PRÓLOGO
Hay sangre por todas partes.
Nunca había visto tanta sangre. La sustancia roja ha empapado la alfombra de color crema, empieza a penetrar en las tablas del suelo cercanas y motea las patas de la mesa de centro de roble. Unas gotitas perfectamente ovaladas han saltado hasta el asiento del sofá de piel de color claro, y grandes regueros se escurren por la pared de alabastro.
Parece no acabar nunca. Si busco con cuidado, ¿encontraré salpicaduras de sangre en el carro, que está en el garaje? ¿En las briznas de hierba del jardín? ¿En el supermercado que está en la otra punta del pueblo?
Y, lo que es peor, tengo las manos sucias.
Qué porquería. Aunque no dispongo de mucho tiempo, me muero de ansias por limpiarlo todo. A mí me enseñaron que cuando se produce una mancha, sobre todo en la alfombra, hay que lavarla enseguida, porque, una vez que se seca, ya no hay quien la quite.
Por desgracia, aunque restregara con todas mis fuerzas, no podría hacer nada por el cuerpo sin vida que yace justo en medio del charco de sangre.
Evalúo la situación. Bueno, la cosa pinta mal. No hay nada de sospechoso en que mis huellas estén por toda la casa, pero me costará más explicar la mugre carmesí que llevo incrustada en las uñas y en las líneas de las manos. Tampoco puedo restarle importancia a la mancha cada vez más oscura que se extiende por la parte delantera de mi camiseta. Estoy en un lío gordo.
Si alguien me descubre, claro.
Me examino las manos, sopesando los pros y contras de lavármelas en vez de salir pitando de aquí. Si me las lavo, perderé unos segundos preciosos y me expondré a que me atrapen. Si me largo de inmediato, cruzaré la puerta con las palmas ensangrentadas e iré ensuciando todo lo que toque.
De pronto, suena el timbre.
Mientras el tintineo resuena por toda la casa, me quedo sin poder moverme, sin atreverme a respirar siquiera.
—¿Hola? —dice una voz conocida.
«Por favor, vete. Por favor».
La casa está en silencio. La persona que ha llamado a la puerta llegará a la conclusión de que no hay nadie y decidirá regresar en otro momento. O eso espero. Si no, todo habrá acabado.
El timbre suena de nuevo.
«Vete, por favor, vete».
No soy muy de rezar, pero ahora mismo estoy a punto de ponerme de rodillas. Bueno, lo haría si eso no implicara manchármelas de sangre.
Debe de haber concluido que no hay nadie. ¿Quién toca un timbre más de dos veces? Pero, justo cuando pienso que el peligro ha pasado, la persona sacude el pomo de la puerta. Y luego empieza a girarlo.
Oh, no. No está puesto el pestillo. Dentro de unos cinco segundos, la persona que ha llamado cruzará el umbral, se adentrará en el salón y entonces se encontrará con…
Esto.
La decisión está tomada. Tengo que salir corriendo. No hay tiempo para lavarme las manos ni para preocuparme por las pisadas sanguinolentas que voy a dejar. Debo largarme de aquí.
Mi única esperanza es que nadie descubra lo que he hecho.
PRIMERA PARTE
1
MILLIE
Tres meses antes
Me encanta esta casa.
Me encanta todo en esta casa. Me encantan el gigantesco jardín delantero y el aún más gigantesco jardín trasero (aunque en ambos la hierba empieza a amarillear). Me encanta que en el salón quepan bastantes más muebles que un sofá pequeño y un televisor. Me gustan los ventanales con vistas a esta calle que, según he leído hace poco en una revista, está en uno de los mejores barrios para vivir con niños.
Y, por encima de todo, me encanta que sea mía. La casa en el número 14 de Locust Street es toda mía. Bueno, sí, dentro de treinta años, cuando por fin acabe de pagar la hipoteca, será toda mía. No dejo de pensar en la suerte que tengo mientras deslizo los dedos por la pared de nuestra nueva sala de estar y me inclino hacia delante para admirar mejor el flamante papel tapiz con motivos florales.
—¡Mamá está besando la casa otra vez! —chilla una vocecita a mi espalda.
Me apresuro a apartarme de la pared, como si mi hijo de nueve años me hubiera atrapado in fraganti con un amante secreto. No me avergüenza mi amor por esta casa. Estoy deseando proclamarlo a los cuatro vientos desde la azotea. (Tenemos una terraza impresionante en la azotea. De verdad que me encanta esta casa).
—¿No deberías estar guardando tus cosas? —digo.
