El corazón, quién lo diría. Siempre desdeñé este músculo tenaz, cómo me irrita su estirpe de manzana, su estampa en cuadernos y playeras, su martilleo quejumbroso, quién preferiría el golpeteo de este molusco al magnetismo del cerebro. Nada tan sobrevalorado como el corazón y sus achaques, como si este ovillo en mitad del pecho contuviera las semillas de la ira o de las lágrimas. Aun así, la sensatez de las neuronas no me trajo de vuelta a Corozal, sino este pulso duplicado que apenas siento mío.
Hundo las sandalias en el fango y me obligo a recordar aquel tres de agosto, siete meses atrás, cuando un par de salvadoreños se topó con el desvencijado cuerpo de una adolescente río abajo, o más bien quién era yo en ese mundo, en esa vida, cuando nuestro grupo de investigación se abría al futuro, nunca había escuchado hablar de este puesto fronterizo, los malestares de la ataxia se habían recrudecido, mis afectos se escindían en líneas paralelas y tú aún no habías pronunciado los nombres de Saraí y de Dayana. Avanzo a trompicones sobre el limo, mis músculos entumecidos me obligan a concentrarme en cada porción de mi andrajoso cuerpo. A lo lejos, unas barcazas desafían el Usumacinta bajo el resguardo de la madrugada.
Imagino las historias de esos hombres, mujeres y niños bautizados como ídolos pop o estrellas de Hollywood que, nada más desembarcar en nuestra orilla, se adentran en la selva por las mismas rutas de los narcos en busca de algo que desconocen y solo anhelan, un partido de beisbol por la tele o la acedia de una tarde de domingo, en un lugar que asocian con la persistencia de la vida. Me asaltan entonces los amoratados labios de Dayana, sus mechones impregnados en salitre y su cuerpecito acodado en la ribera como desecho de un naufragio y de inmediato vuelvo a ti, Luis, a tu nariz de profeta, tu énfasis de locutor deportivo y las florituras de tus dedos cuando nos instabas a estudiar, con el frenesí de esos migrantes que sueñan con el norte, los orígenes de la violencia que provocó la muerte de esa chica y, desde hace al menos tres lustros, tantas otras muertes.
La superficie del agua se mece en una nata parduzca, alzo la vista y admiro los nubarrones mientras la humedad asciende por mis pantorrillas y mis muslos. Soy otra, lo único que sé es que soy otra, la Lucía Spinosi que me precedió, tan huraña, tan ingenua, tan intolerante, ya no existe, sepultada con cada una de las certezas que me han encajonado desde niña. Examinarme antes de Corozal se me antoja hoy imposible, tanto como constatar que tú tampoco existes ya excepto en mi memoria, anclado en algunas de las millones de neuronas que estallan en mi cráneo cada vez que vuelvo a discutir contigo los pormenores de este caso.
Niños, fueron unos niños.
Así nos dijiste, Luis, con ese resplandor amarillento que de vez en cuando enturbiaba tus irremediables ojos verdes.
La madre de Dayana, una mujer maciza y diminuta, con un ojo ciego, dipsómana y malhablada, justo de mi edad, no acudió a la policía hasta pasado el mediodía, más de veinticuatro horas después de que su hija saliera de la escuela acompañada por sus amigos y la pesquisa se inició a regañadientes hasta la tarde del cuatro. Solo entonces, recién salida de la borrachera y de la cruda, Imelda Pérez Águila arengó a sus familiares y vecinos a buscar a su Dayana. Corozal se movilizó durante esas horas de borrasca, aunque no fue sino hasta la noche del cinco cuando Irvin Darío Menchaca y su hermana América, de veintiuno y dieciocho, originarios de Panchimalco, un pueblucho a una veintena de kilómetros de San Salvador, hallaron por accidente su cadáver. Tal vez otros migrantes más curtidos hubieran contemplado el cuerpecito con pena o asco y hubieran proseguido su camino, ellos se quedaron atónitos, sus ojos acaso reflejados en los ojos lechosos de Dayana, los mecanismos de la empatía son impredecibles, y se arriesgaron a desviarse para dar cuenta del hallazgo. Esa misma tarde fueron devueltos en lancha a Guatemala, regreso asistido lo llaman nuestras autoridades progresistas, aunque lo más probable es que los hermanos apenas hayan tardado en redoblar su apuesta y, si fueron afortunados, tal vez hoy trabajen en un McDonald’s o un Taco Bell en Newark o en Trenton, ya me gustaría, en vez de haber sido arrestados y encarcelados en esos campos de concentración que nos resistimos a llamar por su nombre, o vejados, violados, esclavizados o asesinados por los energúmenos que controlan el tráfico de personas rumbo al otro río.
