La red púrpura (edición limitada) (Inspectora Elena Blanco 2)

Fragmento

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Capítulo 1

La pantalla muestra un espacio casi vacío, desangelado. Solo hay una silla de madera en el centro de la estancia y un monitor grande en una pared tosca, de ladrillo. No hay ningún indicio de lo que va a ocurrir allí, pero, poco a poco, más y más ordenadores se irán conectando. Dentro de unos minutos serán casi cien; sus propietarios no se conocen entre ellos, aunque disfrutarán del mismo espectáculo. La mayoría está en España, pero también los hay en Portugal, en México, en Brasil… Muchos son hombres de entre treinta y cinco y cincuenta años; aunque hay alguna mujer, varios jubilados, hasta un menor de edad… Todos han pagado los seis mil euros que les han exigido, en bitcoins y de forma segura, sin dejar huella.

El monitor de la pared de detrás se enciende. La imagen muestra el manto verde de un campo de fútbol. Los jugadores que van a disputar el partido esperan para saltar al terreno de juego, la cámara los enfoca, rotula sus nombres. Es un partido de la Champions League, de la fase de grupos, jugarán el Real Madrid y el Spartak de Moscú.

Pero el interés de los conectados no está en el partido de fútbol. Con esas imágenes, los organizadores solo quieren demostrar que están emitiendo en directo. Es importante que todo el mundo sepa que lo que van a ver es un espectáculo en vivo y no una simple grabación, por eso pagan tanto.

Saltan los jugadores, cada uno de la mano de un niño o una niña, se hacen fotos, se saludan, escuchan el himno de la competición, sortean los campos. Empieza el partido…

El balón está en juego, pero el espectáculo todavía no ha comenzado. Los espectadores han pagado para ver cómo una mujer, casi una niña, muere ante sus ojos.

—¡Lo tengo!

El grito de Mariajo rompe la tranquilidad de la Brigada de Análisis de Casos. Llevan dos meses esperando escucharlo.

—¿Estás segura? —pregunta Orduño.

—Completamente, la IP que teníamos bajo vigilancia está conectada, el «evento», como le llaman ellos, empieza a las nueve y cuarto, nos queda un cuarto de hora. Id llamando a la gente mientras me aseguro.

El operativo está diseñado desde hace semanas a la espera de que Mariajo, la sexagenaria hacker de la BAC, dé la orden de ponerlo en marcha. Todos saben cuál será su función a partir de este instante: Elena Blanco y la propia Mariajo irán al lugar donde está el ordenador que tienen intervenido, acompañadas por un equipo de acción inmediata; Zárate, Chesca y Orduño aguardarán instrucciones en el Centro de Medios Aéreos de la Policía Nacional; Buendía se quedará de guardia en las oficinas de la BAC, por si fuera necesario su apoyo en algún sitio.

—¿Llamas tú a Zárate?

—Llámale tú, yo localizo a Elena —Chesca no ha cambiado de opinión acerca del nuevo compañero de la brigada, no soporta a Zárate.

Mariajo teclea a toda velocidad. Ninguno de los otros dos sabe lo que está haciendo, solo que ha encontrado algo y no va a parar hasta averiguar quién está detrás.

—Cabrones… —se lamenta—. El espectáculo de hoy es una muerte en directo.

—¿Podemos evitarlo?

—Vamos a intentarlo, hay que salir para Rivas.

Los días de partido en la tele, a Elena le gusta ir al Cher’s, en la calle Huertas. En sus pantallas no se ve el fútbol, solo esos vídeos cursis que acompañan la letra de las canciones que interpretan los parroquianos.

—¿No vas a cantar a Mina?

—Hoy no, de vez en cuando hay que cambiar. Hoy me apetece Adriano Celentano: «Pregherò».

En cuanto termine la chica que está cantando el «Soy rebelde» de Jeanette, le tocará a ella: pregherò, per te, che hai la notte nel cuor e se tu lo vorrai, crederai. No necesita la letra —nunca la necesita—, se la sabe a la perfección.

Todavía está sonando la canción de Jeanette cuando vibra su teléfono.

—¿Rivas? Perfecto, salgo para allá. Llego a la vez que vosotros. ¿Todo el mundo en sus puestos?

Elena pierde su turno; seguro que Carlos, otro de los habituales, lo aprovechará: rezaré por ti, que tienes la noche en el corazón…

Una chica ha aparecido en la imagen y está de pie junto a la silla. Parece aturdida, aunque todos saben que no la habrán sedado. Nadie quiere ahorrarle sufrimiento, al contrario: cuanto peor lo pase, mejor será el espectáculo. Si no sintiera dolor, no valdría la pena, sería como ver una operación en un quirófano, ¿quién paga para asistir al trabajo de los cirujanos? Ellos gastan su dinero para ver sufrir y morir.

