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Portada
Dedicatoria
Prólogo
UN AÑO MÁS TARDE
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SEGUNDA PARTE
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UN MES MÁS TARDE
Epílogo
Agradecimientos
Notas
Créditos
A Di y Roger,
y en memoria
del precioso y blanco Spike.
Prólogo
La felicidad, querida Rebeca, la felicidad es ante todo el tranquilo, dichoso y seguro sentimiento de la inocencia.
HENRIK IBSEN, Rosmersholm
Sólo habría faltado que los cisnes nadaran uno al lado del otro por el lago de aguas verdosas y oscuras para que aquella fotografía se hubiese convertido en el mayor logro de la carrera del fotógrafo de bodas.
No quería cambiar la posición de la pareja, porque la suave luz de debajo de las copas de los árboles realzaba los marcados pómulos del novio y convertía a la novia, con sus tirabuzones de un dorado rojizo, en un ángel prerrafaelita. No recordaba la última vez que lo habían contratado para fotografiar a una pareja tan atractiva. Con el señor y la señora Cunliffe no hacía falta recurrir a trucos ni sutilezas, ni colocar a la mujer en determinado ángulo para ocultar sus michelines (de hecho, casi podía decirse que estaba demasiado delgada, pero eso la favorecería en las fotografías), ni sugerirle al novio: «Vamos a intentar hacer una con la boca cerrada», porque el señor Cunliffe tenía los dientes blancos y perfectamente alineados. Lo único que había que esconder, y eso podría retocarse con facilidad una vez concluida la sesión, era la desagradable cicatriz que tenía la novia en el antebrazo: amoratada y un poco rojiza, con las marcas de los puntos todavía visibles.
Aquella mañana, cuando el fotógrafo había llegado a la casa de los padres de la novia, ella llevaba puesta una venda elástica. Y se había llevado un buen susto cuando se la había quitado para la sesión. Incluso había llegado a preguntarse si habría cometido un intento chapucero de suicidio antes de la boda, porque, después de veinte años en el oficio, ya había visto de todo.
«Me atacaron», había explicado la señora Cunliffe, o Robin Ellacott, pues así era como se llamaba dos horas antes. El fotógrafo, que era un hombre aprensivo, había tenido que ahuyentar de su mente la imagen de una hoja de acero clavándose en aquella piel clara y suave. Por suerte, la desagradable cicatriz quedaba ahora oculta por la sombra que proyectaba el ramo de rosas de color crema de la señora Cunliffe.
Los cisnes, los malditos cisnes. Si se apartaran los dos del fondo, no importaría, pero uno se sumergía continuamente, dejando la plumosa pirámide de su trasero a la vista en medio del lago como un iceberg con plumas, y con sus contorsiones agitaba la superficie del agua, lo que haría que eliminarlos digitalmente resultase mucho más complicado de lo que creía el joven señor Cunliffe, que ya había propuesto esa solución. El otro cisne, entretanto, seguía merodeando junto a la orilla: elegante, sereno y decididamente fuera de plano.
—¿Ya está? —preguntó la novia con una impaciencia palpable.
—Estás preciosa, flor —dijo el padre del novio, Geoffrey, desde detrás del fotógrafo. Se le notaba en la voz que ya estaba un poco borracho.
Los padres de la pareja, el padrino y las damas de honor observaban desde la sombra de unos árboles cercanos. A la dama de honor más joven, una niña de no más de dos años, habían tenido que prohibirle lanzar guijarros al lago, y ahora se quejaba a su madre, que le hablaba con un susurro ininterrumpido e irritante.
—¿Ya está? —volvió a preguntar Robin, ignorando a su suegro.
—Casi —mintió el fotógrafo—. Vuélvete un poco más hacia él, por favor, Robin. Así. Una sonrisa bien grande, los dos. ¡Sonrisa bien grande!
En la pareja había una tensión que no podía atribuirse exclusivamente a la dificultad de conseguir la fotografía perfecta. Pero al fotógrafo no le importaba. Él no era consejero matrimonial. Había conocido a parejas que ya empezaban a gritarse cuando él apenas había comenzado a leer los valores del fotómetro. Había visto a una novia marcharse furiosa de su banquete nupcial. Todavía conservaba, para divertir a sus amigos, una fotografía borrosa de 1998 en la que un novio le daba un cabezazo a su padrino.
Pese a lo guapos que eran, él no habría apostado mucho por los Cunliffe. La larga cicatriz del brazo de la novia le había causado rechazo desde el principio. Todo aquello le parecía inquietante y de mal gusto.
—Dejémoslo —dijo de pronto el novio, soltando a Robin—. Ya tenemos suficientes, ¿no?
—¡Espera, espera, que ahora viene el otro! —exclamó el fotógrafo, enojado.
Justo cuando Matthew había soltado a Robin, el cisne que estaba junto a la orilla más alejada había empezado a nadar por la superficie verde oscuro hacia su pareja.
—Es como si esos bichos lo hicieran a propósito, ¿verdad, Linda? —le dijo Geoffrey a la madre de la novia, al tiempo que soltaba una risita—. Pajarracos del demonio...
—No importa —terció Robin, recogiéndose la falda del vestido hasta que le asomaron los zapatos, de tacón quizá demasiado bajo—. Seguro que alguna ha quedado bien.
Salió del bosquecillo a la brillante luz del sol, y echó a andar con paso decidido por la extensión de césped hacia el castillo del siglo XVII, donde la mayoría de los invitados ya se paseaban bebiendo champán, mientras admiraban las vistas de los jardines del hotel.
—Me parece que le duele el brazo —le dijo la madre de la novia al padre del novio.
«Y un cuerno —pensó el fotógrafo con cierto placer malvado—. Han discutido en el coche.»
La pareja parecía feliz bajo la lluvia de confeti que los había recibido a la salida de la iglesia, pero al llegar al hotel, una mansión en el campo, ambos tenían esa expresión dura de quien apenas puede contener la rabia.
—Se le pasará. Lo que necesita es una copa —dijo Geoffrey relajadamente—. Ve con ella, Matt.
Matthew ya había echado a andar detrás de su flamante esposa, y no había tenido problemas para alcanzarla, porque a Robin le costaba caminar por el césped con sus zapatos de tacón de aguja. El resto del grupo los siguió; un viento cálido agitaba los vestidos de chiffon color verde menta de las damas de honor.
—Robin, tenemos que hablar.
—Pues habla.
—¿Puedes esperar un minuto?
—Si me paro, se nos van a echar encima nuestras familias.
Matthew miró hacia atrás. Tenía razón.
—Robin...
—¡No me toques el brazo!
Le dolía la herida, probablemente por culpa del calor. Quería ir a buscar la bolsa de viaje donde había guardado la venda protectora, pero debían de haberla llevado a la suite nupcial, y no tenía ni idea de dónde podía estar.
El grueso de los invitados que esperaban a la sombra del edificio del hotel ya empezaba a distinguirse. A las mujeres era fácil identificarlas gracias a los sombreros. Tía Sue, la tía de Matthew, llevaba una rueda de carro azul eléctrico; Jenny, la cuñada de Robin, una llamativa creación de plumas amarillas. Los varones, con sus trajes oscuros, apenas se diferenciaban unos de otros. Desde aquella distancia era imposible discernir si Cormoran Strike se encontraba entre ellos.
—Para un momento, ¿quieres? —insistió Matthew.
Ya les habían sacado mucha ventaja a sus familiares, que habían adaptado el paso al de su sobrina pequeña.
Robin se detuvo.
—Me ha sorprendido verlo, nada más —dijo Matthew con cautela.
—Ya, y supongo que crees que yo estaba esperando ver cómo irrumpía en mitad de la ceremonia y tiraba las flores al suelo, ¿no? —contestó ella.
Matthew habría podido encajar esa respuesta de no ser por la sonrisa que Robin intentaba reprimir. No olvidaba la cara de felicidad que había puesto cuando su ex jefe se había presentado en la boda. Aún no sabía si algún día podría perdonarla por haber pronunciado el «Sí, quiero» con la vista clavada en la enorme, fea y caótica figura de Cormoran Strike, en lugar de mirándolo a él. Estaba seguro de que todos los allí reunidos habían visto cómo Robin le sonreía encantada.
Sus familias estaban a punto de alcanzarlos otra vez. Matthew cogió a Robin por el brazo con cuidado, colocando los dedos unos centímetros por encima de la herida, y caminó con ella. Robin no se resistió, pero Matthew sospechó que sólo se debía a que confiaba en estar acercándose a Strike.
—Ya te lo he dicho en el coche: si quieres volver a trabajar para él...
—Es porque soy «imbécil perdida» —terminó Robin.
Ahora ya podía distinguir a los hombres que estaban en la terraza, pero no veía a Strike por ninguna parte. Era alto y corpulento; debería poder verlo incluso entre sus hermanos y sus tíos, todos de más de metro ochenta. Su ánimo, que había subido de golpe cuando había visto aparecer a Strike, se precipitó hacia el suelo como un polluelo empapado por la lluvia. Probablemente se había marchado después de la ceremonia, en lugar de montarse en uno de los minibuses que habían contratado para trasladar a los invitados al hotel. Su breve aparición había sido un gesto de buena voluntad, nada más. No había ido hasta allí para volver a contratarla, sino sólo para felicitarla por su nueva vida.
—Mira... —dijo Matthew, más suave ahora.
Robin estaba segura de que él también había escudriñado a la multitud y, al no ver a Strike, había llegado a la misma conclusión que ella.
—En el coche sólo intentaba decirte que eres tú quien decide lo que haces, Robin. Si Strike quería... si quiere que vuelvas... Por el amor de Dios, yo sólo pienso en tu bien. No me irás a decir que trabajar para él era seguro, ¿no?
—No —contestó Robin, que notaba un dolor palpitante en la herida—. No era seguro.
Se volvió hacia sus padres y el resto de los familiares y esperó a que los alcanzaran. El olor dulzón del césped caliente le impregnaba la nariz y le hacía cosquillas, mientras el sol caía a plomo sobre sus hombros desnudos.
—¿Quieres ir con la tía Robin? —dijo la hermana de Matthew.
La pequeña Grace, obediente, se agarró al brazo herido de su tía y se columpió de él, arrancándole un grito de dolor.
—¡Ay, lo siento, Robin! Suéltala, Gracie...
—¡Champán! —gritó Geoffrey, rodeando los hombros de Robin y dirigiéndola hacia la multitud expectante.
Los servicios de caballeros estaban como Strike había imaginado que estarían en aquel lujoso hotel rural: impolutos y libres de malos olores. Le habría gustado poder llevarse una cerveza a aquel tranquilo y fresco cubículo, pero eso habría reforzado la impresión de que era un alcohólico de mala reputación a quien acababan de concederle permiso para salir de la cárcel y asistir a aquella boda. Los empleados de la recepción del hotel no se habían molestado en disimular su escepticismo cuando les había asegurado que era uno de los invitados del banquete Cunliffe-Ellacott.
Debido a su corpulencia y a su duro y arisco perfil de boxeador, Strike tendía a intimidar incluso estando ileso. Pero ese día, además, parecía que acabara de bajarse del ring. Tenía la nariz rota, amoratada e hinchada hasta doblar su tamaño normal, los dos ojos a la virulé y una oreja inflamada en la que aún podían verse los últimos puntos de sutura negros que le habían dado. Al menos, la herida de cuchillo que tenía en la palma de la mano quedaba oculta por el vendaje, aunque llevaba su mejor traje arrugado y manchado porque la última vez que se lo había puesto le habían tirado una copa de vino por encima. Lo mejor que se podía decir de su atuendo era que había conseguido ponerse dos zapatos del mismo par antes de partir hacia Yorkshire.