Han subido todas las pertenencias y muebles de Nico a su habitación, así que debería estar deshaciendo las cajas, pero, en vez de eso, está botando una y otra vez una pelota de béisbol contra la pared, mi preciosa pared con un papel decorativo floreado. Hace menos de cinco minutos que vivimos en esta casa y ya está decidido a destrozarla. Se lo noto en los ojos castaño oscuro.
No es que no quiera a mi hijo más que a nada en el mundo. Si me viera en una de esas situaciones hipotéticas en la que tuviera que elegir entre la vida de Nico y esta casa, elegiría a Nico, por supuesto. Sin el menor asomo de duda.
Solo digo que, como le ocasione algún daño a esta casa, quedará castigado sin salir hasta que tenga edad de afeitarse.
—Ya guardaré mis cosas mañana —dice Nico. Su filosofía vital parece basarse en dejarlo todo para mañana.
—¿Y por qué no ahora? —sugiero.
Nico lanza al aire la pelota, que casi roza el techo. Si tuviéramos algún objeto de valor en esta casa, yo estaría sufriendo un infarto en este momento.
—Luego —insiste.
O sea, nunca.
Alzo la vista hacia la escalera de nuestra casa. ¡Sí, tenemos escalera! Una escalera como Dios manda. Bueno, los escalones crujen cada vez que los pisas y, si te agarras demasiado fuerte de la barandilla, es posible que te quedes con ella en la mano, pero el caso es que tenemos una escalera… ¡que además conduce a otro piso de la casa!
Se nota que he estado viviendo demasiado tiempo en Nueva York. No estaba muy convencida de regresar a Long Island después de lo que sucedió la última vez que viví aquí, pero eso fue hace casi dos décadas…, el pasado remoto.
—Ada —llamo, mirando hacia arriba—. Ada, ¿podrías bajar un momento?
Al cabo de unos instantes, mi hija de once años asoma la cabeza por el hueco de la escalera, de modo que alcanzo a ver su espesa y ondulada cabellera negra, y fija la mirada en mí. Los ojos, oscurísimos como los de Nico, los heredó de su padre. Sin embargo, estoy segura de que, a diferencia de su hermano, Ada ha estado ordenando sus cosas desde que hemos llegado. Es una alumna de sobresaliente, de esas que se ponen con los deberes sin que las obliguen y los terminan una semana antes de la fecha de entrega.
—Ada —digo—, ¿ya lo has guardado todo?
—Me falta poco —responde, para sorpresa de nadie.
—¿Crees que podrías ayudar a Nico a vaciar sus cajas?
Ada asiente sin vacilar.
—Claro. Vamos, Nico.
Nico ve esto como una oportunidad de endosarle casi todo el trabajo a su hermana.
—¡Perfecto! —responde entusiasmado.
Y, acto seguido, deja de aterrorizarme con la pelota de béisbol y sube los escalones de dos en dos para reunirse con ella en su habitación. Empiezo a advertirle a Ada que no deje que su hermano se desentienda, pero es una causa perdida. En estos momentos, yo misma tengo unas sesenta cajas por deshacer, así que me conformo con que el trabajo se haga.
Somos increíblemente afortunados por haber conseguido esta casa. Perdimos media docena de guerras de ofertas en barrios que ni siquiera eran tan chulos como este. Creía que no teníamos la más remota posibilidad de hacernos con esta pintoresca antigua granja situada en una población con colegios públicos tan bien valorados. Casi rompí a chillar de alegría cuando nuestra agente inmobiliaria me llamó para comunicarme que la casa era nuestra… ¡por un diez por ciento menos del precio que pedían por ella!
El universo debe de haber decidido que nos merecíamos un poco de buena suerte.
Miro por la ventana delantera al camión de mudanzas parqueado frente al jardín. Estamos en una pequeña calle sin salida en la que hay otras dos casas, y, al otro lado de la calzada, vislumbro la silueta de una persona en la ventana. Alguno de mis nuevos vecinos, supongo. Espero que sea agradable.
Cuando oigo unos golpes procedentes del interior del camión, abro de un tirón la puerta principal para ver qué pasa. Salgo trotando justo a tiempo para ver a mi marido bajarse del vehículo con uno de los amigos que se han ofrecido a echarnos una mano con el traslado. Yo quería contratar una empresa de mudanzas, pero él insistió en ocuparse de ello con la ayuda de sus colegas. Reconozco que tenemos que ahorrar hasta el último centavo para pagar las letras de la hipoteca. Incluso a pesar de la rebaja del diez por ciento, la casa de nuestros sueños no nos ha salido precisamente barata.
Mi esposo sostiene la mitad del peso del sofá del salón, con la camiseta pegada al torso por el sudor. Me horrorizo, porque a sus cuarenta y pico años lo que menos le conviene es fastidiarse la espalda. Expresé esta preocupación cuando planificábamos el cambio de casa, y él reaccionó como si fuera lo más ridículo que le habían dicho en la vida, aunque yo me fastidio la espalda una semana sí y otra no, y no por acarrear sofás, sino por cosas como estornudar.