Si están allí, si se han tomado las molestias —y corrido el peligro— de ponerse en contacto con la Red Púrpura, si han abonado por anticipado y en bitcoins la fuerte cantidad exigida, si han esperado a que les llegara el mensaje con el día, la hora y el modo de conectarse, es porque confían en el maestro de ceremonias. Dimas. Los espectadores nunca le han visto la cara —la lleva tapada con una máscara de las que usan los luchadores mexicanos—, pero conocen sus movimientos, igual que un aficionado al fútbol sabría cuál es el jugador que tiene el balón en la pantalla del fondo solo viendo su forma de trotar y el lugar que ocupa en el campo. Son forofos de Dimas, igual que otros lo son de Messi o de Cristiano Ronaldo… Algunos hasta creen que, si vieran a Dimas caminando por la calle, serían capaces de identificarlo por sus andares.

La chica es guapa, joven, muy joven —tal vez sea mayor de edad, pero en ese caso lo sería por apenas unas semanas—, morena y con los ojos muy grandes. Por sus rasgos podría ser española —eso es lo que más se cotiza, y todavía más si es muy pija, de esas que siempre han vivido entre algodones—, pero también marroquí. Alguien a quien no se escucha a través del ordenador debe de estar dándole órdenes y ella se ha sentado en la silla. Mira alrededor con miedo, está claro que no sabe lo que va a pasar allí, que no se lo espera. Quizá sufra tormentos que ni imaginaba que se le pudieran infligir a un ser humano.

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Capítulo 2

Dicen que Rivas-Vaciamadrid, pese a su desagradable nombre, es uno de los pueblos con mejor calidad de vida de la Comunidad de Madrid —el séptimo más rico de España, el cuarto con menor cantidad de población en riesgo de pobreza—: un paraíso en el que no debería haber problemas. Hay zonas de pisos y otras de chalets adosados; viven muchos jóvenes profesionales con sus familias; el municipio está lleno de instalaciones para hacer deporte o para albergar actividades de ocio y cultura. La vida es agradable en Rivas, un ejemplo de ciudad sostenible, un lugar donde merece la pena vivir y educar a unos hijos. Por eso, Alberto se esforzó en comprar allí, aunque al principio les costara tanto pagar la hipoteca de su adosado con jardín y piscina. Menos mal que las cosas han mejorado para la familia Robles. Ahora están orgullosos de su casa, del vecindario y del Lexus recién estrenado, de haber conseguido lo mejor dentro de lo que estaba a su alcance.

Aunque oficialmente se acaba en menos de una semana, es todavía verano y ha hecho mucho calor durante el día, así que cuesta sacar a Sandra de la piscina. Hay que amenazarla con castigos, con enfadarse con ella.

—¡O sales ahora mismo o vacío la piscina y no te bañas más! —le grita su padre.

—Está prohibido vaciarla, no se puede desperdiciar agua —se mofa de su padre Sandra, sabihonda.

—Pues me la bebo, así no se desperdicia.

Sandra se ríe, tal vez la única forma de lograr que obedezca. Alberto la recibe con una toalla y la lleva envuelta en ella, en brazos, hasta la casa. Los dos se ríen de la imagen del padre bebiéndose toda el agua de la piscina. Allí está Soledad terminando de preparar la cena.

—¿De qué os reís?

—De las tonterías de papá. ¿Qué hay para cenar, mamá?

—Sopa de tomate y croquetas.

Alberto no sabe para qué pregunta su hija, cenan lo mismo por lo menos dos o tres veces a la semana: sopa de tomate de lata y croquetas congeladas. Ni a él ni a su mujer les gusta cocinar, y Sandra se lo come sin las peleas que tienen las pocas veces que les da por poner comida sana en la mesa —todavía se acuerda de la noche del brócoli—. Su madre nunca le habría dado a él croquetas congeladas cuando era pequeño, las habría hecho con dos cucharas, una a una.

—¿Daniel no baja a cenar con nosotros?

—Dice que está estudiando

—¿Estudiando? Me juego lo que quieras a que si subo le encuentro haciendo el gilipollas con el ordenador. Con uno de esos juegos de matar a gente.

—No digas tacos delante de la niña. Y siéntate, que se enfría la sopa.

Alberto se sienta delante de la tele, que está sin sonido: el Madrid sigue empate a cero con el Spartak. Lo primero que ve es una oportunidad de gol de los rusos, han lanzado fuera de milagro.

—¿Te vas a quedar viendo el fútbol?

—Está sin sonido, déjalo —se excusa él.

Hoy Sandra debe de tener hambre, la piscina siempre le abre el apetito. Cenarán tranquilos y Alberto podrá echar alguna ojeada al partido.

—Acuérdate de que el domingo comemos donde mi madre.

