1
Soy una mentirosa
El primer problema de mi lista de «cosas que me persiguen y no me dejan dormir» es que soy una puta mentirosa. Esto es empezar fuerte, ya lo sé, pero de alguna manera hay que hacerlo. Sin paños calientes, querida Coco, eres una embustera.
Coco, en este caso, soy yo. Tengo uno de esos nombres comunes en mi generación que obligó en el colegio a todas sus portadoras a diferenciarnos por el apellido. Como el mío también era muy común, me quedé con el apodo con el que me llamaban mis hermanos. Y… a mis veintiocho años, cuando me presentan a alguien nuevo, lo siguen haciendo como «Coco».
Sobre lo de mis mentiras, juro que no es una cuestión patológica y que las trolas que han salido de mi boca en los últimos dos años no han tenido otra intención que la de sobrevivir en la jungla que supone tener veintiocho años, estar enamorada y ser rematadamente idiota. Y escoger mal. Eso también se me da muy bien. Pero vayamos por partes.
Toda historia puede contarse de tres modos: el rápido, el medio y el largo. Como en la vida misma, el formato que escojas dice mucho de todo aquello que prefieres callar. Y no hay mentira más grande que aquella que te ocultas a ti mismo.
Podría coger el camino sencillo y contarlo sin florituras: estoy enamorada hasta las trancas de mi mejor amigo, con el que comparto piso y que es el ex de otra de mis mejores amigas. Mi apellido podría ser «Complicaciones» en lugar de Martínez porque, total, me define más. Para ilustrar un poco la versión corta de la historia, podría confesar que a veces le digo a mi amiga Aroa cosas como: «Ay, Aroa, con lo raro que es…, ¿en serio que volverías con él?». Y mejor no cuento la cantidad de veces que me invento delante de ella lo exasperante que es vivir con él. Solo son pequeños pecadillos, ¿verdad que sí?
El amor nos vuelve crueles y yo vivo en una constante lucha con Coco, el monstruo de las galletas de amor no correspondido.
Si escogiera el modo intermedio para explicar lo que me ha traído hasta aquí, debería añadir que la vida es complicada y que cada decisión suele venir respaldada por nuestra propia verdad, que no tiene por qué ser la de los demás, aunque eso me suena a justificación hasta a mí. A ver…, me enamoré de Marín sin querer y aunque eso debería liberarme de la culpa…, olvídate. Me enamoré del novio de mi amiga (cuando aún eran novios), estropeé mi tranquila convivencia con un tío diez y me he convertido en una especie de cajita de Pandora versión mentirosa compulsiva. Pero… ¿qué espera el cosmos que haga? Solo miento en un intento de no precipitar el Apocalipsis dentro de un grupo de amigos que no sé si soportaría lo que vendría después de mi confesión.
Sin embargo, aunque esta versión está más cerca de lo puñetera que es la vida, el camino más sincero, completo y real para contar esta historia empezaría con un sencillo: conocí a Marín en un bar.
Enamorarse de él no fue el inicio sino solo la consecuencia de aquel encuentro porque, no es por quitarme mérito en esta cagada majestuosa, es que Marín es uno de ESOS chicos, hombres o como quiera Dios que se tenga que llamar a un tío de treinta años. Es uno de ESOS, un rara avis, de los que no te puedes creer que sean de verdad. ¿Crees que estoy exagerando? Bien, juzga por ti misma: Marín es tenaz. Es sincero. Es educado rozando lo british. Es caótico pero brillante. Es un melómano que tiene la canción adecuada para cada momento. Tiene ese estilo inimitable de las personas que han nacido con el don de la elegancia. Cuando sonríe, se hace de noche en algún punto del mundo. Es divertido, buen hermano, buen compañero de piso. Triple tirabuzón: es guapo…, tan guapo que sus amigos suelen bromear diciendo que si le pones un poco de maquillaje, es guapa.
Es buen amante (a juzgar por los «Dios, Marín, no pares, ahí, justo ahí, sigue haciendo eso…, ¡la puta! ¡¡Qué gusto!!» que salían de su dormitorio cuando Aroa aún era su novia), buen amigo, buen conversador. Un reto de la naturaleza por superarse a sí misma. Un chico que podría haberse lamentado toda la vida por la mala suerte de haber tenido una madre con alcoholismo que nunca se ocupó de él ni de su hermana (a la que crio su tía… Él no tuvo tanta suerte) y por pertenecer a una familia con recursos económicos muy limitados. Pero no. Porque es Marín, claro, y él se puso sus vaqueritos rotos, su camiseta blanca y le demostró a todo el mundo que a lo mejor no siempre que uno quiere puede, pero la actitud y el trabajo duro ayudan y mucho.