Bostezó, cerró los doloridos ojos y apoyó un momento la cabeza en el frío tabique divisorio. Estaba tan cansado que habría podido quedarse dormido allí mismo, sentado en aquel váter. Pero necesitaba encontrar a Robin y pedirle —suplicarle, si era necesario— que lo perdonara por despedirla y que volviera a trabajar con él. En la iglesia, cuando sus miradas se habían encontrado, le había parecido ver alegría en su cara, y estaba seguro de que le había sonreído al pasar a su lado cogida del brazo de Matthew, camino de la puerta. Por eso Strike se había apresurado a atravesar el camposanto para dirigirse al aparcamiento y pedirle a su amigo Shanker —que ahora dormitaba en el Mercedes que le habían prestado— que siguiera a los minibuses para ir a la recepción.
Strike no pensaba quedarse al banquete y los discursos. De hecho, no había confirmado su asistencia cuando había recibido la invitación, antes de despedir a Robin. Lo único que quería era hablar con ella unos minutos, pero hasta ese momento había sido imposible. Ya no se acordaba de lo que pasaba en las bodas. Mientras buscaba a Robin por la abarrotada terraza, se había convertido en el blanco de un centenar de miradas curiosas, lo que le había hecho sentirse bastante incómodo. Había rechazado el champán, que no le gustaba, y había ido a la barra a pedir una cerveza. Lo había seguido un joven de pelo castaño oscuro cuya frente y cuya boca le recordaban un poco a Robin; detrás de él iba una pandilla de amigos, todos con la misma expresión de emoción mal disimulada.
—Eres Strike, ¿verdad? —preguntó el joven.
El detective asintió.
—Soy Martin Ellacott. El hermano de Robin.
—¿Cómo estás? —dijo Strike, y levantó la mano vendada para indicar que, si se la daba, iba a ver las estrellas—. ¿Por dónde anda, lo sabes?
—Están haciéndose las fotos —contestó Martin, que señaló el iPhone que tenía en la otra mano y añadió—: Sales en las noticias. Has atrapado al destripador de Shacklewell.
—Sí, eso parece —repuso Strike.
A pesar de que las heridas de cuchillo que tenía en la palma de la mano y en la oreja aún le dolían, le daba la impresión de que los violentos sucesos de doce horas atrás habían ocurrido hacía mucho. El contraste entre el sórdido escondite donde había acorralado al asesino y aquel hotel de cuatro estrellas era tan pronunciado que parecía que pertenecieran a realidades distintas.
Una mujer con un tocado azul turquesa que temblaba sobre su pelo rubio platino se acercó a la barra. También llevaba un teléfono en la mano, y miraba a Strike rápidamente arriba y abajo, cotejando al detective de carne y hueso con la fotografía que, con toda seguridad, debía de tener en la pantalla del móvil.
—Perdón, tengo que ir a mear —le había dicho Strike a Martin, escabulléndose antes de que se le acercara alguien más.
Después de convencer a los recelosos empleados para que lo dejaran pasar, se había refugiado en los lavabos.
Volvió a bostezar y miró la hora. Seguro que Robin ya había terminado de hacerse las fotos. Con una mueca de dolor —porque el efecto de los analgésicos que le habían administrado en el hospital ya se le había pasado—, se levantó, quitó el pestillo y regresó con aquella multitud de desconocidos que lo miraban con curiosidad.
Al fondo del salón comedor, todavía vacío, se había instalado un cuarteto de cuerda. Los músicos empezaron a tocar mientras los novios y sus familias se preparaban para el besamanos, al que Robin supuso que había dado su aprobación en algún momento a lo largo de los preparativos de la boda. Había delegado tantos detalles de la ceremonia y el banquete que no dejaba de llevarse pequeñas sorpresas como aquélla. No recordaba, por ejemplo, que habían acordado hacerse las fotos en el hotel, y no en la iglesia. Si no hubieran salido a toda velocidad en el Daimler inmediatamente después de la ceremonia, quizá habría tenido ocasión de hablar con Strike y pedirle —suplicarle, si era necesario— que volviera a contratarla. Pero él se había marchado sin hablar con ella, y la había dejado con la duda de si tendría el valor o la humildad necesarios para llamarlo después de todo aquello y rogarle que le devolviera el empleo.
La sala parecía oscura en contraste con la luminosidad de los jardines. Las paredes estaban forradas de madera, y había cortinas de brocado y cuadros al óleo con marcos dorados. El intenso aroma de los arreglos florales impregnaba la atmósfera, y la cristalería y la cubertería brillaban sobre los manteles de un blanco inmaculado. El cuarteto de cuerda, que al principio se oía mucho en aquella caja de resonancia de madera, no tardó en quedar ahogado por el sonido de los invitados que subían por la escalera exterior y se congregaban en el rellano, hablando y riendo. Ya iban todos bien servidos de champán y cerveza.
—¡Vamos allá! —bramó Geoffrey, que parecía estar disfrutando más que nadie de aquel día—. ¡Que entren!
Robin estaba segura de que su suegro no se hubiera atrevido a mostrar su entusiasmo tan efusivamente si la madre de Matthew hubiera estado allí. La difunta señora Cunliffe era muy dada a las frías miradas de soslayo y a los golpecitos con el codo, y siempre estaba alerta, al acecho de alguna señal de emoción no controlada. La hermana de la señora Cunliffe, la tía Sue, fue una de las primeras en acercarse a la novia; estaba molesta, porque ella pretendía sentarse a la mesa de honor, pero le habían negado ese privilegio.
—¿Cómo estás, Robin? —preguntó, y picoteó un beso al aire más o menos a la altura de la oreja de Robin.
Triste, disgustada y culpable por no sentirse feliz, Robin se dio cuenta, de repente, de la poca simpatía que aquella mujer, su nueva tía política, sentía por ella.
—Muy mono el vestido —añadió la tía Sue, pero ya estaba mirando al atractivo Matthew—: Qué pena que tu madre... —empezó a decir, y entonces ahogó un sollozo y se tapó la cara con el pañuelo que tenía preparado en la mano.
Fueron entrando más amigos y parientes; sonreían, se besaban, se daban la mano. Geoffrey interrumpía una y otra vez la circulación de invitados, porque le daba abrazos de oso a todo el que no se resistiera decididamente.
—Así que ha venido... —dijo Katie, la prima favorita de Robin.
Habría sido dama de honor de no ser por su avanzado estado de gestación. Salía de cuentas ese mismo día, y Robin estaba maravillada de que todavía pudiese andar. Cuando se inclinó hacia ella para besarla, notó que tenía la barriga dura como una sandía.
—¿Quién? —preguntó Robin.
Katie dio un paso al lado para besar a Matthew.
—Tu jefe. Strike. Martin ha estado atosigándolo en los...
—Creo que estás allí, Katie —dijo Matthew, y señaló hacia una mesa del centro de la sala—. Supongo que estarás deseando sentarte, ¿no? Con este calor, debe de resultarte pesado.
Robin apenas se fijó en los siguientes invitados que se acercaron a saludarla. Respondió a sus felicitaciones distraídamente, sin dejar de mirar hacia el umbral por donde iban entrando todos. ¿Qué había querido decir Katie? ¿Que Strike estaba allí, que al final había ido al hotel? ¿La había seguido desde la iglesia? ¿Estaba a punto de aparecer? ¿Dónde se había escondido? Lo había buscado por todas partes: en la terraza, en el vestíbulo, en el bar. De pronto albergó esperanzas, aunque enseguida se desvanecieron. ¿Y si Martin, famoso por su falta de tacto, lo había ahuyentado? Entonces recordó que Strike no era tan débil, y sus esperanzas revivieron una vez más. Sin embargo, mientras estaba ocupada realizando esos peregrinajes entre la expectación y el pavor, le resultaba imposible aparentar las emociones propias de una novia convencional en el día de su boda, y era consciente de que Matthew notaba esa ausencia y que estaba ofendido.
—¡Martin! —exclamó Robin alegremente al ver aparecer a su hermano pequeño, ya con tres cervezas entre pecho y espalda, acompañado de sus amigos.
—Supongo que ya lo sabes, ¿no? —dijo Martin, dando por hecho que sí.
Tenía el teléfono móvil en la mano. Había pasado la noche en casa de un amigo para que unos parientes del sur pudieran utilizar su dormitorio.
—¿Que sé qué?
—Que anoche capturó al destripador.
Su hermano levantó el móvil para enseñarle la noticia en la pantalla. Robin ahogó un grito al ver quién era el destripador. La herida que aquel hombre le había infligido con un cuchillo en el antebrazo volvía a dolerle.
—¿Todavía está aquí? —preguntó Robin, sin preocuparse por seguir fingiendo—. Strike. ¿Te ha dicho si pensaba quedarse, Mart?
—Por el amor de Dios —masculló Matthew.
—Perdón —arguyó Martin, al percatarse de lo irritado que estaba su cuñado—. Estoy formando un tapón.
El joven se marchó cabizbajo. Robin miró a Matthew y vio resplandecer en él el sentimiento de culpa, como si estuviera observando una termografía.
—Lo sabías —dijo mientras, distraída, le estrechaba la mano a una tía abuela que se había inclinado hacia ella con la intención de recibir un beso.
—¿Que sabía qué? —le espetó él.
—Que Strike había capturado...
Pero ahora reclamaban su atención un amigo de la universidad de Matthew y compañero de trabajo, Tom, y su novia, Sarah. Robin apenas oyó nada de lo que dijo Tom, porque no dejaba de vigilar la puerta por la que esperaba ver entrar a Strike.
—Lo sabías —repitió Robin en cuanto Tom y Sarah se alejaron. Hubo otra pausa. Geoffrey acababa de encontrarse con un primo de Canadá—. ¿No es cierto?
—He oído el final de la noticia esta mañana... —murmuró Matthew, que miró por encima de la cabeza de Robin, hacia la puerta, y su expresión se endureció—. Mira, aquí lo tienes. Como tú querías.
Robin se volvió. Strike acababa de entrar en la sala con un ojo gris y morado, sin afeitar y con una oreja hinchada y remendada. Cuando sus miradas se encontraron, levantó la mano vendada e intentó componer una sonrisa que acabó en una mueca de dolor.
—Robin —dijo Matthew—. Escucha, necesito que...
—Ahora no —replicó ella con una alegría que había brillado por su ausencia durante todo el día.
—Antes de que hables con él, necesito contarte...
—Por favor, Matt. ¿No puedes esperar?
Ningún miembro de la familia quería retener a Strike, cuya herida le impedía estrecharle la mano a nadie. Con la mano vendada levantada delante del pecho, avanzó de lado por la fila. Geoffrey lo miró con desprecio, y ni siquiera la madre de Robin, a quien en su único encuentro anterior le había caído bien, fue capaz de esbozar una sonrisa cuando él la saludó por su nombre. Parecía que todos los invitados presentes en la sala lo estuvieran observando.
—No hacía falta que tu entrada fuera tan efectista —dijo Robin sonriendo cuando por fin tuvo delante su cara hinchada y magullada.
Él le devolvió la sonrisa, pese al dolor que eso le ocasionaba: el viaje de más de trescientos kilómetros que había hecho tan temerariamente había valido la pena si era para verla sonreír así.