—¿Quieres hacer el favor de ir con cuidado, Enzo? —exclamo.
Alza la vista hacia mí desplegando una sonrisa, y me derrito. ¿Es normal eso? ¿A las otras mujeres que llevan más de once años casadas también les tiemblan las piernas a veces cuando ven a sus maridos?
¿No? ¿Solo a mí?
A ver, que no digo a todas horas. Pero la verdad es que aún me tiene enganchada. Supongo que en parte será porque, inexplicablemente, cada año que pasa está más bueno (mientras que yo simplemente me hago un año más vieja).
—Ya voy con cuidado —asegura—. Además, ¡este sofá es muy liviano! Casi no pesa.
Al oír esto, el tipo que sujeta el otro extremo del sofá pone los ojos en blanco. Aunque la verdad es que no se trata del sofá más robusto del mundo. Lo compramos en IKEA, lo que supone un avance respecto al sofá anterior, que rescatamos de la calle. Enzo tenía la teoría de que los mejores muebles eran los que encontrábamos en la acera, frente al bloque de pisos donde vivíamos.
Hemos madurado un poco desde entonces. O eso espero.
Mientras Enzo y su amigo llevan el sofá al interior de nuestro hermoso nuevo hogar, vuelvo a dirigir la mirada hacia la casa de enfrente, situada en el número 13 de Locust Street. Alguien sigue observándome desde la ventana. Como está a oscuras, no alcanzo a distinguir detalles, pero la silueta sigue ahí.
Alguien nos mira.
Pero eso no tiene nada de siniestro. La gente que vive en esa casa son nuestros nuevos vecinos, y es normal que despertemos su curiosidad. Yo misma, cada vez que veía un camión de mudanzas frente a nuestro edificio, me acercaba a la ventana para ver quiénes eran los recién llegados, y Enzo se reía y me decía que en vez de chismear fuera a presentarme.
Esa es la diferencia entre él y yo.
Bueno, no es la única.
En un esfuerzo por enmendarme y ser más amigable, como mi marido, alzo la mano para saludar a la silueta. No veo por qué no entablar contacto con mi vecino del número 13.
Pero la persona en la ventana no responde a mi saludo. Por el contrario, la cortina se cierra de pronto, ocultando la silueta.
Bienvenidos al vecindario.
2
Mientras Enzo lleva las últimas cajas a la casa, yo estoy fuera, sobre el escaso césped del jardín, escaqueándome de ordenar y fantaseando con el aspecto que tendrá esto cuando mi marido lo remodele. Es un mago de la jardinería. En cierto modo, nos conocimos gracias a eso. Este terreno casi parece un desafío imposible con sus zonas peladas y sus terrones que se desmoronan con facilidad, pero sé que, dentro de un año, tendremos el jardín más bonito de nuestra calle.
Sigo perdida en mis ensoñaciones cuando la puerta de la casa de al lado —el número 12 de Locust Street— se abre de golpe y aparece una mujer con una media melena de color rubio caramelo cortada a capas, una blusa blanca entallada, una falda roja y unos zapatos de tacón de aguja que parecen ideales para sacarle el ojo a alguien. (¿Por qué siempre me da por imaginarme cosas así?).
A diferencia del vecino de enfrente, parece simpática. Agita la mano en un saludo entusiasta y recorre el breve sendero de adoquines que separa su casa de la nuestra.
—¡Hola! —exclama con efusividad—. ¡Qué alegría conocer por fin a nuestros nuevos vecinos! Me llamo Suzette Lowell.
Cuando le estrecho la mano de uñas impecables, me propina un apretón sorprendentemente doloroso para tratarse de una mujer.
—Millie Accardi —me presento.
—Un auténtico placer conocerte, Millie —dice—. Les encantará vivir aquí.
—Yo ya estoy encantada —contesto con sinceridad—. Esta casa es fantástica.
—Desde luego. —Suzette asiente con la cabeza—. Ha estado desocupada un tiempo porque, bueno, ya sabes, las casas tan pequeñas no se venden con facilidad. Pero estaba segura de que al final aparecería la familia adecuada.
¿Pequeña? ¿Está insultando nuestra fantástica casa?
—Pues a mí me ha enamorado.
—Claro que sí. Es de lo más acogedora, ¿verdad? Y… —Mira de arriba abajo los escalones de la entrada, que se caen un poco a pedazos, aunque Enzo jura que los arreglará. Es una de las innumerables reparaciones que tenemos que hacer—. Rústica. Muy rústica.
De acuerdo, definitivamente está insultando la casa.