Aniquilada por el bochorno, me enfilo de vuelta a casa de doña Gladiola, mi refugio desde que regresé a Corozal, a dos cuadras de la Primaria Leandro Valle. El corazón desbocado me lleva a nuestra primera tarde aquí, Luis, cuando insististe en manejar el jeep que alquilamos en Tuxtla mientras yo no daba una con el GPS de mi celular. No habían transcurrido ni diez días desde la muerte de Dayana, el entierro había sido un circo por culpa de Mimí Barajas, la presentadora que aterrizó en helicóptero en una cancha de futbol con tres camarógrafos de Televisa para transmitirlo en directo y redoblar su frívola apuesta contra el crimen, y de pronto otros forasteros indeseables desembarcábamos en ese enclave en medio de la nada sin otro contacto que el número de un investigador del Colegio de la Frontera Sur que alguien en la UNAM te compartió en el último segundo. Me tranquilizaste con una de esas sonrisas que desarmaban al más ansioso, estacionaste el jeep frente al desvencijado parque central y marcaste el número que habías anotado en una de las libretas de pastas rojas que garabateabas con tu diminuta letra de zurdo. Mientras lo esperábamos, la tarde se llenó con unos bramidos aterradores, tardaríamos en descubrir que se trataba del feroz ulular de los monos sarahuatos que se columpiaban en lo alto de los árboles.
Domingo Retana nos citó en una cenaduría perdida entre matorrales y casuchas de madera y lámina, pidió un orange crush y nos abrumó con detalles sobre la familia de Dayana, el revuelo mediático que cimbró al pueblo y la rabia y la vergüenza que se apoderaron de sus habitantes como una plaga de zancudos. Con su camiseta de Black Sabbath, su arete en el lóbulo izquierdo, su abdomen de hipopótamo y su entrecana coleta de caballo, cualquiera habría confundido al académico con un pollero, tú te diste a la tarea de explicarle nuestras intenciones, o más bien las tuyas, pues yo aún no comprendía qué esperabas de mí y del resto del equipo, esforzándote por resultar simpático y elusivo, hasta que Retana logró interrumpirte y se ofreció a ponernos en contacto con Imelda, a quien había conocido en el sepelio. Nos adelantó que hablar con Rosalía, la hermana de esta, no iba a resultarnos tan sencillo. Solo entonces descubrí, no sé si tú lo habías deducido por tu cuenta, que Saraí y Dayana eran primas.
El antropólogo nos aseguró que sus buenos oficios podrían abrirnos paso con las autoridades locales, en cambio nos recomendó ni siquiera mencionarlo con los responsables de la Guardia Nacional o del Instituto Nacional de Migración, con quienes mantenía un querella desde que publicó un artículo donde exhibía su complicidad con las bandas de la zona. Como tú empezabas a extraviarte en tus divagaciones sobre el mal y la infancia, los temas que muy pronto devorarían nuestra vigilia, me vi obligada a desbrozar las cuestiones prácticas y le pregunté a Retana si habría un hotel o una casa de huéspedes donde los miembros del Centro de Estudios en Neurociencias Aplicadas pudiéramos instalarnos por un tiempo. El académico le dio un último trago a su brebaje anaranjado, no veía dificultad en que encontráramos acomodo en uno de los centros ecoturísticos que habían florecido en los últimos tiempos gracias a sus paquetes a Bonampak o Yaxchilán. Le pregunté por algún sitio donde acondicionar nuestro laboratorio y Retana sugirió las instalaciones del CECYT 33, todo se puede aceitando los conductos adecuados, nos dijo, hacía mucho que no escuchaba esta expresión que tan bien nos retrata, sin esa sustancia viscosa nada fluye ni se logra en este país, no tenemos remedio.