—Irrumpir de ese modo en la iglesia... Habrías podido llamar por teléfono.
—Sí, lo sé. Siento haber tirado las flores —dijo Strike, incluyendo al huraño Matthew en su disculpa—. Te llamé, pero...
—Es que no he podido coger el teléfono en toda la mañana —se excusó Robin, consciente de que se estaba formando otro tapón, aunque no le importaba lo más mínimo—. Pasa, pasa —le pidió con simpatía a la jefa de Matthew, una pelirroja muy alta.
—No, no, te llamé... hace dos días —aclaró Strike.
—¿Qué? —exclamó Robin, mientras Matthew mantenía una conversación forzada con Jemima.
—Sí, un par de veces. Y te dejé un mensaje.
—No tengo ninguna llamada perdida tuya —dijo Robin—. Ni ningún mensaje.
La charla, el murmullo, el tintineo de los cientos de invitados y la suave melodía del cuarteto de cuerda parecieron de repente amortiguados, como si una densa burbuja provocada por la sorpresa la hubiera aislado del resto.
—Pero ¿cuándo...? ¿Cómo es posible...? ¿Hace dos días?
Desde que había llegado a casa de sus padres, sólo había hecho que ocuparse de tediosas tareas relacionadas con la boda, pero aun así se las había ingeniado para mirar a escondidas el teléfono de vez en cuando, con la esperanza de que Strike la hubiese llamado o le hubiera mandado un mensaje. Incluso aquella misma noche, a la una de la madrugada, sola en la cama, había revisado el historial de llamadas con la vana esperanza de encontrar alguna comunicación que hubiese pasado por alto, pero había visto que el historial estaba borrado. Llevaba dos semanas prácticamente sin pegar ojo, y había llegado a la conclusión de que el cansancio le había hecho pulsar el botón equivocado, borrándolo todo sin querer...
—No quiero quedarme —murmuró Strike—. Sólo he venido a decirte que lo siento y a pedirte que vengas a...
—Tienes que quedarte —lo interrumpió ella, cogiéndolo por el brazo como si él fuese a escapar.
El corazón le latía tan deprisa que le costaba respirar. Sabía que había palidecido, le zumbaban los oídos y notaba que a su alrededor todo se tambaleaba.
—Quédate, por favor —dijo sin soltarle el brazo e ignorando a Matthew, que, a su lado, estaba cada vez más crispado—. Necesito... quiero hablar contigo. —Se volvió hacia su madre—: ¡Mamá!
Linda salió de la fila y se acercó a su hija. Daba la impresión de que estaba esperando a que la llamaran, y no parecía nada contenta.
—¿Puedes añadir a Cormoran a alguna de las mesas, por favor? Quizá podrías ponerlo con Stephen y Jenny.
Linda, sin sonreír, le pidió a Strike que la acompañara. Quedaban unos cuantos invitados que aún no habían felicitado a los novios, pero Robin ya no soportaba más sonrisas y cumplidos.
—¿Por qué no he visto las llamadas de Cormoran? —le preguntó a Matthew, mientras un anciano se alejaba hacia las mesas arrastrando los pies sin haber recibido la bienvenida y los saludos de rigor.
—Es lo que intentaba explicarte...
—¿Por qué no he visto sus llamadas, Matthew?
—¿No podemos hablar de esto más tarde?
La verdad se le reveló tan repentinamente que Robin se quedó sin aire.
—Borraste mi historial de llamadas... —dijo mientras iba haciendo una deducción tras otra—. Me pediste la contraseña cuando volvía de los lavabos de la estación de servicio...
Los dos últimos invitados vieron la expresión de los novios y pasaron de largo sin esperar a que los saludaran.
—Me cogiste el teléfono... —prosiguió Robin—. Dijiste que era para no sé qué de la luna de miel. ¿Escuchaste su mensaje?
—Sí —confirmó Matthew—. Y lo borré.
El silencio que la oprimía y la agobiaba se convirtió en un gemido agudo. Todo le daba vueltas. Allí estaba, con aquel vestido de encaje blanco que no le gustaba —y que habían tenido que retocar porque ya habían retrasado la boda una vez—, atada a aquel lugar por las obligaciones de la ceremonia. En la periferia de su visión oscilaban un centenar de caras borrosas. Los invitados estaban hambrientos y expectantes.
Buscó con la mirada a Strike, que estaba de pie de espaldas a ella, esperando junto a Linda mientras añadían un cubierto para él en la mesa de Stephen, el hermano mayor de Robin. Se imaginó que iba hacia él a grandes zancadas y le decía: «Larguémonos de aquí.» ¿Qué diría Strike si hiciera algo así?
Sus padres se habían gastado un dineral en la boda. Los invitados que abarrotaban la sala esperaban a que los novios tomaran asiento en la mesa de honor. Así que Robin, más pálida que su vestido de novia, siguió a su marido hacia la mesa, y los invitados prorrumpieron en aplausos.
El quisquilloso camarero parecía decidido a prolongar el bochorno de Strike. El detective no tenía más remedio que quedarse allí plantado, a la vista de todos, mientras añadían su cubierto a la mesa. Linda, casi dos palmos más baja que él, permaneció a su lado el tiempo que el joven camarero tardó en hacer ajustes imperceptibles en la posición del tenedor de postre y girar el plato hasta dejarlo perfectamente alineado con el del comensal de al lado. Strike no alcanzaba a ver del todo la cara de Linda, porque se la tapaba el sombrero plateado, pero parecía furiosa.
—Muchas gracias —dijo por fin cuando el camarero se apartó.
Sin embargo, cuando cogió el respaldo de la silla, Linda le apoyó suavemente una mano en el brazo. Él no se dejó engañar por aquella mano liviana que lo retenía con la fuerza de unos grilletes, pues iba acompañada de un aura de maternidad indignada y hospitalidad ofendida. Se parecía mucho a su hija. Linda también tenía el pelo rubio rojizo, aunque más fino, y el sombrero plateado realzaba el azul grisáceo de sus ojos.
—¿A qué ha venido? —le preguntó con las mandíbulas apretadas, mientras los camareros se afanaban a su alrededor sirviendo los entrantes.
Al menos, la llegada de la comida había distraído a los otros invitados. Las conversaciones se interrumpieron y todos se concentraron en la tan ansiada comida.
—A pedirle a Robin que vuelva a trabajar conmigo.
—Usted la despidió. Le partió el corazón.
Strike tenía mucho que decir al respecto, pero decidió no hacerlo por respeto a lo que Linda debía de haber sufrido al ver aquella herida de cuchillo de veinte centímetros.
—Ya la han atacado tres veces desde que trabaja para usted —añadió Linda ruborizándose—. Tres veces.
Strike habría podido decirle, sin faltar a la verdad, que sólo aceptaba la responsabilidad del primer ataque. El segundo se había producido después de que Robin incumpliera sus instrucciones explícitas, y en el tercero no sólo le había desobedecido, sino que también había puesto en peligro la investigación de un asesinato y todo su negocio.
—Lleva días sin dormir. La oigo por las noches.
Linda tenía los ojos llorosos. Le soltó el brazo, pero añadió en voz baja:
—Usted no tiene hijas. No entiende lo que hemos pasado.
Antes de que él pudiera poner en marcha sus agotadas facultades, Linda ya se dirigía hacia la mesa de honor. Strike miró a Robin, que aún no había probado el entrante que tenía delante. Parecía un tanto ansiosa, como si temiera que él se marchara. El detective arqueó un poco las cejas y se sentó, por fin, en la silla.
A su izquierda, una figura se movió de forma ostentosa; Strike se volvió y vio unos ojos que se parecían a los de Robin, una mandíbula desafiante y unas cejas pobladas.
—Tú debes de ser Stephen —dijo el detective.
El hermano mayor de Robin contestó con un gruñido, sin dejar de fulminar al recién llegado con la mirada. Ambos eran corpulentos; estaban apretados, y el codo de Stephen rozó el de Strike cuando movió el brazo para coger su cerveza. Los otros comensales de la mesa lo miraban fijamente, y el detective levantó la mano derecha a modo de tímido saludo; no se acordó de que la llevaba vendada hasta que la vio, y tuvo la sensación de que sólo había conseguido llamar más la atención.
—Hola, soy Jenny, la mujer de Stephen —anunció la morena de espalda ancha que estaba sentada al otro lado del hermano de Robin—. Toma, creo que esto te vendrá bien.
Le pasó una jarra de cerveza que nadie había tocado por encima del plato de Stephen. Strike se alegró tanto que se habría levantado para darle un beso; sin embargo, por deferencia al ceño fruncido de Stephen, se limitó a murmurar un agradecimiento sincero y vació media jarra de un trago. Con el rabillo del ojo vio que Jenny susurraba algo al oído de Stephen. Su compañero de mesa esperó a que Strike dejara la jarra, carraspeó y, con brusquedad, dijo:
—Supongo que tengo que felicitarte.
—¿Por qué? —preguntó Strike, atónito.
Stephen atenuó un poco la fiereza de su expresión.
—Capturaste a ese asesino.
—Ah, sí —contestó Strike, que cogió el tenedor con la mano izquierda y pinchó un trozo de salmón del entrante. Cuando ya se lo había tragado todo y vio que Jenny se reía, se dio cuenta de que debería haberlo tratado con más respeto—. Lo siento —masculló—. Tengo mucha hambre.
Ahora Stephen lo observaba con un atisbo de aprobación.
—No sé si servirá de mucho —dijo mirando la mousse que tenían en el plato—. Es casi todo aire.
Jenny llamó su atención de nuevo:
—Cormoran, ¿te importaría saludar a Jonathan? Es el otro hermano de Robin. Está ahí.
Strike miró en la dirección que Jenny le indicaba. Un joven delgado, con el mismo color de piel que Robin, lo saludaba enérgicamente con la mano desde la mesa de al lado. Strike, cohibido, le devolvió brevemente el saludo.
—Así que quieres que vuelva, ¿no? —disparó Stephen.
—Sí —contestó Strike.
Estaba preparado para recibir una respuesta agresiva, y se llevó una sorpresa cuando Stephen soltó un suspiro largo.
—Supongo que tengo que alegrarme. Nunca la había visto tan feliz como cuando trabajaba contigo... Cuando éramos pequeños, siempre me metía con ella porque decía que quería ser policía —continuó—. Ahora me arrepiento. —Aceptó otra cerveza del camarero y se tragó una cantidad impresionante antes de continuar—. Ahora me doy cuenta de que nos portábamos como unos capullos con mi hermana, y ella... Bueno, ahora se defiende un poco mejor sola.
Stephen dirigió la mirada hacia la mesa de honor, y Strike, que estaba de espaldas, se sintió autorizado a mirar también a Robin brevemente. Su compañera estaba callada, ni comía ni miraba a Matthew.
—Ahora no, tío —le oyó decir a Stephen.
Se dio la vuelta y vio que su vecino de mesa extendía el brazo, largo y robusto, para formar una barrera entre Strike y uno de los amigos de Martin, que se había levantado y ya estaba inclinándose para preguntarle algo al detective. El amigo se retiró avergonzado.
—Salud —dijo Strike, y se terminó la cerveza que le había pasado Jenny.
—Vete acostumbrando —le advirtió Stephen, y se zampó toda su mousse de un solo bocado—. Capturaste al destripador de Shacklewell. Vas a ser famoso, amigo.
