El visitante extranjero

Julio Rojas

Fragmento

Marzo 4, 1889

Relación del Comisionado Pedro Pardo.

Lo extraordinario es «cómo» ha muerto.

El auditorio está a oscuras para que la linterna mágica pueda hacer su trabajo. Una lámpara de arco genera un resplandor entre dos electrodos de carbón, resplandor que varios juegos de espejos curvos y cristales pulidos amplifican y permiten proyectar en la pared lo que sea que esté dibujado en una placa de vidrio, en este caso, un primer premolar, con todos sus detalles.

—¿Alguien se aventura? —pregunto.

Mi voz retumba con eco en la gran sala en penumbras. A veces, frente al silencio, imagino que estoy solo, que puedo sumergirme en lo hipnótico de las partículas atravesadas por el haz de luz, seguir el río de mis pensamientos, un color que lleve a un recuerdo, que lleve a un objeto, que lleve siempre al mismo lugar, una playa, unas aves carroñeras, las olas enrojecidas...

Un par de toses y el brillo de los pares de ojos en el hemiciclo me recuerdan que debo continuar y disolver con palabras esas imágenes recurrentes.

—Dos cúspides iguales. Aproximadamente del mismo tamaño y saliente, hecho que no ocurre en los inferiores. Los ángulos mesio y disto oclusales son mucho menos prominentes. La corona presenta un aspecto de estrechez de hombros, en lugar de una forma ovoide. Imagínenlo en una boca. He aquí la pregunta: ¿De quién?

Todos guardan silencio.

Apago la linterna y un ayudante enciende las luminarias a gas y abre los tragaluces. Los lunes, el auditorio del San José aumenta su concurrencia. Aparte de los asistentes regulares, se han sumado algunos cirujanos, un par de estudiantes de higienismo y un hombre grueso, que se ha sentado en la parte alta del auditórium y escucha con interés. Muestro ahora el premolar en mi mano.

—¿Alguna idea?

Las miradas van y vienen. Alguno pide verlo más de cerca. Se lo van pasando de mano en mano hasta que vuelve a mí.

—Esta es la ciencia de lo sutil. Hay que saber mirar. Y mirar con los dedos. Vamos señores, piensen, ¿qué tenemos aquí?

El silencio recorre las filas.

—¿El premolar de una mujer?

—Exacto.

Lanzo el premolar a un alumno somnoliento que se avispa y lo atrapa en el aire.

—¿Qué más ve?

—No me aventuraría a más, profesor —dice, desconcertado.

—¿Ve un desgaste ligero en el borde? Es sutil, de medio milímetro. Ha sido producido por años de cortar el hilo. Es una costurera, zurda por cierto. El tipo de calcificación y los desgastes nos hablan de una mujer de unos cuarenta años. ¿Esa tinción?, que le gusta el té. ¿Y esa inclinación a la raíz, sumado al tipo de abrasión?, nos indica una mujer delgada, de masa muscular leve, un temperamento melancólico, esposa quizás de marino. No ha tenido hijos. Si los hubiera tenido, advertiríamos las descalcificaciones pertinentes. Una pequeña línea de fractura en el tercio apical nos indica que recibió un fuerte impacto mecánico. El trayecto del golpe nos muestra que vino desde arriba. Si tuviéramos el incisivo, veamos...

Busco en la caja y encuentro el incisivo correspondiente.

—Por aquí está... Sí... Fractura incisal, avulsión. El marino la golpeó. La muerte fue producida por un hematoma intracraneal. Los dientes nos hablan, señores. No solo en vida, cuando están en la boca para la fonación y masticación, sino también, cuando están fuera de ella... siguen hablando. Lamentablemente nos encontraremos con muchas de estas fracturas donde el agresor no recibirá castigo y continuará impune toda su vida. Matrimonios donde el único escape para la mujer es morir rápidamente. Depende de nosotros cambiar este destino terrible. Como hombres de ciencia, depende de nosotros…—Miro al hombre grueso, quien se levanta y sale —...y de la policía, por supuesto —termino.

El hombre ya no está ahí.

La esquina del hospital es siempre ventosa, sobre todo en enero, cuando el viento suroeste baja de los cerros por la calle del circo levantando verdaderos tornados de hojas y polvo. Mientras espero el carro de sangre, mi sombrero sale volando hasta los pies de un hombre, quien lo recoge y se acerca cojeando. Es el hombre del auditórium.

—La ciencia no deja de asombrarnos. Va a llegar un momento en que nos quedaremos sin trabajo. Pedro Pardo. Comisionado de la Policía de Pesquisas —dice.

—Sé quién es usted. Le he escrito muchas cartas. Veo que surtieron efecto —respondo.

—Las reenvié a mi jefe, Jacinto Pino, quien las remitió a la policía de Santiago. Identificar a los individuos con las rugosidades del paladar. ¿Es posible?

—Rugas palatinas, sí. Son únicas. No hay dos iguales. Le permitiría reconocer con facilidad a cualquier delincuente.

El hombre, más que un policía, parece un comerciante de quesos, o un vendedor de tapices de los almacenes Garchot. Es grueso y de movimientos lentos. Sus ojos, debido a lo abultado de sus mejillas, y de su consistente bola adiposa de Bichat, parecen entrecerrarse más de lo necesario, lo que le da una expresión de serenidad. Un Buda, pienso. Un Buda policía.

—En Europa están trabajando en los surcos de los pulpejos de los dedos. También dicen que son marcas únicas —declara.

—No creo que resulten muy efectivas, sobre todo en una ciudad que tiene la mala costumbre de incendiarse… —comento—. Pero sospecho que usted no está aquí para hablar de eso.

—No. No realmente —confirma—. Me preguntaba si podría acompañarme al tanatorio. Hay algo que quiero mostrarle.

—O mi clase fue un éxito o está usted muy confundido —digo.

—Son nuevos tiempos, doctor. A mi jefe le han encargado conformar un grupo nuevo. Un grupo de agentes de pesquisa. Es algo nuevo. Vicuña Mackenna trajo la idea de las policías de Francia e Inglaterra. Un grupo diferente al policía de poca ilustración y de trato rudo que se ha formado en un ambiente oscuro. Un grupo que estoy presidiendo, por lo que debo abrirme a todas las posibilidades.

—¿Me está reclutando, comisionado?

—Para nada. Solo quiero su opinión puntual. No le quitaré más de quince minutos —dice.

Mi carruaje ya ha llegado. Sin esperar respuesta, veo que Pardo ya camina hacia el hospital. Hago un gesto al cochero para dejarlo libre y lo sigo.

El hospital San José es uno de los más completos de Latinoamérica y un ejemplo de modernidad. Cuenta con tres pabellones, varios gabinetes de atención, salas de enfermos, salas de convalecencia, un amplio hall de atenciones, dos auditorios iluminados convenientemente con lámparas a gas, un eficiente sistema de calefacción radiante y la nueva área de formación. Tendrá también, si los fondos se aprueban, un único ascensor para los funcionarios, que permitirá estar en los cerros en menos de siete minutos. Aunque desde hace un año hago clases a las nuevas generaciones de médicos y flebótomos en el ar

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