1
Arancha y Belén
Exterior. Noche. Gúdar (Teruel)
La falta absoluta de luz en aquel instante solo era comparable con la de la noche más larga del año, pero en pleno Teruel. O sea, que ganaba de calle. Vamos, oscuro que te cagas. En realidad, aquello no era Teruel, sino Gúdar, para ser precisos. Y tampoco Gúdar, técnicamente: nuestra atención recae en el prado con una mayor población de ovejas de todo el municipio. En el pueblo de Gúdar, que no se nos olvide. Provincia, eso sí, de Teruel.
Lo habitual es que un GPS no te deje en el sitio exacto, sino más o menos por los alrededores. Aunque no este. Este había precisado al milímetro el lugar al que tenían que llegar. Fuera donde fuese, justo ahí se hallaban dos mujeres, en medio de aquel prado lleno de ovejas, buscando quién sabe qué. Bueno, ellas lo tenían claro. Al menos, una de ellas lo tenía clarísimo. La otra, por cómo daba vueltas sin sentido, no tanto.
—Belén, por el amor de Dios, ¿qué narices estás haciendo?
—¿Cómo que qué estoy haciendo? Lo mismo que tú, Arancha. Buscar el teclado.
Arancha se masajeó las sienes con ambas manos. La exasperación había tomado posesión de su cuerpo y la incredulidad no le permitía pensar con claridad. Y es que ni después de quince años trabajando con Belén había conseguido que aprendiera a distinguir entre los dos tipos de ovejas que pacían en el prado.
—Pero vamos a ver, tía, que es que pareces nueva. Que hay cien churras y solo tienes que buscar la merina.
—Mira, Arancha, ni que fuera tan fácil.
—Es que lo es, Belén, es que lo es. ¿Tú ves todo ese mogollón de ovejas? Pues la que nooo —decía remarcando la palabra— tiene el morro blanco. Esa es la merina. Y, además, es la que tienes a la derecha.
—Déjame un ratito que me centre, Arancha, por favor te lo pido.
—Belén, de verdad, no me toques las tetas. A tu derecha. La que no se mueve porque es falsa. Esa es.
Arancha acababa de cumplir veinticinco años de servicio en septiembre. Dos décadas y media en RES. Y ya estaba muy harta. «Hasta las tetas», habría dicho si le hubieran preguntado. Que era «estar hasta el coño, pero más arriba», como siempre repetía. Hartísima. «Hartisimísima», vaya.
Encima no iba a poder retirarse en breve, porque estaba convencida de que lo que llevaban en el asiento trasero del coche le supondría un tiempo más de servicio. Aunque deseaba equivocarse con todas sus fuerzas, sabía que no llovería a su gusto. «Me cago en mi vida y en mi sexto sentido», pensó mientras se acercaba a Belén y a la oveja merina falsa, que ocultaba el panel de acceso a las instalaciones a las que intentaban entrar desde hacía más de quince minutos.
Por supuesto, el protocolo prohibía decirle a nadie la clave personal de acceso a las instalaciones de RES, pero Belén era tan guapa como inútil con la tecnología. Y, sobre todo, tenía la manía de olvidarse de su contraseña única e intransferible que, vamos a ver, era 1238, el año en que Jaime I reconquistó Valencia. «Belén, que naciste en Alicante, joder», se quejaba Arancha. Lo único que quería era entrar en el ascensor y terminar con la misión. Un código y doce pisos y aquel ya no sería problema suyo. A cuatro dígitos y doce plantas de su retiro dorado. Bueno, más o menos.
—Belén, de verdad, la de la derecha, la que tiene el morro negro. Solo hay una entre cien. No es tan complicado. En serio, tía, que solo necesito que distingas entre las churras y la merina para dejarte entrar sola.
—¡Arancha, no me pongas más nerviosa! —gritó Belén.
—Pero si la tienes a tu lado…
—Ya he intentado deslizarle la cabeza y no me deja. Me muerde. La de mi derecha no es.
—Trae, anda. Mira. Es que es esta otra —dijo señalando con la mano—. La de tu otra derecha, vaya. La derecha de toda la vida. La que no es la izquierda, si lo quieres ver de otro modo.
Arancha presionó un botón disimulado entre la lana de la oreja de la oveja merina y el morro se le abrió con un breve zumbido. Ante ellas apareció un teclado numérico y pulsó 1238, el código de Belén, porque lo que en realidad quería era que esta se hiciera cargo de aquella operación.