—Yo creo que va a ser el último día de piscina para Sandra —se defiende—. Podemos cambiarlo para la semana siguiente y que la niña disfrute.

—Sí, mamá —ruega su hija—. No podemos perdernos el último día de piscina.

No da tiempo a que Soledad conteste; antes de que lo haga se oye un golpe seco y fuerte. La puerta de la calle se ha abierto, la han reventado con un ariete y han empezado a entrar policías, no saben si son Geos, de los que Soledad y Alberto solo han visto en la tele. Tras ellos llega una mujer de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, sin uniforme ni arma a la vista.

—¡No se muevan! ¿Dónde está el ordenador?

—¿Cuál? —responde Soledad, asustada—. Hay varios.

—Daniel está en su cuarto —aunque Sandra solo tiene nueve años, es la única que acierta a adivinar a quién buscan.

Al oír el estruendo en el piso de abajo, Daniel presiente que vienen a por él. Sabe que tiene que desenchufar el ordenador, pero hay algo que se lo impide: está hipnotizado por el espectáculo. En solo diez minutos, Dimas ya ha demostrado que es alguien especial, un artista. Lo primero que ha hecho al salir, cuando la chica se ha puesto a gritarle, a suplicarle clemencia, ha sido darle un puñetazo en la tripa que la ha dejado doblada y sin aire. Después ha empezado a arrancarle la ropa. La chica lloraba sin entender nada, pero a esas alturas ya debía darse cuenta de que la noche iba a ser muy difícil para ella.

Daniel escucha las botas de varios hombres en la escalera y no sabe si salir a su encuentro, si saltar por la ventana o si tumbarse en la cama con un libro como si no pasara nada. No llega a hacer ninguna de las tres cosas. Solo apaga el monitor un segundo antes de que dos hombres en uniforme de combate entren y le aparten de un empellón que le hace caer sobre la cama. Tras ellos vienen dos mujeres. La mayor de ellas es la que se sienta ante el ordenador y lo manipula con gestos precisos. Daniel la ve conectar un dispositivo en uno de los puertos y, luego, encender la pantalla. Aun con el miedo dentro del cuerpo trata de mirar por encima del hombro de la mujer para ver qué está pasando.

Las imágenes se siguen emitiendo a pantalla completa. Ya no están solos Dimas y la chica; ha entrado otro hombre, uno con pasamontañas que tiene una prótesis de metal que sustituye parte de su mano. A la chica no se le ve bien la cara, la tiene llena de sangre.

—¿Cómo eres capaz de ver esto…? —dice la más joven. En su tono, Daniel percibe más incomprensión que reproche.

—¡Eh! ¿Qué es eso? —intenta defenderse Daniel—. ¡Yo no he puesto eso!

—Sacadlo de aquí.

Uno de los dos policías que entraron primero lo planta en la puerta de un solo empujón. Allí se encuentra de cara con su padre.

—Espero que sea un error, que todo sea un error —le dice con el rostro desencajado.

Daniel habría preferido que le abrazara; se siente como un niño pequeño que ha hecho una travesura, pero sabe que esto es peor, mucho peor. Que esta vez la ha cagado de verdad.

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Capítulo 3

Chesca, Orduño y Zárate están esperando en un hangar del Centro de Medios Aéreos de la Policía Nacional en Cuatro Vientos. Hay cuatro helicópteros preparados para ponerse en marcha de inmediato, en cuanto ellos lo ordenen. Tienen prioridad absoluta y la torre de control les permitirá despegar en el momento en que lo soliciten. Son helicópteros EC-135, preparados para vuelo nocturno, con capacidad para siete personas cada uno y velocidad de crucero de doscientos cincuenta kilómetros por hora. Los aparatos tienen a su propio equipo de agentes, armados y dispuestos a actuar.

Los agentes de la BAC están vestidos con uniformes azules, casi militares. Se nota de dónde viene cada uno de ellos. Orduño, que estuvo en los Geos antes de que Elena lo captase, no se diferencia de los agentes de operaciones especiales. Chesca tampoco, pasa el suficiente tiempo en el gimnasio como para mimetizarse con los demás. Zárate es un hombre musculado, alto y fuerte, pero algo en su manera de llevar el uniforme en medio de todos ellos recuerda a un oficinista que se ha equivocado de destino.

—Mírale, parece recién salido de una película de marines —dice Chesca—. Hace el papel del recluta que echan al principio, el que quería ser marine por su hermano mayor, el que murió en el Golfo.

—No digas tonterías, en cuanto nos llamen te vas con él en el helicóptero. Más te vale que sepa lo que se trae entre manos.

—A ver si te echas novia, que estás muy coñazo, Orduño.

Apartado de ellos, Zárate no deja de mirar el teléfono. Está deseando que empiece la acción.

Cuando regresen a las oficinas de la BAC podrán examinar la grabación y buscar la forma de identificar a la víctima y a sus dos verdugos. Ahora solo pretenden salvarle la vida a esa pobre chica.