Una chica apenas mayorcita que Dayana nos sirvió los tacos dorados y los refrescos que Retana ordenó para nosotros y los tres nos hundimos en las posibles razones del asesinato de Dayana, el machismo y la falta de perspectivas de futuro, la violencia intrafamiliar y la adicción a los juegos de video, las noticias cotidianas de fosas, ejecuciones y desaparecidos, los destinos truncos de tantos chicos. En la sobremesa solo amasamos lugares comunes, las teorías de pacotilla de quienes se han atragantado con demasiadas series policiales o confían en exceso en su propia disciplina, no entendíamos nada y quizás tampoco yo entienda nada ahora, de otro modo no estaría de vuelta en Frontera Corozal al cabo de estos meses de guerra.
Al llegar a casa de doña Gladiola, la camiseta se me adhiere al vientre y las costillas, el sudor escurre en medio de mis pechos y me punza el fuego que me brotó antenoche en el labio superior. Buenas, doctora, me saluda con su boca desdentada y su delantal a cuadros, el noticiero matutino como un eco del pretérito, yo inclino la cabeza y sigo de largo. Logré acomodar mi ropa e instalar una mesita para la computadora entre la cama y la ventana que da a una hojalatería cuyo trasiego nunca se detiene. Como otro corazón debajo de las sábanas, la adormilada respiración del Sigmund me fuerza a sonreír por primera vez en el día, acaricio su lomo por encima de la tela, su tersa compañía es el único vestigio de mi antes. Me desnudo deprisa, abro la cortinilla turquesa que me recuerda la última casa de mi padre, el agua helada me desliza en una lucidez brutal, como si emergiera de un banco de arena, de pronto consciente de mi soledad y mi destierro a orillas del Usumacinta. Solo soy un cuerpo, este cuerpo deshilachado que apenas reconozco, un cuerpo sometido a una desigual lucha contra el tiempo, un cuerpo destinado a transformarse en un fardo tarde que temprano. Un cuerpo tan maltrecho como el de Dayana y tan frágil como el de las once o doce mujeres asesinadas a diario en mi suave patria.
Tres agentes de la policía municipal siguieron la ruta dibujada por los salvadoreños y, al divisar una rodilla en la hondonada, hicieron lo primero que se les vino a la cabeza, arrastraron el cuerpo a la ribera, lo depositaron en un montículo como la compra del mercado y cubrieron su rostro con una chamarra, destruyendo sin remedio la escena del crimen. Para entonces una multitud de curiosos se apeñuscaba junto al río y un par de albañiles consiguió detener a Imelda antes de que se lanzara a gritos, cabrones, mal nacidos, hijos de la chingada, sobre el cadáver de su hija. El cadáver de Dayana fue conducido esa noche en la clínica del IMSS de Ocosingo sin que nadie se atreviera a practicarle la autopsia en espera de las instrucciones de la capital del estado. Dos días después, un equipo forense llegado desde Tuxtla se llevó media jornada en descartar la asfixia como causa de la muerte, los pulmones de la chica estaban anegados en sangre en vez de agua, en su vientre relucían las tajadas de dos instrumentos punzocortantes, la policía filtraría que una navaja suiza y un cuchillo cebollero y los médicos determinaron que la pobrecita debió tardar un par de horas en perder el conocimiento y al fin la vida. Por una vez en esta carnicería que llamamos México, no había signos de que hubiera sido sexualmente violentada.