Pero me da igual. Me sigue gustando mucho. No me importa lo que opine una vecina estirada.
—En fin, ¿tú trabajas, Millie? —pregunta Suzette, clavando en mí sus ojos de color verde azulado.
—Soy trabajadora social —respondo con un deje de orgullo. Aunque ya hace años que me dedico a ello, aún me enorgullece mi profesión. Sí, a veces resulta extenuante y desgarradora, y el sueldo no es para tirar cohetes, pero aun así no la cambiaría por nada—. ¿Y tú?
—Soy agente inmobiliaria —dice, sin un ápice menos de orgullo. Ah, eso explica que estuviera denostando nuestro hogar con esa jerga propia de su profesión—. En estos momentos el mercado está en auge.
Eso es verdad. De pronto caigo en la cuenta de que Suzette no intervino en la venta de esta casa. Si es agente inmobiliaria, ¿cómo es que sus vecinos no la contrataron para que vendiera su propiedad?
Enzo sale del camión cargado con más cajas, la camiseta aún pegada al pecho y el cabello húmedo. Recuerdo que llené una de esas cajas con libros y me preocupaba que pesara demasiado, pero él la ha levantado como si nada y, por si fuera poco, ha puesto otra encima. Me duele la espalda solo de verlo.
Suzette también lo observa. Sigue su recorrido desde el camión hasta la puerta principal, mientras se le dibuja una sonrisa en los labios.
—Tu chico de las mudanzas está espectacular —comenta.
—En realidad —digo—, es mi marido.
Se queda boquiabierta. Al parecer Enzo le ha causado mejor impresión que la casa.
—¿En serio?
—Ajá. —Después de dejar las cajas en el salón, Enzo sale de la casa a por más. ¿Cómo puede tener tanta energía? Cuando se dispone a subir de nuevo al camión, le hago señas para que se acerque—. Enzo, ven, que te presento a Suzette, nuestra nueva vecina.
La aludida se apresura a alisarse la blusa y a colocarse un mechón rubio caramelo detrás de la oreja. Estoy bastante segura de que, si hubiera podido, se habría echado un vistazo rápido en un espejo de bolsillo y se habría retocado el pintalabios. Pero no hay tiempo para eso.
—¡Hola! —barbotea con la mano tendida—. ¡Encantada de conocerte! Enzo, ¿verdad?
Él le estrecha la mano mientras despliega una sonrisa que le arruga las comisuras de los ojos.
—Sí, soy Enzo. ¿Tú eres Suzette?
Ella suelta una risita mientras asiente con vehemencia. Su reacción parece un poco exagerada, aunque, para ser justos, él está desplegando todo su encanto. Hace más de veinte años que mi marido vive en este país y cuando charlamos sentados a la mesa del comedor el acento no se le nota mucho, pero, cuando se pone en plan irresistible, lo fuerza tanto que parece recién bajado del avión. O, como diría él, «del aereo».
—Les cautivará este lugar —nos asegura Suzette—. Es un cul-de-sac de lo más tranquilo.
—Ya estamos cautivados —digo.
—Y la casa de ustedes es tan diminuta —añade, recurriendo de nuevo a su creatividad para restregarme que nuestra casa es considerablemente más pequeña que la suya—. Es ideal para ustedes y para tus hijos, sobre todo ahora que viene otro pequeñuelo en camino.
Al decir esto, fija una mirada elocuente en mi vientre, que desde luego no contiene ningún pequeñuelo. Hace nueve años que no llevo ningún pequeñuelo ahí dentro.
Lo peor es que Enzo vuelve la cabeza para mirarme y, por un momento, percibo un brillo de ilusión en sus ojos, aunque sabe perfectamente que me ligaron las trompas cuando me practicaron la cesárea de emergencia al nacer Nico. Bajo la vista hacia mi abdomen y advierto que, en efecto, la camiseta me hace bulto de un modo desafortunado. Siento que muero un poco por dentro.
—No estoy embarazada —le aclaro a Suzette y, al parecer, también a mi marido.
Ella se lleva la mano a los labios pintados de rojo.
—¡Huy, cuánto lo siento! Pensaba que…
—No pasa nada —la interrumpo antes de que empeore las cosas. La verdad es que adoro mi cuerpo. Cuando era veinteañera estaba hecha un palillo, pero por fin puedo presumir de unas curvas femeninas que sospecho que también complacen a mi esposo.
Dicho esto, tomo nota de tirar esta camiseta a la basura.
—Tenemos dos hijos. —Enzo me echa el brazo a los hombros, ajeno al insulto de Suzette—. Un chico, Nico, y una chica, Ada.
