
—Qué barbaridad. Apuesto a que incluso debe de haber ciervos por aquí —dijo Marino mientras rodeábamos la casa por la parte de atrás—. Es fantástico, ¿verdad? Te asomas a la ventana y crees que el mundo es tuyo. La vista debe de ser preciosa cuando nieva. Me encantaría vivir en una casa como ésta. Encendería la chimenea en invierno, me prepararía una copa de bourbon y contemplaría el bosque. Debe de ser bonito tener dinero.
—Sobre todo si uno está vivo para disfrutarlo.
—Y no es así en este caso —dijo Marino.
Las hojas caídas crujían bajo nuestros pies cuando rodeamos el ala oeste del edificio. La entrada principal se encontraba al mismo nivel que el patio; yo observé la presencia de una mirilla contemplándome como un minúsculo ojo vacío. Marino arrojó la colilla de su cigarrillo hacia la hierba y después introdujo la mano en el bolsillo de los pantalones verdeazulados. Se había quitado la chaqueta y el voluminoso vientre le sobresalía por encima del cinturón; la camisa blanca de manga corta con el cuello desabrochado mostraba unas grandes arrugas alrededor de la funda de su revólver.
Sacó una llave identificada con una etiqueta amarilla de prueba y, mientras abría la cerradura, me sorprendió por enésima vez el tamaño de sus morenas y fuertes manos. Parecían guantes de béisbol. Jamás hubiera podido ser músico o dentista. De unos cincuenta y tantos años, el ralo cabello entrecano y el rostro tan deteriorado como sus trajes, su figura seguía siendo lo bastante impresionante como para infundir respeto a la gente. Los policías corpulentos como él raras veces tienen que utilizar los puños. La chusma de la calle les echa un vistazo y se calma de golpe. Nos pusimos los guantes bajo el rectángulo de luz solar que iluminaba el vestíbulo. La casa olía a moho y a polvo, tal como huelen las casas que llevan algún tiempo cerradas. Aunque la Unidad de Identificación, o ID, del Departamento de Policía de Richmond había registrado minuciosamente el escenario de los hechos, nadie había tocado nada. Marino me había asegurado que la casa estaría exactamente tal y como estaba cuando se encontró el cuerpo de Beryl, dos noches atrás. Marino cerró la puerta y encendió la luz.
—Como ve —resonó su voz—, tuvo necesariamente que abrirle la puerta al individuo. No hay ninguna huella de que alguien forzara la cerradura y, además, la casa dispone de un sistema de alarma antirrobo de máxima seguridad. —Marino me indicó un panel de botones junto a la puerta y añadió—: Está desactivado en estos momentos. Pero se encontraba en funcionamiento cuando llegamos aquí y la sirena silbaba que no vea usted; por eso la encontramos tan rápido.
Me recordó que un vecino de Beryl había llamado al 911 de la policía poco después de las once de la noche, señalando que la alarma estaba sonando desde hacía casi media hora.
Acudió un coche patrulla y el oficial encontró la puerta principal abierta de par en par. Minutos después, el oficial solicitó refuerzos por radio.
El salón estaba totalmente revuelto. La mesita de cristal estaba volcada; revistas, un cenicero de cristal, varios cuencos art déco y un jarrón de flores aparecían diseminados sobre la alfombra dhurrie, y un sillón orejero de cuero azul pálido estaba volcado junto a un almohadón de un sofá a juego. En la blanca pared, a la izquierda de una puerta que daba al pasillo, había varias manchas oscuras de sangre seca.
—¿Sabe si tiene la alarma algún dispositivo de retardo? —pregunté.
—Por supuesto. Usted abre la puerta y la alarma emite un zumbido durante unos quince segundos, tiempo suficiente para que usted pulse el botón del código y la desactive.
—Eso significa que ella abrió la puerta, desactivó la alarma, hizo entrar a la persona y dejó la alarma conectada mientras la persona se encontraba en la casa. De lo contrario no se hubiera disparado cuando el desconocido salió más tarde. Interesante.
—Sí —dijo Marino—, tan interesante como la mierda.
Nos encontrábamos en el salón junto a la mesita volcada. Todo estaba polvoriento; las revistas esparcidas por el suelo eran publicaciones de información general y de tipo literario, todas ellas atrasadas.
—¿Encontraron algún periódico o revista recientes? —pregunté—. Si compró algún periódico local, podría ser importante. Convendría saber adónde fue al bajar del avión.
Observé que Marino tensaba los músculos de la mandíbula. Se molestaba cuando pensaba que yo le quería enseñar cómo hacer su trabajo.
—Había un par de cosas arriba, en su dormitorio, junto con la cartera de documentos y el equipaje —contestó Marino—. Un Herald de Miami y una publicación llamada Keynoter especializada en anuncios inmobiliarios de los cayos. A lo mejor tenía intención de irse a vivir allí. Las dos publicaciones correspondían al lunes. Las debió de comprar en el aeropuerto antes de tomar el avión de Richmond.
—Me interesaría saber lo que dice su corredor de fincas...