Han llegado a tiempo de ver al hombre de la mano ortopédica apoyar el punzón sobre uno de los ojos de ella. En algún momento le ha cortado el párpado para que no pueda cerrarlo y tiene un aspecto extraño, como de muñeca antigua. El hombre empuña ahora un martillo. Da la sensación de que va a descargar un golpe contra el punzón para atravesar el ojo o para arrancarlo de cuajo, pero de pronto se gira levemente hacia un lado y baja la herramienta. Vuelve el otro, el de la máscara de luchador mexicano. Elena no puede seguir mirando mientras el hombre coge el punzón, se lo mete en la boca a la joven y, con un golpe firme de martillo, le atraviesa la mejilla…

¿Será su hijo Lucas uno de esos hombres? ¿Será el de la máscara mexicana? Los gritos de la chica se le clavan en el cerebro. Aunque intente huir de esa idea, se siente de alguna forma responsable de la tortura.

Está tan concentrada en su dolor que se sobresalta al oír la voz de Mariajo.

—He localizado el origen. Creo que sé desde dónde están emitiendo.

Todos se levantan como con un resorte cuando suena el teléfono de Zárate.

—Sí, vamos —dice este al aparato—. Navacerrada —anuncia luego a los presentes.

No necesita añadir nada más, han estudiado cada uno de los pasos que debían dar esta noche. Por ahora todo marcha según lo previsto.

Orduño los acompaña hasta el helicóptero para desearles suerte. Él se queda esperando por si hubiera una segunda localización a la que acudir, o para salir dentro de unos minutos a apoyar a sus compañeros. Buendía también ha recibido la noticia en las oficinas de la brigada y debe de estar llamando en este momento para que salgan dotaciones hacia el objetivo por tierra.

—Suerte, compañeros. Tened cuidado —se despide de ellos Orduño.

Todo está en su sitio, los hombres en sus puestos, los helicópteros a punto de partir.

—Están intentando localizar la dirección exacta. ¿Cuánto tardaremos hasta Navacerrada? —pregunta Zárate a uno de los dos pilotos.

—Está a unos sesenta kilómetros y tenemos que coger velocidad de crucero, calcula dieciocho o veinte minutos. Quizá un poco menos.

Viajan Chesca y Zárate, dos pilotos y tres agentes de los Geos. Otro helicóptero parte tras ellos con más hombres. Cuando lleguen, deberán tomar la decisión de entrar en la casa o esperar a recibir refuerzos. Todo dependerá de lo que les vaya diciendo la inspectora Blanco. Básicamente, de si la chica a la que están torturando sigue viva y se puede hacer algo por ella. Solo se pondrán en riesgo si tienen alguna posibilidad de salvarla.

Elena sigue evitando mirar la pantalla. El sonido es suficiente para imaginar el martirio de esa pobre chica a manos de los dos hombres, el de la máscara y el de la mano de hierro. No quiere interrumpir a Mariajo, que no deja de trabajar, unas veces en el ordenador del chico y otras en uno que ha conectado ella misma. Sabe, más o menos, lo que la especialista en informática del grupo está haciendo: rastrear direcciones IP e ir descartando otras enmascaradas hasta llegar a la original. Por fin, la hacker se da la vuelta y sonríe.

—Calle de los Arcos, en Navacerrada.

Elena consulta en su teléfono el mapa de la localidad.

—Es una zona de chalets.

—Tiene lógica, ya has oído los gritos que está dando esa pobre. No lo pueden hacer en un piso del centro, lo escucharían los vecinos…

Elena solo puede rezar para que los suyos lleguen a tiempo, avisar al helicóptero de la dirección exacta y mandar refuerzos. Lo hace con una voz firme que no deja vislumbrar su pánico: que al detener a esos dos salvajes y quitarles las máscaras, uno de ellos sea Lucas. Su hijo perdido.

Zárate sigue dando a los pilotos las indicaciones que recibe.

—Calle de los Arcos, está en la zona noroeste del pueblo, muy cerca del hotel Arcipreste de Hita.

No sabe cómo lo van a buscar, pero confía en el gesto de conformidad que le hace uno de los pilotos alzando el pulgar.

—¿Te han dicho si la chica sigue viva? —Chesca no puede esconder su inquietud.

—De momento no me han dicho que esté muerta. Si no nos vuelven a llamar, entramos en la casa en cuanto lleguemos.

No necesitan orden judicial: en caso de delito flagrante, y sospechan que dentro de la casa puede estar cometiéndose un asesinato, no solo tienen la capacidad, sino también la obligación de entrar para impedirlo. El piloto interviene:

—Seis minutos.