Así que, bueno, lo conocí en un bar y una semana después estaba llevando todas mis pertenencias a su casa, porque a mí se me acababa el contrato en mi cuchitril, estaba harta de vivir sola, él tenía alquilado un piso precioso en mi calle preferida de Malasaña (lo suficientemente céntrica pero tranquila) y a un estudiante de Erasmus belga vaciando su habitación. Desde el día que me invitó a una cerveza en su cocina, sentí que aquella era mi casa. Mi refugio en el mundo. El motivo por el que mi madre se pasó un año temiendo que Marín fuera el atractivo líder de una secta (que se inventó que se llamaría «los Marinianos») y que yo terminara creyendo que él era el nuevo Mesías. Mi madre es un personaje aparte…
Sus amigos se convirtieron en mis amigos. Mis amigos, en los suyos. Pasaron los años. El piso se llenó de cactus, plantas que sobrevivían mágicamente a nuestras pésimas atenciones, láminas con ilustraciones enmarcadas y una pared del pasillo bautizada como «the wall of fame» donde colgábamos las caricaturas que todos nuestros amigos, conocidos y personas random que pasaban por casa dibujaban de los dos. Fuimos creciendo. Eso fue lo más bonito de todo. Crecer como persona junto a él y también como profesionales bajo el apoyo, abrazo y confianza incondicional del otro. Cuando llegué a su piso, yo no ganaba un mal sueldo, pero estaba un pelín asqueada de la casa de subastas donde trabajaba y echaba más horas que el sol; él estaba terminando sus estudios y trabajaba de camarero…, así que nuestra nevera solía mostrar un paisaje desolador compuesto por unas cervezas baratujas para mí, medio limón y como mucho cuatro yogures por los que nos pegábamos al volver de «dar una vuelta»…, o lo que es lo mismo, cuando olvidábamos que éramos mileuristas y regresábamos de gastarnos los cuartos en alcohol (yo) y en trozos de pizza (él). Ahora que lo pienso, echo de menos cuando Marín comía pizza recalentada a las cinco de la mañana. Pero ahora que él ha conseguido su trabajo soñado (bueno…, ha conseguido meter la cabeza en una gran discográfica como responsable de «producto» de un par de grupos y artistas emergentes) y yo puedo permitirme el lujo de vender cuadros por cantidades de muchos ceros, el piso, además de seguir precioso, cuenta con una nevera llena de botellines de Alhambra especial, mascarillas para la piel fatigada (duermo poco) y comida de la que hace feliz. Porque desde hace un par de años Marín trata a su cuerpo como un templo: además de no fumar y no beber, no come mierda procesada y…, adivina, por su último cumpleaños me pidió una panificadora. No es que sea un hacha en la cocina, pero lo intenta con todas sus fuerzas…, como todo en la vida porque, querida, Marín no sabe hacer nada a medias. Y desde entonces yo desayuno pan casero de centeno y avena.
¿Te has enamorado ya un poco de él? Espera, te falta información, tienes que entenderme: en la cocina de casa hay una pizarra donde nos dejamos mensajes cuando no nos vemos mucho por cuestiones de trabajo. Una vez escribió que se había dado cuenta de que la felicidad era el recuento de cada rato en casa, viendo ondear la cortina del salón con la brisa de la calle. «Esa es la imagen que me viene a la cabeza si pienso en ser feliz. Nuestra casa».
No. No está enamorado de mí. Después de esa preciosa declaración, añadió: «Vivir con tu mejor amiga: acierto». Qué suerte la mía…
Cuando se enfada, frunce el ceño y no te mira a la cara, pero está guapísimo. Tiene unas manos preciosas. Es cariñoso como un gato: solo con quien le nace, porque no sabe fingir. Tiene los pies bonitos, manda cojones. Plancha las camisas que te mueres (a veces en calzoncillos, por el amor bendito). Dicen de él que calza bien gordo. Y me quiere tanto, tantísimo, que los días que no me encuentro, solo tengo que mirar su cara para recordar que puedo, que valgo, que sirvo, que merezco. No por él, sino por mí. Pero hay días que solo lo veo en sus ojos. Pero me quiere como amiga, ojo. Como mejor amiga.
Bienvenida a la friend zone, una franja del infierno reservada para tías como yo: idiotas. He pasado más de un año desde que me di cuenta de que estaba enamorada de él, preguntándome por qué no nos enrollamos nunca en ninguna noche de soledad, por qué le presenté a Aroa con intención de que se liaran, por qué tardé tanto tiempo en darme cuenta de que Marín es mi ÉL. No dejo de pensar que podría haber cambiado nuestro destino solo con no tomar un par de tontas decisiones.
Un lío de cojones, ¿eh? Pues espera a que ahondemos en el hecho de que, por miedo a que me descubran, llevo un año fingiendo (por puta mentirosa, ya lo he dicho) estar locamente enamorada de mi ex, otro integrante de la pandilla, por cierto, de los de «No eres tú, soy yo, que me gustan demasiado las tías como para quedarme con una sola de por vida» y…, agárrate, que la vida puede ser peor…, porque mi ex es, además, poeta.
Déjame darte un consejo: toda mujer debe hacer una lista de hombres que no le convienen y, a pesar de las tentaciones, grabarse a fuego que si conoce a alguien con esas características, tiene que correr en dirección contraria. El primer puesto de la lista, al contrario de la creencia popular, no es el cantante ni el guitarrista ni el motero…, es el poeta. El poeta como figura, como símbolo, como leyenda. Como el tío que te susurrará, escribirá, recitará…, siempre a sabiendas de que está enamorado de la musa y que nunca te podrá ser fiel. No digo que todos los poetas sean infieles, ojo. Lo que quiero decir es que tienen palabras para el amor metidas en el cerebro y las lloran por los dedos al escribir…, eso es complicado para mantener una «ella» que no sufra, que no haga sufrir, que no aburra. Porque, querida, el poeta necesita sentir a toda costa, porque de su sentir depende lo que crea. De modo que la relación con un poeta es una montaña rusa, a ciegas, en la que nunca te acostumbras a subir y bajar porque el cambio de dirección puede ser cuestión de segundos. Hay personas a las que esto las enamora, pero yo no soy una de ellas. A mí la pasión desmedida de los besos que eran casi más dientes que lengua, las discusiones tan absurdas como apasionadas bajo el luminoso de una farmacia en Chueca, las noches de polvos y poesía y las mañanas de ausencia total… no me hacían feliz. Ni a él yo tampoco. A ratos, me daba la sensación de estar intentando domesticar un rinoceronte y meterlo en casa.
Además, en este caso en concreto, a Gus, la estrella de Instagram, el niño bonito de la nueva poesía, el chico con éxito, mi ex, mi amigo…, le resultaba muy difícil decir que no cuando la tentación llamaba a su puerta. Nunca me engañó, ojo, porque soy de las que no consideraría machacársela con una conversación guarra por privado de Instagram como una infidelidad. Pero, vamos…, intuir la posibilidad de que lo hiciera no era agradable; tenía a muchas, muchísimas, dispuestas a ejercer de musa. Y él se dejaba querer. Y yo me consumía en unos celos casi mecánicos, resultado del ego, no del amor.