Al principio no ocurrió gran cosa más allá de que la oveja, además de ser falsa y merina, soltó un balido de aprobación. Tres segundos después, un breve temblor anunció la apertura de las oficinas de RES. O, más bien, del ascensor de entrada, que emergía con un sonido hidráulico de debajo del pasto de las ovejas.
—Mira, Belén, de verdad, yo no puedo más, es que no me voy a poder morir nunca.
—Tú lo ves muy fácil, Arancha, pero yo no distingo churras de merinas. Llámame urbanita.
—Pues ya podrías, Belén, que llevas quince años trabajando aquí. Anda, ayúdame con lo del asiento trasero, yo no puedo sola y Lola nos está esperando. Y ya sabes que no le gusta que lleguemos tarde.
Arancha y Belén caminaron hacia el coche, cogieron un bulto grande y alargado que no se distinguía bien en la noche y se dirigieron hacia el ascensor con evidente dificultad. Justo cuando se cerraba la puerta, el bulto gimió, incómodo.
2
Arancha
Unas horas antes
Una inoportuna llamada despertó a Arancha de una de sus poquísimas oportunidades de dormir una siesta decente. A regañadientes, se estiró en la cama y alcanzó su terminal de trabajo. Miró la pantalla: NÚMERO OCULTO. Entendía que eran las seis de la tarde, pero a Arancha no le gustaba que la despertaran justo cuando había cogido el sueño. Y menos para trabajar, así que su humor era aún más cáustico de lo habitual.
—Arancha al habla. ¿Quién coño eres?
—¿De verdad crees, Arancha, que esas son formas de contestar a tu jefa? —respondió una voz dulce pero firme—. Bueno, quien te quiera que te compre. Te necesito espabilada y vestida. Y, por Dios, duchada esta vez. En media hora, en la Puerta del Sol.
—Lo siento, Lola —se disculpó Arancha—, ya sabes que tengo un despertar… curioso.
—No, curioso no, tienes un despertar de mierda, querida mía.
—¿Has dicho en la Puerta del Sol? ¿Cómo quieres que llegue en media hora desde Teruel?
—En AVE, si te parece. Anda, sal a la calle. Te está esperando el Dodge.
—No, por favor, el Dodge no. Cualquier cosa menos el Dodge. Voy remando en la Pinta, si hace falta. Pero el Dodge no, por favor.
—Te espero allí. Según mis cuentas, te quedan veintisiete minutos.
—¿No puedes venir a recogerme con lo que sea que vas…? —Notó que la señal se cortaba y miró la pantalla—. Nada, ha colgado. No hay manera de despedirse de esta buena mujer.
Arancha echó un vistazo rápido al apartamento. La luz de la tarde se filtraba por los vinilos que la anterior inquilina había colocado «para mantener la intimidad» y que, con aquel arcoíris que se desperdigaba por todas partes a partir de las diez de la mañana, lo único que conseguían era que el salón pareciera un bar de ambiente. Lo cual, dicho sea de paso, era el pasatiempo preferido de Macario y Facundo, sus dos gatos, que se dedicaban a arañar, morder, lamer y bufar cada uno de los colores que se dibujaban sobre el sofá.
—Mac, Fac, dejad de arañar el sofá, en serio. Que tiene seis meses, aún lo estoy pagando y no me da para comprar otro —dijo entre amenaza y bostezo, lo que consiguió un efecto cero en el comportamiento de ambos felinos.
Se levantó, buscó en el suelo del dormitorio unas bragas y las olió. «Están bastante limpias», se convenció a sí misma. Se las puso y anduvo como una zombi hasta la cafetera. «Benditas máquinas modernas que le das a un botón y te preparan un café medio decente», pensó en voz alta.
La ducha, concluyó mientras miraba su reloj, no iba a ocurrir. ¿Cuándo fue la última vez que se dio una? El martes. Habían pasado dos días. Pero tras lo del Manzanares del miércoles podía darse por remojada, así que eligió a ciegas varias prendas de ropa del montón de la plancha que tanto ella como los gatos sabían que nunca llegaría a disminuir. Pantalón negro, blusa blanca y americana gris marengo. Efectivo y efectista.
Salió del dormitorio y en el salón apartó a Mac, que dormitaba encima de los únicos zapatos que no estaban completamente destrozados de correr. Caminó hacia el baño para intentar adecentarse las ojeras. Desde luego, iba a necesitar del corrector para disimular que había dormido solo siete horas en las últimas cinco noches. Maldito trabajo.
