Niña buena, niña mala

Fragmento

Título

2

Nombre nuevo. Familia nueva.

Una nueva.

Versión.

De mí.

Mike, mi papá adoptivo, es psicólogo, se especializa en los traumas, igual que su hija Phoebe, aunque ella los causa, no los trata. Saskia, la madre. Creo que ella intenta hacerme sentir como en casa, aunque no sé, es muy diferente a ti, Mami. Delgada y ausente.

Afortunada; el equipo en el centro me dijo mientras esperaba la llegada de Mike. Los Newmonts son una familia fantástica y viven en Wetherbridge. Guau. Guau. GUAU. Sí, entiendo. Debería sentirme afortunada, pero en el fondo tengo miedo. Tengo miedo de descubrir quién y qué podría ser yo.

También tengo miedo de que ellos lo descubran.

Hoy hace una semana, Mike fue por mí, hacia el final de las vacaciones de verano. Yo llevaba el pelo bien cepillado, recogido con una diadema. Practiqué cómo hablar, si debía sentarme o esperar de pie. Cada minuto que transcurría, cuando las voces que escuchaba no eran las suyas sino las de las enfermeras que bromeaban entre ellas, me convencí de que él y su familia se habían arrepentido. Habían entrado en razón. Me quedé paralizada en mi lugar, esperaba que me dijeran, lo siento, no irás a ningún lado.

Pero llegó. Me saludó con una sonrisa, un apretón de manos firme, no formal, agradable, qué gusto saber que no le daba miedo hacer contacto. Correr el riesgo de contaminarse. Recuerdo que notó que no tenía pertenencias, sólo una maleta pequeña. Dentro, un par de libros, algo de ropa y otras cosas ocultas, recuerdos tuyos. De las dos. El resto se había convertido en evidencia cuando saquearon nuestra casa. No pasa nada, dijo él, organizaremos un viaje para hacer algunas compras. Saskia y Phoebe están en casa, añadió, cenaremos todos juntos, será una bienvenida de verdad.

Nos reunimos con el jefe del centro. Poco a poco, poco a poco, dijo, tómate un día a la vez. Quería decirle que le temo a las noches.

Intercambiamos sonrisas. Apretones de mano. Mike firmó en la línea, volteó a verme y dijo, ¿lista?

La verdad no.

Pero me fui con él de todas formas.

El trayecto a casa en coche fue corto, menos de una hora. Todas las calles y edificios eran nuevos para mí. Todavía había luz cuando llegamos, una casa grande con pilares blancos en la fachada. ¿Todo bien? Preguntó Mike. Asentí, aunque no me sentía bien. Esperé a que abriera la puerta principal, el corazón se me subió a la garganta cuando me di cuenta de que no estaba cerrada con llave. Entramos como si nada, podría haber sido cualquier otra persona. Llamó a su esposa, ya nos conocíamos, nos habíamos visto un par de veces. Sas, anunció, ya llegamos. Ya voy, fue la respuesta. Hola Milly, bienvenida, dijo. Sonreí, eso creí que debía hacer. Rosie, su terrier, también me saludó, me brincó en las piernas, estornudó de alegría cuando le acaricié las orejas. ¿Y Phoebs? Preguntó Mike. Viene en camino de casa de Clondine, respondió Saskia. Perfecto, entonces cenamos en una media hora, dijo. Le sugirió a Saskia que me mostrara mi habitación, recuerdo que la miró y asintió como para animarla. A ella, no a mí.

La seguí a la planta alta, intenté no contar. Casa nueva. La nueva yo.

En el tercer piso sólo están Phoebe y tú, nosotros estamos en el segundo, me explicó Saskia. Te dejamos el cuarto del fondo, tiene balcón y una vista muy agradable al jardín.

Lo primero que vi fueron los girasoles amarillos. De color brillante. Sonrisas en un florero. Le agradecí, le conté que los girasoles eran de mis flores favoritas, parecía satisfecha. Ten la confianza de explorar, hay ropa en el clóset, por supuesto te compraremos más, a tu gusto. Me preguntó si necesitaba algo, respondí que no y se fue.

Dejé mi maleta en el piso, caminé a la puerta del balcón, comprobé si estaba cerrada con llave. Estaba segura. El armario a mi derecha era de pino, antiguo y alto. No lo abrí, no quería pensar en ponerme y quitarme la ropa. Al voltear, vi cajones debajo de la cama, los abrí, pasé las manos por el fondo y los lados, no había nada. De momento estaba segura. Un baño privado, grande, toda la pared derecha cubierta con un espejo. Eludí mi reflejo, no quería recordar. Verifiqué si el seguro en la puerta del baño funcionaba y que no se pudiera abrir desde fuera, después me senté en la cama e intenté no pensar en ti.