A pesar de todo, nos quisimos mucho…, aunque ahora vea claro que no era precisamente amor. Yo lo quise mucho y viví a su lado el año más apasionado de mi vida. Gus supo llenar de colores cada día, despejado o nublado, y convirtió Madrid en una yincana donde el único objetivo era ser feliz de manera inmediata. En realidad…, fue hasta romántico. Nunca me arrepentiré de aquel año y volvería a repetirlo si me dieran la oportunidad de escoger, porque es de esas personas con un alma vibrante, eléctrica; en ocasiones me pregunté por qué demonios lo quería tanto…, porque nunca se abrió, nunca confesó, nunca dijo mucho sobre sí mismo ni se interesó demasiado por mis sentimientos, pero irradiaba una luz muy potente y los demás solo éramos polillas.
Fue un fogonazo de vete tú a saber qué, porque yo no lo entiendo; Aroa me invitó a un recital en el que él participaba. Lo había conocido a través de Instagram y llevaba un par de meses obsesionada con todo lo que escribía. «Es la voz de lo que siente nuestra generación», nos dijo a Blanca y a mí una noche cuando le pedimos que dejara de mandarnos por WhatsApp pantallazos de sus poemas. Pero solo tuve que cruzármelo en un garito lleno de gente para saber que brillaba…, joder, cómo brillaba. Le escuchamos recitar sin saber muy bien si nos gustaba lo que oíamos, y después Aroa lo abordó junto a la barra, mientras pedía una copa de vino blanco. Pensé que solo tendría ojos para mi amiga, tan rubia, tan guapa, tan perfecta y enamorada de mi compañero de piso y, por lo tanto, inalcanzable, pero no. Yo bebía mi botellín de cerveza cuando clavó su mirada en mi boca. Le miré a los ojos y me dio la sensación de caerme en un pozo muy hondo. Dijo algo, no sé qué, pero me hizo reír y arqueó las cejas antes de acercarse y decirme al oído: «Me gustas cuando ríes». Aquella noche me fui a su casa, pero no nos acostamos. Nos besamos, nos corrimos, pero no follamos. Me dijo que quería ir despacio, mientras deslizaba las yemas de los dedos por la piel de mi estómago, jugando. A Gus siempre se le dio muy bien jugar y yo me sumé a su partida. Dijimos que éramos novios dos semanas más tarde cuando, después de pasar toda la noche jodiendo, escribió un poema en la primera página del libro que tenía en mi mesita de noche y, desnudo, me prometió que nunca se cansaría de mí. Lo ha cumplido, que conste: sigue a mi lado a pesar de que una mañana, hace ya un año largo, me confesó con cariño: «Pequeñita, no soy bueno para ti». Y a mí… no me dieron ganas de rebatirle porque yo tampoco lo era para él. Cuando estaba conmigo, su poesía era una mierda. Yo no le hacía vibrar y se apagaba; él no me hacía todo lo feliz que podía ser con alguien y eso empezaba a amargarme.
Como soy una mentirosa, el pobre Gus, no obstante, cree que aún estoy enamorada de él y no puedo sacarle de su error, porque tiene la boca como un buzón, le follan el cerebro a diario unas doscientas emociones por minuto, y fijo que si se lo confieso, aunque estoy segura de que intentaría ayudarme, mi historia de mentiras terminaría colgada en su cuenta de Instagram, que siguen, además de todos mis amigos, unas doscientas cincuenta mil personas. Ya lo veo…, un poema con todos los caracteres que permite la red social con el título: «Coco no me quiere a mí, quiere a Marín». Y, claro, con el interés que suscitan sus publicaciones en nuestra pandilla (todos queremos apoyarlo en esto de asentarse en el mundo editorial como buenos amigos que somos) y lo mucho que celebramos sus éxitos…, habría alguna mentirosilla que terminaría con el culo al aire.
Así que aquí estoy, fingiendo sentirme altamente atormentada por sus poemas y sus stories, aprovechando a veces para llorar la frustración de querer a Marín a partir del poemita de marras que, si te soy sincera, no tengo ni la más remota idea de a quién le escribe ahora. Porque a alguien se los escribe, te lo digo yo, porque lo conozco y anda enamorado. Cosas de la vida, desde que le escribe a ella, está que lo peta.
Sé que esto no está bien, que soy una mentirosa y que este viaje que tenemos entre manos, marcharme una semana a convivir veinticuatro horas diarias con tres de mis mejores amigos, no pinta mejor, pero a lo hecho pecho, Coco.
Es la despedida de Blanca y eso es lo único que debería importarme.
2
Así somos
Marín llega a la fiesta cuando a mí ya me apetece irme, pero cierro la boca y me quedo. Es lo que haces cuando ves al chico que te gusta por el rabillo del ojo: fingir que te comportas normal mientras intentas parecer una parisina a la que no le importa ni siquiera su propia elegancia. Harto difícil si París te pilla lejos, por cierto.
Sabría que ha llegado incluso sin haber visto su cara entre la gente, porque siempre trae consigo un pequeño revuelo. Es de esas personas que ejerce una extraña atracción en los demás. Es… magnético.
Estaba mirando hacia la tarima donde Aroa está pinchando cuando he notado que la masa de gente que se congrega en este jardín se agitaba, y no por causa de la música. Al girarme…, aquí está. Acaba de llegar y alguien ya está alcanzándole un mojito mientras saluda con un alzamiento de cejas a todos con los que se va cruzando. Cae sobre su frente, como siempre, ese mechón de pelo rebelde que suele apartar con la mano izquierda constantemente. Hasta el año pasado solía llevarlo mucho más largo, pero un sábado se levantó de la cama con ganas de cambio y él mismo se lo cortó…, cuando toda Malasaña ponía de moda el moño. Lo descubrí en el cuarto de baño armado con las tijeras y un vídeo de Youtube con un tutorial de cómo hacerlo. Solo necesitó mi ayuda para retocar la parte de detrás. Así es Marín…, renacentista: sabe hacer de todo.
Loren, mi ácido y brillante mejor amigo desde el colegio, lanza una mirada en su dirección:
—Ya está aquí y, como siempre, nada más llegar ya es el centro de atención, el muy cabrón.
—Te jode que lo sea sin pretenderlo. —Le sonrío.
—Me jode que sepa peinarse tan bien.
—Loren, cielo, Marín no se peina.
