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Acerca de la autora
Otros libros de esta autora
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El mapa
1. EL PALACIO DE VILLA SUSO. UNAI
2. EL PORTAL DEL NORTE. DIAGO VELA
3. LOS TEJADOS DE SAN MIGUEL. UNAI
4. EL PORTAL DEL SUR. DIAGO VELA
5. LA CALLE PINTORERÍA. UNAI
6. LA VIEJA FERRERÍA. DIAGO VELA
7. ARMENTIA. UNAI
8. EL PALACIO DE LOS ÁLAVA-ESQUIVEL. UNAI
9. EL CAUCE DE LOS MOLINOS. DIAGO VELA
10. LA TORRE DE NOGRARO. UNAI
11. LA CUCHILLERÍA. UNAI
12. EL MESÓN DE LA ROMANA. DIAGO VELA
13. LAU TEILATU. UNAI
14. LA HERRERÍA. UNAI
15. LA VÍSPERA DE SANTA ÁGUEDA. DIAGO VELA
16. SANTIAGO. UNAI
17. LA CATEDRAL NUEVA. UNAI
18. LA CÁMARA DEL CONDE. DIAGO VELA
19. EL ZADORRA. UNAI
20. K, +D1. UNAI
21. LA PLAZA DEL JUICIO. DIAGO VELA
22. ARKAUTE. UNAI
23. LA DAMA DEL CASTILLO. UNAI
24. CARNESTOLENDAS. DIAGO VELA
25. LOS SEÑORES DEL CASTILLO. UNAI
26. PAN. UNAI
27. LA SACRISTÍA. DIAGO VELA
28. VALDEGOVÍA. UNAI
29. EL JARDÍN DE SAMANIEGO. UNAI
30. EL ROBLE DEL JUICIO. DIAGO VELA
31. LA RECTA DE LOS PINOS. UNAI
32. HOSPITAL DE SANTIAGO. UNAI
33. YENNEGO. DIAGO VELA
34. EL PRINCIPIO DE LOCARD. UNAI
35. QUEJANA. UNAI
36. EL PORTAL OSCURO. DIAGO VELA
37. LA VIEJA AULA. UNAI
38. EXTRAMUROS. DIAGO VELA
39. EL VIEJO CAMPOSANTO. UNAI
40. EL PASO DE RONDA. DIAGO VELA
41. EL HORNO. ALVAR
42. REFUERZOS. DIAGO VELA
43. UNA LÁPIDA ROTA. UNAI
44. LA CAPILLA DE SANTA MARÍA. DIAGO VELA
45. UN LÁPIZ ROTO. UNAI
46. PARLAMENTO. DIAGO VELA
47. EL CAMALEÓN. UNAI
48. TIERRA DE LOS ALMOHADES. DIAGO VELA
49. EL CAMPILLO. UNAI
50. LA TORMENTA. DIAGO VELA
51. EL CANTÓN DE LAS CARNICERÍAS. UNAI
52. EL PASO. UNAI
53. EL FIEL MUNIO. DIAGO VELA
54. LA TUMBA DE MANZANAS. UNAI
55. EL CÍRCULO. UNAI
56. MAR DE BOTELLAS. UNAI
57. BAJO LA MURALLA. DIAGO VELA
58. LA VIDRIERÍA. UNAI
59. BAJO LA LLUVIA. RAMIRO ALVAR
60. LA SALA. UNAI
61. ALTAI. DIAGO VELA
62. LA TUMBA DEL CANCILLER. UNAI
63. KRAKEN. UNAI
64. RAMIRO. UNAI
65. UNA VILLA. DIAGO VELA
66. LOS SEÑORES DEL TIEMPO. UNAI
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA DE LOS SEÑORES DEL TIEMPO
1
EL PALACIO DE VILLA SUSO
UNAI
Septiembre de 2019
Podría comenzar esta historia hablando del turbador hallazgo del cuerpo de uno de los hombres más ricos del país, el dueño de todo un imperio empresarial de moda low cost, envenenado con cantárida —la legendaria Viagra medieval—, en el palacio de Villa Suso. No voy a hacerlo.
En su lugar voy a relatar, lo prefiero, lo que sucedió la tarde que acudimos a la desconcertante presentación de la novela de la que todo el mundo hablaba: Los señores del tiempo.
Estábamos fascinados con aquella novela histórica. Yo el primero, lo reconozco. Era una de esas lecturas que te evadían, una mano invisible que te agarraba del cuello desde el primer párrafo y en un ejercicio de magnetismo te arrastraba a su feroz mundo medieval sin que quisieras hacer nada por evitarlo.
No era un libro, era una trampa de papel, una emboscada de palabras…, y no podías escapar.
Mi hermano Germán; mi alter ego, Estíbaliz; los de la cuadrilla…, nadie hablaba de otra cosa y muchos la habían finiquitado en tres noches pese a sus cuatrocientas setenta páginas, pero otros la dosificábamos como si fuera un veneno —de esos que te dan placer mientras te lo inoculas— e intentábamos alargar la experiencia de tener la cabeza en el año de Christo de 1192. Era tal la inmersión lectora que incluso a veces, cuando retozábamos entre las sábanas durante desordenadas madrugadas de muslos y lenguas, llamaba mi seniora a Alba.
Había un morbo añadido, un enigma por resolver: la identidad del esquivo autor.
Después de semana y media arrasando en librerías, no había ni una foto de él en los periódicos ni en la sobrecubierta de la novela. Tampoco había concedido entrevistas. No había rastro de identidad digital en redes sociales ni página web. Era un paria del presente o alguien que realmente vivía en un anacrónico pasado analógico.
Se conjeturaba que el nombre con el que había firmado su obra, Diego Veilaz, era un pseudónimo, un guiño al narrador y protagonista de la novela, el carismático conde don Diago Vela. Cómo saberlo. Cómo saber nada por aquel entonces, cuando la verdad todavía no había desplegado sus volubles alas sobre las calles adoquinadas de la milenaria Almendra Medieval.
Atardecía en sepia sobre nosotros cuando crucé la plaza del Matxete con Deba sobre mis hombros. Confiaba en que mi hija de dos años —ella se sentía ya adulta— no alborotase demasiado en la presentación