Dentro de poco escuché el sonido de pies subiendo las escaleras. Procuré mantenerme tranquila, recordar los ejercicios de respiración que mi psicólogo me había enseñado, pero estaba confundida, así que cuando ella apareció en la puerta me concentré en su frente, fue el único contacto visual que pude lograr. La cena está lista, su voz era como un ronroneo, suave, con un dejo de sarcasmo, tal como la recordaba de cuando nos conocimos con la trabajadora social. No nos pudimos conocer en el centro, no le permitieron saber la verdad ni le dieron oportunidad de preguntar. Recuerdo que me intimidó. Su aspecto: rubia y segura de sí misma, aburrida, obligada a recibir a desconocidos en su casa. Dos veces durante la reunión preguntó cuánto tiempo me quedaría en su casa. Dos veces la callaron.

Papá me pidió que viniera por ti, anunció con los brazos doblados frente al pecho. A la defensiva. En el centro había visto al equipo interpretar el lenguaje corporal de los pacientes, clasificarlo. Observé en silencio, aprendí mucho. Ya pasaron varios días, pero se me quedó grabado lo último que dijo antes de darse la vuelta como una bailarina enojada: Ah, y bienvenida al manicomio.

Seguí el rastro de su aroma, dulce y rosa, hasta la cocina, fantaseando cómo sería tener una hermana. Qué tipo de hermanas seríamos ella y yo. Ella sería Meg y yo sería Jo, mujercitas a nuestra manera. En el centro me dijeron que mi mejor arma era la esperanza, sería lo que me sacaría adelante.

Tontamente les creí.

Título

3

Esa primera noche dormí vestida con mi ropa. La piyama de seda que Saskia había elegido se quedó sin usar, sólo la toqué para quitarla de mi cama. La tela se sintió resbaladiza en mi piel. Ahora puedo dormir mejor, aunque no toda la noche. Desde que te abandoné he mejorado mucho. El equipo del centro me contó que los tres primeros días no dije nada. Me senté en la cama, recargada en la pared. Observando. En silencio. Le llaman shock. Algo mucho peor, quise aclarar. Algo que entraba a mi cuarto cada que yo me permitía dormir. Se deslizaba por el suelo, bajo la puerta, siseaba, aseguraba ser Mami. Aún lo hace.

Cuando no puedo dormir, no cuento borregos, sino los días que faltan para el juicio. Yo en tu contra. Todos en tu contra. A partir del lunes son doce semanas. Ochenta y ocho días y contando. Cuento hacia adelante y hacia atrás. Cuento hasta llorar, y otra vez hasta detenerme, y sé que está mal, pero en algún punto del conteo comienzo a extrañarte. Tendré que esforzarme de aquí a ese día. Hay cosas que tengo que aclarar en mi mente. Hay cosas que tengo que preparar por si me piden que me presente en la corte. Cuando todos te ponen atención, te puedes equivocar.

El papel de Mike en el trabajo pendiente es muy importante. Un tratamiento que esbozaron él y el equipo del centro detallaba una sesión semanal de terapia en las semanas previas al juicio. Es una oportunidad para que yo hable de cualquier preocupación o temor. Ayer sugirió que lo hiciéramos los miércoles, a mitad de la semana. Dije que sí, pero no porque yo quiera, sino porque él quiere, cree que me ayudará.

Mañana entramos a la escuela, todos estamos en la cocina. Phoebe dice gracias a dios, qué ganas de regresar y salir de esta casa. Mike se ríe, Saskia se ve triste. En el transcurso de la semana pasada me di cuenta de que algo anda mal entre ella y Phoebe. Existen casi independientemente la una de la otra. Mike es el traductor, el mediador. A veces Phoebe le llama Saskia, no Má. La primera vez que la escuché, pensé que la castigarían, pero no. No que yo sepa. Tampoco las he visto tocarse y creo que tocarse es una muestra de amor. Aunque no el tipo de contacto que tú experimentaste, Milly. Hay contacto bueno y malo, aclaró el equipo del centro.

Phoebe anuncia que saldrá a encontrarse con una tal Izzy que acaba de volver de Francia. Mike sugiere que me lleve para presentarme. Ella pone los ojos en blanco y dice, ay por favor, no he visto a Iz en todo el verano, la puede conocer mañana. Él insiste, sería agradable que Milly conociera a una de las chicas, llévala a uno de los lugares en donde quedan. Acepta, está bien, aunque eso no me toca.

