Un trabajo limpio

Xus González

Fragmento

cap-3

1

Como de costumbre, nadie quería desayunar con la directora. A las nueve y media de la mañana, Dolores Casal salió de la sucursal bancaria donde trabajaba, en Vilafranca del Penedès, y se dirigió a la cafetería que había al final de la calle.

A ella tanto le daba desayunar sola; incluso lo prefería, especialmente aquella mañana de lunes. Se sentía tensa, había pasado la noche en vela, sin poder quitarse de la cabeza a su condenada exnuera. Y el cansancio la volvía más arisca de lo normal.

Frente a una taza de café con leche, hojeó el periódico sin prestar atención a las noticias. Pasaron los minutos y el café se enfrió. Renunció a apurarlo; caliente ya sabía a rayos, frío debía estar asqueroso. Se levantó y fue al mostrador a pagar. Al otro lado, la dependienta de la cafetería se dedicaba a colocar tras la vitrina las pastas que acababa de sacar del horno.

Dolores aguardó en silencio, con un billete de cinco euros en la mano y la vista clavada en el cogote de aquella chica de apenas veinte años que la ignoraba mientras rellenaba con parsimonia una bandeja con cruasanes de chocolate pequeños. Echó un vistazo a su alrededor; era la única clienta de la cafetería. Tras unos segundos más de espera, soltó un bufido y dijo:

—Te doy de tiempo lo que tarde en llegar a la puerta. Si sigues ignorándome, date por pagada.

La chica se detuvo un momento, observándola por el rabillo del ojo. Después continuó con los cruasanes.

—Como quieras —espetó Dolores, girándose en dirección a la salida—. Menuda manera de llevar un negocio. A este paso vas a arruinar a tu jefe.

No había dado ni tres pasos cuando la voz de la dependienta sonó a sus espaldas:

—¿Le dolió mucho?

Dolores se volvió.

—¿A qué te refieres?

—Al día que le metieron el palo por el culo. Porque si no, no me explico cómo se comporta así, como si el resto fuéramos escoria.

La directora no daba crédito a lo que acababa de oír.

—Pero ¿cómo te atreves a hablarme así?

La chica sonreía abiertamente, sin mirarla, mientras acababa por fin de colocar todas las pastas en la bandeja.

—¡Menuda insolente! —continuó Dolores—. Pienso explicarle a tu jefe lo que acabas de decirme, ¿te enteras? Ya puedes ir despidiéndote del trabajo. Hoy vas a aprender algo, guapa: que la desfachatez no sale gratis. Pero… ¿de qué te ríes?

—¿Ha acabado ya con su sermoncito? No tengo nada que aprender de usted, excepto la mala educación. Y le voy a decir algo más: es usted insoportable. Siempre con exigencias, siempre con quejas. Que si el café está malo, que si el cruasán está seco, que si los bocadillos son pequeños, que si la radio está muy alta, que si soy muy lenta… Cuando a alguien no le gusta un sitio, pues se va a otro y punto, no sigue viniendo un día tras otro a dar la vara. Y si quiere hablar con mi jefe, pues adelante, hágalo. Le deseo suerte. Me conoce muy bien, porque resulta que es mi madre, y lo mejor de todo es que ella sabe perfectamente cómo es usted. A menudo la gente viene aquí después de pasar por su banco y comentan la jugada, ¿no se lo imagina?

Dolores cerró ambos puños, conteniendo su ira, y dijo:

—No pienso volver a poner los pies en este tugurio.

—Brindo por ello, señora. Y no se preocupe por el café. Invita la casa.

—Ese café estaba asqueroso —contraatacó Dolores, justo antes de llegar a la puerta.

—No esperaba una despedida menos elegante por su parte. Le recomiendo que tome más fibra, ayuda a evacuar la mierda por abajo y no por arriba.

A Dolores le hubiera gustado marcharse dando un portazo, pero la puerta de la cafetería era automática.

Salió a la calle rabiando. Estaba muy alterada, más de lo normal para alguien tan acostumbrado a los encontronazos como ella. Más le valía olvidarse de aquella niñata grosera e insolente.

Echó a andar y no tardó ni un minuto en llegar a la oficina bancaria. Llevaba la friolera de diecisiete años trabajando allí, una de las sucursales más pequeñas y tranquilas de toda la provincia de Barcelona. Situada en los bajos de un bloque de viviendas de cuatro plantas, consistía en un local rectangular con una superficie de poco más de ciento cincuenta metros cuadrados dividido en dos secciones: en un primer término estaba el hall, donde Carmen y Antonio, los cajeros, atendían las gestiones más rutinarias, y luego más al fondo se encontraba su despacho; el resto del local lo conformaban un pequeño almacén y un cuarto de baño. En su conjunto, se trataba de una sucursal bastante antigua que requería algunas mejoras, especialmente en lo concerniente a la seguridad, pero Dolores siempre había preferido escatimar dinero en pro de la empresa. Eso era algo que los jefes tenían muy en cuenta de cara a las bonificaciones anuales y, además, hacía años que no sufrían ningún robo.

Tan pronto como puso los pies en la oficina bancaria, sintió unas ganas locas de dar media vuelta y largarse. En el mostrador, discutiendo con los cajeros, se encontraba uno de los clientes más pesados de los últimos tiempos. Su nombre era Arcadi Soler y era propietario de una imprenta en horas bajas que, un par de meses atrás, había acudido a solicitar un préstamo que le permitiera pagar los sueldos atrasados de sus trabajadores, comprar nueva maquinaria y remodelar la nave. Pedía nada más y nada menos que 750.000 euros. Dolores nunca le dio esperanzas y acabó denegándole el préstamo, pero aquel hombre no aceptaba un «no» por respuesta; se presentaba una y otra vez, exigiéndole que cumpliera con su palabra, como si Dolores en algún momento se hubiera comprometido a concederle el préstamo y después se hubiese echado atrás.

Era un hombre de pueblo, criado trabajando el campo, aficionado a la caza y más bruto que un arado. Tenía la voz grave y era larguirucho y nervudo, con una nariz prominente que le hacía parecer un flamenco. Había sufrido una perdida familiar o algo por el estilo (Dolores apenas le había prestado atención cuando comenzó a darle la murga con sus penas), sin duda estaba sumido en una depresión y parecía empinar el codo más de lo normal. Pero ella no era psicóloga, ni directora de una ONG. Ofrecía servicios financieros, sí, pero que comportaran beneficios a su empresa, no a los clientes. No le había llevado ni una hora redactar un informe negativo con respecto al préstamo, debido a las escasas posibilidades de un negocio cada vez menos rentable, incapaz de remontar el vuelo a pesar de las mejoras que Soler pretendía aplicar. Estaba claro que aquel tipo tenía un problema, pero no era «su» problema. Además, le caía mal. Se trataba del típico paleto, como tantos que abundaban en aquella comarca y más concretamente en aquella ciudad, a la que ella acostumbraba a referirse como Vilapalurdo del Penedès.

Dolores avanzó con paso firme en dirección a su despacho, aprovechando que Soler le daba la espalda. Sin embargo, tan pronto como llegó a la altura del mostrador, el hombre se volvió hacia ella y la agarró de un brazo.

—¡Eh, quieta aquí! —gritó Soler. El aliento le apestaba a alcohol—. No creas que te vas a librar de mí tan fácilmente.

Dolores trató de zafarse de aquella descomunal manaza, pero le resultó imposible.

—¡Suéltame… o llamo a los Mossos!

Antes, jamás aquel paleto había osado toca

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