Robin siempre había oído decir que, después de una fuerte conmoción, todo se ve borroso, pero en su caso no estaba siendo así. La sala donde se encontraba seguía manteniéndose perfectamente nítida, y se apreciaban todos los detalles: los radiantes rectángulos de luz que atravesaban las cortinas de las ventanas; el brillo esmaltado del azul celeste del cielo, al otro lado del cristal; los manteles de damasco en los que descansaban los codos y las copas desordenadas; las mejillas cada vez más coloradas de los invitados, que no paraban de comer y beber; el perfil aristocrático de la tía Sue, que la conversación de sus compañeros de mesa no lograba suavizar; el absurdo sombrero amarillo de Jenny, que temblaba mientras bromeaba con Strike. Se quedó observando a Strike. Su mirada se desviaba tan a menudo hacia su espalda que habría podido dibujar con absoluta precisión las arrugas de la chaqueta de su traje, los densos y oscuros rizos de su cabeza, la diferencia de grosor de sus orejas, por la herida de cuchillo que tenía en la izquierda.
No, la conmoción que le había causado lo que había descubierto cuando estaban saludando a los invitados no había hecho que lo viera todo borroso a su alrededor. Sin embargo, sí había afectado su percepción del tiempo y el sonido. Era consciente de que Matthew le había insistido en que comiera, pero no lo había registrado hasta que un solícito camarero le había retirado el plato intacto, porque todo lo que le decían tenía que atravesar las gruesas paredes que la asfixiaban desde que Matthew le había confesado su traición. En aquella celda invisible que la separaba por completo del resto de las personas que estaban presentes en la sala, la adrenalina circulaba por su cuerpo y la instaba una y otra vez a levantarse y marcharse de allí.
Si Strike no se hubiese presentado en la boda, quizá nunca habría sabido que quería que volviera a trabajar con él. Habría podido ahorrarse la vergüenza, la rabia, la humillación y la pena que la habían atormentado desde aquella espantosa noche en que el detective la había despedido. Matthew había intentado despojarla de aquello que podía salvarla, aquello por lo que ella había llorado de madrugada cuando todos dormían: la recuperación de su amor propio, del empleo que tanto había significado para ella, de una amistad que no había sabido que era uno de los premios de su vida hasta que se la habían arrebatado. Matthew le había mentido, y no sólo una vez. Él sonreía y se reía mientras ella se arrastraba, antes de la boda, y trataba de fingir que se alegraba de haber perdido una vida que la hacía feliz. ¿Había conseguido engañarlo? ¿De verdad creía Matthew que se alegraba de que su vida con Strike hubiera terminado? Si era así, se había casado con un hombre que no la conocía, y si no...
Retiraron el pudin, y Robin tuvo que obligarse a sonreír al camarero, que, preocupado, esta vez le preguntó si podía llevarle otra cosa, pues aquél era el tercer plato que la novia había dejado intacto.
—No tendrás una pistola cargada, ¿verdad? —le preguntó Robin.
El camarero, engañado por el gesto serio de Robin, sonrió y luego puso cara de desconcierto.
—No importa —dijo ella—. No te preocupes.
—Por el amor de Dios, Robin... —susurró Matthew.
Ella se dio cuenta, con un arrebato de rabia y placer, de que estaba aterrorizado, muerto de miedo pensando en lo que podía hacer, en lo que podía suceder a continuación.
Presentaron el café en unas elegantes cafeteras de plata. Robin vio cómo los camareros lo servían en las tazas, vio las bandejitas de petits-fours que repartían por las mesas. Vio a Sarah Shadlock, que llevaba un vestido sin mangas azul turquesa, muy ceñido, saliendo presurosa hacia los lavabos antes de que comenzaran los discursos; vio a Katie seguirla, hinchada y cansada, con sus zapatos planos y el enorme bombo por delante... Y una vez más, la mirada de Robin fue a parar a la espalda de Strike. El detective comía petits-fours mientras hablaba con Stephen. Se alegró de haberlo sentado al lado de su hermano. Siempre había pensado que se llevarían bien.
Entonces pidieron silencio, y hubo una serie de movimientos y susurros, acompañados de un arrastrar de sillas general, cuando todos los que estaban de espaldas a la mesa de honor se volvieron para poder ver a los que iban a hablar. La mirada de Robin se encontró con la de Strike. No supo interpretar su expresión, pero él no desvió la vista hasta que el padre de Robin se levantó, se colocó bien las gafas y empezó a hablar.
Strike estaba deseando tumbarse o, en su defecto, sentarse en el coche con Shanker, donde al menos podría reclinar el asiento. Apenas había dormido un par de horas en los dos últimos días, y la mezcla de unos analgésicos bastante fuertes y las cuatro cervezas que ya se había bebido le estaba dando tanto sueño que se quedaba dormido una y otra vez con la cabeza apoyada en una mano, y se despertaba con un respingo cuando la sien le resbalaba de los nudillos.
Nunca le había preguntado a Robin cómo se ganaban la vida sus padres. Si Michael Ellacott había hecho referencia a su profesión en algún momento de su discurso, Strike se lo había perdido. Era un individuo de aspecto tranquilo, casi profesoral con aquellas gafas de montura de carey. Todos sus hijos habían heredado su estatura, pero Martin era el único que tenía su pelo castaño oscuro y sus ojos de color avellana.
Había escrito el discurso, o quizá lo había reescrito, cuando Robin estaba sin trabajo. Michael se recreaba con evidente amor y reconocimiento en las virtudes de su hija: su inteligencia, su perseverancia, su generosidad y su bondad. Tuvo que hacer una pausa y carraspear cuando empezó a hablar de lo orgulloso que estaba de su única hija, pero dejó un espacio en blanco allí donde debería haber mencionado sus logros, un vacío que debería haber llenado con lo que Robin había hecho o con las experiencias que había superado. Evidentemente, algunas de las situaciones a las que su hija había sobrevivido no eran aptas para que las explicaran en aquella sala que parecía un humidificador gigantesco ni para que las oyeran aquellos invitados con sombreros de plumas y flores en el ojal. Pero, para Strike, el hecho de que hubiese sobrevivido era la prueba más válida de todas aquellas cualidades, y él opinaba, por muy aturdido que estuviese por la falta de sueño, que su padre debería haberlo reconocido en público.
Por lo visto, era el único que pensaba así. Detectó incluso cierto alivio entre la multitud cuando Michael concluyó su discurso sin hacer alusión alguna a cuchillos, cicatrices, máscaras de gorila o pasamontañas.
Había llegado el turno del novio. Matthew se puso en pie en medio de un aplauso entusiasta, pero Robin permaneció con las manos en el regazo y mirando fijamente la ventana que tenía enfrente. En el exterior, el sol, que ya estaba muy bajo en el cielo sin nubes, proyectaba unas sombras largas y oscuras por el césped del jardín.
Se oía el zumbido de una abeja que se había colado en la sala. Strike, mucho menos preocupado por ofender a Matthew que a Michael, cambió de postura, se cruzó de brazos y cerró los ojos. Durante un minuto, aproximadamente, alcanzó a oír que el novio explicaba que Robin y él se conocían desde pequeños, pero que hasta los últimos dos años de la educación secundaria no se había fijado en lo guapa que se había vuelto aquella niñita que una vez lo había ganado en la carrera de cucharas y huevos...
—¡Cormoran!
Se despertó de golpe y dio un respingo, y, al ver la mancha húmeda que tenía en el pecho, comprendió que se le había caído la baba. Miró, adormilado, a su vecino de mesa, que le dio un codazo.
—Estabas roncando... —masculló.
No tuvo tiempo de contestar, porque la sala volvió a prorrumpir en aplausos. Matthew se sentó; no sonreía.
Ya no podía faltar mucho... Pero no, el padrino de Matthew se estaba levantando. Ahora que volvía a estar despierto, Strike se dio cuenta de que tenía la vejiga a punto de explotar. Confiaba en que aquel tipo no se enrollara mucho.
—Matt y yo nos conocimos en el campo de rugby... —empezó.
Y los comensales de una de las mesas del fondo, bastante borrachos, se pusieron a lanzar vítores.
—Arriba —dijo Robin—. Ahora mismo.
Eran las primeras palabras que le dirigía a su marido desde que habían ocupado sus asientos en la mesa de honor. Los aplausos que había cosechado el padrino con su discurso aún no habían cesado. Strike estaba de pie, pero Robin comprendió que se disponía a ir a los lavabos, porque lo vio parar a un camarero y pedirle indicaciones. De todas formas, ahora ya sabía que Strike quería que volviera a la agencia, y estaba convencida de que se quedaría hasta que ella aceptara. La mirada que habían intercambiado durante los entrantes no había dejado lugar a dudas.
—La banda va a empezar a tocar dentro de media hora —repuso Matthew—. Se supone que tenemos que...
Pero Robin se dirigió hacia la puerta; llevaba a cuestas la celda de aislamiento invisible que la había ayudado a mantenerse impertérrita y sin llorar durante el discurso de su padre, durante las nerviosas declaraciones de Matthew, durante las tediosas y viejas anécdotas que había regurgitado el padrino, y que había oído hasta la saciedad, sobre el club de rugby. Mientras se abría paso entre los invitados, tuvo la vaga impresión de que su madre intentaba detenerla, pero no le hizo caso. Había aguantado obedientemente la comida y los discursos. El universo le debía un intermedio de intimidad y libertad.
Subió por la escalera con decisión, sujetándose la falda del vestido para no pisársela con los sencillos zapatos, y recorrió un pasillo enmoquetado sin saber muy bien adónde iba, mientras oía los pasos de Matthew, que la seguía apresuradamente.
—Perdona —le dijo a un adolescente con chaleco que estaba sacando un gran cesto de ropa blanca de un armario—, ¿dónde está la suite nupcial?
El chico la miró, luego miró a Matthew y sonrió con descaro.
—No seas gilipollas —le espetó Robin.
—¡Robin! —dijo Matthew.
Y el adolescente se ruborizó.
—Por ahí —contestó el chico con voz ronca, y señaló.
Robin siguió adelante. Sabía que Matthew tenía la llave. Su padrino y él habían dormido en el hotel la noche anterior, aunque no en la suite nupcial.
Cuando Matthew abrió la puerta, Robin entró a grandes zancadas; vio los pétalos de rosa esparcidos por la cama, el champán enfriándose en la cubitera, el gran sobre dirigido al señor y la señora Cunliffe. También vio, con gran alivio, la bolsa de viaje que pensaba llevarse como equipaje de mano a su misteriosa luna de miel. La abrió, introdujo su brazo ileso y buscó la venda que se había quitado para la sesión de fotos. Cuando se la hubo puesto en el dolorido antebrazo, tapando la herida que aún no había cicatrizado, se quitó la alianza del dedo y la dejó con un golpetazo en la mesilla de noche, junto a la cubitera del champán.
—¿Qué haces? —preguntó Matthew, asustado y, a la vez, agresivo—. ¿Qué pasa? ¿Qué significa esto? ¿Es que quieres anular la boda?
Robin se quedó mirándolo. Esperaba sentir alivio cuando por fin se quedaran a solas y pudiera hablar libremente, pero la gravedad de lo que había hecho Matthew frustraba sus intentos de expresarlo. Veía el miedo a su silencio reflejado en sus ojos como dardos, en sus hombros contraídos. Quizá fuese consciente de ello o quizá no, pero se había colocado justo entre ella y la puerta.
—De acuerdo —dijo él, alzando la voz—, ya sé que debería...
—Sabías cuánto significaba para mí ese trabajo. Lo sabías.