No podría estar más orgulloso de nuestros hijos. Es un padrazo, y habría querido tener cinco más si yo no hubiera estado a punto de morir al dar a luz a nuestro hijo. Nos habría encantado adoptar o convertirnos en padres de acogida, pero, dados mis antecedentes, eso quedaba totalmente descartado.
—¿Tú tienes hijos, Suzette? —pregunto.
Ella mueve la cabeza de un lado a otro con expresión horrorizada.
—No, quita, quita. No me va el rollo maternal. En casa estamos solos mi marido Jonathan y yo. Somos un matrimonio que vive muy feliz sin hijos.
Genial, tiene marido. Entonces puede dejar en paz al mío.
—Pero en la casa frente a la de ustedes vive un niño —agrega—. Está en tercer grado.
—Como Nico —dice Enzo, entusiasmado—. A lo mejor podemos presentarlos.
Debido al cambio de domicilio, hemos tenido que sacar a los chicos del colegio en mitad del año escolar. No exagero si digo que no hay nada peor que dejar sin clases a dos alumnos de primaria en pleno mes de marzo. Aunque me abrumaba el sentimiento de culpa, no podíamos permitirnos pagar la hipoteca y el alquiler a la vez hasta el final de curso, así que no nos quedaba otra.
A Nico, que es tan extrovertido como su padre, no pareció afectarle. Para él, enfrentarse a un aula nueva repleta de chicos a los que impresionar con sus travesuras representaba una aventura divertida. Aunque Ada se tomó la noticia con serenidad, luego la sorprendí llorando en su habitación porque ya no vería más a sus dos mejores amigas. Espero que, cuando llegue el otoño, los dos se hayan aclimatado y que el trauma de cambiar de residencia en mitad del año escolar no sea más que un recuerdo lejano.
—Pueden ir a presentarse —dice Suzette, encogiéndose de hombros—, pero Janice, la mujer que vive ahí, no es muy sociable. Apenas sale de casa más que para acompañar a su hijo a la parada del autobús. Casi siempre que la veo está en la ventana, mirando a la calle. Menuda metomentodo.
—Ah —digo, preguntándome cómo puede ser tan chismosa si nunca sale de casa.
Dirijo la mirada al número 13 de Locust, al otro lado de la calle. Todas las ventanas están oscuras, pese a que es pleno día y las personas que viven ahí parecen estar en casa.
—Espero que consigan unas buenas cortinas para las ventanas —me dice Suzette—, porque la mujer tiene una vista panorámica de tu casa.
Enzo y yo giramos al mismo tiempo la cabeza en dirección a nuestro nuevo hogar, y de repente caemos en la cuenta de que no hay cortinas en una sola de las ventanas. ¿Cómo se nos ha podido escapar algo así? ¡Nadie nos dijo que teníamos que adquirir cortinas! ¡En todas nuestras viviendas anteriores ya venían instaladas!
—Compraré cortinas —me murmura Enzo al oído.
—Gracias.
Me da la impresión de que a Suzette le divierte vernos tan perdidos.
—¿El agente inmobiliario no les recordó que faltaban las cortinas?
—Parece que no —mascullo.
Supongo que está insinuando que, si le hubiéramos comprado la casa a ella, nos lo habría recordado.
—Puedo recomendaros una empresa de instalación estupenda —dice—. Vinieron a casa el año pasado. Nos pusieron unas cortinas plisadas preciosas en la planta baja y el primer piso, y unas contraventanas encantadoras en la buhardilla.
No quiero ni imaginar lo que debió de costarles eso. Mucho más de lo que podemos pagar, eso seguro.
—No, gracias —dice Enzo—. Yo me apaño.
Ella le guiña un ojo.
—No lo dudo.
¿Será posible? Empiezo a hartarme de que esta mujer le tire los tejos a mi marido delante de mis narices. No es ni mucho menos la única, pero, por Dios, señora, que somos vecinos. ¿No podría al menos disimular un poco? Una parte de mí se siente tentada a decirle algo, pero prefiero no ganarme una enemiga a los cinco minutos de haberme mudado aquí.
—Por cierto —dice—, quería invitarlos a cenar con nosotros. Me refiero a ustedes dos, por supuesto… Y los niños también, si quieren. —No parece entusiasmarle la idea de que nuestros hijos profanen su hogar. Y eso que no conoce la propensión de Nico a destrozar algún objeto caro cinco minutos después de entrar en una habitación.
—Claro, estaría genial —dice Enzo.
—¡Fabuloso! —Ella le sonríe, radiante—. ¿Qué tal mañana? Me imagino que no tendrán la cocina a punto todavía, así que será una preocupación menos.