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Capítulo 4

La chica de la pantalla ha perdido el conocimiento y eso no gusta a los torturadores. Tienen que mantenerla plenamente consciente para que los que han pagado disfruten. Mariajo, que poco más puede hacer tras haber descubierto el lugar desde el que emiten, mira por primera vez con curiosidad.

—¿La han matado? —se asusta.

—Creo que no, creo que la están reanimando —responde Elena.

Le están haciendo volver en sí, le han inyectado algo en el brazo.

—Pobre chica. ¿Qué hemos hecho para que esto sea posible? Vaya mierda.

Elena no contesta, sabe que Mariajo no lo necesita. También sabe que nadie puede eludir su responsabilidad de lo que pasa en el mundo, que su propio hijo podría estar ahí; podría ocupar el lugar de cualquiera de ellos, de los que torturan o también, por qué no, de la víctima. ¿Seguirá con vida?

Han pasado ocho años desde que su hijo Lucas fue secuestrado. Y solo unos meses desde que Elena recibió un vídeo en el que salía su hijo, transformado en un adolescente, dirigiéndose a ella para que dejara de buscarle. No ha hablado con nadie de aquel vídeo. ¿De qué serviría contárselo a su exmarido? ¿No es más compasivo que siga pensando que Lucas murió hace mucho tiempo? Tampoco se ha atrevido a confesarse con sus compañeros de la BAC, ni siquiera con Zárate. Tal vez, sus agentes le habrían dicho que había sido una alucinación. Que el adolescente que aparecía en ese vídeo no era Lucas. Ella guarda un fotograma, una captura de pantalla en la que solo aparece su hijo. El resto desapareció de su móvil y de la red tan pronto como acabó la reproducción. Pero Elena no necesita volver a verlo para estar segura de que no se equivoca. Se le quedó grabado a fuego en la memoria. A su hijo lo secuestró una organización criminal, que responde al nombre de la Red Púrpura y que trafica en el internet profundo, indetectable y siniestro, con imágenes violentas. Y el vídeo revelaba algo más horrible todavía: en algún momento de su cautiverio, Lucas se había pasado al enemigo. Cómo y por qué sucedió eso es algo que a Elena se le escapa, pero esas imágenes ya forman parte de sus pesadillas. Lucas sonriendo, con un cuchillo en la mano, a punto de empezar a torturar a una joven atada a una silla. Una chica de ojos color miel llenos de miedo. ¿Iba a torturarla o a matarla? En sus pesadillas se dan ambos desenlaces y siempre es Lucas el ejecutor, con su sonrisa sádica y sus ojos de loco. Desde entonces, Elena Blanco solo vive para desarticular la Red Púrpura y para encontrar a su hijo.

La zona en la que está el chalet es muy arbolada y el helicóptero debe buscar un claro para posarse. Lo halla a unos doscientos metros de la casa que tienen como objetivo. En la carrera de los policías hacia ella, ven a algunos vecinos que, alertados por el ruido, se asoman a las ventanas. Los Geos se detienen tras la valla. Zárate llama a Elena.

—Estamos en la puerta, no se ve actividad especial en la casa. ¿Sigue con vida la chica?

Elena levanta la vista al monitor, la chica está viva, aunque seguro que preferiría estar muerta. El hombre de la máscara mexicana tiene un pájaro en las manos. Mariajo mira aterrada.

—¿Se lo va a meter ahí? Son unas alimañas, no tienen escrúpulos.

De eso no cabía ninguna duda, desde antes incluso de que empezaran a ver aquello. Elena sabe que con la orden que va a dar pondrá en peligro la vida de los suyos, pero no tiene más remedio.

—Sí, Zárate, está viva. Hay que entrar en la casa. ¡Ya!

No se ve ninguna reacción cuando Chesca, Zárate y los Geos que los acompañan entran en el recinto. Buscan señales de que haya algún sistema de seguridad conectado, pero no las encuentran. Los Geos conocen perfectamente su trabajo y en menos de un minuto estudian las entradas y salidas —una en la parte de delante, que da al vestíbulo principal, y otra en la de detrás, que da a la cocina— para organizarse y minimizar el riesgo de sufrir bajas.

El inspector que organiza el operativo dispone los últimos detalles. Zárate, él mismo y cinco hombres entrarán por la puerta principal, Chesca y el resto cubrirán la puerta trasera y, si nadie intenta huir por allí, entrarán para unirse a sus compañeros.

—Está cargando la pistola —se extraña la vieja hacker mirando el monitor.

¿La van a matar de un tiro? Ni Mariajo ni Elena esperaban eso, hasta les parece una muerte dulce en comparación con todo lo que le han hecho hasta ahora.

Son momentos de incertidumbre para Elena. Se pregunta si sus hombres estarán a salvo, si llegarán a tiempo de rescatar a la chica, si se descubrirá que tras la máscara mexicana está su hijo Lucas, aunque a ella no le extrañaría que la máscara cubriera el rostro picado de viruela que ha buscado tantos años.