—Qué amable —dice Saskia.

Mira fijamente a su madre. No deja de mirarla hasta que gana. Saskia desvía la mirada con las mejillas rosadas.

—Sólo dije que me pareció que eras muy amable.

—Sí, pues nadie te preguntó, ¿o sí?

Espero el contraataque, una mano o un objeto. Pero nada. Sólo Mike.

—Por favor no le hables así a tu madre.

Cuando salimos de casa hay una chica en traje deportivo sentada en la pared al frente de nuestra entrada para coches, nos mira cuando pasamos. Phoebe le dice, lárgate, pendeja, busca otra pared para sentarte. La chica responde con el dedo del medio.

—¿Quién era? —pregunto.

—Alguna zorra de esos multifamiliares.

Mira las torres del lado izquierdo de nuestra calle y asiente.

—Por cierto, no te acostumbres a esto. Cuando entremos a la escuela voy a hacer mis cosas.

—Ok.

—Ese terreno pasa por nuestro jardín, no hay mucho ahí, algunos garajes y cosas así, es el camino más rápido para llegar a la escuela.

—¿A qué hora sales en la mañana?

—Depende, casi siempre quedo con Iz y caminamos juntas. A veces vamos a Starbucks un rato, pero este año es temporada de hockey y soy capitana, así que casi todas las mañanas saldré temprano para hacer ejercicio y eso.

—Si eres capitana debes ser muy buena.

—Supongo. ¿Entonces qué onda contigo? ¿En dónde están tus papás?

Una mano invisible entra al hoyo que se me hace en el estómago, lo aprieta con fuerza y no lo suelta. Otra vez siento la cabeza saturada. Relájate, digo para mí, practiqué estas preguntas con el equipo del centro una y otra vez.

—Mi mamá me abandonó de niña, viví con mi papá pero murió hace poco.

—Mierda, qué putada.

Asiento y no digo más. Me dijeron que menos es más.

—Seguro la semana pasada papá te enseñó algunas de estas cosas, pero donde termina nuestra calle, ahí, hay un atajo para la escuela que pasa por allá.

Señala a la derecha.

—Cruza esa calle, da vuelta a la izquierda en la primera calle y luego a la derecha en la segunda, a partir de ahí son como cinco minutos.

Estoy a punto de darle las gracias pero está distraída, se le dibuja una sonrisa. Sigo su mirada y veo a una chica rubia cruzando la calle hacia nosotras, está lanzando besos exagerados al aire. Phoebe se ríe y la saluda ondeando la mano, es Iz, dice. Sus piernas bronceadas contrastan con los shorts cortados que lleva puestos y, como Phoebe, es bonita. Muy bonita. Las miro mientras se saludan, se abrazan, empiezan a hablar a cien kilómetros por hora. Lanzan preguntas, las responden, sacan sus teléfonos de sus bolsillos, comparan fotos. Se ríen al hablar de chicos y de una chica de nombre Jacinta que según Izzy es un adefesio en bikini, te juro que toda la puta alberca se vació cuando se metió. Este intercambio dura unos minutos, pero con la incomodidad de ser ignorada, parecen horas. Es Izzy quien me mira y luego le dice a Phoebe:

—¿Y ésta quién es? ¿La recién llegada al centro de rescate de Mike?

Phoebe se ríe y responde.

—Se llama Milly. Se está quedando con nosotros un rato.

—Creí que tu papá ya no estaba recibiendo a nadie.

—Equis. Ya sabes que cuando se trata de callejeros, no lo puede evitar.

—¿Vas a ir a Wetherbridge? —Izzy me pregunta.

—Sí.

—¿Eres de Londres?

—No.

—¿Tienes novio?

—No.

—Caray, ¿sólo hablas lengua robótica? Sí. No. No —mueve los brazos y hace un ruido mecánico como el dalek del capítulo de Doctor Who que vi en clase de teatro en mi otra escuela. Las dos se mueren de risa y regresan a sus teléfonos. Me gustaría decirles que hablo así, despacio y resuelta, cuando estoy nerviosa y para filtrar el ruido. Ruido blanco que interrumpe tu voz. Incluso ahora, sobre todo ahora, estás aquí, en mi mente. Para ti comportarte con normalidad requería el mínimo esfuerzo para mí, en cambio, una avalancha. Siempre me sorprendió lo mucho que te querían en tu trabajo. Nada de violencia ni exabruptos, tu sonrisa, amable, tu voz, reconfortante. Los tenías en la palma de la mano, aislados. Elegías a las mujeres que sabías que podías convencer, les susurrabas al oído. Seguras. Amadas. Así las hacías sentir, por eso te confiaban a sus hijos.