No. Marín no se peina. No lo necesita, igual que no necesita ropa extravagante ni de marca. Nació con estilo. Maldito hijo del demonio.
—Hazte así. —Loren señala mi boca y agita los dedos como queriendo que me sacuda algo—. Te chorrea un borbotón de amor.
Bufo y pongo los ojos en blanco mientras devuelvo la atención al escenario, donde Aroa está mezclando una canción petarda con un temazo que nos encanta: «Shame», de Hearts & Colours. Creo que esa va para Marín. Ella también lo ha localizado entre la gente.
Miro la hora en mi reloj de muñeca y bufo. Ni siquiera es lo suficientemente tarde como para retirarme con honor. Si no eres de los aventureros que cierran bares, hay una hora para los cobardes y otra para los elegantes. Yo siempre quiero ser elegante, pero camino peligrosamente sobre la línea que lo separa de la cobardía. No es que no sea una fiestera es que… estas fiestas tan de «postín», tan «cool», tan «instagrameables»… no van conmigo. Vamos…, que me dan pereza; esto está lleno de gente que te mira por encima del hombro aunque te haya vestido una estilista especializada en eventos tipo Coachella. Parece que les molesta más que a mí que no haya podido escoger una ropa más cómoda y que haya tenido que venir directamente del trabajo sin ni siquiera cambiarme. Un par de modernas me han mirado de arriba abajo al llegar, supongo que por llevar este vestido tan formal y salones de tacón, pero a mí me da igual… Si quiero vender cosas caras a gente con dinero (casi siempre señoras con dinero), tengo que parecerme a la imagen que tienen de la hija modelo.
Un par de gotas de sudor me recorren la espalda por debajo del vestido y estoy segura de que en menos de nada van a inundarme los zapatos. Sí. En lugar de unas sandalias de plataforma o unos botines deshechos y dados de sí como el resto de las «parroquianas», llevo unos zapatos de Salvatore Ferragamo, heredados de mi señora madre, que suelo ponerme con vestido para ir a trabajar. Ahora mismo escribiría una oda a mis zapatillas Converse mugrientas, porque tengo los pies como dos botijos, pero poco hay que pueda hacer. Si hubiera sabido, al salir de casa, que Aroa iba a invitarnos a un fiestón, quizá me habría puesto algo más parecido al top de lentejuelas (tan holgado que en una de estas se le escapa un pecho) que lleva ella. O no. No. Lo más probable es que no me atreviera, por miedo a hacer un free nipple en público. Pero a ella esa posibilidad no le agobia; cuando la conocimos, Loren, Blanca y yo nos sentimos atrapados por ese no sé qué que la hace tan única, siempre tan guapa, tan sonriente, tan optimista…, tan perfecta. Es una de esas personas de las que, inmediatamente, quieres ser amigo. Creo que por eso me he tomado la molestia de venir esta noche a una fiesta a la que no me apetecía venir…, quiero recuperar la relación que teníamos antes de que empezara a salir con Marín; no soy la única que siente que durante lo suyo solo tuvo ojos para él y que terminó por distanciarse un poco de nosotros.
Me vuelvo y le pregunto a Loren si quiere algo de beber. Si no voy a poder irme aún, lo mejor será pedir otra copa con la que refrescarme. Niega con la cabeza y levanta la mano para que vea la suya aún llena, mientras canturrea lo que él piensa que es la letra de la canción, pero que no coincide ni en las vocales.
Me acerco a la abarrotada barra y me cuelo por un hueco entre mucho grupo de cháchara; aun así tengo que esperar un rato escuchando cómo un tío con el pelo muy largo y barba dice que el último disco de Vetusta es demasiado comercial y que se han vendido. Si lo escuchase Marín, le daría un puñetazo. Casi tengo ganas de dárselo yo.
Con la copa en la mano me aparto a un lado, buscando una corriente de aire que me alivie y saco el móvil de la riñonera. Lo sé, es un complemento muy controvertido, pero me encanta. Me parece lo más útil del mundo y lástima me da que no esté bien visto aparecer con una en una boda, porque… la de copias de llaves que me habría ahorrado. Si mi madre me viera, lanzaría un gritito de horror… para después partirse de risa. Mi tendencia al «mix» siempre le ha hecho mucha gracia, seguramente porque a la madre de mi padre le horroriza casi todo cuanto hago, sobre todo mi poco interés por pelearme con todas mis primas por heredar sus bolsos de marca. Los quiero, claro que sí, pero paso de enfrentarme a tres tías que muy finas y muy pijas, pero que son capaces de sacarme los ojos con sus uñas perfectamente pintadas con tal de tener un Dior vintage en su armario. Igual las tiro a todas por las escaleras en la comida de Navidad…, aún lo estoy pensando.
Entre dos paquetes de chicles vacíos, el monedero, mi llavero de la «Coñoneta» (me flipa Tarantino y me flipa aún más Kill Bill), doy con el móvil y me encuentro con un mensaje de Blanca; me ha escrito para avisarme de que ha salido tarde de trabajar, que es el último día antes de las vacaciones y ha tenido que dejarlo todo cerrado (vaya, qué sorpresa, pequeña adicta al trabajo), y que pasa de venir. La imagino poniéndome su cara de mártir mientras leo:
Sé que será un fiestón de esos que Aroa dirá que soy lo peor por perderme, pero lo único que me seduce ahora mismo es desnudarme y tenderme en el suelo del pasillo, que está fresquito, con el culo en los baldosines, fingiendo dramáticamente mi propia muerte.
Le contesto con toda la sinceridad del mundo que tampoco se pierde nada. Quizá a otra persona le mentiría un poco, no por esnobismo («Uy…, pues esto está siendo supercool»), sino por encumbrar a mi amiga Aroa que es la dj del cotarro, pero es Blanca y… Blanca es la niña de mis ojos.
Se conecta enseguida.
¿Nada interesante? ¿Ha ido toda la pandilla?
Le contesto:
Nada interesante. De Gus no sé nada hoy. Acaba de hacer acto de presencia Marín, y Loren y yo parecemos la madre de la Pantoja, aquí, orgullosos de nuestra amiga. Aroa lo está petando otra vez. La gente anda enloquecida y medio pedo. Y yo me quiero ir ya. Lo de siempre.