El que ha cargado la pistola —es el de la mano ortopédica— apunta a la cabeza de la chica. Mariajo y Elena contienen la respiración, pero el torturador vuelve a bajar el arma y sale de plano.

—¿Te das cuenta de que muchas veces parece que van a hacer algo, como lo del punzón o esto, y paran en el último instante? —observa Elena.

Mariajo asiente.

—¿Por qué?

—Seguro que no son remordimientos.

En el chalet de Navacerrada están todos en sus puestos. El inspector da la orden y derriban la puerta. Entran en la casa. Nadie se defiende desde dentro, solo encuentran a una señora de edad avanzada que los mira con terror.

—No se mueva, ponga las manos en la cabeza —le grita Zárate—. ¿Quién más está en la casa?

—Mi esposo, pero se fue a dormir hace rato —contesta ella temerosa—. Toma pastillas y no se despierta con el ruido.

Los Geos han entrado con sus armas en alto, dispuestos para disparar. Se escucha a Chesca cruzar el umbral de la cocina. El inspector del Grupo Especial de Operaciones baja su pistola.

—Aquí no hay nadie.

Zárate no se conforma.

—¿Hay sótano?

—No, solo este piso y el de arriba —la anciana, nerviosa, se sienta en una butaca sin perder de vista a los agentes que han invadido su casa.

—¿Y el ordenador?

—Lo tengo estropeado, estaba viendo el capítulo de hoy de Puente Viejo en la tablet…

Elena mira aterrorizada la pantalla, se separa el teléfono del oído.

—Nada, Mariajo, hemos fallado.

La hacker no lo entiende. La cara le cambia, ahora no queda esperanza, solo angustia por lo que va a sufrir esa pobre chica, por no haber sido capaz de pararlo.

—Pero si era allí.

No dice nada más. En ese momento, en la pantalla, el hombre de la máscara mexicana ha vuelto a aparecer. Ahora es él quien tiene la pistola. Con decisión, se acerca a la chica y apoya el cañón del arma en su pecho, en el corazón. Y dispara. El impacto es tan fuerte que la joven, ya sin vida, cae al suelo de espaldas. Mariajo se queda mirando la pantalla y tarda unos segundos en salir de su silencio.

—No sé cómo me han podido engañar. Vamos a cogerlos, sea como sea —se jura a sí misma.

—Voy a hablar con los padres del chico.

Elena se levanta y, casi sin fuerzas, sale de la habitación. Hasta este instante no se ha dado cuenta de que en la pared hay un póster como el que puso Abel, su exmarido, en el cuarto de Lucas cuando este solo tenía cinco años. Es un jugador de baloncesto, blanco y rubio, con un uniforme verde, con el número 33. Su nombre es Bird, «pájaro». Se acuerda del pájaro con el que han torturado a la chica, era extraño, azul. Mandará que lleven al chaval a las instalaciones de la BAC, ahora no tiene fuerzas para hablar con él, sería como si lo hiciera con su propio hijo.

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Capítulo 5

Nadie ha logrado dormir bien esta noche. Elena y Mariajo por el terror al que han asistido y por el fracaso; Chesca, Orduño y Zárate por la frustración de no haber podido intervenir; Buendía por haberse quedado esperando sin oportunidad de ayudar a sus compañeros. Tampoco habrá sido una noche tranquila para Daniel, Sandra, Soledad y Alberto, una familia destrozada.

Juanito, el camarero rumano, le ha servido a primera hora a Elena su barrita de pan con tomate y ha adivinado en sus gestos cansados el rastro de una noche en vela.

—¿Un todoterreno en el aparcamiento, inspectora?

—Ya me hubiera gustado, Juanito. Anoche tuve trabajo. Uno muy desagradable. Habría preferido bajar al parking de Didí, no lo dudes.

—Si una noche me llama, yo soy capaz de alquilar el Land Rover más grande que tengan y así se va usted relajada a casa.

—Muy amable de tu parte —la inspectora se ríe.

—Lo hago por usted, no por mí —replica, ladino—. Estoy metiendo en una hucha la mitad de las propinas todos los días, para que no me pille sin blanca cuando usted se decida.

—De acuerdo, un día te llamo. Eso sí, espera con calma, que no creo que sea ni este año, ni el que viene. Ayer jugó el Madrid, ¿no?

—No vale la pena ni enfadarse, inspectora. Juegan mal, como siempre, pero ganan. A lo mejor emigro a otro país para no seguir viéndolos.

—No te marches, que no puedo vivir sin ti. Además, los seguirías viendo, están hasta en la sopa. Anda, ponme una grappa.

—Para matar el gusanillo, como dicen los obreros. No deje caer en saco roto mi ofrecimiento, inspectora.