—A lo mejor me voy a la casa, no me siento muy bien.

—Está bien —contesta Phoebe—, nada más no me metas en problemas con papá.

Izzy levanta la vista con una sonrisa provocadora.

—Nos vemos en la escuela —dice y mientras me alejo la escucho agregar—. Se va a poner bueno.

La chica en el traje deportivo ya no está en la pared. Me detengo para ver los multifamiliares, sigo las torres con la mirada hasta que llegan al cielo, estirando el cuello hacia atrás. En Devon no había torres, sólo casas y campos. Hectáreas de privacidad.

Cuando regreso a la casa, Mike me pregunta en dónde está Phoebe. Le explico lo de Izzy, él sonríe, a modo de disculpa, supongo.

—Han sido amigas toda la vida. Tienes todo el verano para ponerte al corriente. ¿Te gustaría platicar brevemente en mi estudio, repasar algunas cosas antes de que mañana vayas a la escuela?

Digo que sí, últimamente estoy diciendo mucho que sí, es una buena palabra, me puedo ocultar detrás de ella. El estudio de Mike es espacioso, tiene ventanas con vista al jardín. Un escritorio color caoba, un portarretrato y una lámpara de lectura verde de estilo antiguo, pilas y pilas de libros. Hay una biblioteca, hileras de repisas empotradas llenas de libros, el resto de las paredes está pintado de malva. Se siente estable. Seguro. Mike nota que estoy viendo las repisas, se ríe. Lo sé, lo sé, dice, son demasiados, pero acá entre nos, no creo que se puedan tener demasiados libros.

Asiento, estoy de acuerdo.

—¿En tu escuela tenían una buena biblioteca? —pregunta.

No me gusta la pregunta. No me gusta pensar en aquella vida, en cómo era antes. Pero respondo, me muestro dispuesta.

—La verdad no, pero había una en el pueblo cercano al nuestro, a veces iba ahí.

—Leer es muy terapéutico, avísame si quieres tomar prestado algo. Como puedes ver, tengo muchos.

Guiña el ojo, pero no de una forma que me incomode, señala un sillón, toma asiento. Relájate. Me siento, me doy cuenta de que la puerta del estudio está cerrada, Mike debió haberla cerrado mientras yo veía sus libros. Menciona el sillón en el que estoy sentada.

—¿Cómodo, no?

Asiento, intento verme más relajada, más cómoda. Quiero hacerlo bien. También se reclina, agrega, sólo mueve la palanca lateral, si se te antoja, adelante. No se me antoja y no lo hago. La idea de estar sola con alguien en una habitación en un sillón reclinable, acostada de espaldas. No. No me gusta.

—Sé que hablamos de esto en el centro antes de que te dieran de alta, pero es importante repasar lo que acordamos antes de que las próximas semanas de inicio de clases te absorban.

Uno de mis pies comienza a temblar. Él lo mira.

—Pareces insegura.

—Un poco.

—Lo único que te pido, Milly, es que mantengas la mente abierta. Considera estas sesiones como un descanso, un lugar para hacer una pausa y respirar. Tenemos menos de tres meses antes de que empiece el juicio, así que en parte trabajaremos en prepararte para eso, pero también continuaremos con la relajación guiada que el psicólogo del centro inició.

—¿Aún tenemos que hacerlo?

—Sí, te ayudará a largo plazo.

Cómo decirle que no será así, no si las cosas que me asustan encuentran una salida.

—Milly, es parte de la naturaleza humana querer eludir lo que nos hace sentirnos amenazados, lo que nos hace sentir que no tenemos el control, pero es importante enfrentarlas. Empezar el proceso de superar las cosas. Quiero que pienses en un lugar que sientas seguro, la próxima vez que nos reunamos te preguntaré qué elegiste. Al principio parecerá un poco difícil, pero necesito que lo intentes. Puede ser cualquier parte: un salón en tu antigua escuela, un trayecto que recorrías en autobús.

Ella me llevaba a la escuela en coche. Todos los días.

—O algún sitio en el pueblo vecino, como un café o la biblioteca que mencionaste, cualquier parte, siempre y cuando lo asocies con un lugar cómodo. ¿Me explico?