Enzo me mira arqueando las cejas. Posee una energía inagotable para las relaciones sociales, pero yo soy del grupo de los introvertidos, por lo que le agradezco que me consulte antes de aceptar. Para ser sincera, la perspectiva de pasar una velada con esta mujer me repele. Es demasiado intensa para mi gusto. Pero, ya que vamos a vivir aquí, ¿no conviene hacer buenas migas con los vecinos? ¿No es eso lo que hacen las familias normales de las zonas residenciales? Y, tal vez, cuando la conozca mejor, ya no me resulte tan odiosa.
—Claro —digo—. Estaría muy bien. Apenas conocemos a nadie en Long Island.
Suzette echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada que deja al descubierto una hilera de dientes blancos como perlas.
—Ay, Millie…
Miro de reojo a Enzo, que se encoge de hombros. Él tampoco parece entender qué le hace tanta gracia.
—¿Qué pasa?
—Deberías oírte —dice con una risita nerviosa—. Aquí nadie dice «Long Island».
—Ah… ¿No?
—¡No! —Menea la cabeza, exasperada—. Decimos «la isla», sin más. Solo los que no se enteran se refieren a ella por el nombre oficial.
Enzo se rasca el oscuro cabello. No tiene ni una cana, por cierto. En cambio, yo encanecí por completo cuando nació Nico, pero me tiño. A Enzo solo le salen unos pelos grises en la barba, cuando se la deja crecer. Sin embargo, el día que se lo comenté, se hurgó en el cuero cabelludo hasta encontrar una cana solitaria que me mostró como para consolarme.
—Pues no lo entiendo —digo—. ¿Significa eso que a Staten Island, por ejemplo, también hay que llamarla «la isla»?
La sonrisa se le borra del rostro.
—El caso de Staten Island no tiene nada que ver.
Intento captar la atención de Enzo, pero parece muy entretenido con el diálogo.
—Bueno, pues estamos muy contentos de vivir aquí en «la isla», Suzette. Y nos hace ilusión cenar con ustedes mañana.
—Me muero de ganas —afirma ella.
Fuerzo una sonrisa.
—¿Quieres que lleve algo?
—Ah. —Se da unos golpecitos con el índice en el mentón—. ¿Por qué no traes el postre?
Lo que me faltaba. Ahora tengo que pensar en un postre que le parezca aceptable a Suzette. Me temo que una caja de Oreos no estaría a la altura.
—¡Por mí, estupendo!
Mientras Suzette se aleja hacia su casa grande y lujosa con los tacones repiqueteando sobre los adoquines del sendero, noto una punzada en la boca del estómago. Con lo ilusionada que estaba cuando compramos esta casa… Llevábamos mucho tiempo hacinados en pisos diminutos, y por fin había conseguido el hogar de mis sueños.
Pero, por primera vez, me pregunto si no habré cometido un terrible error al mudarme aquí.
3
Hoy cenaremos los cuatro en la mesa de la cocina. ¿Se imaginan? Una mesa en la cocina. Así es, ahora tenemos espacio suficiente nada menos que para una mesa. En la cocina de nuestro último apartamento apenas cabía una persona.
Hemos pedido la cena a un restaurante chino que nos ha dejado un folleto en el buzón. No soy muy maniática con la comida, ni Enzo tampoco. Lo único que se niega a comer son platos italianos. Dice que en ningún restaurante los preparan bien y siempre se lleva una desilusión. Sin embargo, no tiene problema con la pizza para llevar, pero es porque, desde su punto de vista, no se trata de un plato italiano.
Ada tampoco tiene muchas manías, en cambio Nico es de lo más quisquilloso. Por eso, mientras los demás cenamos fideos lo mein y ternera con brócoli, Nico come un arroz blanco sazonado con un trozo de mantequilla y abundante sal que le he preparado. Estoy bastante segura de que le corre por las venas arroz mantequilloso.
—Nuestra primera cena en la casa nueva —anuncio, orgullosa—. Por fin inauguramos la mesa de la cocina.
—¿Por qué dices eso todo el rato, mamá? —pregunta Nico—. ¿Por qué no paras de decir que inauguramos cosas?
En honor a la verdad, no sé si me había oído usar la palabra «inaugurar» antes, pero en las últimas horas la he pronunciado por lo menos cinco veces. Hace un rato, cuando estábamos sentados en el sofá, he comentado que estábamos inaugurando el salón. Luego, cuando ha salido al patio de atrás con su pelota de béisbol, he dicho que estaba inaugurando el jardín. Y, en algún momento, es posible que se me haya escapado que iba a inaugurar el baño.
—Lo que pasa es que mamá está ilusionada con la casa. —Enzo alarga el brazo por encima de la mesa de la cocina para tomarme de la mano—. Y con razón. Es una casa muy bonita.