No sé cómo nos resumiste estos detalles sin atragantarte, con una frialdad que no era tuya, o tal vez sí lo fuera, Luis, a estas alturas ya no sé qué sé de ti. Hasta donde recuerdo, Fabienne, Paul y yo fuimos bastante ecuánimes, ni siquiera Pacho se enervó esa mañana y Elvira decidió no contrariarte con sus revolucionarias teorías sobre todo. Los cinco te escuchamos atentos, medio zombis, el horror todavía no nos infiltraba. Paul quiso abrazarme y yo lo rechacé, no me quedó más remedio que ofrecerle otra de mis incómodas disculpas.
Para nosotros la violencia se había reducido a un rumor lejano, ese zumbido machacón que no te deja en paz y al cual, en medio de la rutina, acabas por acostumbrarte. Habíamos imaginado el CENA como oasis, un santuario frente a la brutalidad de afuera, un espacio seguro en una de las naciones más inseguras del planeta, quizás eso te incomodó hasta la náusea, la idea de pertenecer a un grupo de científicos privilegiados que se desentienden del salvajismo que los rodea y hunden sus cabezas de avestruces en sus papers. Intuyo que, combinado con los estertores de tu vida, de esas inauditas vidas que llevabas a cuestas y en silencio, la muerte de Dayana te lanzó en aquella huida hacia delante. Sin tomarnos en cuenta, nos arrastraste en tu camino de Damasco, ese repentino compromiso social que se transmutaba en una aventura que los demás no planeamos ni deseamos y que nos obligaría a abandonar nuestra zona de confort, las aulas de la universidad y nuestras conciencias blanqueadas para lanzarnos a la selva, literalmente a la selva, y a esa barbarie que también sería la nuestra.
Salgo de la regadera enrollada con la toalla, el Sigmund asoma los bigotes entre las sábanas y compruebo que he hecho bien en regresar a Corozal, solo en este olvidado embarcadero entre México y Guatemala, tan lejos de Tristán y de Paul y los demás miembros del CENA, tan lejos de ti y de mi antes, reuniré el coraje para escuchar a mi corazón y desentrañar lo que sucedió contigo, conmigo, con nosotros, en esta temporada de guerra.
El corazón tiene razones que la razón desconoce.
¿Y si la razón tuviera corazones que el corazón desconoce?
Los corazones son juguetes frágiles.
Todos recordamos la primera vez que alguien nos rompió el corazón. Como una computadora a la cual se le quema el disco duro, una vez que se descompone jamás vuelve a funcionar igual.
Antes de cualquier extraño, mi padre destrozó el mío. Se desmoronó y lo volví a ensamblar. Gracias a él descubrí que no tengo el corazón de porcelana, sino de lego.
He perdido la cuenta, en cambio, de cuántos he roto yo. Será por eso que mis amantes me endilgan sin falta el mismo reproche.
Aseguran que no tengo corazón.
¿Cuántos habrás roto tú, Luis? ¿Veinte, treinta, cien?
Esa sería la respuesta fácil. Si me detengo a pensarlo, tu problema era el inverso. Obstinarte en no quebrar ni uno.
Dificultad para caminar.
Debilidad muscular.
Problemas del habla.
Movimientos involuntarios de los ojos.
Escoliosis.
Severas palpitaciones.
El futuro de mi cuerpo.
Primero, un espeso silencio, la sensación de que no abrirá la boca nunca más, en contrapunto, la avalancha de preguntas de una voz en off, un rosario repetido hasta la náusea. Saraí se concentra en sus uñas carcomidas cuyos colorines y estrellitas fluorescentes se desgajan sobre la mesa de formica. Un leve temblor en los párpados, las mejillas irritadas, los labios que se comprimen en un puchero infantil. El suéter verde, raído de tanto lavarse, la blusa percudida y la faldita a cuadros que comparte con la mayor parte de las adolescentes del país, calcetas renegridas, los zapatos enlodados de cualquier habitante de este ruinoso puerto fluvial. El neón glauco torna la imagen casi pornográfica.