—Lo intentaré.

—Bien. Ahora, sobre mañana. ¿Cómo te sientes? Nunca es fácil ser la chica nueva.

—Ya quiero estar ocupada, ayuda.

—Bueno, tienes que estar segura, hazlo poco a poco, Wetherbridge puede ser muy intensivo, pero estoy seguro de que seguirás el ritmo. ¿Hay algo de lo que quieras hablar o preguntar, cualquier cosa que te provoque inseguridad?

Todo.

—No, gracias.

—Vamos a dejarlo así por hoy, pero si surge algo de aquí a nuestra primera sesión, mi puerta siempre está abierta.

Al volver a mi cuarto, es inevitable sentirme frustrada porque Mike quiere seguir con la hipnosis. Cree que al llamarla “relajación guiada” no reconoceré qué es, pero no es así. Por casualidad, escuché al psicólogo del centro contarle a un colega que con suerte la técnica de hipnosis que estaba usando conmigo me desbloquearía. Es mejor dejarme bloqueada, eso quise decirle.

Al pasar por el cuarto de Phoebe escucho música, así que seguro ya volvió. Me armo de valor para tocar la puerta, quiero preguntarle qué esperar de la escuela mañana.

—¿Quién es? —grita.

—Milly —respondo.

—Estoy ocupada preparándome para mañana, deberías hacer lo mismo —responde.

Susurro mi respuesta a través de la puerta —Tengo miedo— y después voy a mi cuarto, saco mi nuevo uniforme. Una falda azul, una camisa blanca y una corbata con rayas, dos tonos de azul. Me esfuerzo por no pensar en ti, es todo lo que puedo hacer. Nuestro trayecto diario en coche hacia la escuela y de regreso, trabajabas el turno de la mañana para que yo no tuviera que tomar el autobús. Era una oportunidad de recordarme la canción que cantabas mientras me pellizcabas. Salivaba del dolor. Nuestros secretos son especiales, decías cuando empezaba el coro, entre tú y yo.

Recién pasadas las nueve, Saskia entra a decir buenas noches. Intenta no preocuparte por mañana, dice, Wetherbridge es una escuela muy agradable. Después de que cierra mi puerta, la escucho en la de Phoebe. Toca y después abre. Phoebe responde: ¿Qué quieres?

Quería ver si estás lista para mañana. Equis, responde Phoebe, y la puerta vuelve a cerrarse.

Título

4

Sobreviví a los dos primeros días de escuela, jueves y viernes de la semana pasada, sin incidentes, protegida por el programa de inducción. Clases sobre reglas y expectativas, me presentaron a mi asesora académica, la profesora Kemp. A los de primero de prepa no les toca asesor, pero como soy la única nueva este año y ella es maestra de artes, me la asignaron. La directora de mi otra escuela envió una carta a través de servicios sociales, para explicar el talento que creía que tengo para las artes. La profesora Kemp parecía emocionada, dijo que tenía muchas ganas de ver lo que hacía. Parece simpática, amable, aunque nunca se sabe. Para nada. Recuerdo su aroma más que otra cosa, tabaco mezclado con algo más que no sé qué es. Aunque es familiar.

El fin de semana estuvo tranquilo. Mike trabaja los sábados en su consultorio en Notting Hill Gate, de donde viene buena parte del dinero. Saskia entró y salió de la casa, yoga y otras cosas. Phoebe, en casa de Izzy. Mucho tiempo para mí. El domingo en la noche Mike y Saskia me llevaron a un cine, The Electric, en Portobello Road, y aunque fue muy distinto de esas noches de películas que teníamos en casa, pensé en ti todo el tiempo.

Cuando regresamos, Phoebe estaba en el cuarto de juegos, salió, parecía enojada. Qué agradable, dijo. Te preguntamos si querías venir, respondió Mike. Ella se encogió de hombros, sí bueno, no regresé de casa de Iz a tiempo, ¿no?

Las dos subimos las escaleras. Parece que te estás instalando, ¿no?, me dijo. Disfrútalo mientras dura, no vas a quedarte mucho tiempo, nadie se queda. Lo sentí en el fondo del estómago. Una alarma. Una señal.

La mañana siguiente en el desayuno sólo estamos Mike y yo. Me explica que Saskia dormirá hasta tarde, está recuperando sueño perdido. No sabe que he visto que Saskia guarda pastillas en su bolsa.