—¿En saco roto, matar el gusanillo? —Elena sonríe—. ¿Quién te enseña a hablar castellano? ¿Paco Martínez Soria?

Hay días que Elena Blanco sabe, desde por la mañana, que el único momento que valdrá la pena es el que pasa con Juanito. Se merece de sobra esa propina.

Al llegar a las oficinas de la BAC, en Barquillo, le dicen que le esperan los padres de Daniel, el adolescente de Rivas.

—¿Y el chico?

—Lo tuvimos que trasladar a un centro de menores para pasar la noche, pero está de camino.

A través del cristal, Elena se detiene a mirar a los padres. Se les nota aturdidos y agobiados, como es lógico, pero hay algo que los diferencia: en el semblante de Soledad, domina la tristeza; en el de Alberto, lo que se ve es ira. Parecen personas normales —en realidad, lo son—, no los padres de un monstruo. Bien lo sabe ella.

—Soy Elena Blanco, inspectora y responsable de la BAC. Buenos días.

—¿Dónde está mi hijo? — Soledad se levanta de inmediato. Una madre siempre defiende a su hijo, no importa de qué le culpen.

—Ahora lo traen. Por lo que sé, está bien —trata de consolarlos; en el fondo, siente lástima por ellos.

—¿Cómo va a estar bien si ha pasado la noche dios sabe dónde? —se envalentona la madre.

—Por lo menos está mejor que la víctima del espectáculo al que asistía. Esa chica vivió un infierno hasta su muerte —contesta la inspectora con crueldad—. Lo que ha hecho su hijo es muy grave.

—¿Cree que no nos damos cuenta? Estoy avergonzado, no he pegado ojo en toda la noche —dice Alberto, y por un segundo parece que lo más imperdonable de todo el asunto es la alteración de su sueño.

—Mi hijo no tiene nada que ver con esas cosas, inspectora —insiste Soledad—. Llegaría por casualidad a esa página. Es una vergüenza lo que hay en internet al alcance de cualquiera.

—Para acceder a esas páginas hay que pagar una buena cantidad de dinero. No se llega por azar.

—¿Mi hijo ha pagado? —se extraña la mujer.

—Lo damos por hecho, es el único modo de entrar en ese enlace.

—Tiene dieciséis años, no dispone de dinero. Seguro que es un error —la madre se aferra a un clavo ardiendo.

—No, no es un error —baja la cabeza Alberto—. Hace semanas que estoy notando salidas a través de una tarjeta de la cuenta.

Soledad se vuelve hacia él aturdida, enajenada.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—Las salidas de dinero eran a través de tu duplicado de la tarjeta. Pensé que estabas preparando un viaje para nuestro aniversario… No quería fastidiarte la sorpresa.

Elena contempla a esos padres, su tranquila vida saltó anoche por los aires. Querrán perdonarse el uno al otro, no culparse, no buscar el error en el contrario, pero lo más probable es que no lo consigan. Uno de los dos tratará de estar al lado de su hijo, contra viento y marea, y el otro solo verá un monstruo al que ha criado él mismo. Elena y su marido se separaron a los dos años de la desaparición de Lucas. Abel quería rehacer su vida y no soportaba la obsesión de ella. Dejó su trabajo de periodista y se mudó a Urueña, un pueblo de Valladolid. Vive con una brasileña muy joven, se dedica a hacer vino y parece un hombre feliz.

Precisamente de eso le acusa Elena: de ser feliz a pesar de su desgracia, de tirar la toalla antes de tiempo, de dar por muerto al hijo cuando nunca hubo pruebas de que así fuera, más allá de las que aporta la estadística que dice que en los secuestros infantiles, pasado un mes, se pierde toda esperanza. No le ha contado que Lucas está vivo. No le ha restregado que ella tenía razón. Quizá sea por proteger a Abel de la horrible verdad, que ella evita enunciar, pero que se le presenta cada noche con tintes desgarradores y hasta con voces que le martillean el cerebro. Voces que le dicen que su hijo es un psicópata. O puede que se calle porque quiere seguir sola en su dolor, como ha estado siempre. Sabe que debería contárselo, que Abel es el padre. Y también sabe que no se lo va a contar.

Mira en silencio a estos dos padres desolados y se ve a sí misma con Abel tratando de respirar el mismo aire y gestionar la desgracia como un buen equipo. No les fue posible. Tampoco podrán hacerlo Alberto y Soledad.

Pero Elena no es asesora matrimonial, es inspectora de policía. Su trabajo es evitar que otra chica pase por lo que pasó anoche la chica morena. Lo que ocurra con ellos dos y les depare la vida no es asunto suyo.

—Ahora van a traer a Daniel a esta sala. Pueden ustedes escuchar su declaración a través de un monitor desde otra sala de nuestras instalaciones si lo desean.

—¿No podemos hablar antes con él? —suplica su madre.

