Ave lira

Cecelia Ahern

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Él se aleja de los demás, de la conversación constante que se mezcla en su cabeza con un sonido monótono y tedioso. No está seguro si es el jet lag o si de plano no le interesa lo que sucede frente a él. Podrían ser ambas cosas. Se siente alejado, desconectado. Y, si bosteza una vez más, ella no dudará en recriminárselo.

Los demás no notan cuando se distancia o, si acaso se dan cuenta, no dicen nada. Él lleva consigo su equipo de sonido; nunca lo deja atrás, no sólo por su valor, sino porque ahora es parte de él, como una extremidad más. Es pesado, pero está acostumbrado a soportarlo, algo que le resulta extrañamente reconfortante. Siente como si le faltara una parte de sí mismo cuando no lo lleva consigo, y siempre camina como si cargara el bolso del equipo, con el hombro derecho caído hacia un costado, aunque no lo traiga. Quizá signifique que encontró su vocación como sonidista, pero esa conexión subconsciente con el equipo no ayuda en nada a su postura.

Se aleja del claro, de la casa de los murciélagos —que era el tema de conversación—, y se dirige hacia el bosque. El aire fresco lo recibe al llegar a la orilla.

Es un cálido día de junio, el sol se erige sobre su cabeza y le cuece la piel desnuda de la nuca. La sombra es atractiva; un grupo de mosquitos realiza un baile acelerado siguiendo los patrones de luz solar, por lo que parecen insectos míticos. El suelo boscoso se siente acolchado y elástico al contacto con sus pies gracias a las capas de hojas caídas y trozos de corteza. Ya no alcanza a ver al grupo que quedó atrás y deja de prestarle atención para llenarse los pulmones del aroma refrescante de los pinos.

Coloca la bolsa del equipo de audio a su lado y apoya el micrófono sobre un árbol. Se estira, disfruta el crujido de sus extremidades y la flexión de sus músculos. Se quita el suéter y, al hacerlo, se le levanta también la camiseta, lo que revela su abdomen. Luego se ata el suéter a la cintura. Se suelta su larga cabellera y vuelve a atársela en un chongo apretado para disfrutar la sensación del viento en su pegajoso cuello. A poco más de ciento veinte metros sobre el nivel del mar, mira a la distancia hacia Gougane Barra y ve montañas cubiertas de árboles que se extienden hasta el horizonte, sin indicio alguno de vecinos en las cercanías. Ciento cuarenta y dos hectáreas de parque nacional. Es apacible, sereno. Él tiene buen oído para el sonido, pues se ha visto obligado a desarrollarlo con el tiempo. Ha aprendido a escuchar lo que no se oye en un primer momento. Escucha el trinar de las aves, los susurros y chasquidos de las criaturas que se mueven a su alrededor, el ligero zumbido de un tractor lejano que construye una obra escondida entre los árboles. Es un ambiente tranquilo, pero lleno de vida. Inhala el aire fresco y, al hacerlo, escucha cómo truena una ramita a sus espaldas. Rápidamente voltea en dirección al sonido.

Una figura sale disparada y se oculta tras un árbol.

—¿Hola? —grita agresivamente, pues lo han tomado desprevenido.

Pero la figura no se mueve.

—¿Quién anda ahí? —pregunta.

Ella se asoma por un costado del tronco, pero al instante se vuelve a ocultar, como si jugara a las escondidas. Entonces ocurre algo extraño. Aunque él sabe que está a salvo, el corazón le retumba; una acción contraria a lo que debería hacer.

Deja el equipo atrás y lentamente se acerca a ella; los crujidos y chasquidos del suelo a sus pies dan cuenta de cada uno de sus pasos. Se asegura de mantener distancia entre ellos y hace un círculo amplio alrededor del árbol tras el cual ella se esconde. Entonces ella se revela. Se tensa, como si se preparara para defenderse, pero él alza ambas manos en el aire, con las palmas al frente, en señal de rendición.

Ella podría ser casi invisible o camuflarse por completo en el bosque si no fuera por su cabellera rubia platinada y sus ojos verdes, los más penetrantes que él ha visto en su vida. Lo tienen completamente cautivado.

—Hola —dice él en voz baja. No quiere ahuyentarla. Parece frágil, al borde de la huida, apoyada en los dedos de los pies, lista para fugarse en cualquier momento si él hace un movimiento en falso. Así que él se queda quieto, con los pies bien clavados en el suelo y las manos alzadas, como si sostuviera el aire, o quizá como si fuera el aire quien lo sostuviera a él.

Ella le sonríe.

El hechizo se ha consumado.

Ella es como una criatura mágica; él no logra distinguir dónde empieza el árbol y dónde termina ella. Las hojas que les sirven de techo se agitan con la brisa y producen un efecto de luz ondulante sobre el rostro de ella. Por primera vez se observan, dos completos desconocidos, incapaces de despegar sus miradas el uno del otro. Para él, es el instante en que su vida se parte en dos: quién era antes de conocerla y en quién se convertirá después.

Primera parte

PRIMERA PARTE

Una de las criaturas más hermosas y extrañas, y quizá de las más inteligentes del mundo, es aquella artista incomparable: el ave lira… Es un pájaro sumamente tímido y casi siempre muy esquivo que se caracteriza por su impresionante inteligencia. Decir que es un ser de las montañas sólo lo define en parte. Es, sin duda alguna, un ser de las montañas, pero ningún espacio que marque y delimite sus dominios, por amplio que sea, es capaz de reclamarlo como ciudadano… Su gusto es tan exigente y definido, y su juicio tan refinado que no deja de ser selectivo en estas hermosas montañas, y es una pérdida de tiempo buscarlo en cualquier otro lugar, salvo en circunstancias de extrema hermosura y grandiosidad.

Ambrose Pratt,

El repertorio del ave lira

Capítulo 1

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