Por desgracia, Phoebe ya se fue, dice. ¿Quieres que te acompañe? Es tu primera semana completa. Le digo que estaré bien, aunque no estoy segura de que sea cierto. Durante mis dos días de inducción, almorcé con las otras chicas en la cafetería. La curiosidad del principio pronto se convirtió en desinterés cuando corrió la voz: habla como robot, se mira los pies. Rara. Oculté el hecho de que a veces me tiemblan las manos —daño permanente al sistema nervioso—, llevándolas en el bolsillo de mi saco o cargando un fólder. Queda claro que en esta escuela las cosas se mueven rápido, quedas dentro o fuera en un abrir y cerrar de ojos. No tiene caso buscar a Phoebe, es obvio que prefiere no relacionarse conmigo, así que me ignoran, sí o sí, estoy en la categoría de marginada. LA marginada.

Pero hoy, lunes, es diferente.

Hoy cuando cruzo el patio de la escuela recibo una ola de codazos y risitas en cadena y completamente intencionadas de las chicas de mi año.

No paso desapercibida.

Una vez dentro, me pego todo lo que puedo a la derecha para evitar el centro del pasillo, una tormenta, un lugar de encuentro de chicas malvadas, esnobs y hermosas. Dejo atrás las risitas audibles, los insultos agudos que intercambian entre ellas con tanta facilidad, incluso entre las amigas —sobre todo si son amigas— y me dirijo a los casilleros.

Abro la puerta con la espalda. Llevo cargando muchos fólders.

Volteó. Lo veo de inmediato.

EXTRAGRANDE. Pegada en mi casillero. Mi foto de la escuela, la tomaron la semana pasada en mi primer día. Incómoda e insegura. Con la boca ligeramente abierta, lo suficiente para tener metida una imagen de un pene extragrande, además un globo de diálogo.

MILLY SE COGE A WILLY

Me muevo, dejo que la puerta se cierre. Un empujón suave aísla el lugar. Me llama la atención el póster. Yo. Curiosa de verme como nunca me he visto. Un intruso rosa y venoso sobresale de mi boca. Ladeo la cabeza, me imagino mordiendo. Fuerte.

Una ráfaga de ruido se cuela desde los pasillos cuando la puerta se vuelve a abrir y cerrar. Los pasos silenciosos de la persona detrás de mí. Arranco el póster al mismo tiempo que la mano se extiende y se apoya en mi hombro. El sonido de sus pulseras pesadas; su aroma característico me envuelve como una manta en un día ya de por sí caluroso. Me maldigo por haberme detenido. Ella lo vio antes de que lo arrancara, sé que lo vio. Idiota. Debí haberlo sabido. Tú me enseñaste a reaccionar mejor.

—¿Qué tienes en la mano, Milly?

—Nada, profesora Kemp.

Déjame en paz.

—En serio, me puedes contar.

—No hay nada que contar.

La colección voluminosa de sus anillos. Los siento en la clavícula cuando me gira para verme de frente. Ya está interesada, lo presiento, y si lo que he alcanzado a escuchar que cuentan las chicas es cierto —que ella es un poco torpe, que a veces se involucra emocionalmente demasiado—, sé que insistirá. Mi mirada, fija en el piso, se dirige a sus pies. Zuecos gruesos, hippies, suelas pesadas de madera. Cuanto más los miro, más parecen dos barcos encallados, atascados en un banco de arena secreto debajo de su falda. Zarpa, déjame en paz.

—No parece nada, déjame ver.

Lo arrugo y me lo pego en el coxis. Rezo en silencio. Hazme desaparecer o a ella. Bien. Mejor.

—Voy a llegar tarde, tengo que irme.

—No te voy a dejar ir sintiéndote así. Enséñame, a lo mejor te puedo ayudar.

Su voz, como la usa, casi musical. Me siento mejor, un poquito. Levanto la mirada. Espinillas. Ella es nueva para mí. Sé prudente, sí, dijo mi psicólogo, pero recuerda que la mayoría de las personas no son una amenaza. Muslos. Más cosas hippies, excentricidades. Una falda de pana, una camisa con patrón de paliacate, un proyecto andante no del todo terminado, el estilo caótico que odiarías, Mami. Colores y capas. Capas y colores. Las manos entrelazadas, anillos extragrandes tintinean y chocan, carros chocones. ¿Nerviosa? No. Algo más. Anticipación. Sí. Un momento entre las dos. Un lazo afectivo, eso cree. Su aroma, menos agobiante. Llego a sus ojos. Castaños y parpadeantes, oscuros y claros, me extiende la mano.

—Déjame ver.