No sé cuántas veces repito la escena antes de discernir, en esos minutos iniciales, un atisbo de conciencia.
Quince minutos de nada.
La voz en off es una aplanadora contra una choza que se resiste a derrumbarse. Qué fuerza, me digo. Después de quince minutos, un balbuceo. A Saraí la lengua se le enrosca y las comisuras se le empuercan con saliva. De pronto un hálito, como una estatua que cobra vida poco a poco hasta transmutarse en carne. El varón pregunta y la hembra no tiene más opción que responder.
Rewind.
No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé.
Pierdo la cuenta de cuántas veces Saraí dice no sé. Pobrecita. ¿Pobrecita? Sus manos, dos conejillos asustados, querrían echarse a correr. La voz masculina, gris si las voces tuvieran color, primero intenta calmarla, luego consolarla, al cabo solo detenerla. Saraí resiste, parapetada en la misma cantilena, es lo que le ha exigido la voz en off y esto es lo único que ella parece capaz de entregarle. ¿Qué hace aquí una niña de catorce? ¿No debería estar jugando con sus barbies, ligándose a un compañerito o corriendo descalza? Su tronco se mece hacia adelante y hacia atrás en una suerte de trance o de ritual.
Una muñeca o una autómata.
No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé.
¡Basta, Saraí!
El camarógrafo desenchufa el aparato y la grabación se detiene. Veintisiete minutos y quince segundos que duran un siglo. Veintisiete minutos y quince segundos en los que atestiguo cómo una niña se convierte, ¿en qué?
No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé.
Yo tampoco sé.
Me movía igualito, el mismo vaivén, la misma necesidad de fuga, aferrada a la silla, el tronco hacia delante y hacia atrás, primero muda y luego balbuciendo el mismo no sé no sé hasta que me descubrió mi tía aquella tarde. Una muñeca o una autómata. La misma edad de Saraí, la misma edad de Dayana, cuando no eres mujer, no todavía. Cuando no eres más que un proyecto, un plan, una posibilidad. Cuando no eres sino una mala idea.
Papá se había marchado dos meses atrás y yo no se lo conté a nadie, tenía que poder solita. Disimular, a los catorce, una vida en familia. Abrió la puerta y se largó. Ahora vengo, Lucy. Cómo odiaba que me dijera Lucy. Lucía, papá, Lucía.
Me quedé dibujando en el piso, no recuerdo si llevaba la falda a cuadros y la blusa blanca del uniforme, las calcetas percudidas, eso sí. En esa época diseñaba barcos de todos los tamaños, trasatlánticos como bestias prehistóricas, buques de guerra, bergantines y carabelas que calcaba de los libros de texto, yates multimillonarios, canoas, cayacs. En cada uno se asomaba una carita de cabellos rojos. Me imaginaba a bordo de esos barquitos mientras papá se echaba al mar, al océano de alcohol que navegaba sin tripulación y sin dios. Tal vez si por mis venas hubiera circulado whisky o vodka él no habría desaparecido aquella tarde, no me habría abandonado mientras yo lo veía partir desde el puerto, navegando sin rumbo, con los instrumentos averiados, durante esas noches de chubasco.
Lo esperé a cenar, en vano. Encendí la tele, vi cada uno de los programas de cable que me tenía prohibidos, realities, true crime y golden choice, con el ansia de quien roba lo prohibido. Devoré una caja de galletas de animalitos. Cerca de la medianoche, abrí una de sus latas de IPA y la usé como tónico para dormir. Guácala. Me bebí otra. Desperté por la madrugada, papá, ¿ya estás aquí?