—Nada, no dice nada —me interrumpió Marino—. No tiene ni idea de dónde estaba Beryl y sólo enseñó la casa una vez en su ausencia. Una joven pareja. El precio les pareció demasiado alto. Beryl pedía trescientos mil dólares por la casa. —Miró a su alrededor con expresión impenetrable—. Supongo que alguien la podría comprar ahora a precio de saldo.
—Beryl tomó un taxi para regresar a casa desde el aeropuerto la noche de su llegada —dije yo, volviendo a los detalles.
Marino sacó un cigarrillo y me apuntó con él.
—Encontramos la factura sobre la mesita del vestíbulo junto a la puerta. Ya hemos localizado al taxista, un tal Woodrow Hunnel. Más tonto que yo qué sé. Dijo que estaba esperando en la parada de taxis del aeropuerto. Ella tomó su taxi cerca de las ocho, cuando estaba lloviendo a cántaros. Llegó a la casa unos cuarenta y cinco minutos más tarde, él dejó sus dos maletas en la puerta y se largó. La carrera costó veintiséis dólares, incluyendo la propina. El taxista regresó al aeropuerto aproximadamente media hora más tarde y recogió a otro cliente.
—¿Está usted seguro o es lo que él le dijo?
—Tan seguro como que ahora estoy aquí con usted. —Marino se golpeó los nudillos con el cigarrillo y empezó a acariciar el filtro con el pulgar—. Hemos comprobado los datos. Hunnel nos dijo la verdad. No tocó a la dama. No tuvo tiempo.
Seguí la dirección de sus ojos hasta las oscuras sombras de la pared. El asesino se debió de manchar la ropa de sangre. No era probable que un taxista con la ropa manchada de sangre hubiera recogido a otros clientes.
—Llevaba muy poco rato en casa —dije yo—. Llegó sobre las nueve y un vecino llamó a las once. La alarma sonaba desde hacía media hora, lo cual significa que el asesino se fue hacia las diez y media.
—Sí, y eso es lo más difícil de entender. Basándonos en las cartas, parece ser que estaba muerta de miedo. Vuelve en secreto a la ciudad, se encierra en la casa, tenía incluso su tres ochenta sobre el mostrador de la cocina... ya se la enseñaré cuando lleguemos allí. Y ¿qué ocurre? ¿Suena el timbre o qué? No lo sabemos, pero el caso es que ella le abre la puerta al asesino y deja puesta la alarma. Tenía que ser un conocido.
—Yo no excluiría a un desconocido —dije—. Si era una persona muy amable, puede que le inspirara confianza y la dejara entrar.
—¿A aquella hora? —Los ojos de Marino se encendieron mientras recorrían la estancia—. ¿Qué cree usted, que el sujeto vendía suscripciones a revistas de humor a las diez de la noche?
No contesté. No lo sabía.
Nos detuvimos junto a la puerta que daba acceso al pasillo.
—Ésta es la primera sangre —dijo Marino, contemplando las manchas resecas de la pared—. El primer corte se lo hicieron aquí mismo. Supongo que ella corría como una loca y él la perseguía con el cuchillo.
Me imaginé los cortes en la cara, los brazos y las manos de Beryl.
—Yo creo —añadió Marino— que aquí le hizo un corte en el brazo izquierdo, en la espalda o en la cara. La sangre de la pared procede de la hoja porque él ya le había causado por lo menos una herida y la hoja estaba ensangrentada. Cuando la blandió de nuevo, las gotas se escaparon y salpicaron la pared.
Eran unas manchas elípticas de unos seis milímetros de diámetro, más alargadas cuanto más se alejaban del marco de la puerta. Las salpicaduras cubrían una distancia de unos tres metros. El asaltante debió de blandir el cuchillo con la fuerza propia de un jugador de squash. Sentí la emoción del crimen. No era cólera. Era algo mucho peor. ¿Por qué le dejó entrar?
—Basándome en la situación de las salpicaduras, creo que el tipo debía de encontrarse más o menos aquí —dijo Marino, situándose a varios metros de la puerta y ligeramente a su izquierda—. Blande el cuchillo, la hiere de nuevo y, mientras la hoja se mueve, la sangre se escapa y salpica la pared. Las manchas empiezan aquí, como puede ver. —Señaló las manchas más altas, que casi alcanzaban el nivel de su cabeza—. Después se agacha y se detiene a varios centímetros del suelo. —Hizo una pausa y me miró con expresión desafiante—. Usted la ha examinado. ¿Qué cree? ¿Era zurdo o no?
Los policías siempre querían saberlo. Por mucho que yo les dijera que no se podía establecer, ellos siempre lo preguntaban.
—No es posible saberlo a través de estas manchas de sangre —contesté, notándome la boca seca y con sabor a polvo—. Depende totalmente del lugar que ocupara con respecto a ella. En cuanto a las heridas del pecho, le diré que están ligeramente inclinadas de izquierda a derecha. Eso podría indicar que es zurdo, pero ya le digo que todo depende del lugar que ocupara en relación con ella.