Suena la campana así que le entrego el póster, no quiero llegar tarde a clase, otra razón para que me señalen. Ella intenta alisar las arrugas en el papel, lo aplana en el muslo, lo frota con la mano, como si lo planchara. Miro a otro lado. Escucho que su respiración se hace más profunda, como si intentara contener algo. ¿Cómo es posible?, dice. Estira el brazo, pone la mano en la manga de mi blazer, no en mi piel. Por suerte.

—Preferiría olvidarlo, maestra.

—No, me temo que no. Tengo que averiguar quién hizo esto, sobre todo porque soy tu asesora. ¿Tienes idea de quién pudo haber sido?

Respondo que no, aunque no es del todo cierto. La semana pasada, en la calle.

Las palabras de Izzy: se va a poner bueno.

—Milly, lo voy a averiguar, tú no te preocupes.

Quiero decirle que no se moleste, que ha sido peor, pero no puedo, no sabe quién soy ni de dónde vengo. Mientras ella baja la vista para estudiar de nuevo el póster, me llama la atención su cuello. El pulso, fuerte y constante. Cada que palpita, la piel circundante se estremece ligeramente. Me sacudo la idea cuando Phoebe e Izzy entran dando un portazo, frenan en seco cuando se dan cuenta de que tengo compañía. Está claro que venían a regodearse, con los teléfonos listos en las manos. A capturar el momento. Las miradas nerviosas que comparten: suficiente evidencia. Nunca entiendo por qué las personas no ocultan mejor lo que sienten, aunque es justo reconocer que he tenido más práctica que la mayoría. La maestra Kemp las sorprende mirándose, saca su propia conclusión. La correcta. A lo mejor no es tan tonta o torpe como las chicas creen.

—¿En serio? Y Phoebe, sobre todo tú, ¿cómo pudiste? ¿Qué dirían tus padres de esto? Estarían furiosos. No sé, ya no sé, no entiendo cómo se llevan. Necesito pensar en esto, las dos repórtense al salón de arte después de pasar lista y…

—Pero, maestra Kemp, hay una junta sobre la gira de hockey en las vacaciones de medio año, tengo que asistir, soy la capitana.

—Por favor no me interrumpas, Phoebe, ¿queda claro? Espero que Izzy y tú estén en mi salón a más tardar a las 8:55 o llevaré este asunto más lejos, mucho más lejos. ¿Entendido?

Silencio, no dura más de un par de segundos. Izzy habla.

—Sí, profesora Kemp.

—Bien, ahora vayan a pasar lista y después directo a mi salón. Milly, será mejor que tú también pases lista y no te preocupes, arreglaré esto.

El corazón me late desenfrenado todo el camino. La maestra Kemp, muy ocupada “involucrándose emocionalmente”, no vio el gesto que me hizo Phoebe al salir del área de casilleros. Se pasó un solo dedo por la garganta. Mirándome fijamente. Carne muerta. Yo. Carne muerta.

Por favor.

Phoebe, cariño.

Título

5

Menos de dos horas después, afuera de la dulcería, se me acercan, una de cada lado, se me pegan. Una versión del juego de las escondidillas pero con brillos y meneo del pelo.

—¿Qué tal la vida como la nueva putita de la maestra Kemp? —siento el aliento caliente de Izzy en la oreja izquierda.

Phoebe, ni sus luces. Es más lista. Pasa al frente Clondine, su otra mejor amiga, ansiosa de agradar, a mi derecha, las mangas bien arremangadas. Los baños detrás de los edificios de Ciencias, que casi nunca se usan, suenan a problemas. Las manos me empujan por la puerta. Empujón, otro empujón y uno más.

No pierden el tiempo.

—¿Te crees muy lista, no? Acusándonos con la maestra Kemp.

—No le dije.

—¿Escuchas eso, Clondine? Lo está negando.

—Claro que la escucho, sólo que no le creo una mierda.

Izzy se acerca, teléfono en mano. Nos graba. Me empuja, fuerte. El aliento le huele a fresas, tan seductor que podría meterme en su boca. Detrás de sus dientes de porrista se asoma un chicle, no tiene frenos como Clondine, un bocado de metal de colores. Recarga la mano en la pared, sobre mi cabeza, quiere que me sienta pequeña. Amenazada. Lo habrá visto en alguna película. Hace una bomba. Rosa y opaca. Toca mi nariz y estalla. Risitas. Izzy retrocede, Clondine sigue en donde se quedó.