Menos mal que estaba decidida a dimitir aquel mismo día. Tenía la carta escrita desde hacía semanas, solo tenía que firmarla y dársela a Lola. Se la metió en el bolsillo interior de la americana. Sabía que en cuanto la entregara habría bronca, pero ¿qué narices? Cada día le gustaba menos jugarse la vida por la mierda de sueldo que RES le pagaba el veintiocho de cada mes.
Resignada, cogió el bolso y se echó una última mirada en el espejo de la entrada. «Necesito un repaso de pintalabios. Me lo daré en el Dodge, no hay problema», se dijo y salió a la calle. Hacía demasiado frío para ser mayo, pero era lo que tenía Teruel: once meses de invierno y uno de infierno.
Afuera la estaba esperando Antonio, el chófer. Bajito, calvo, fondón y con humor de cuñado, pero el mejor conductor que RES tenía a su disposición. Y el único que aguantaba a Arancha, que acumulaba el mayor número de quejas en Recursos Humanos de toda la Secretaría, con bastante diferencia respecto al segundo puesto. Aquello era algo de lo que Arancha se sentía secretamente orgullosa.
—Llegas tarde. Y pareces mi abuela —apuntó Antonio.
—Oye, pues muchas gracias. Aunque, en primer lugar, dudo mucho que tu abuela conociera el corte británico de las americanas. Y dicho esto, ¿a ti nadie te ha enseñado lo de la regla de los diez segundos? Porque mira que es sencillita: si algo no se puede arreglar en diez segundos, ¡te callas la puta boca y no se lo dices a nadie! Anda, métete en el coche, que tenemos que llegar a Madrid en menos de treinta minutos.
—Llegaremos en quince. En cuanto salgamos de este lugar en el que te empeñas en vivir, damos el salto y ya nos plantamos allí.
—No te haces una idea de lo poquito que me gusta el salto. Y de lo barato que me sale vivir en «este lugar», como lo llamas.
—Arancha, que llevas un cuarto de siglo en RES… Un poquito de acostumbrarte a estas cosas no te vendría mal.
—Avísame antes, que tengo que repasarme los morros.
—Como si fueras a arreglar algo con ello.
—El coño me vas a arreglar tú un día, Antonio.
Arancha le lanzó una mirada que podía matarlo al instante, pero, como era Antonio, la rebajó en el último momento para solo odiarlo de la manera más profunda que sabía. En cualquier caso, el chófer ni se inmutó. «Así es el muy cabrón», pensó Arancha. Estaba segura de que disfrutaba con su reacción cuando daban un salto.
Una vez dentro del Dodge, se dirigieron a su destino en silencio. Mientras Antonio veía desaparecer en el retrovisor la callejuela donde Arancha se había emperrado en vivir, ella se arreglaba los labios con una barra desgastada, de un color entre burdeos y púrpura, que Antonio tuvo que reconocer mentalmente que le sentaba bastante bien. Pese a que poco se podía mejorar aquella cara de señora mustia que Arancha arrastraba desde hacía días.
Tras unos pocos kilómetros respetando escrupulosamente el límite de velocidad, Antonio miró a Arancha, y esta asintió y se agarró a la manilla superior de la puerta. El chófer introdujo unos datos en la pantalla táctil: las coordenadas a veinte metros de la Puerta del Sol de Madrid.
—¿Preparada?
—Pues lo mismo de siempre, Antonio. No, en absoluto. Para nada. Cero. Niet. Rien de rien. Vamos, que prefiero una visita al ginecólogo.
—Agárrate fuerte y calla, pues —dijo, y pulsó un botón verde a la derecha del aire acondicionado.
Dos segundos después, el vehículo volaba por los aires con un estruendo sordo y, gracias a las coordenadas de Antonio, realizaba una parábola perfecta para depositarse como si tal cosa en una perpendicular de la calle Carretas, a menos de veinte metros de la Puerta del Sol de Madrid.
Arancha se soltó de la manilla, abrió la puerta con urgencia y vomitó el mediocre café que se había tomado hacía tan solo veinte minutos. «Me cago en el Dodge, me cago en el café de cápsulas y me cago en RES, ¡joder! Menos mal que ha sido mi último viaje», se recordó mientras cogía el pañuelo de tela que Antonio le ofrecía.