Ni sus luces. No era la primera vez que se iba así como así, cuando yo tenía ocho se esfumó una semana, desde algún sitio le llamó a mi tía para que se hiciera cargo de mí. No llegaba a dormir y se aparecía de sopetón con sus ojeras violeta, la camisa tatuada con pintalabios y ese hedor a ultratumba que nadie quería oler excepto yo. Si estaba de buenas, me acariciaba el pelo y se echaba a dormir hasta las seis o siete de la tarde. Si no, me gritaba o me abofeteaba y se echaba en el colchón. Supuse que esta vez ocurriría lo mismo y me amodorré.
Cuando sonó el despertador, papá no había llegado. Me bañé, desayuné un platón de zucaritas y me encaminé a la escuela, de seguro al volver lo encontraría roncando o embobado con la Champions. Me equivoqué. Me preparé unos huevos revueltos, hice la tarea, dibujé, vi tele, volví a dibujar, oscureció, cené otras zucaritas, vi más tele, me dormí.
A la mañana siguiente, tampoco apareció. Me fui a la escuela y regresé. Descubrí una caja de huevos, calenté el aceite y me hice uno estrellado, la yema redonda y amarilla como un sol. Busqué entre sus cajones y encontré el sobre donde escondía la morralla para las emergencias. Las emergencias ocurrían las noches de domingo cuando, más ansioso que de costumbre, enhebraba tres toques que apestaban el departamento, hurgaba en la cajita, bajaba al Oxxo y regresaba con unos sabritones, un bacardí blanco y dos sixpacks. Desarrugué unos billetes, cerca de mil pesos, si las cajas de huevos costaban cincuenta, calculé, podría sobrevivir una temporada. Leche y huevos. Después, agua y huevos. Abrí mi propia alcancía, doscientos pesos más. La Robinson Crusoe de la Narvarte.
No sé cómo engañé a medio mundo durante siete semanas, nadie me preguntó nada, papá ausente aun presente. Mi tía me llamó unas cuantas veces, le dije que él dormía la mona o estaba en la oficina, no pareció extrañarse, acostumbrada a su patanería. En la escuela, a la Calvillo ni le importó, la única que notó algo fue Luz, qué escondes, me preguntó al oído, Luz tampoco iba a decir nada, pocas veces la invitaba a casa, temerosa de los arranques o las aproximaciones de papá. En esa época fui varias veces a la suya, su mamá me encaró como detective de película.
Estás bien flaquita, mija.
Sí, señora, hago gimnasia y no como mucho porque la verdad papá no cocina muy bien.
No habrás faltado a tu revisión médica, ¿verdad?
Pronto me harté de los huevos, desempolvé un recetario de mi madre, aprendí a preparar delicias con ingredientes mínimos, debería escribir un manual de supervivencia para adolescentes, me haría millonaria. Seguía más o menos la misma rutina cada día, esa iba a ser mi vida hasta la universidad. Por momentos me desesperaba, no sé, quizás fuera el silencio o imaginar el cadáver de papá flotando en medio del Atlántico. Un buen día me olvidé de los barquitos y me puse a jugar con una navaja suiza igualita a la que Jacinto hundiría en el vientre de Dayana. La primera vez fue casi un accidente, quería comprobar el filo o mi resistencia al dolor, ya no recuerdo, las dos cosas superaron mis expectativas. Me aficioné, primero una rayita, luego un hilo de sangre que entintaba el chorro de agua con el cual intentaba frenarlo o diluirlo, estas marquitas que conservo aquí son el calendario de esos meses sin papá.