—Dame tu teléfono y no digas que no tienes porque Phoebe nos contó que Mike te compró uno.

Silencio.

Tu voz en mi cabeza. ÉSA ES MI HIJA. DEMUÉSTRALES. AGRADECIDA, ASÍ DEBERÍAS SENTIRTE POR TODO LO QUE TE ENSEÑÉ, ANNIE. Tus halagos, excepcionales; cuando los haces, se extienden por todo mi ser como un incendio fuera de control que con su boca hambrienta y abrasadora se traga casas y árboles y otras adolescentes menos fuertes. Las miro a los ojos, los restos del chicle de Izzy me cuelgan de la barbilla. Les desconcierta mi gesto desafiante, me doy cuenta. Fugaz. La contracción alrededor de sus labios suculentos, ojos ligeramente más abiertos. Sacudo la cabeza, despacio, a propósito. Izzy, la más hambrienta de las dos, muerde el anzuelo.

—Dame tu maldito teléfono, perra.

Sus manos me empujan, su cara presiona la mía, agradezco el contacto. Soy real. Veme, siénteme, pero que sepas que de donde vengo, esto es simplemente calentamiento.

Sacudo la cabeza otra vez.

Una sensación punzante se dispersa por mi mejilla, llega a la oreja, del otro lado. Cachetada. Escucho risas, admiración por el desempeño de Izzy. Tengo los ojos cerrados pero la imagino haciendo una reverencia, como siempre quiere gustar al público. Su voz es distante, el zumbido en mi oído amenaza con apagarla, pero las palabras son inconfundibles.

—No. Voy. A. Pedirlo. Otra. Vez.

Y yo nunca olvido.

Nunca.

Cuando obtienen lo que quieren, se van. Mi mano toca mi mejilla ardiente y me acuerdo de ti. Me traga. El remolino de recuerdos. Estamos en nuestra casa, puedo oler la lavanda que te encantaba, el florero en el baño. Es la noche de tu arresto, pasé toda la tarde en la estación de policía. Falsifiqué una carta firmada por ti, la entregué en la administración de la escuela, me dejaron salir después del almuerzo, sin hacer preguntas.

Esa noche me aterraba mirarte, que nuestras miradas se encontraran, como si tuviera garabateada la vergüenza de lo que había hecho a escondidas. Pintada con espray, en mi cara. Me ofrecí a planchar, lo que fuera para que me dejaran de temblar las manos y para estar armada por si la policía llegaba temprano y fueras tras de mí. Te veías diferente, más pequeña, aún intimidante, pero menos. Pero no eras tú quien había cambiado, era yo. Se avecinaba el final. O el principio.

Me preocupaba que no llegaran, que cambiaran de opinión, que decidieran que lo estaba inventando. Intenté respirar con normalidad, pararme con normalidad, aunque tampoco importaba porque podías ponerte como loca en cualquier momento. Un minuto estabas arreglando unas flores y al siguiente exigías que hiciera algún malabar. Casi no hay actividades diarias que no me recuerden a ti, cómo te gustaba hacerlas. Cuando era hora de dormir, esperaba que me dijeras en dónde debía dormir. A veces en tu cama, otras me dabas un respiro y podía dormir en la mía. Lo gracioso, o triste, es que en el fondo, esa noche quería dormir contigo porque sabía que sería la última, aunque también temía subir las escaleras sola. Sube ocho, después otros cuatro, la puerta a la derecha. Frente a la mía. El cuarto de juegos.

No dijiste nada cuando cerraste la puerta de tu cuarto, fue una de esas noches. Podías pasar días sin hablar, ignorarme, y de repente me engullías, mi piel, mi pelo, en minutos, lo que pudieras agarrar. Esa noche me despedí, susurrando. Creo que también pude haber dicho te amo, y era cierto. Aún lo es, aunque intento no hacerlo.

Cuando subí las escaleras me apoyé en la pared del pasillo fuera de la habitación frente a la mía, necesitaba sentir algo sólido, aunque me quité rápido. Los escuché. Las voces de los fantasmas diminutos que se filtraban por la pared. Llegaron de repente. Drásticamente. En tierra de nadie.

Ella estará ahí, esperando, la niña que le sacó el dedo del medio a Phoebe, lo sé. La he visto varias veces desde aquella primera noche. Doy la vuelta en la esquina de mi calle, ahí está, sentada en la pared. Siento algo en la panza, un apretón, no es miedo. Placer, creo. Emoción. Ella es pequeña, está sola. No he hablado con ella, pero en eso estoy. Al acercarme, em

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