Una vez recompuesta, salió del coche y se despidió con un gruñido.
—Yo también te quiero —le respondió Antonio. Ella le dedicó una peineta de espaldas mientras se dirigía hacia el centro de la plaza madrileña, donde Pikachu y Hello Kitty estaban empezando a discutir. «Debe de ser jueves», se dijo sonriendo por su ocurrencia.
Aunque Arancha no se estaba fijando mucho en lo que pasaba a su alrededor, sí que se dio cuenta de que la Puerta del Sol no estaba precisamente como debería ser. Empezó a darle vueltas a la cabeza, pero vamos, sabía que las farolas no alumbraban normalmente hacia arriba y que, desde luego, antes no se doblaban en un ángulo de noventa grados.
Caminó unos metros y enseguida localizó a Lola. Siempre elegante, la jodida. Con el pelo gris, brillante, y uno de esos cortes atemporales que nunca pasaban de moda, podría tener entre los cuarenta y cinco y los ochenta y dos años. Vestía una túnica silueteada por un cinturón ancho y se apoyaba en su siempre fiel bastón paraguas con el que Arancha habría jurado que discutía de vez en cuando, aunque no podía asegurarlo tampoco.
—Gracias por venir a trabajar, agente. —Miró su reloj—. Y gracias por aparecer casi puntual. Creo que esta es la quinta vez en todos sus años de servicio. Es muy de agradecer.
—No me jodas, Lola. Que me has mandado el Dodge. Si llego tarde así, apaga y vámonos.
—Cualquiera que haya sido el motivo de tu puntualidad, me alegro. Pero vamos a lo que importa: tenemos una Incidencia Elemental.
—¿No me digas? —dijo irónica, observando ya con detalle la plaza más famosa de Madrid—. ¿De qué información disponemos?
—La verdad, Arancha, poca. Sabemos que se trata de un Elemento y que, como puedes ver, produce algún tipo de onda expansiva de tal magnitud que dobla los metales, expele a las personas y, a juzgar por el estado de la parada de metro, destroza los cristales con una facilidad impresionante. Doce heridos en poco más de cinco segundos, según los testigos. Y, en el epicentro, una mujer joven, morena, con ropa de fiesta y el maquillaje corrido. Sospechamos que venía de casa de alguien, tras una noche de sexo casual.
La descripción de Lola era una versión Disney de lo que Arancha observaba en la plaza: taxis volteados, farolas dobladas en ángulo recto, parte de la fuente izquierda destrozada, la famosa estación de metro con forma de pez convertida en una raspa y los comercios de los alrededores con los cristales rotos. Incluso aparecía tumbado uno de los estancos cercanos, así como el ascensor de acceso al metro. Todo parecía converger en un mismo punto, justo donde Pikachu y Hello Kitty discutían, supuso que por las propinas que, como era lógico, también habían volado.
Arancha solo deseaba encontrar a Belén entre los agentes de RES que ya estaban en la zona. Era mucho mejor que ella en todo lo relacionado con el trato con las personas. Maldijo en voz alta que no hubiera llegado.
—¿Todo bien, agente Blasco? —preguntó Lola—. Si estás esperando a Belén, te adelanto que no va a venir. —Parecía que le leía el pensamiento—. Está en una misión en Sevilla, buscando a un Curro activado en el cementerio.
—¿Otra vez? De verdad, ¿cuándo vais a quemar ese sitio? Espero que esta vez no traumatice a ningún niño.
—Llevamos años hablando con la Junta de Andalucía, pero, ya sabes, ha habido cambio de Gobierno y, como cada cuatro años, hemos tenido que iniciar otra vez los trámites. Así son los políticos.
—Imbéciles —aseveró—. Son imbéciles y no tienen ni puta idea.
—No has escuchado esas palabras de mi boca. Pero en este caso concreto, he de admitir que no te alejas de la realidad.
Arancha comenzó a estudiar la escena meticulosamente. Era evidente que el destrozo era obra de un Elemento. Y debía de haber ocurrido hacía muy poco, a juzgar por la temperatura de las dobleces en las farolas. Preguntó por Leonor, pero estaba ocupada. «Pues nada, me toca lidiar con los moñecos. Empezamos bien. Estupendamente», se dijo entre dientes.