Hice y deshice la casa, aprendí a limpiar y, cuando se me cayó un botón, a coser. Si hubiera pasado más tiempo sola, habría bordado un mantel como Penélope. Al cabo de un mes, se terminó el gas y no me quedó más remedio que bañarme con agua fría, la odio. Descubrí el poder del microondas, el tocino envuelto en una servilleta de papel queda bien crujiente. Al final, mis únicas provisiones eran sobres de atún Dolores. Aburrida, leí un par de novelas de detectives que dejé a la mitad, Crimen y castigo y El alquimista me gustaron igual, los tomos A-BAC y BAD-DEM de la carcomida enciclopedia de los abuelos y hasta empecé La interpretación de los sueños, que mucho después me cambiaría la vida. Vi más tele que nunca, de Los Simpson a Beverly Hills 90210, el origen de mi adicción a las series, mejoré mi inglés y hasta leí noticias por internet, por enumerar las cosas positivas. Entre las negativas, me volví aún más huraña y reconcentrada, mi única meta era ocultar mi soledad y mi desdicha maquillándolas con una alegría que se me escurría entre los dedos. Desde entonces soy una consumada actriz aunque desconozca el libreto de la obra. No sé cuándo ese ensimismamiento derivó en el agotador balanceo frente a la mesa, adelante y atrás, adelante y atrás, como Saraí. Me gustaría estudiar el estado mental asociado con ese vaivén, supongo que sería cercano a la meditación o al envolvente giro de los sufis.
Así me encontró mi tía cuando se apareció en el departamento, tocó a la puerta y, al no obtener respuesta, abrió con la llave que nunca quiso devolverle a papá. No la escuché hasta que me tomó en brazos. Yo había perdido seis kilos, estaba demacrada, bastante sucia y, en cuanto me rozó la frente con sus dedos brujiles, me abandoné en su regazo.
No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé.
Me llevó a su casa, siempre envidié sus sillones de piel y el lavaplatos, lo único malo era compartir la cama con mi prima Daniela y sus preguntas alfileres. Permanecí allí una semana antes de que papá se apareciera tan campante, le armara una bronca monumental a su hermana por haberme secuestrado y me sacara de los pelos.
Rewind.
Desbloqueo la pantalla y observo el primer interrogatorio de Saraí por enésima vez. Su cuerpecito me recuerda esos muñecos cabezones de moda, su carita hacia adelante y hacia atrás, como la mía. De pronto abre los labios y, sí, no me lo invento, se vuelve hacia la cámara y me mira a mí.
No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé. No sé.
Unos niños, dijiste, Luis.
Unos niños, te secundó Fabienne.
Vestida con una blusa de seda iluminada por unos dijes y aretes de oro, tu mujer exhibía esa serenidad que se confunde con la cartesiana frialdad de los franceses. Mientras se recomponía, abriste tu libreta de pastas rojas y buscaste el artículo que recortaste cuando te aprestabas a disfrutar, como cada mañana, de tu marlboro y tu medio litro de café.
Dayana, la niña asesinada, tenía catorce, nos contaste.
La edad de Sophie, la hija de Fabienne que era como tu propia hija, pensé yo, y en mi mente se dibujaron su melena rubia, sus jeans deshilachados y su pasión por el reguetón feminista.
La policía asegura que el líder de la banda es un chico de quince, junto con otra niña de catorce, un niño de diez y una pequeña de ocho, continuaste.
¡Ocho!, exclamó Paul.
Incapaz de contenerse, Elvira practicó su deporte favorito, cuestionar cualquier cosa que dijeras.
Carajo, Luis, te dijo, hay mil historias parecidas y luego resulta que son adolescentes hechos y derechos.
Ella siempre prefirió a sus macacos, con los que pasaba horas y horas, a los hombres.
Los cuatro chicos participaron en el crimen, nos aclaraste, es el quinto caso en este año. En enero unos niños de once ahogaron a su hermanita de seis en Piedras Negras, en marzo una pandilla de ocho chicos, el mayor de trece, violó en masa y luego mató a palos a una niña de diez en Fresnillo, en abril tres muchachas de Ojinaga, de entre once y diez, acuchillaron a una de sus compañeras y enterraron su cuerpo en un baldío, en junio en Ciudad Victoria, dos chicos de catorce y dos chicas de trece asfixiaron a un bebé y lo arrojaron a un basurero y, hace apenas quince días, en Los Mochis, tres niños de doce secuestraron a uno de sus compañeros de la escuela, lo mantuvieron amordazado en una casona abandonada, le enterraron un destornillador en el estómago y lo de