—No está mal —acepta Nico—. Aunque me gustaría más si estuviera pintada de rojo y tuviera unos arcos amarillos.
Vaya. Si no he entendido mal, creo que mi hijo me está diciendo que quiere vivir en un McDonald’s.
Me da igual. Hemos comprado esta casa por ellos dos. En el Bronx vivíamos apretujados en un apartamento minúsculo, y algunos hombres empezaban a lanzarle miradas lascivas a Ada cuando regresaba a pie a casa. Ahora estamos en un distrito escolar estupendo, y tendrán espacio para jugar en el patio trasero y pasearse por el barrio sin preocuparse de que los atraquen. Aunque no sepan apreciarlo, es lo mejor que podíamos hacer por ellos.
—Mamá… —Ada juguetea con unos fideos en su plato, y me doy cuenta de que apenas ha probado bocado—. ¿Mañana ya tenemos colegio?
Junta las oscuras cejas. Mis dos hijos se parecen tanto a su padre que se diría que son clones suyos y yo no soy más que la incubadora de la que salieron. Ada es preciosa, con su cabellera negro azabache y esos ojos castaños que ocupan la mitad de su rostro. Según Enzo, ha salido idéntica a su hermana Antonia. Está a punto de iniciar la fase de transición de niña a adulta y, dentro de no mucho tiempo, se convertirá en una mujer que atraerá muchas miradas. Cuando eso ocurra, Enzo sin duda tendrá que llevar consigo un bate de béisbol a todas horas. Aunque no lo reconoce, tiende a sobreprotegerla.
—¿Te sientes preparada para ir a clase? —le pregunto.
—Sí —responde, aunque mueve la cabeza en un gesto de negación.
—Coincide con la vuelta de vacaciones de primavera —señalo—, así que los otros chicos no se habrán visto desde hace cerca de una semana. Seguramente ya ni se acordarán unos de otros.
Aunque esto no le hace ni pizca de gracia a Ada, a Nico se le escapa una risita.
—Si quieres, yo te llevo mañana —se ofrece Enzo—. Podemos ir en mi camioneta.
A ella se le iluminan los ojos, porque le encanta viajar en la camioneta de su padre.
—¿Me dejarás ir en el asiento de delante?
Enzo me mira con las cejas en alto. Se desvive por mimarlos, pero le agradezco que me pida permiso para hacerlo.
—Aún eres demasiado pequeña para ir en el asiento delantero, cielo. Pero pronto podrás —digo.
—¡Quiero coger el bus escolar mañana! —declara Nico. El año pasado vivíamos tan cerca del centro de educación primaria que no le hacía falta tomar el autobús escolar, así que en su imaginación la experiencia de «coger el bus» es equiparable a la de visitar una fábrica de chocolate repleta de Oompa Loompas. Se diría que no piensa en otra cosa—. ¿Puedo, mamá?
—Claro —contesto—. Y, Ada, si quieres que te lleve tu padre…
—No —dice ella con firmeza—. Iré en el autobús con Nico.
Mi hija tendrá sus cosas, pero es increíblemente protectora con su hermano pequeño. Aunque dicen que los niños suelen ponerse muy celosos cuando llega un bebé nuevo a casa, Ada quedó prendada de Nico al instante. Dejó a un lado sus muñecas para volcarse en él. Tengo unas fotos supertiernas de ella acunando a Nico en el regazo y dándole el biberón.
—Y otra cosa… —Nico se lleva de nuevo una cucharada de arroz blanco a la boca, aunque solo cerca del ochenta por ciento de los granos consigue colarse entre sus labios. El resto se desparrama sobre sus piernas y por el suelo—. ¿Puedo tener una mascota, mamá? ¿Porfi?
—Pues… —murmuro.
—Dijiste que, cuando fuera mayor y más responsable, podría tener una mascota —me recuerda.
Bueno, mayor es. Pero responsable, lo que se dice responsable…
—¿Un perro? —pregunta Ada, esperanzada.
—Hay que vallar el jardín antes de plantearnos tener un perro —les digo. Además, preferiría gozar de una situación económica más estable antes de incorporar otro miembro a la familia.
—¿Una tortuga, entonces? —sugiere Ada.
Me recorre un escalofrío.
—No, por favor, una tortuga no. Odio las tortugas.
—Yo no quiero un perro ni una tortuga —dice Nico—, sino una mantis religiosa.
Por poco me atraganto con una cabeza de brócoli.
—¡¿Una qué?!
—De hecho, es una buena mascota —tercia Enzo—. Muy fácil de cuidar.
Madre mía. ¿Enzo ya sabía que Nico quería traer a casa uno de esos bichos horribles?
—No. No vamos a adoptar una mantis religiosa.