Como sospechaba, ni Pikachu ni Hello Kitty sabían nada de lo ocurrido. Acercarse a ellos solo le sirvió a Arancha para perder diez euros y que la gata muda le plantara un bofetón porque se pensó que le tiraba los trastos a Pikachu. Se conoce que eran novios. Desde luego, cada día entendía menos a las personas.
Una inspección más detallada desde el epicentro de la incidencia permitió a Arancha hacerse una idea más precisa de lo ocurrido: alguien, con un Elemento en su poder, había ejercido toda la fuerza posible, aunque todo indicaba que aquella persona no sabía cómo ni por qué. Un uso accidental, vaya. Aun así, ¿cómo había podido provocar semejantes destrozos y seguir con vida?
—Lola, diles a todos los agentes que busquen en los baños de los bares cercanos. Algo me dice que quien ha usado el Elemento está cerca y, sobre todo, asustada. Que se aproximen con cautela y tengan mucho cuidado. Sea quien sea, aún tiene el Elemento en su poder.
—¿Estás segura?
—Tan segura como de que los paraguas no hablan.
—Pero ¿qué estás diciendo, Arancha? —preguntó, tapando la empuñadura de su paraguas con ambas manos.
—No me hagas caso, Lola. Cosas mías. Diles que registren cada uno de los baños. De mujeres, por lo que me has contado. Sobre todo, los que están en el sótano o escondidos en el fondo.
—Ya habéis oído a Arancha —dijo Lola hablando a la bellota dorada que colgaba de la solapa de su abrigo, como un broche decorativo—. Agentes, quiero todos los servicios y baños de esta plaza y las calles colindantes peinados como si buscarais oro en el lejano Oeste. Arancha, tú conmigo. Algo me dice que tienes alguna idea de con qué estamos lidiando.
—Y tú también, pero aún no has llegado a la conclusión a la que he llegado yo hace exactamente treinta segundos —dijo con un leve deje de sorna. Le gustaba adelantarse a Lola, aunque sabía perfectamente que su jefa daría con el Elemento desconocido antes o después, con o sin ella.
Se acercó a Lola con una sonrisa que confirmaba que, efectivamente, algo sabía. La jefa iba a tener que aguantar su altanería hasta sonsacárselo. Lo único que la salvaba era ser la mejor agente de RES; si no lo fuera, Lola le habría hecho tragarse el paraguas hacía años. Quizá el paraguas no, porque le tenía cariño, pero algo, seguro.
Ambas se sentaron en lo que quedaba de la fuente izquierda de la plaza de la Puerta del Sol. Arancha encendió un cigarrillo, pese a las quejas de Lola, quien le advirtió, inútilmente, de que un día de esos se moriría por viciarse con aquellas cosas. Arancha la ignoró, como siempre.
Dio una larga calada y, mirando al reloj cuyas campanadas anuncian cada cambio de año, comenzó a explicar a su jefa la teoría que tenía en la cabeza desde que había visto que las farolas se habían doblado como si fueran de plastilina.
—Estamos hablando del Elemento de una grande —dijo tras exhalar el humo—. Me inclino por cualquiera de las dos Rocíos.
—Pero, Arancha, hace décadas que no sabemos de ningún Elemento suelto de ninguna de las dos. Me resulta imposible creerlo. Y, sin embargo…
—Lo que está claro es que tratamos con un Elemento proyector. Que no sabemos muy bien cómo, pero crea ondas expansivas que destruyen principalmente el cristal. Suma Elemento y proyector y te dará algo de la voz. Así que sabes que tiene que ser algo de la Dúrcal o de la Jurado. No puede ser de otra. Y, visto lo visto, me decantaría por La Más Grande.
—Pero si un Elemento de cualquiera de las dos estuviera suelto… Estaríamos hablando de un potencial destructivo de nivel 5, Arancha. Y esto, como mucho, llega a nivel 3.
—Eso es porque no te has fijado en las grietas de nuestra famosa tienda de la manzana mordida, querida jefa. Sea quien sea quien disponga del Elemento tuvo que ser atacada por sorpresa y, por tanto, su reacción fue instintiva. Imagina lo que podrá hacer en cuanto conozca todo el potencial del Elemento.
—Pero ¿por qué buscas en los baños de mujeres? Ya sabes que encontramos un Elemento de la Jurado en aquel concurso de talentos de la tele pública. Y lo llevaba puesto un hombre.