—¡No quería que volvieras, ¿vale?! —gritó Matthew—. ¡Te atacaron, Robin! ¡Te apuñalaron!
—¡Fue culpa mía!
—¡Strike te despidió, joder!
—Porque hice algo que me había ordenado que no hiciera.
—¡Mierda, sabía que lo defenderías! —bramó Matthew, totalmente descontrolado—. ¡Sabía que si hablabas con él volverías corriendo como un puto perrito faldero!
—¡Tú no puedes tomar esas decisiones por mí! —le gritó ella—. ¡Nadie tiene derecho a interceptar mis putas llamadas ni a borrar mis mensajes, Matthew!
Ya no había ni control ni fingimiento. Sólo se oían el uno al otro por casualidad, durante las breves pausas que hacían para respirar; se lanzaban su resentimiento y su dolor cada uno desde una punta de la habitación, como lanzas en llamas que se consumían y se reducían a cenizas justo antes de clavarse en su objetivo. Robin gesticulaba aparatosamente, y de pronto gritó de dolor porque su brazo empezaba a protestar, y Matthew, con rabia, dándose aires de superioridad moral, señaló la cicatriz que Robin llevaría el resto de su vida por lo temeraria y estúpida que había sido al empeñarse en trabajar para Strike. No lograron nada, no justificaron nada, no se pidieron disculpas por nada: las discusiones que habían salpicado los últimos doce meses habían sido la preparación para aquella batalla, las escaramuzas de frontera que presagian una guerra. Detrás de la ventana, la tarde iba disolviéndose con rapidez y dejaba paso a la noche. A Robin le dolía la cabeza, tenía el estómago revuelto, la sensación de asfixia amenazaba con vencerla.
—No soportabas el horario que hacía. Te importaba un cuerno que, por primera vez en la vida, tuviera un trabajo que me gustaba; ¡por eso me mentiste! ¡Sabías lo que significaba para mí, y me mentiste! ¿Cómo pudiste borrar el historial de llamadas? ¿Cómo pudiste borrar los mensajes de voz?
Se dejó caer en una butaca mullida y con flecos y apoyó la cabeza en ambas manos, mareada por el efecto que la ira y la conmoción tenían sobre su estómago vacío.
Lejos, en el silencio enmoquetado de los pasillos del hotel, se cerró una puerta y se oyó reír a una mujer.
—Robin... —dijo Matthew con voz ronca.
Ella lo oyó acercarse, pero levantó una mano para apartarlo.
—No me toques.
—Robin, me equivoqué, ya lo sé. No quería que volvieran a hacerte daño.
Ella apenas lo oyó. No sólo estaba enfadada con Matthew, también lo estaba con Strike. ¿Por qué no había vuelto a llamarla? Debería haber seguido intentándolo las veces que hubiese hecho falta. «Si hubiese insistido, quizá yo no estaría aquí ahora.»
Ese pensamiento la asustó.
«Si hubiese sabido que Strike quería que volviese con él, ¿me habría casado con Matthew?»
Oyó el susurro de la chaqueta de su esposo y supuso que estaría mirando la hora. Tal vez los invitados que esperaban abajo pensaran que la pareja había desaparecido para consumar el matrimonio. Se imaginó a Geoffrey haciendo chistes verdes durante su ausencia. La banda debía de tener una hora programada. Volvió a acordarse de lo que todo aquello les estaba costando a sus padres. Volvió a acordarse de que ya habían perdido una vez el depósito de la boda porque habían decidido aplazarla.
—De acuerdo —dijo con voz monótona—. Vayamos abajo y bailemos.
Se levantó y se alisó mecánicamente la falda. Matthew parecía receloso.
—¿Estás segura?
—Tenemos que hacerlo. Hay gente que ha venido desde muy lejos. Mis padres han pagado un montón de dinero.
Volvió a levantarse el bajo de la falda y fue hacia la puerta de la suite.
—¡Robin!
Se dio la vuelta creyendo que él le diría «te quiero», que le sonreiría, que le suplicaría, que le propondría una reconciliación más sincera.
—Será mejor que te pongas esto —dijo Matthew, y, con una expresión tan fría como la de Robin, le tendió la alianza que ella se había quitado.
Como tenía intención de quedarse allí hasta haber hablado otra vez con Robin, a Strike no se le había ocurrido nada mejor que seguir bebiendo. Se había zafado de la protección de Stephen y Jenny, pues opinaba que ellos también se merecían disfrutar de la compañía de sus amigos y familiares, y había vuelto a recurrir, como solía hacer, a su intimidante estatura y su gesto huraño para repeler la curiosidad de los desconocidos. Se quedó un rato al final de la barra, solo, ante una jarra de cerveza, y luego salió a la terraza, donde se mantuvo apartado de los otros fumadores y se dedicó a contemplar el atardecer veteado, aspirando el olor dulzón a césped bajo un cielo de color coral. Ni siquiera Martin y sus amigos, que también habían bebido lo suyo y fumaban en corro como adolescentes, se atrevieron a importunarlo.
Al cabo de un rato, volvieron a reunir hábilmente a los invitados y los hicieron entrar en masa en la sala de paredes de madera, que durante su ausencia habían transformado en una pista de baile. Habían retirado la mitad de las mesas y arrimado las otras a las paredes. Los músicos de la banda estaban preparados detrás de sus amplificadores, pero los novios seguían sin aparecer. Un hombre que a Strike le pareció que era el padre de Matthew, sudoroso, orondo y con la tez colorada, ya había soltado varios chistes sobre lo que debía de estar haciendo la pareja cuando, de pronto, una joven abordó al detective. Llevaba un vestido ceñido de color azul turquesa y un tocado con plumas que le hizo cosquillas en la nariz cuando se le acercó para estrecharle la mano.
—Eres Cormoran Strike, ¿verdad? —preguntó la joven—. ¡Qué gran honor! Soy Sarah Shadlock.
Strike sabía perfectamente quién era Sarah Shadlock. Se había acostado con Matthew en su época de universitarios, cuando él mantenía una relación a distancia con Robin. Una vez más, Strike se señaló el vendaje para excusarse por no darle la mano.
—¡Ay, pobrecillo!
Un individuo borracho y con una calva incipiente que seguramente era más joven de lo que parecía se asomó por detrás de Sarah.
—Tom Turvey —anunció, enfocando a Strike con dificultad—. Buen trabajo, tío, te felicito. Buen trabajo.
—Estábamos deseando conocerte —añadió Sarah—. Somos viejos amigos de Matt y Robin.
—El des... destripador de Shacklewell —balbuceó Tom, sin poder contener el hipo—. Muy buen trabajo, tío.
—Ay, pobrecillo —repitió Sarah, y le tocó el bíceps a Strike mientras, sonriente, le miraba los cardenales de la cara—. Esto no te lo habrá hecho él, ¿verdad?
—Todos quieren saberlo —dijo Tom sonriendo y con la mirada desenfocada—. Se mueren de curiosidad. El discurso tendrías que haberlo dado tú, en lugar de Henry.
Sarah soltó una carcajada.
—¡Supongo que no lo habrías hecho ni loco! Debes de haber venido aquí directamente después de atrapar... Bueno, no tengo ni idea; ¿has venido directamente?
—Lo siento —contestó serio Strike—, la policía me ha pedido que no hable de eso.
—Damas y caballeros —anunció el atribulado maestro de ceremonias, a quien la discreta entrada de Matthew y Robin en la sala había pillado desprevenido—, ¡el señor y la señora Cunliffe!
Los recién casados caminaron sin sonreír hasta el centro de la pista de baile, y todos excepto el detective empezaron a aplaudir. El cantante del grupo le cogió el micrófono al maestro de ceremonias.
—Vamos a tocar una canción que significa mucho para Matthew y Robin —anunció.
Matthew deslizó la mano derecha alrededor de la cintura de Robin y entrelazó la izquierda con la derecha de ella.
El fotógrafo salió de la oscuridad y empezó a disparar otra vez con la cámara, un tanto contrariado al comprobar que en el brazo de la novia había aparecido de nuevo aquel antiestético vendaje elástico.
Sonaron los primeros acordes acústicos de Wherever You Will Go, de The Calling. Robin y Matthew empezaron a girar sin moverse del sitio y sin mirarse.
So lately, been wondering,
Who will be there to take my place
When I’m gone, you’ll need love
To light the shadows on your face...1
«Vaya canción de enamorados más rara», pensó Strike, pero vio que Matthew se acercaba más a Robin, le ceñía la estrecha cintura y se inclinaba un poco más para susurrarle algo al oído.
Una sacudida a la altura del plexo solar traspasó la niebla de agotamiento, alivio y alcohol que durante todo el día había protegido a Strike de lo que realmente significaba aquella boda para él. De pronto, al ver a los recién casados dar vueltas y vueltas en la pista de baile —Robin con su largo vestido blanco y su diadema de rosas, Matthew con su traje oscuro y su mejilla contra la mejilla de la novia—, Strike no tuvo más remedio que admitir que llevaba mucho tiempo deseando con todas sus fuerzas que Robin no se casara. Quería que fuese libre, libre para seguir siendo eso que eran los dos juntos. Libre para que, en caso de que las circunstancias cambiaran... existiese la posibilidad... Libre para que, algún día, pudiesen averiguar qué más podían ser el uno para el otro.
«A la mierda.»
Si Robin quería hablar con él, tendría que llamarlo. Strike dejó su jarra vacía en la repisa de una ventana, se dio la vuelta y se abrió paso entre los otros invitados, que se apartaron para dejarle espacio, acobardados por su expresión sombría.
De pronto, cuando los novios dieron un giro, la mirada errática de Robin detectó que Strike iba hacia la puerta, la abría y se marchaba.
—Suéltame.
—¿Qué?
Robin se separó de Matthew, se levantó una vez más la falda del vestido para tener libertad de movimiento y salió de la pista de baile casi a la carrera. Incluso estuvo a punto de chocar con su padre y la tía Sue, que bailaban, muy formales, cerca de ellos. Matthew se quedó plantado en medio de la sala, mientras Robin se abría camino entre los sorprendidos invitados y se dirigía hacia la puerta que acababa de cerrarse.
—¡Cormoran!
Strike ya había bajado medio tramo de escalera, pero se dio la vuelta al oír su nombre. Le gustaba cómo llevaba el pelo Robin, con aquellas largas ondulaciones bajo la diadema de rosas de Yorkshire.
—Felicidades.
Robin bajó un par de peldaños más; tenía un nudo en la garganta, pero hizo un esfuerzo y dijo:
—¿De verdad quieres que vuelva?
Él compuso una sonrisa forzada.
—Vengo de pasarme cuatro malditas horas con Shanker en un coche que, si mis sospechas son ciertas, es robado. Claro que quiero que vuelvas.
Ella rió, pero le brotaron las lágrimas.
—¿Has venido con Shanker? ¿Y por qué no ha entrado contigo?
—¿Shanker? ¿En un sitio como éste? Habría metido la mano en todos los bolsillos y luego habría vaciado la caja registradora de la recepción.
Robin volvió a reír, pero ahora las lágrimas se le desbordaron de los ojos y le resbalaron por las mejillas.
—¿Dónde vas a dormir?
—En el coche, mientras Shanker me lleva a casa. Me va a cobrar una fortuna por esto..., pero no importa —se apresuró a añadir al ver que ella iba a decir algo—. Si vuelves, habrá valido la pena. Habrá valido muchísimo la pena.
—Esta vez quiero que me hagas un contrato —dijo Robin, en un tono severo que se contradecía con la expresión de sus ojos—. Un contrato como Dios manda.