—Pues a mí me parece muy interesante que casi todas las lesiones de defensa estén localizadas en la parte izquierda de su cuerpo. Ella corría y él se le acerca por la izquierda y no por la derecha. Eso me induce a sospechar que es zurdo.
—Todo depende de las respectivas posiciones del asaltante y de la víctima —repetí con impaciencia.
—Ya —musitó Marino—. Todo depende de algo.
Cruzamos la puerta. El suelo era de parquet y en él se había trazado un camino con tiza en el cual se encerraban las manchas de sangre que conducían hacia una escalera situada unos tres metros a nuestra izquierda. Beryl había seguido aquel camino para dirigirse a la escalera. Su angustia y terror debieron de ser más intensos que su dolor. En la pared de la izquierda se observaban varias tiznaduras de sangre hechas con los dedos heridos, que la víctima debió de extender y deslizar por dicha pared para no perder el equilibrio.
Había manchas negras en el suelo, las paredes y el techo. Beryl había corrido hasta el final del pasillo del piso de arriba, donde su atacante la acorraló momentáneamente. Allí había mucha sangre. La persecución se debió de reanudar cuando ella consiguió huir del callejón sin salida y corrió a su dormitorio, donde quizás escapó de su atacante subiendo a la cama de matrimonio mientras él la rodeaba. En aquel momento, ella le debió de arrojar la maleta o quizá la maleta estaba encima de la cama y cayó al suelo. La policía la encontró abierta sobre la alfombra y boca abajo, como una tienda de campaña, con varios papeles diseminados a su alrededor, entre ellos las fotocopias de las cartas que había escrito desde Key West.
—¿Qué otros papeles encontraron aquí? —pregunté.
—Recibos, un par de guías turísticas, un folleto con un plano —contestó Marino—. Le haré fotocopias si quiere.
—Sí, por favor —dije yo.
—También encontré un montón de páginas mecanografiadas en aquella cómoda de allí —añadió Marino, señalándola—. Probablemente era lo que estaba escribiendo en los cayos. Hay muchas notas al margen escritas a lápiz. No hay ninguna huella que merezca la pena. Unas cuantas tiznaduras y algunas huellas parciales de la propia víctima.
En la cama sólo quedaba el colchón desnudo. La colcha y las sábanas ensangrentadas habían sido enviadas al laboratorio. La víctima empezó a debilitarse y a perder la capacidad de movimiento. Salió a trompicones al pasillo y allí cayó sobre un kilim oriental que yo recordaba haber visto en las fotografías. En el suelo se veían señales de arrastre y huellas de manos ensangrentadas. Beryl se desplazó a rastras hasta el dormitorio de invitados al otro lado del cuarto de baño y allí finalmente murió.
—Me parece —añadió Marino— que el tipo quiso divertirse persiguiéndola. Hubiera podido agarrarla y matarla allí mismo, en el salón, pero eso le hubiera quitado toda la gracia. Probablemente se lo pasó en grande mientras ella sangraba, gritaba y le suplicaba. Al llegar aquí, ella se derrumba y ahí se acaba la diversión. La cosa ya no tiene gracia. Y entonces el tipo decide terminar.
La estancia tenía un aire invernal y estaba decorada en tonos amarillos tan pálidos como el sol de enero. El suelo de parquet era casi de color negro en la proximidad de una de las dos camas, y se veían algunas tiznaduras y manchas negras en la pared pintada de blanco. En las fotografías tomadas en el escenario de los hechos, Beryl se encontraba de espaldas con las piernas separadas, los brazos alrededor de la cabeza y el rostro vuelto hacia la ventana protegida por unas cortinas. Estaba desnuda, y la primera vez que estudié las fotografías no pude distinguir cómo era ni de qué color tenía el cabello. Todo lo que veía era de color rojo. La policía había encontrado unos ensangrentados pantalones caqui junto a su cuerpo. Faltaban la blusa y la ropa interior.
—Ese taxista que dice usted... Hunnel o como se llame... ¿recordaba lo que vestía Beryl cuando la recogió en el aeropuerto? —pregunté.
—Ya había oscurecido —contestó Marino—. No estaba seguro, pero creía que vestía pantalones y chaqueta. Sabemos que llevaba unos pantalones cuando la atacaron, los caqui que encontramos aquí. Había una chaqueta a juego en una silla de su dormitorio. No creo que se cambiara de ropa al llegar a casa, simplemente se debió de quitar la chaqueta y dejarla en la silla. Las demás prendas, la blusa y la ropa interior, se las llevó el asesino.
—Como recuerdo —dije en voz alta.
Marino estaba contemplando el suelo manchado de sangre donde se había encontrado el cuerpo.
—Tal como yo lo veo —dijo—, el tipo la inmoviliza aquí, le quita la ropa y la viola o, por lo menos, lo intenta. Después, la apuñala y por poco la decapita. Lástima lo del ERP —añadió, refiriéndose al Equipo de Recogida de Pruebas, en cuyas torundas de muestras no se habían descubierto restos de esperma—. Creo que ya podemos despedirnos de las pruebas del ADN.
—A no ser que alguna muestra de la sa