—Por la fuerza del ataque. Un nivel 3 como dices, que yo diría que es un 4 como mínimo, solo puede haber sido obra de una mujer. Sabes que los Elementos de las Rocíos siempre se potencian con una voz femenina. Y si no, que se lo pregunten a Mónica Naranjo.
—No seas mala, Arancha. Lo de la Naranjo es solo talento suyo.
—Lo que tú digas, Lola. Yo sigo sin creerme lo del disco Tarántula. Pero, es cierto, nunca encontramos pruebas. Así que, en el caso de Mónica, lo dejaremos en «presunto Elemento».
Lola suspiró y bajó la mirada. Sabía que Arancha tenía razón, pero le daba mucha rabia que hubiera llegado tan rápido a aquella conclusión. La sacaba de quicio que fuera, sin lugar a duda, la mejor.
Instantes después, cuatro agentes de RES se acercaron a la fuente con una mujer inconsciente. Joven, morena, con el maquillaje estropeado y la ropa, claramente de fiesta, hecha jirones. Evidentemente era la persona que estaban buscando. Y, sin embargo, por lo que afirmó el joven agente que en aquellos instantes registraba el bolso de la chica, no habían localizado ningún Elemento en su ropa, que había sido examinada a conciencia, ni entre sus pertenencias. Arancha cada vez tenía más claro que aquel asunto se iba a complicar más de lo que le convenía para su último caso.
—Arancha: Belén y tú debéis dirigiros cuanto antes a las oficinas con la chica. Afortunadamente, el agua de Revilla ha hecho efecto y podréis transportarla sin que se dé cuenta. Tenéis el FA a vuestra disposición.
—¿No estaba Belén en Sevilla? —preguntó Arancha un poco confusa.
—Me acaba de avisar. Se encuentra a cinco minutos de aquí.
—Además, jefa, en el FA no cabemos tres personas ni de coña. Es un coche de carreras.
—Ah, no te lo he dicho, el doctor Alban ha conseguido trasladar el Elemento fuente del FA a un transporte, digamos, mucho más cómodo. Lo hemos pintado de burdeos por ti. Espero que, de una santa vez, te guste un vehículo de la Secretaría.
En aquel instante, un Seat León completamente nuevo apareció ante ellos. De la puerta del conductor bajó Belén con un traje de chaqueta blanco —qué bien le quedaba todo a la muy cabrona— y la sonrisa de superioridad de siempre. «Qué guapa es, la jodía», pensó Arancha. Aunque, tras examinar sus zapatos —como siempre de tacón de aguja y por lo menos de diecisiete centímetros— se compadeció de su compañera. «Ya veríamos si conseguía llegar a RES con los stilettos puestos», pensó entre la lástima y la risa.
La relación de Arancha y Belén siempre había sido un tanto «ni contigo ni sin ti». Hace quince años, cuando Lola la introdujo en RES, Arancha sintió la necesidad de acogerla bajo su ala, en plan mamá gallina.
La verdad era que Belén, nada más llegar, llamaba la atención por dos cosas: su belleza innata, aprovechada con elegancia, y su nula capacidad para trabajar con cualquier instrumento tecnológico. En el momento en que le dieron su primer terminal telefónico, Arancha tuvo que sentarse con ella en la cafetería de RES durante horas para explicarle su funcionamiento. Habían pasado por más de diez terminales y aquella sesión se había repetido otras tantas veces.
Pero Arancha, no sabía por qué, le tenía un cariño especial. El día que la vio llegar, se acercó con un «Rubia, ¿qué te trae por aquí?» y se hicieron compañeras inseparables desde entonces. Aquello fue justo cuando la predecesora de Lola acababa de ascender a la dirección de RES. A Lola le gustaba más trabajar sola y, aunque algunas veces se juntaban las tres para una misión, fueron Arancha y Belén, desde que esta entró en la Secretaría, las que se convirtieron en amigas.
Era también cierto que a veces no la soportaba. Entre que siempre iba impecable, mientras que Arancha más que vestirse se tapaba, y que era una loca al volante, Arancha no paraba de criticarla. Pero, tras década y media de compañerismo, era de las pocas personas que se tomaba su humor cáustico y socarrón como debía tomarse, esto es, a coña.
Eso sí, si algo le molestaba de Belén era aquella manía de llevar taconazo en cualquier ocasión, y que además consiguiera caminar, correr, andar… Todo con una elegancia de la que Arancha carecía por completo. Era como si hubieran puesto a una Barbie al lado de una G.I. Joe. No pegaban para nada.