—Hecho.
—Entonces, vale. Bueno, nos vemos...
¿Cuándo lo vería? Se suponía que iba a estar dos semanas de luna de miel.
—Ya me avisarás —dijo Strike.
Se dio la vuelta y siguió bajando la escalera.
—¡Cormoran!
—¿Sí?
Robin también bajó un poco más, hasta quedar un peldaño por encima de él. Ahora sus ojos estaban al mismo nivel.
—Quiero que me cuentes cómo lo capturaste. Quiero saberlo todo.
Él sonrió.
—Tranquila, eso puede esperar. Pero quiero que sepas que sin ti no lo habría conseguido.
Ninguno de los dos habría podido decir quién había hecho el primer gesto o si habían reaccionado a la vez. Cuando quisieron darse cuenta, estaban fuertemente abrazados, Robin con la barbilla apoyada en el hombro de Strike, y él con la cara hundida en su pelo. El detective olía a sudor, cerveza y antiséptico; ella, a rosas y a aquel discreto perfume que él había añorado desde que Robin había dejado de ir por la agencia. A él, tenerla en sus brazos le resultó a la vez novedoso y familiar, como si ya la hubiese abrazado tiempo atrás, como si, sin saberlo, llevase años añorando aquel gesto. Al otro lado de la puerta cerrada, los músicos seguían tocando:
I’ll go wherever you will go
If I could make you mine...2
Se separaron tan de repente como se habían abrazado. Robin seguía derramando lágrimas. Durante un instante de locura, Strike sintió el impulso de decir: «Ven conmigo», pero hay palabras que, una vez dichas, no pueden retirarse ni olvidarse, y él sabía que era el caso de esas dos.
—Ya me avisarás —repitió.
Intentó sonreír, pero le dolía la cara. Agitó la mano vendada y siguió bajando la escalera sin mirar atrás.
Robin lo vio marchar mientras se enjugaba las lágrimas a toda prisa. Si él le hubiera dicho «Ven conmigo», ella se habría marchado con él, pero... y luego ¿qué? Tragó saliva y se limpió la nariz con el dorso de la mano, se dio la vuelta, se recogió de nuevo el bajo del vestido y subió para reunirse otra vez con su marido.
UN AÑO MÁS TARDE
1
Según he oído, quiere ampliar su periódico. Sé de fuente segura que está buscando un colaborador hábil.
HENRIK IBSEN, Rosmersholm
El deseo universal de fama es tan poderoso que quienes la logran, ya sea de un modo accidental o involuntario, pueden esperar en vano a que se apiaden de ellos.
Durante semanas, tras la detención del destripador de Shacklewell, Strike temió que su mayor triunfo como detective le hubiera asestado un golpe fatal a su carrera. Los efectos de la publicidad que su agencia había atraído hasta ese momento parecían las dos últimas inmersiones del hombre que se ahoga antes del descenso definitivo a las profundidades. El negocio por el que tanto se había sacrificado, y por el que tan duro había trabajado, dependía en gran medida de que no lo reconocieran por las calles de Londres, pero con la captura de un asesino en serie su imagen había quedado grabada en la memoria de la gente: un tipo raro y sensacional, un comentario chistoso en los concursos de televisión, un objeto de curiosidad aún más fascinante porque se negaba a satisfacerla.
Tras exprimirle hasta la última gota de interés al ingenio que Strike había demostrado a la hora de capturar al destripador, los periódicos habían decidido desenterrar la historia familiar del detective. La calificaban de «singular», aunque para él era una lacra, un lastre que había llevado consigo toda la vida y que prefería no sondear: el padre estrella de rock, la madre, una groupie fallecida, la carrera militar que había terminado con la amputación de media pierna derecha... Unos sonrientes periodistas provistos de talonarios se habían abatido sobre la única persona con la que Strike había compartido la infancia, su hermanastra Lucy. Algunos compañeros del Ejército habían hecho comentarios espontáneos que, una vez despojados de lo que Strike consideraba un humor burdo, sólo denotaban envidia y menosprecio. El padre, a quien Strike únicamente había visto dos veces y cuyo apellido no utilizaba, hizo una declaración a través de un publicista en la que se refería a una inexistente relación amistosa que se desarrollaba lejos de las miradas de los curiosos. Las réplicas del terremoto que había desencadenado la captura del destripador habían hecho temblar la vida de Strike durante un año, y el detective aún no estaba seguro de que hubieran cesado del todo.
Por supuesto, convertirse en el detective privado más famoso de Londres tenía su lado bueno. Después del juicio, Strike había tenido una avalancha de nuevos clientes, y a Robin y a él les había resultado imposible encargarse de todos los trabajos. Dado que lo más recomendable era que Strike mantuviera temporalmente un perfil bajo, durante unos meses había pasado la mayor parte del tiempo en el despacho, mientras unos cuantos colaboradores subcontratados —la mayoría ex policías y ex militares, muchos de ellos procedentes del mundo de la seguridad privada— asumían el grueso del trabajo. Él se ocupaba del papeleo y de las tareas nocturnas. Tras un año trabajando en todos los casos que la agencia, una vez ampliada, había podido aceptar, Strike consiguió darle a Robin el aumento de sueldo que le debía, liquidar sus últimas deudas y comprarse un BMW serie 3 de trece años.
Lucy y sus amigos daban por hecho que la presencia del coche y de los nuevos empleados significaba que Strike había alcanzado por fin un estado de próspera seguridad. Lo cierto era que, después de pagar las nóminas y el desorbitado coste de aparcar el coche en un garaje del centro de Londres, prácticamente no le quedaba nada para él, de modo que seguía viviendo en las dos habitaciones de encima de la oficina y cocinando en un hornillo.
Las exigencias burocráticas que suponía contratar a trabajadores autónomos y el carácter discontinuo de la disponibilidad de esos hombres y mujeres eran un verdadero quebradero de cabeza. Strike sólo había encontrado a una persona a la que mantenía con carácter semipermanente: Andy Hutchins, un ex policía delgado y un tanto taciturno —diez años mayor que su nuevo jefe— que le había recomendado su amigo de la Policía Metropolitana, el inspector Eric Wardle. Hutchins se había acogido a la jubilación anticipada al sufrir una inesperada parálisis parcial de la pierna izquierda, a lo que siguió un diagnóstico de esclerosis múltiple. Al solicitar el empleo como colaborador externo, Hutchins le había advertido a Strike que quizá no siempre estaría en forma; le explicó que la suya era una enfermedad imprevisible, pero que hacía tres años que no tenía ninguna recaída. Llevaba un régimen especial bajo en grasas que Strike consideró sumamente punitivo: sin carne roja, queso, chocolate o rebozados. Metódico y paciente, Andy no requería supervisión constante para hacer su trabajo, algo que Strike no podía afirmar de sus otros empleados, excepto de Robin. Todavía le parecía increíble que Robin hubiese llegado a su vida como secretaria temporal y se hubiera convertido en su socia y excepcional colega.
Si seguían siendo amigos o no era otra cuestión.
Dos días después de la boda de Robin y Matthew, cuando la prensa ya lo había obligado a marcharse de su piso y todavía era imposible poner la televisión sin oír su nombre, Strike se había refugiado, a pesar de las invitaciones de sus amigos y de su hermana, en la habitación de un Travelodge cerca de la estación Monument. Allí había conseguido la tan ansiada intimidad; allí había podido dormir sin que nadie lo molestara, y allí se había bebido nueve latas de cerveza, sintiendo que sus ganas de hablar con Robin aumentaban con cada lata vacía que lanzaba a la papelera, con puntería decreciente, desde el otro extremo de la habitación.
No habían vuelto a hablar desde el abrazo que se habían dado en la escalera, un momento al que los pensamientos de Strike habían vuelto repetidamente en los días posteriores. Estaba convencido de que Robin estaba pasándolo muy mal, escondida en Masham mientras decidía si pedía el divorcio o la anulación matrimonial, organizando la venta de su piso mientras gestionaba la reacción de la prensa y la de su familia. Strike no sabía qué iba a decirle cuando hablara con ella. Sólo sabía que quería oír su voz. Fue entonces, mientras hurgaba, bastante borracho, en su mochila, cuando descubrió que, con las prisas por marcharse del ático, y aturdido por la falta de sueño, no había cogido el cargador del móvil, que ya estaba sin batería. No se dejó intimidar: marcó el número de información y, después de que le pidieran varias veces que hablara con más claridad, consiguió llamar a casa de los padres de Robin.
Contestó su padre.
—Hola, ¿puedo hablar con Robin, por favor?
—¿Con Robin? Lo siento, pero está de luna de miel.
Strike, un tanto confuso, tardó unos instantes en comprender lo que acababa de oír.
—¿Hola? —dijo Michael Ellacott, y luego, con enojo, añadió—: Supongo que es otro periodista. Mi hija está fuera del país y le agradecería que no volviera a llamar a mi casa.
Strike colgó el teléfono y siguió bebiendo hasta que se quedó dormido. Su enfado y su disgusto persistían desde hacía días, y ser consciente de que muchos dirían que no tenía derecho a meterse en la vida privada de su empleada no iba a mitigarlos. Robin no era la mujer que él creía que era si había sido capaz de subirse sumisamente a un avión con el hombre a quien el detective, en privado, llamaba «ese gilipollas». Aun así, algo muy parecido a la depresión pesaba sobre él mientras esperaba, sentado en el Travelodge con su nuevo cargador y unas cuantas cervezas más, a que su nombre desapareciera de las noticias.
Plenamente consciente de que lo que buscaba era dejar de pensar en Robin, Strike puso fin a su aislamiento autoimpuesto aceptando una invitación que, en circunstancias normales, habría rechazado: una cena con el inspector Eric Wardle, su esposa, April, y la amiga de ambos, Coco. El detective tenía muy claro que se estaba metiendo en una encerrona, porque sabía que aquella chica ya había intentado en alguna ocasión averiguar a través de Wardle si Strike estaba soltero.
Coco era una chica menuda, ágil y muy guapa, con el pelo teñido de rojo, tatuadora de profesión y bailarina de estriptis a tiempo parcial. Strike debería haber estado más atento a las señales de peligro. Coco estaba muy risueña, por no decir un poco histérica, incluso antes de empezar a beber. Y el detective se la había llevado a su habitación del Travelodge con el mismo espíritu con el que se había bebido las nueve latas de Tennent’s.
En las semanas posteriores, Strike le había dado largas. Se sentía mal por habérsela sacado de encima, pero una de las ventajas de estar huyendo de la prensa era que los rollos de una sola noche lo tenían difícil para localizarte.
Ya había transcurrido un año, y Strike aún no tenía ni idea de por qué Robin había decidido seguir con Matthew. Suponía que sus sentimientos por su marido eran tan profundos que le impedían ver cómo era en realidad. Él también tenía una nueva relación. Ya llevaba diez meses con esa nueva mujer, y era la relación más larga que había tenido después de cortar con Charlotte, la única con la que alguna vez se había planteado la posibilidad de casarse.