—Pero ¿por qué, mamá? —insiste Nico—. Me gustan un montón. La guardaré en mi habitación y tú no tendrás que verla nunca. A menos que quieras.
Me dedica una de sus sonrisas arrebatadoras. Ahora mismo está monísimo con su adorable carita redonda y sus dientes separados, pero tengo claro que dentro de unos seis o siete años será un rompecorazones como lo era su padre antes de estar conmigo.
—Da igual que no la vea —replico—. Sabré que está ahí.
—No dejaremos que se escape —me asegura Enzo, dirigiéndome su propia versión de la misma sonrisa. Maldigo a mi marido por ser tan guapo.
—¿Y qué le darán de comer? —pregunto.
—Moscas —responde Nico.
—No. —Muevo la cabeza de un lado a otro—. Me niego.
—Tranquila —dice Nico—. Son moscas que no vuelan.
—Mosquitas muertas —bromea Enzo.
—Además, no te costará ni un centavo —añade Nico—. Nosotros mismos criaremos las moscas.
—No. No, no, no.
Enzo me da un apretón en la rodilla por debajo de la mesa.
—Millie, hemos sacado a los chicos de su colegio y los hemos obligado a mudarse aquí. Si Nico quiere una mantis…
Mierda. Él también quiere la mantis. Es justo el tipo de cosas que considera geniales.
Me vuelvo hacia Ada para pedirle ayuda, pero está demasiado abstraída formando montoncitos de fideos en su plato que componen las letras de su nombre. No suele jugar con la comida, así que sin duda está muy nerviosa.
—Suponiendo que dé mi consentimiento —digo—, ¿dónde compraríamos una mantis religiosa?
Enzo y Nico chocan los cinco, lo que se me antojaría una escena deliciosa si no me aterrorizara tanto ese insecto que pretenden meterme en casa.
—Podemos comprar un saco de huevos de mantis religiosa —explica Nico. Dios santo, ¿cuánto tiempo llevan maquinando esto? Da la impresión de que lo han planeado todo hasta el último detalle—. Luego los huevos eclosionan y salen cientos de mantis.
—Cientos…
—Pero no pasa nada —se apresura a tranquilizarme Enzo—. Se comen unas a otras, así que por lo general solo sobreviven una o dos.
—Y entonces podemos inaugurarlas —agrega Nico—. ¿Te parece bien, mamá?
Imaginarme la cara de horror que pondría Suzette Lowell si descubriera que en su perfecto cul-de-sac hay una mantis religiosa y una colonia entera de moscas que no vuelan es lo único que me divierte de esta situación. Está bien, de acuerdo, supongo que pasaré por el aro. Pero juro por Dios que, como mi nuevo y hermoso hogar se llene de moscas, Nico tendrá que buscarse otro lugar donde vivir.
4
Como deshaga una caja más, vomitaré.
He vaciado cinco millones de cajas hoy. Y es un cálculo a la baja. En este momento estoy en el baño del dormitorio principal, contemplando una caja de cartón en la que escribí «BAÑO» con rotulador permanente, pero me faltan ánimos para abrirla, a pesar de que en su interior hay artículos de primera necesidad para la higiene personal. A lo mejor me lavo los dientes con el dedo esta noche.
Oigo unos pasos que se acercan al otro lado de la puerta, y, al cabo de un segundo, Enzo asoma la cabeza. Sonríe al verme ahí de pie con mi caja marcada con la palabra BAÑO.
—¿Qué haces? —pregunta.
Dejo caer los hombros.
—Deshago cajas.
—Llevas toda la tarde deshaciendo cajas —señala—. Basta. Seguimos mañana.
—Pero necesitamos lo que hay aquí dentro. Son cosas para el baño.
Enzo parece a punto de decir algo para disuadirme, pero se lo piensa mejor. En vez de eso, se mete la mano en el bolsillo de los jeans desgastados y saca la navaja que siempre lleva encima. Su padre se la regaló cuando era niño, tras mandar grabar en ella sus iniciales, E. A. Aunque la navaja tiene casi cuarenta años, él la mantiene bien afilada, y corta fácilmente con ella la cinta de embalar que me impedía abrir la caja.
A continuación, me ayuda a extraer los objetos que contiene. Cuando conocí a este hombre que hacía que me temblaran las piernas, no me imaginé ni por un momento que un día estaríamos juntos en un baño ordenando pastillas de jabón y botellas de champú pegajosas. Sin embargo, contra todo pronóstico, Enzo se ha adaptado de buen grado a la vida doméstica.
Llevábamos menos de un año viviendo juntos cuando, a pesar de nuestro escrupuloso uso de los anticonceptivos, tuve un retraso. Me aterraba su reacción, pero cuando se lo dije se puso a dar brincos de alegría.