Y, sin embargo, tenían en su haber el mayor número de éxitos de la Secretaría, de calle. Y Arancha estaba segura de que Belén sentía un poco lo mismo por ella. Un «ni contigo ni sin ti» que ya duraba quince años, diez menos de los que Arancha llevaba en RES. Un trabajo que, con suerte, terminaría aquel mismo día. Aunque, cada vez que pensaba en que se tenían que llevar a la sospechosa a la sede central, daba gracias por no haberle puesto fecha a su carta de dimisión. Porque casi seguro que tendría que tacharla.
Se saludaron como siempre, con un movimiento de cabeza y una sonrisa, y entre ambas transportaron a la sospechosa al asiento trasero del FA. Justo cuando iban a cerrar la puerta, Arancha se fijó en algo en lo que no había reparado mientras revisaba su ropa: el tatuaje de un clavel rojo en su antebrazo izquierdo. Aún estaba inflamado, así que las punciones debían de ser recientes. En aquel instante, algunas de las farolas de la plaza se encendieron, anunciando la puesta de sol. El efecto que se produjo era un poco fantasmagórico, porque más de la mitad alumbraban de lado. Aquello permitió a Arancha fijarse mejor en el tatuaje de la sospechosa. Se trataba de un clavel hiperrealista que, si la memoria no le fallaba, era el que Rocío Jurado lució en el escote durante el especial de televisión que le dedicaron años atrás y al que RES nunca pudo acceder.
«No puede ser», pensó, y se sentó en el asiento del copiloto mientras Belén hacía lo propio para conducir.
—Contigo al volante, Belén, no sé si prefiero el Dodge —dijo Arancha con malicia.
—¿Ah, sí? Pues agárrate, que vienen curvas, chata —dijo Belén y pisó el acelerador, con lo que la Puerta del Sol se convirtió en un recuerdo en menos de quince segundos.
—¿Qué ha pasado al final con el Curro? —dijo Arancha mientras Belén se desabrochaba la impoluta chaqueta blanca de su traje hecho casi a medida.
—No te preocupes, ha sido neutralizado —contestó con una sonrisa inocente. Qué rabia le daba a Arancha que fuera tan guapa y pija sin resultar desagradable.
—¿Te ha dado muchos problemas?
—No más de los habituales. Pero hay que quemar ese cementerio. Me tiene hasta… Bueno, hasta donde tú sabes.
—Hasta las tetas, Belén. Hasta las tetas. Tienes que dejar de ser tan fina.
3
Belén
El cementerio de los Curros
Belén no ocultaba su hastío cuando la jefa la mandaba a Sevilla. Sabía que, si tenía que ir sola era porque había problemas con un Curro. Y Arancha odiaba a los Curros. Cuando se trataba de ellos, era un trabajo que precisaba discreción, elegancia y, sobre todo, mano izquierda; y Belén tenía bien claro que Arancha no era un ejemplo en ninguna de las tres categorías.
Al menos, Lola le permitió usar el FA. Bueno, el nuevo FA. El anterior lo dejó casi irreconocible en Zaragoza. Así que prefería no recordar aquella historia. Era mucho más agradable centrarse en el nuevo FA, un Seat León color berenjena —burdeos, para contentar a Arancha, la niña mimada de RES— con todos los extras que un vehículo podía tener: pantalla táctil, climatizador, asientos calefactables, modo piloto automático… Por tener, tenía hasta conexión directa con Civi, con la que podías charlar mientras viajabas. Pero aquella función prefería no probarla, por el momento.
Además de todas las mejoras que David, el director del departamento de Aplicación de Elementos, había podido introducir en el FA —como los cristales antibalas, las ruedas resistentes a cualquier pinchazo y el arsenal de armas disimuladas en todos y cada uno de los rincones posibles—; además de todo esto, pues, habían colocado el Elemento principal: la cruz de la bandera de Asturias que ella misma distrajo de cierto coche en una visita a la Fórmula 1 años atrás y que hacía que el FA pudiera alcanzar velocidades inimaginables con un limitadísimo riesgo de accidente. Unas tijeras, mucha maña y un buen juego de melena para distraer a cierto piloto español, y RES disponía de un auténtico coche bala que, además, era una gozada conducir. Mejor dicho, lo era que te condujera.