El distanciamiento emocional entre los dos socios de la agencia de detectives se había convertido en algo rutinario, así de sencillo. Strike no podía criticar el trabajo de Robin. Ella hacía cuanto le pedían con rapidez y concienzudamente, y además tenía iniciativa e ingenio. Sin embargo, el detective se había fijado en que su compañera estaba más demacrada que nunca. También la veía algo más nerviosa de lo habitual y, en un par de ocasiones, mientras repartía el trabajo entre su socia y sus colaboradores, la había pillado ausente, algo nada habitual en ella, y eso lo tenía un poco preocupado. Strike conocía bien las señales del trastorno por estrés postraumático, y ella ya había sobrevivido a dos ataques casi fatales. Justo después de perder media pierna en Afganistán, él también había experimentado episodios de disociación. De repente, en el momento menos pensado, se veía alejado del presente y transportado a aquellos escasos segundos de mal presagio y terror inmediatamente anteriores a la explosión que se llevó por delante el Viking en el que iba sentado, arruinando su cuerpo y su carrera militar. Le habían quedado, como secuelas, una profunda aversión a que lo llevaran en coche y las pesadillas de sangre y agonía de las que todavía despertaba en plena noche bañado en sudor.
Sin embargo, cuando intentó hablar con Robin de su salud mental en tono sereno y responsable, como le correspondía en su calidad de empleador, ella lo cortó con una rotundidad y un resentimiento que sólo podían justificarse, pensó él, por su anterior despido. Desde entonces, Strike se había fijado en que Robin se ofrecía voluntaria para los encargos más delicados, muchas veces nocturnos, y él tenía que hacer verdaderos malabarismos para organizar el trabajo de forma que no pareciese que intentaba asignarle —como de hecho hacía— las tareas menos peligrosas y más rutinarias.
Eran educados, simpáticos y formales el uno con el otro, y sólo hablaban de su vida privada a grandes rasgos y únicamente si era necesario. Robin y Matthew acababan de mudarse, y el detective insistió en que ella se tomara toda una semana libre. Robin se resistió, pero Strike acabó imponiéndose. Le recordó que apenas se había cogido días libres en lo que llevaban de año, y lo dijo en un tono que no admitía discusión.
Aquel lunes, el último e insatisfactorio colaborador de Strike, un arrogante ex policía militar con el que nunca había coincidido en el Ejército, había chocado con su motocicleta con la parte de atrás de un taxi al que se suponía que estaba siguiendo. Strike disfrutó despidiéndolo. Por fin tenía a alguien sobre quien descargar su rabia, porque su arrendador también había escogido aquella semana para comunicarle que, igual que el resto de los propietarios de oficinas de Denmark Street, había vendido el edificio a una promotora inmobiliaria.
La amenaza de perder a la vez su despacho y su hogar se cernía ahora sobre el detective.
Para ponerle la guinda a una serie de días particularmente desastrosos, la empleada temporal a la que había contratado para que se ocupara del trabajo de oficina más elemental y contestara al teléfono durante la ausencia de Robin resultó ser la mujer más insoportable que el detective había conocido. Denise hablaba sin parar con una voz aguda y nasal que se oía aunque él cerrara la puerta de su despacho. Strike incluso había recurrido a escuchar música con auriculares, pero lo único que consiguió fue que Denise aporreara la puerta y gritara más aún para hacerse oír.
—¿Qué pasa?
—Acabo de encontrar esto —dijo Denise, blandiendo una nota escrita a mano—. Dice «clínica»... y luego hay una palabra que empieza con «V»... La cita es para dentro de media hora. ¿Debería habérselo recordado?
Strike reconoció la caligrafía de Robin. La segunda palabra, efectivamente, era ilegible.
—No —le contestó—. Puede tirarla.
Strike confió en que, sin decirle nada a nadie, Robin estuviera buscando ayuda profesional para solucionar los problemas psicológicos que pudiera estar sufriendo. Volvió a ponerse los auriculares y siguió leyendo el informe, pero le costaba concentrarse, de modo que decidió marcharse antes de lo previsto a la entrevista que había concertado con un posible empleado nuevo. Había quedado con él en su pub favorito, principalmente para librarse de Denise. Strike había tenido que evitar el Tottenham durante meses después de capturar al destripador de Shacklewell, porque, al correrse la voz de que era un cliente habitual, siempre había periodistas esperándolo. Incluso ese día echó un vistazo antes de entrar, desconfiado, para asegurarse de que no había peligro y podía entrar en el pub, pedir su pinta de Doom Bar y retirarse a una mesa del fondo.
El detective había adelgazado en el último año, en parte porque se había esforzado en dejar las patatas fritas, un alimento básico de su dieta, y en parte por la cantidad de trabajo que tenía. La pérdida de peso había aliviado la presión en su pierna amputada, de modo que tanto el esfuerzo como el alivio que le suponía sentarse eran menos apreciables. Strike tomó un sorbo de cerveza, estiró la pierna por la fuerza de la costumbre y disfrutó de la relativa facilidad del movimiento. Sólo entonces abrió la carpeta que se había llevado del despacho.
Las notas que contenía las había hecho el idiota que había chocado con el taxi, y eran una verdadera chapuza. Strike no podía permitirse perder a aquel cliente, pero Hutchins y él tenían problemas para cubrir todo el trabajo, así que necesitaba con urgencia a un nuevo empleado. Aun así, no estaba convencido de que la entrevista que estaba a punto de hacer fuese una buena idea. No le había consultado nada a Robin antes de tomar la arriesgada decisión de buscar a un hombre a quien hacía cinco años que no veía, y cuando se abrió la puerta del Tottenham y por ella entró Sam Barclay, con una puntualidad impecable, Strike se preguntó si estaría a punto de cometer un estrepitoso error.
Habría reconocido a aquel ex recluta de Glasgow dondequiera que lo hubiese visto, con la camiseta bajo el jersey de cuello de pico, el pelo rapado, los vaqueros ceñidos y las zapatillas de deporte blancas. Cuando Strike se levantó y le tendió la mano, Barclay, que parecía haberlo reconocido a él con la misma facilidad, sonrió y dijo:
—Ya estás bebiendo, ¿eh?
—¿Te pido una?—le preguntó Strike.
Mientras esperaba a que le sirvieran la cerveza para Barclay, el detective observó al ex fusilero en el espejo de detrás de la barra. Sólo tenía algo más de treinta años, pero ya le asomaban algunas canas. Por lo demás, estaba tal como Strike lo recordaba: cejas pobladas, mandíbula poderosa, ojos azules, grandes y muy redondos; su expresión, afable, parecía la de un búho. Strike ya había sentido simpatía por Barclay cuando lo investigaba para llevarlo ante un consejo de guerra.
—¿Todavía fumas? —le preguntó después de llevarle la cerveza a la mesa y sentarse.
—Ahora vapeo —contestó Barclay—. Hemos tenido un bebé.
—Enhorabuena —dijo Strike—. ¿Y qué, ahora llevas una vida sana?
—Sí, más o menos.
—¿Traficas?
—Yo no traficaba —replicó Barclay acaloradamente—, lo sabes muy bien, joder. Lo mío es sólo consumo recreativo, tío.
—¿Y dónde compras?
—Online —contestó Barclay, antes de dar un sorbo a la cerveza—. Es muy fácil. La primera vez que lo hice, pensé: «Joder, esto es imposible.» Pero luego me dije: «Bueno, mira, por probar no pasa nada.» Te lo envían camuflado entre paquetes de cigarrillos. Hay un surtido muy amplio del que elegir. Internet es un gran invento.
Soltó una carcajada y añadió:
—Cuéntame de qué va esto. Me sorprendió mucho tener noticias tuyas después de tanto tiempo.
Strike titubeó.
—Estaba pensando en ofrecerte un empleo.
Hubo un silencio. Barclay se lo quedó mirando; entonces echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Mierda —dijo—. ¿Por qué no has empezado por ahí?
—¿Tú qué crees?
—No vapeo todas las noches —se apresuró a aclarar Barclay—. En serio. A mi mujer no le gusta.
Strike seguía con la mano cerrada sobre la carpeta, con gesto pensativo.
Cuando conoció a Barclay, estaba investigando un caso de tráfico de drogas en Alemania. En el Ejército británico se compraban y vendían drogas como en cualquier otro sector de la sociedad, pero le habían pedido a la DIE —la División de Investigaciones Especiales— que investigara lo que parecía una operación mucho más profesional que la mayoría. Habían denunciado a Barclay como responsable principal, y el descubrimiento de un kilo de hachís marroquí de excelente calidad entre sus efectos personales había justificado sobradamente un interrogatorio.
Barclay insistía en que le habían tendido una trampa para incriminarlo, y Strike, que estaba presente en el interrogatorio, se mostraba inclinado a creérselo, sobre todo porque el fusilero parecía demasiado inteligente como para no haber encontrado un sitio mejor donde esconder aquel hachís, que había sido hallado en el fondo de su petate militar. Por otra parte, había numerosas pruebas de que Barclay consumía con regularidad, y más de un testigo había afirmado que empezaba a comportarse de un modo imprevisible. Strike sospechaba que habían escogido a Barclay como cabeza de turco, y decidió llevar a cabo sus propias indagaciones en paralelo.
Éstas arrojaron información muy interesante relacionada con materiales de construcción y artículos de mecánica que se estaban encargando a un ritmo completamente inverosímil. Si bien no era la primera vez que Strike desenmascaraba ese tipo de casos de corrupción, resultó que los dos oficiales responsables de aquellos artículos fácilmente revendibles y que desaparecían de forma misteriosa eran los mismos que se mostraban ansiosos por celebrar el consejo de guerra de Barclay.
Durante una conversación a solas con Strike, el fusilero se quedó perplejo cuando vio que, de pronto, el sargento de la DIE no mostraba interés por el hachís, sino por las anomalías relacionadas con los contratos de construcción. Receloso al principio, y convencido de que no le creerían dada la situación en la que se encontraba, Barclay acabó admitiendo ante Strike que él no sólo se había dado cuenta de lo que otros no habían visto, o no habían querido ver, sino que además había empezado a calcular y documentar con exactitud cuánto estaban robando sus superiores. Por desgracia para él, los oficiales en cuestión se habían enterado de que le interesaban demasiado sus actividades, y poco después había aparecido un kilo de hachís entre sus artículos personales.
Cuando Barclay le enseñó el registro que estaba llevando (había escondido la libreta con mucha más astucia que el hachís), Strike quedó impresionado por la meticulosidad y la iniciativa demostradas por aquel hombre, dado que nunca había recibido formación en técnicas de investigación. Al preguntarle por qué se había metido en un asunto tan delicado sin tener nada que ganar y sabiendo que todo aquello podía acarrearle serios problemas, Barclay encogió sus anchos hombros y dijo: «Eso no se hace, ¿no? Esto es el Ejército, y le están robando. Se están llevando el dinero de los contribuyentes.»
Strike le dedicó al caso muchas más horas de las que sus colegas consideraban necesarias, pero finalmente, tras aportar sus propias investigaciones para añadirle peso, el dosier que Barclay había recopilado sobre las actividades de sus superiores condujo a la condena de los oficiales. La DIE asumió la responsabilidad del caso, por supuesto, pero fue Strike quien se aseguró de que las acusaciones contra Barclay fuesen discretamente aparcadas.
El ruido del pub iba aumentando a su alrededor.
—Cuando dices «un empleo», ¿te refieres a la investigación privada? —se preguntó Barclay en voz alta.
Strike vio que la idea lo atraía.
—Sí —confirmó—. ¿A qué te has dedicado desde la última vez que te vi?
La respuesta fue deprimente, pero no lo sorprendió. A Barclay le había costado encontrar o mantener un empleo fijo los dos primeros años después de dejar el Ejército, y había estado haciendo trabajos de pintura y decoración para la empresa de su cuñado.
—El sueldo principal de la familia es el de mi mujer —explicó—. Ella sí tiene un buen empleo.