Mándame una foto.
Abro la aplicación de la cámara y disparo, flash incluido, hacia donde Aroa levanta los brazos a lo «dj enloquecida». Se lo mando sin filtros ni historias.
Blanca me responde una vez más con esa agilidad suya para escribir en décimas de segundo sobre la pantalla táctil del móvil.
Dios. Qué guapa está la muy zorra. Dale besos y la enhorabuena por haber conseguido hacer bien una cosa más.
Y es que cuando Aroa nos dijo que quería aprender a pinchar, todos supimos que terminaría dominándolo, como todo. Aroa es de esas, me temo. De las que molan mucho, lo hacen todo bien y son guapísimas. El equivalente femenino de Marín. Lo suyo, supongo, fue cosa del destino. Y mía. Cosa mía también fue, que soy imbécil.
—Deja el móvil, mujer, estás en una fiesta —susurra alguien a mi lado.
Doy un salto y ahogo un grito. Está más cerca de lo que pensaba.
—Me cago en todo, Marín, qué susto. —Me agarro el pecho y cojo aire antes de volverme y darle un solo beso en la mejilla—. Iba a ir a buscarte ahora.
—¿Fiestón?
—Como siempre que pincha Aroa. Es como el rey Midas. Convierte en oro todo lo que toca. Me pregunto…, ¿lo conseguiría con tu chorra?
—¿Quieres verlo? —me ofrece con una mirada burlona.
—Bah. No me gusta ver miserias.
Lanza una de sus carcajadas y me da un puñetazo suave en un costado, como a un amigote más. Qué cruz…
—¿Qué bebes? —pregunta oteando el contenido de mi vaso.
—Un mojito virgen.
—Mira, como tú.
Esta vez me toca lanzar una carcajada a mí.
—Llegas tardísimo… para la broma y para la fiesta.
—Nunca hay que llegar el primero a una fiesta.
—Ni el último. Yo ya tenía ganas de irme.
Hace una mueca y mira la hora disimuladamente en su móvil.
—He terminado tardísimo. ¿Qué narices llevas puesto? —pregunta en tono burlón—. ¿El vestido de tu madre para ir a entierros de gente importante?
—No. El de boda de tu abuela.
Marín lanza una risotada, aunque sé que pretendía fingir seriedad.
—Hoy estrenábamos exposición —le explico—. Era día de fingir que tengo clase.
—Tienes clase. Tu propio estilo de clase, eso también.
Eso dice mi madre, que me quiere como solo se puede querer a su hija pequeña: que hay que tener mucha personalidad para no terminar siendo una calcomanía de mis tías, primas, compañeras de colegio privado y… de ella misma. A pesar de que me adora, es de las que dicen que contar cuántos pares de zapatos tiene una mujer es de lo más vulgar. Por si te lo preguntas, yo tengo diez. Diez en total, contando invierno, verano, primavera y otoño. Vivo en una casa muy pequeña y creo en la versatilidad de las prendas.
Vuelvo la mirada a Aroa, que brilla no a causa del sudor como todos los demás, sino por unas pinceladas estratégicas y sutiles de iluminador en polvo que se habrá echado, con total seguridad, sin mirarse al espejo. Tan rubia, tan dorada por el sol, con esos ojos tan azules y la nariz tan respingona…
—Qué guapa es la jodida —murmuro.
—Sep.
Cazo la mirada de Marín sobre Aroa y siento una punzada de celos. Celos como los que Gus describió hace unos días en uno de sus poemas de Instagram: «Celos que son como alquitrán caliente y humeante, haciendo charco en mi pecho». Pero me los trago: los celos, el alquitrán, la idea de que estoy aplicando los versos de mi ex a otra persona, sin importarme lo más mínimo para quién los escribió en realidad. Y me lo trago todo junto a un poco de mi combinado.
Cuando vuelvo a echarle un vistazo a Marín, lo veo distinto.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Sí. —Marín desvía los ojos de Aroa y vuelve a mirarme—. Pero estoy cansado.
Hay algo oscuro en su mirada, normalmente tan clara…, ¿sexo?, ¿deseo?, ¿añoranza?, ¿avaricia? Esa chica tan guapa, la que bota y sonríe detrás de los «platos», ya no es nada suyo. Ni siquiera un poco. Y nadie sabe el motivo.
Me roba el mojito sin alcohol de la mano y le da un trago.
—Creí que te habían servido ya —le comento de soslayo.
—Iba cargadito.
No hacen falta más explicaciones. Marín no bebe. Solo un par de cervezas si la ocasión lo merece..., pero tiene que merecerlo mucho. Sobre esto sí sé el motivo y no puedo entender más lo poco que le gustan las borracheras y los excesos. Marín es, más que el resultado de sus experiencias, el resumen de las equivocaciones de otros. Pero la gente que solo conoce de él lo que deja ver, sigue invitándolo a rondas y chupitos sin darse cuenta de que él las rechaza una y otra vez.
Mientras me contoneo por inercia al ritmo de la música, localizo entre la gente a uno de los amigos de Marín, acercándose.
—Angelito… —anuncio su llegada, dándole un codazo a Marín.
—Qué bien. No hay evento que se precie en el que no esté metido —responde con cierta amargura.
Arqueo una ceja, pero es demasiado tarde para preguntarle. Ángel ya está frente a nosotros.
—¡Hombre!, Anchoa y Sardina. ¿Qué tal?
—Aquí, muy salados —respondo con descaro.
Hace al menos dos años que nos ganamos el apodo de «Anchoa y Sardina»…, los ingredientes de una tapa que, al menos en Madrid, llaman «matrimonio». Y como nosotros vamos juntos a todas partes…
—Tío, nos quedamos esperándote ayer en el entrenamiento —le dice a Marín.
—Ya. Es que tenía mogollón de curro. Tengo que acompañar a Noa en parte de la gira de verano y hay mil cosas por cerrar… —se disculpa mientras se aparta el pelo de la frente.