—Cuando acabe. Cuando acabe les dejaré que pasen y lo saluden. Su hijo es un menor, no deben tener miedo.

—Mi hijo es un monstruo —murmura, para sorpresa de todos, Alberto.

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Capítulo 6

Chesca ha quedado encargada de acompañar a los padres de Daniel en la otra sala. Buendía, Zárate y Orduño asistirán al interrogatorio, también a través de un monitor, desde la zona común de la BAC. Mariajo ha entrado con Elena para resolver cualquier duda de tipo informático que surja.

—Tiene que saber que estamos aquí, que no lo hemos dejado solo… —suplica la madre.

—Si sabe que están escuchando, no hablará con libertad. Después podrán verlo.

Chesca les ofrece un café, que los dos rechazan. No puede evitar mirarlos con un punto de desprecio, como si fueran los culpables por lo que ha hecho su hijo, aunque se corrige: uno solo es responsable de sus actos. Allá los demás con los suyos.

—¿Qué le puede pasar? —pregunta Alberto, angustiado.

—Nosotros no somos jueces, solo policías.

Sabe que eso no le consuela; tampoco le tranquiliza. Habría sido mejor que fuera Orduño el que se quedase con ellos, siempre ha sido más empático con la gente.

Daniel no es distinto de cualquier otro chaval de su edad. Lleva vaqueros y una camiseta con el logo de una marca americana de cerveza; es rubio, con el pelo rizado, alto. Seguro que tiene muchos amigos y es popular entre las chicas. Está nervioso, pero no tanto como sería de esperar. Dentro de lo que cabe, controla la situación. Elena ve en él al adolescente que sería Lucas si el hombre de la cara picada de viruela no se lo hubiera llevado.

—¿Has conseguido dormir? —Elena trata de ser amable, la misma amabilidad que le gustaría que alguien tuviera con su hijo si llegara el día.

—Al principio no, después ya sí. ¿Puedo beber agua?

Elena le señala el dispensador que hay en un rincón de la sala. Daniel se bebe dos vasos seguidos.

—¿No están mis padres?

—Los verás cuando llegue el momento.

Daniel no insiste, se sienta. Mira con curiosidad a Mariajo, que, hoy más que nunca, parece una abuela, con una rebeca de punto color café con leche y sus gafas colgadas de un cordón en el cuello. Daniel sabe que, pese a su aspecto inofensivo, es su enemiga, la que puede destruir cualquier atisbo de inocencia.

Es hora de empezar.

—Daniel, no vale la pena que intentes mentirnos —Elena va directa al asunto—. Cuando llegamos anoche a tu casa estabas viendo cómo asesinaban a esa chica.

—¡Es falso! —se defiende—. Entré por casualidad en esa página. No sabía lo que había. Y después pensé que era fake, todo mentira, una actuación. Seguro que no pasó nada, que salió por su propio pie.

—No, Daniel, no salió por su propio pie.

Elena mira a Mariajo, sabe que ella desmontará esa burda defensa de inmediato.

—¿Te suena el nickname Larry33? Es el que sueles usar para conectarte con la web de Amino para charlar sobre anime y videojuegos.

—Sí, pero eso no es nada malo —el chico la mira, confundido.

—Es malo cuando usas el mismo nick para conectarte a la Red Púrpura; allí no se charla de tebeos, Daniel.

—Seguro que hay cientos de Larry33 en el mundo, es por Larry Bird, el de los Celtics.

—Es posible, pero ayer solo había uno conectado a la Red Púrpura: tú —Mariajo ignora sus quejas.

Solo es un adolescente de dieciséis años que ha cometido un error imperdonable y empieza a sentirse acorralado, aunque no llevan ni dos minutos con él. Es otra vez el turno de Elena.

—Daniel, sabemos que eres menor de edad y que no te va a pasar nada. Y creo que tú también lo sabes. Pero necesitamos que nos ayudes, que nos digas cómo contactaste con ellos, dónde y cómo les entregaste el dinero, quién te avisó del día que va a haber un evento.

—No sé nada de eso. Entré en esa página por casualidad.

—¡Nos estás mintiendo!

En la sala en la que los padres lo ven todo, Soledad se revuelve incómoda.

—Si Daniel dice que fue casualidad es porque lo fue. Están tratándolo como si fuera un asesino y no lo es. Hay que parar esto, ¿me oye?

Chesca la mira, indiferente.

—No estamos aquí para parar nada, solo para asistir a lo que dice su hijo. El interrogatorio va a proseguir.

—Alberto, dile algo —se vuelve hacia su esposo.

—¿Tú estás segura de que es inocente? Porque yo no.

Soledad le mira con rencor, como si su duda estuviera fuera de lugar, como si él también se estuviera convirtiendo en su enemigo. Todavía es pronto para ella. No puede pensar

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