—Vale —dijo Strike—; creo que, para empezar, puedo ofrecerte un par de días por semana. Me puedes facturar como autónomo. Así, si no funciona, cualquiera de los dos puede cancelar el acuerdo en cualquier momento. ¿Te parece justo?
—Sí, me parece justo. Bueno, ¿y cuánto pagas?
Hablaron de dinero durante cinco minutos. Strike le explicó que sus otros empleados se habían establecido como colaboradores externos, y que podían presentarle los recibos y otros gastos profesionales para que se los reembolsara. Por último, abrió la carpeta y le dio la vuelta para enseñarle el contenido a Barclay.
—Necesito que sigas a este tipo —dijo, y señaló la fotografía de un joven mofletudo con una mata de pelo rizado—. Quiero fotografías de todo lo que haga y de todas las personas a las que vea.
—Vale, muy bien.
Barclay sacó su móvil y fotografió la foto del objetivo y su dirección.
—Hoy lo está vigilando mi otro empleado —añadió Strike—, pero necesito que mañana por la mañana estés delante de su edificio desde las seis.
Se alegró al ver que Barclay no ponía objeciones a tener que empezar tan temprano.
—Oye, ¿y qué le ha pasado a la chica? —preguntó su nuevo colaborador mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo—. La que salía en los periódicos contigo.
—¿Robin? Está de vacaciones. Vuelve la semana que viene.
Se dieron la mano y se despidieron. Strike disfrutó de un breve momento de optimismo antes de recordar que ahora se vería obligado a regresar al despacho, lo que significaba volver a estar cerca de Denise, de su verborrea, de su costumbre de hablar con la boca llena y de su incapacidad para recordar que Strike odiaba el té con leche.
De camino a la agencia, tuvo que zigzaguear y sortear las interminables obras de Tottenham Court Road. Esperó a dejar atrás el tramo más ruidoso y llamó por teléfono a Robin para decirle que había contratado a Barclay, pero le saltó el contestador. Entonces se acordó de que, a esa hora, tal vez estaría en la misteriosa clínica de la nota, así que cortó la comunicación sin dejar ningún mensaje.
Siguió caminando y, de pronto, se le ocurrió una cosa. Había dado por hecho que aquella clínica tenía algo que ver con la salud mental de Robin, pero ¿y si...?
Le sonó el teléfono, que todavía llevaba en la mano: era el número de la agencia.
—¿Sí?
—¿Señor Strike? —dijo Denise, aterrorizada, con aquella voz estridente—. ¡Señor Strike, ¿puede venir enseguida, por favor?! Hay aquí un caballero... que quiere hablar con usted urgentemente...
Strike oyó de fondo un fuerte golpe y a un hombre que vociferaba.
—¡Vuelva cuanto antes, por favor! —gritó Denise.
—¡Estoy en camino! —le contestó Strike, y echó a correr como buenamente pudo.
2
Su aspecto no es como para dejarle pasar al salón.
HENRIK IBSEN, Rosmersholm
Jadeando y con la rodilla derecha dolorida, Strike se agarró al pasamanos para ayudarse a subir los últimos escalones de la escalera metálica que conducía a su oficina. Dos voces exaltadas atravesaban la puerta de cristal: una era masculina y la otra, aguda, asustada y femenina. Cuando el detective irrumpió en la recepción, Denise, que estaba apoyada en la pared, exclamó: «¡Gracias a Dios!»
Strike calculó que el hombre que estaba en el centro de la estancia tendría veintitantos años. Unos mechones de pelo oscuro y desgreñado enmarcaban su cara delgada y sucia, dominada por unos ojos hundidos y furiosos. Llevaba una camiseta, unos vaqueros manchados y una sudadera con capucha rota y mugrienta, y la suela de una de sus zapatillas estaba despegada. Al detective lo golpeó un fuerte olor a animal sucio.
No cabía duda de que aquel desconocido estaba trastornado. Tenía un tic que parecía incapaz de controlar y, aproximadamente cada diez segundos, se tocaba la punta de la nariz, que ya tenía enrojecida por el roce constante, para luego darse un golpe seco en el delgado esternón y dejar caer la mano al lado del cuerpo. Casi de inmediato, la mano volvía a subir a la punta de la nariz. Era como si hubiera olvidado cómo santiguarse, o como si hubiese simplificado el movimiento para hacerlo más rápido. Nariz, pecho, mano a un lado; nariz, pecho, mano a un lado... Observar aquel movimiento mecánico resultaba angustiante, y más aún por el hecho de que él no parecía consciente de estar haciéndolo. Era una de aquellas personas enfermas y desesperadas a las que se veía deambular por la capital y que siempre eran el problema de otros, como el pasajero del metro con quien todo el mundo evitaba establecer contacto visual o la mujer que vociferaba en la esquina de una calle y a la que todos evitaban cruzando a la otra acera, fragmentos de humanidad destrozada, demasiado frecuentes para turbar la imaginación durante mucho tiempo.
—¿Es usted? —preguntó el joven de los ojos furiosos, antes de volver a tocarse la nariz y el pecho—. ¿Es Strike? ¿Es el detective?
De pronto, con la mano que no viajaba constantemente de la nariz al pecho, se tiró de la bragueta. Denise dejó escapar un gemido, como si temiera que el joven fuese a enseñar los genitales, lo que, francamente, parecía del todo posible.
—Sí, soy Strike —confirmó el detective, desplazándose para colocarse entre el desconocido y su empleada temporal—. ¿Está bien, Denise?
—Sí —contestó ella en voz baja, sin despegarse de la pared.
—He visto cómo mataban a una cría —soltó el desconocido—. Cómo la estrangulaban.
—De acuerdo —dijo Strike sin inmutarse—. ¿Por qué no entramos ahí?
Con un ademán, lo invitó a dirigirse a su despacho.
—¡Tengo que mear! —exclamó el joven, bajándose ya la cremallera.
—Pues ven por aquí.
Strike le mostró la puerta del lavabo, que estaba al lado de la de su despacho. Cuando el joven entró y cerró dando un portazo, Strike volvió sin hacer ruido al lado de Denise.
—¿Qué ha pasado?
—¡Quería verlo, y cuando le he dicho que no estaba, se ha enfadado y ha empezado a pegar puñetazos a las cosas!
—Llame a la policía —ordenó Strike en voz baja—. Dígales que tenemos aquí a un hombre muy enfermo. Seguramente psicótico. Pero espere a que estemos en mi despacho.
La puerta del lavabo se abrió de golpe. El desconocido se había olvidado de abrocharse la bragueta, y, por lo visto, no llevaba calzoncillos. Denise volvió a gimotear mientras él se tocaba frenéticamente la nariz y el pecho, la nariz y el pecho, ajeno a la mata de vello púbico que estaba enseñando.
—Por aquí —dijo Strike con amabilidad.
El joven entró por la puerta arrastrando los pies; el hedor que desprendía parecía el doble de fuerte ahora tras aquel breve respiro.
Cuando lo invitó a sentarse, el desconocido lo hizo en el borde de la silla de los clientes.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Strike, acomodándose al otro lado de la mesa.
—Billy —contestó el joven, y su mano voló tres veces a la nariz y al pecho en rápida sucesión. La tercera vez que dejó caer la mano, se la sujetó con la otra y se la apretó con fuerza.
—¿Y dices que has visto cómo estrangulaban a un crío, Billy? —preguntó Strike mientras, en la habitación de al lado, Denise farfullaba:
—¡Con la policía, rápido!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Billy, y pareció que sus ojos se agrandaban cuando, nervioso, miró hacia la recepción, sujetándose una mano con la otra en un intento de controlar su tic.
—Nada —dijo el detective con naturalidad—. Tengo varios casos abiertos. Cuéntame lo de ese niño.
Strike cogió un bloc y un bolígrafo; todos sus movimientos eran lentos y prudentes, como si Billy fuese un pajarillo silvestre que pudiera asustarse.
—Él la estranguló. Arriba, donde el caballo.
Denise, al otro lado del endeble tabique, hablaba atropelladamente y en voz alta por teléfono.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Strike sin dejar de escribir.
—Hace mucho. Yo sólo era un crío. Era una niña pequeña, pero después dijeron que era un niño. Jimmy también estaba, él dice que no vi nada, pero sí lo vi. Vi cómo lo hacía. La estranguló. Yo lo vi.
—Y dices que fue donde el caballo, ¿no es así?
—Sí, arriba, donde el caballo. Pero no la enterraron allí. A él. La enterraron en la hondonada, al lado de la casa de mi padre. Yo los vi hacerlo, puedo enseñarle el sitio. A mí ella no me dejaría excavar, pero a usted sí.
—¿Y quién lo hizo? ¿Jimmy?
—¡No, Jimmy nunca ha estrangulado a nadie! —saltó Billy enojado—. Él sólo lo vio, igual que yo. Dice que no pasó nada, pero miente, él estaba allí. Lo que pasa es que tiene miedo.
—Entiendo —mintió Strike, que seguía tomando notas—. Bueno, si quieres que lo investigue, voy a necesitar tu dirección.
Esperaba encontrar resistencia, pero Billy se apresuró a coger el bloc y el bolígrafo. Una ráfaga de olor corporal alcanzó a Strike. El tipo empezó a escribir, pero de pronto dio la impresión de que se lo pensaba mejor.
—Pero no irá a casa de Jimmy, ¿verdad? Me zurraría. No puede ir a casa de Jimmy.
—No, no. —Strike lo tranquilizó—. Sólo necesito tu dirección para tenerla en mis archivos.
A través de la puerta se oía la voz estridente de Denise.
—¡No puedo esperar tanto! ¡Necesito que venga alguien inmediatamente, está muy alterado!
—¿Qué dice? —preguntó Billy.
Para disgusto de Strike, Billy arrancó la hoja del bloc, la arrugó y empezó a tocarse la nariz y el pecho otra vez con el trozo de papel dentro del puño.
—No te preocupes por Denise —dijo Strike—, está ocupándose de otro cliente. ¿Te apetece tomar algo, Billy?
—¿Tomar qué?
—¿Té? ¿Café?
—¿Por qué? —preguntó el joven. Por lo visto, el ofrecimiento le había hecho recelar—. ¿Por qué quiere que beba algo?
—Sólo si te apetece. Si no te apetece, no pasa nada.
—¡No necesito ningún medicamento!
—Yo no voy a darte ningún medicamento —dijo Strike.
—¡No estoy loco! Él estranguló a esa cría y la enterró en la hondonada que hay al lado de la casa de nuestro padre. Estaba envuelta en una manta. Una manta rosa. No fue culpa mía. Yo era muy pequeño. No quería estar allí. Sólo era un niño.
—¿Cuántos años hace de eso? ¿Te acuerdas?
—Hace mucho, muchísimo. Pero no consigo quitármelo de la cabeza —contestó Billy.
Sus ojos parecían arder en aquel rostro descarnado, mientras el puño en el que mantenía el trozo de papel subía y bajaba y, una y otra vez, tocaba la nariz y el pecho.
—La enterraron envuelta en una manta rosa, en la hondonada, cerca de la casa de mi padre. Pero después dijeron que era un niño.
—¿Dónde vive tu padre, Billy?
—Ella no me dejaría volver. Pero usted sí podría ir a excavar. Usted podría ir. La estrangularon —repitió Billy, mirando fijamente a Strike con aquellos ojos angustiados—. Aunque Jimmy dijo que era un niño. La estrangularon allí arriba,