No me pasa inadvertido el hecho de que no ha habido contacto visual entre ellos, pero estoy demasiado preocupada por anotar mentalmente el nombre de la cantante de turno para buscarla después en internet y decidir si puedo o no estar celosa. Como si no fuera suficiente saber cuánto quiso a Aroa, la chica más preciosa del mundo.
—Voy a por algo de beber…, ¿os traigo algo, chicos? —nos pregunta a los dos Marín, pero mirándome solo a mí.
—Estoy servida.
—Una cerveza, tío.
Marín se aleja con una sonrisa y saluda, de camino a la barra, al menos a cinco personas de las que no me suena ni la cara. En dos metros cuadrados.
—¿Qué te cuentas, Coco?
—Poca cosa —le respondo encogiéndome de hombros.
—¿Sigues trabajando en esa galería de arte para viejos rancios con pasta?
Es una de las cosas que más me molesta de Ángel; de unos años para acá, siente que su nivel de «molabilidad» ha descendido y su manera de intentar recuperarlo es siendo cínico y poniendo en entredicho lo que hacen los demás. Sé que mi trabajo no es muy popular entre la gente joven…, bueno, si solo digo que trabajo en una galería de arte y mi interlocutor imagina uno de esos locales modernos de Malasaña, donde se venden piezas de artistas emergentes…, supongo que mi trabajo es guay. Pero es que ahí estoy mintiendo por omisión. No es uno de esos sitios.
La semana pasada vendí un Miró. UN MIRÓ. Me pasé meses detrás de la pieza, que formaba parte de la colección privada de un particular, pero finalmente las dos partes llegaron a un acuerdo y la galería y yo nos llevamos nuestro porcentaje. Hoy en día, después de la crisis, es complicado que una galería viva solamente de vender lo que expone; también ejercemos de marchantes. ¿Cómo he conseguido este trabajo a mis veintiocho años? Bueno…, nací en una familia bien posicionada. Y no tengo culpa, oiga. Mis padres están bien «relacionados» y mis hermanos se peinan la raya al lado hasta que se les intuyen las ideas, pero yo llevo currando desde los diecisiete.
Así que decido contraatacar a su comentario con acidez:
—¿Y tú sigues bebiéndote todas las mañanas el Cola Cao que tu madre te lleva a la cama?
—No te enfades, hombre. Con lo que yo te quiero. —Ángel me rodea con el hombro e intenta besarme la sien, pero me zafo como puedo.
—Quita…, lo que te gusta tocar, leñe.
Angelito y yo, como es palpable, tenemos una relación «cordial» siempre y cuando no compartamos mucho tiempo juntos. Me molesta su forma de querer molar y que invada el espacio vital de los demás continuamente, sobre todo cuando eres tía.
—Me han dicho que la despedida de Blanca va a ser la polla. —Cambia de tema y me vuelvo hacia él de nuevo.
—La hemos planeado Loren y yo…, ¿esperabas menos?
—¿Qué le tenéis preparado?
—La clave para que un secreto no se descubra, Angelito, es no contarlo.
Un mensaje me vibra en la riñonera y echo mano del móvil de nuevo. Me sorprende ver que es de Marín:
Despídete con disimulo. He pedido un Cabify.
La sonrisa se me ensancha. Ya tengo excusa para irme a la hora de los cobardes… y para irme con quien quiero.
—Ángel, perdona un segundo, que le tengo que decir una cosa a Loren.
Le doy un par de palmaditas en el brazo a modo de despedida y me abro paso entre la gente hasta llegar a Loren. Lo localizo por su tupé. Es inconfundible.
—Me voy —le digo al oído.
—¿Yaaaaa? —grita indignado.
—Marín ha pedido un Cabify.
—Putos muermos —se queja—. Bueno, a ver si hoy por lo menos le tocas la pilila.
—Loren, por el amor de Dios, que en una de estas te escucha alguien.
—Coco, lo raro es que, mirándolo como lo miras, no esté todo el mundo al tanto de que pierdes el culo por «tu mejor amigo».
Las comillas que dibujan sus dedos en el aire me ponen mala y le doy un manotazo.
—Nos espera una semana intensa. No lo des todo hoy, petardo.
Hace un mohín, pero se inclina para que le bese la frente, como siempre. Después, repite la maniobra conmigo. Una vez «bendecida» con el besito de despedida, me vuelvo hacia el escenario, agito los brazos como una loca y cuando Aroa levanta la mirada, le lanzo un beso.
Marín está apoyado en el murete que acota el jardín de esta enorme casa. No tengo ni idea de quién es el propietario, pero así son las cosas cuando Aroa te dice: «Ey, me han invitado a una fiesta, ¿por qué no me acompañas?». Nunca se sabe quién es el anfitrión, pero no falta una piscina y una barra de combinados. Y, claro, esto se ha agravado desde que se dedica a pinchar en saraos, además de hacer algún trabajo de modelo de vez en cuando, cuidar a unos niños dos tardes a la semana y una amalgama de trabajos confusos que combina sin dificultad entre sí con los castings en su carrera para ser actriz.
La luz de la pantalla del móvil se refleja en la cara de Marín, que luce un gesto indescifrable. Trabajo, seguro. Marín se concentra mucho cuando se trata de trabajo. Aprovecho que está tan absorto para observarlo con calma. Qué guapo es, Dios. Sus ojos claros, vivos y siempre tan despiertos; sus pestañas espesas; su nariz perfecta, algo larga; sus labios de muñeca que, paradójicamente, no resaltan en exceso en su cara. La línea de su mandíbula…, la línea de su mandíbula me vuelve loca. Quiero casarme por la iglesia con su barbilla. ¿Hablamos de sus hoyuelos?
Lleva puesto su uniforme. Aclaro que en su trabajo en la discográfica no lleva uniforme. Es solo que… desde que conozco a Marín, no lo he visto llevando algo que no fueran: vaqueros con camiseta blanca, vaqueros negros con camiseta negra o pantalones de traje pesqueros (de los que dejan el tobillo al aire) con camiseta blanca o camisa blanca, si la ocasión lo obliga. En invierno lleva un equivalente más abrigado, pero siempre en la misma línea. Es un hípster llevado al extremo. Es tan hípster que ni siquiera lo es. No hay excesos ni en los estampados de sus camisas; su exceso es llenar el guardarropa con las mismas prendas constantemente. Cualquiera que no lo conozca pensará que nunca se cambia de ropa, pero una vez conté en su armario seis pares de vaqueros negros.