En resumen, pensó que la misión tenía sus alicientes. Solo debía llegar al cementerio de los Curros y descubrir cuál de ellos había vuelto a la vida en aquella ocasión. Y neutralizarlo, claro. Cada vez que pensaba en aquel lugar… se la llevaban los demonios.
Entendía que RES tenía que permanecer en secreto para toda España, políticos y civiles incluidos, pero ¿de verdad nadie había podido evitar que se juntara a todos los Curros de la Expo 92 en un mismo lugar?
No hacía falta ser un genio —y en RES contaban con más de dos docenas de los seres más inteligentes a nivel nacional— para saber que el cementerio de los Curros se iba a convertir en un quebradero de cabeza para la Secretaría, un punto negro de Elementos sin control. Y tras dieciocho activaciones en los últimos veinte años…, alguien debería haber hablado ya con la Junta de Andalucía o con el Ayuntamiento de Sevilla para hacer algo al respecto. «Políticos —pensó Belén—, los únicos ciegos que conozco con la vista a pleno rendimiento».
Mientras se perdía entre aquellas tribulaciones, el FA llegó a su destino. No estaba mal: Elche-Sevilla en menos de una hora. Y sin levantar las sospechas de ningún radar. Bueno, Sevilla exactamente, no: Alcalá de Guadaíra, que era donde se encontraban las más de cien mascotas de la Expo que tuvo lugar en Sevilla en 1992, obviamente. Curro, una especie de pájaro con patas de elefante y cresta arcoíris, fue, junto a Cobi, una de las dos mascotas que España tuvo aquel año.
A Cobi, el de los Juegos Olímpicos de Barcelona, creado por el famoso diseñador Mariscal, lo despidieron en la ceremonia de clausura y de él nunca más se supo. Sin embargo, Curro, ideado por Heinz Edelmann, se quedó en las instalaciones de la Expo 92 en Isla Mágica cuando esta cerró, pero con el tiempo se los llevaron todos a un desguace de Alcalá de Guadaíra que después tomó el nombre popular de «cementerio de los Curros» por la acumulación de mascotas en un espacio tan reducido.
Belén le dio una vez más las gracias a Fernando por su credulidad, cogió su arma reglamentaria y salió del vehículo para buscar al Curro activado. Afortunadamente, según sus informadores, todavía estaba en el cementerio, así que esta vez sería fácil neutralizarlo. Cruzó por su mente un instante la neutralización del anterior, en medio de la plaza de las Setas y con más de cuatrocientos testigos. Demasiados malabares.
Traspasó las verjas desprotegidas y enseguida vio al Curro que buscaba. Tampoco fue muy difícil, la verdad: era el que se movía y zarandeaba al resto de las más de cien mascotas con pico y pelo arcoíris, el que intentaba que sus compañeros despertaran y se unieran a su Revolución de las sonrisas. Belén se acercó, negando con la cabeza. Pensaba en un plan para desactivarlo con el menor esfuerzo posible.
—Hola, Curro —dijo con la voz más dulce que pudo, una vez que se aproximó lo suficiente para no tener que gritar—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—¡Necesito despertar a mis camaradas! ¡Tenemos que llenar Sevilla de luz y color para celebrar la Exposición Universal! ¡El quingentésimo aniversario del descubrimiento de América!
—Madre mía, qué pájaro más tonto —dijo Belén entre dientes. Y acto seguido, de nuevo con su voz más encantadora, añadió—: Pero Curro, ¿no ves que están durmiendo la siesta? Tienes que dejarlos descansar.
—Pero sin ellos no podré alegrar a los ciudadanos de todo el mundo que están a punto de entrar en la Exposición Universal. ¡Es nuestro orgullo y nuestro deber! ¡Camaradas! ¿Me escucháis? ¡Tenemos una obligación que cumplir!
—Curro, corazón, ven conmigo, anda. —El pájaro se acercó a trompicones; el diseño de patas de elefante y alas rígidas no era el más cómodo para moverse, había que reconocerlo. En cualquier caso, iba a ser coser y cantar—. Verás, bonito. Tenemos un problema. Resulta que la Expo del 92, como bien dices, tuvo lugar hace algunas décadas. Vosotros, los Curros, ya cumplisteis con vuestro cometido. Fuisteis, sin lugar a duda, la mascota más apreciada por los niños de ese año y los siguientes. Se hicieron todo tipo de souvenirs con vuestra imagen. Y, durante esa década, te garantizo que vuestra única competencia fue Cobi, la masco