Cojo aire y camino hacia él con cierta resignación. No sé cuándo me enamoré de Marín. O puede que sí. Creo que fue aquella tarde, cuando abrió dos Coca Colas de botellín, me pasó una, se apartó el pelo de la frente y brindó, apoyado en el quicio de la ventana del salón de nuestro piso compartido. El sol brillaba, anaranjado ya, sobre su pelo y supe que el cosquilleo en la boca de mi estómago tenía que ser amor. Venía sintiendo cosas que no encajaban desde hacía unos meses, pero siempre me dije que no podía ser. Solía burlarme de mí misma pensando: «¿Es que te has vuelto loca? ¿Estás tonta? ¿Qué narices te pasa?». Marín. Eso me pasa. La putada más grande de mi vida. El problema. La cagada. El secreto. Me he enamorado de alguien a quien quise antes como amigo y a quien no puedo querer como nada más. Bueno, poder puedo…, pero no debo.
De niños aprendemos lo que es el amor, además de por lo que tenemos a nuestro alrededor, a través de los cuentos y de las películas; a juzgar por lo que aprendí de ello, esto no pinta bien porque ningún cuento tiene final feliz cuando te has enamorado del novio de una de tus mejores amigas. De esa perfecta. De la que todos los hombres quieren conseguir. De esa que…, además, tú le presentaste.
Por si alguien se lo pregunta, su ruptura, tan repentina como inexplicable, no me alivió. Con el ex que tu amiga quiere recuperar tampoco se liga.
—Marín —le llamo.
Levanta la cara de su móvil y sonríe. El estómago me da un vuelco, como siempre que lo hace. ¿Sabrá que es la única persona que me hace sentir así? ¿Sospechará lo más mínimo cuánto lo quiero, cuánto deseo dormir apretada a su costado y escucharle decir que nos haremos viejitos juntos?
—¿Quedarse en las fiestas solo cinco minutos es una nueva técnica para parecer más guay? —le suelto.
—Solo si la fiesta es terrible. —Guarda el móvil en el bolsillo de su pantalón—. No tendría ni que haber venido.
—Mañana es sábado. ¿Tienes que currar?
—No. —Niega enérgicamente con la cabeza mientras echa un vistazo al camino de acceso, por si acierta a ver los faros del coche que viene a recogernos—. Pero mi tía me trae a Gema temprano.
—¿Viene Gema a pasar el fin de semana? —pregunto ilusionada.
—Sí. Y mañana nos iremos de compras. Dice que quiere encontrar su estilo, que no quiere ir vestida como todas las de su clase. ¿Es o no la mejor adolescente del mundo?
—Lo es. —Le palmeo el brazo—. Tiene buen ejemplo.
Hace una mueca, supongo que pensando en su madre…
—Tiene un hermano de la hostia —aclaro.
—La verdad es que sí. —Finge enorgullecerse, ufano.
Los faros del Cabify aparecen serpenteando entre los arbustos del camino y los dos nos enderezamos para acercarnos a la pista de guijarros donde suponemos que parará, antes del acceso de césped del chalet. Pero en ese preciso instante… unas notas musicales nos hacen parar en seco.
—¡No! —gritamos los dos, mirándonos.
Nuestra canción. Una que Marín trajo emocionado de la discográfica en un single antes incluso de que se estrenase en las radios. Una que se ha convertido casi en un himno en casa, donde estuvimos a punto de instalar poleas en el salón para poder reproducir hasta su videoclip, donde los cantantes alzan el vuelo con una naturalidad hipnótica. «Lost in your light», de Dua Lipa con Miguel.
—Siempre suena cuando nos vamos —me quejo.
—Aquí hay más sitio que en la pista de baile. —Me guiña un ojo y se acerca con paso decidido a la ventanilla del conductor, donde da un par de golpecitos—. Disculpe…
Escucho cómo el chófer pregunta por su nombre completo y él asiente.
—Soy yo, pero… ¿me hace un favor? Está sonando nuestra canción. Y no sabe lo bien que la baila esta señorita. ¿Puede esperar hasta que termine con los faros encendidos?
El conductor sonríe y Marín me tiende la mano. Siempre hace magia. Siempre.
—Venga.
—¡Ni de coña! —Me río.
—¿Cómo que ni de coña? ¡¡Haz el favor!! ¡Este señor tiene ganas de irse a casa, Coco, no le hagas perder el tiempo!
—¡Qué cara más dura! ¡Eres tú quien le está haciendo perder tiempo!
—Por mí no lo haga… —dice el aludido, sacando la cabeza por la ventanilla.
—Nos vamos a perder la mejor parte del playback… cuando dices lo de «honey» —se queja Marín, que tiende la mano hacia mí con insistencia.
Cedo sin posibilidad de no hacerlo. Cojo su mano y él tira de mí hasta colocarme frente al coche. Llegamos justo a tiempo de ese «honey» que tanta gracia le hace y me da un par de dramáticas vueltas sobre mí misma.
Bailamos. Claro. Si Marín te dice que bailes con él, ¿cómo vas a decirle que no? Es impensable. Ese encanto suyo…
Como siempre, nos olvidamos de que tenemos público. Solo bailamos, como lo hacemos en casa cuando todo va regular. Bailamos y yo me enamoro de él un poco más si cabe en cada paso. Giramos, nos reímos, me contoneo, me voltea, le canto, me canta, nos burlamos de nosotros mismos danzando como idiotas, pero poco, porque Marín no sabe bailar mal. Tiene el ritmo en ese puto cuerpo del demonio que tiene y por mucho que quiera hacer el tonto, lo marca de una manera tan sexi. Y esta noche, en este jardín, despliega todas sus armas contra mí porque parece no darse cuenta de que hace mucho tiempo que me he rendido.
Cuando nos subimos en la parte de atrás del Cabify, jadeamos y hasta el conductor sonríe.
—Las tradiciones no deben romperse, ¿verdad que no? —le dice Marín a este.
—Por supuesto.
Se deja caer en el asiento, se pone el cinturón y saca el móvil de su bolsillo.
—Deja ya el curro —le pido, dándole un manotazo al aparato.
—No es curro. Es… —Frunce el ceño.
—¿Qué pasa?
Me mira, estudiando mi expresión, como si estuviera calibrando las posibilidades de que contarme esto sea una cagada.
—Aroa —musita.
—¿Te ha escrito?
—Sí. Que me ha visto entre la gente y que se ha quedado con ganas de un beso.
Levanto las cejas al tiempo que los celos me dan un mordisco en el costado.
—No sabía que estabais en esa fase. —Miro hacia la ventanilla—. Pensé que la cosa estaba mucho más… fría.
—Y lo está. Me da la sensación de que a veces se olvida de que ya no estamos juntos.
Arqueo la ceja. Siempre usa esa expresión: «Ya no estamos juntos». Nunca «Rompí con ella» o «Ella rompió conmigo». Sin motivos, sin culpables. Parecen haber decidido que así es mejor.
—Bueno, está claro que ella sí quiere que lo estéis.
—Contra el vicio de pedir está la buena virtud de no dar —rezonga.
No seré yo quien ahonde en el asunto.
Marín se gira hacia mí mientras vuelve a meter el móvil en el bolsillo de su pantalón.
—¿Y qué me dices de la despedida de Blanca? ¿Os vais sin soltar prenda?
—Dijiste que no podías venir y no estoy autorizada a dar información a «terceros». Si te lo cuento, terminará sabiéndolo todo el mundo. Hemos guardado el secreto ya muchos meses como para cagarla a unos días del… «evento».
—¿Crees que no sé guardar secretos? —Se señala el pecho—. Además, os vais en tres días. Ya no me da tiempo a meter la pata.
Pongo los ojos en blanco y él me pincha con el dedo en el costado, haciendo que dé un salto.
—Para. No cederé a torturas.
—Si me lo dices, te dejo dormir en mi habitación.
—Hemos alquilado una autocaravana y nos la llevamos de tour por los campings más delirantes que hemos encontrado.
Sí, soy una blanda y cedo a la mínima, pero es que mi habitación es un horno.
—Joder… —Se ríe entre dientes—. No tenéis medida.
—Ninguna.
—Sois los putos mejores. —Me echa una mirada de medio lado y coloca la mano sobre la mía, que descansa en el pedazo de asiento vacío que queda entre los dos—. Eres la mejor.
La oscuridad del coche, que recorre a toda prisa una autopista prácticamente vacía, me permite sonrojarme sin ser descubierta. El millón de mariposas, preciosas todas ellas, que han levantado el vuelo en mi estómago quedan para mí.
No añado nada. Marín no aparta su mano hasta que, unos minutos después, chasquea la lengua contra el paladar, alcanza su maldito teléfono de nuevo y responde a una llamada:
—Dime, Aroa.
No sé si son las tres cervezas que casi me bebí de un trago al llegar a la fiesta o la decepción de ver que entre Marín y yo siempre hay algo enorme y deforme llamado amistad, que ni siquiera me permite soñar lo suficiente, pero se me llena el estómago de augurios…, y ninguno es especialmente bueno.
Porque la verdad es que hace tiempo que tengo la puntual certeza de que este no ha terminado con Aroa, que ella se calla muchas cosas dentro de esa obsesión suya por Marín y…, seamos realistas…, que la enorme mentira de que sigo enamorada de Gus me va a traer problemas, por no mencionar el hecho de que Loren está cansado de ser el único al que le voy con todas mis mierdas. Solo me queda confiar en Blanca. Blanca siempre es de fiar. Es tranquila. No guarda secretos. No sufre altibajos. Si está rara últimamente es solo por los nervios de la boda. Al fin y al cabo, todos estamos nerviosos por esa boda…, ¿verdad?
3
La previa
Me encanta la habitación de Marín. Por eso, cuando me despierto, me quedo en la cama disfrutando de ella; no tengo muchas ocasiones para hacerlo sola. No me gusta invadir su intimidad y cuando estoy con él aquí dentro no puedo respirar profundo en busca de su olor, sonreír como una tonta repasando cada una de sus estanterías y contando mentalmente cuántos de los vinilos, cedés, libros y cachivaches que contienen le regalé yo. Me gusta formar parte de su «guarida». Me gusta que esté siempre tan limpia y ordenada dentro del caos de música en todos sus formatos y aparatos en los que escucharla. A veces me da por pensar que incluso el parqué es más bonito en este dormitorio, que la luz de Madrid se disfraza de magia al colarse por la ventana a través del estor blanco o que un día este dormitorio, que es más grande, será nuestro en lugar de suyo.
Escucho ruido en la cocina. Trajín de tazas y alguien caminando descalzo. Es Marín. Me he habituado ya a que mis días empiecen con sus sonidos. Con el carraspeo de su garganta cuando apaga el despertador y se queda un segundo diciéndose a sí mismo: «No tengo sueño», con el café, la taza, el grifo al enjuagarla, sus pasos descalzos, sea invierno o verano, y el agua corriendo en la ducha. Muchas mañanas, aunque él se levante una hora antes que yo, le acompaño desde la cama en cada paso, despierta y mirando al techo, mientras fantaseo con que me trae el desayuno, me da un beso con sabor a pasta de dientes y me dice: «Te quiero, ten un buen día». En otras ocasiones soy menos naif, es cierto, y en lo que pienso es en entrar en la ducha y hundir mi nariz en su espalda a la vez que busco por delante hasta agarrarle fuerte la polla y escucharle gemir. Verlo empañar la mampara de la ducha con sus jadeos como se empañan los cristales en esa escena de Titanic. Ya sabes a qué escena me refiero, que a mí también me pilló en edad impresionable. Pero… si lo hiciera en la vida real, Marín moriría de un paro cardiaco y sus últimas palabras serían: «Pero ¿qué cojones haces, Coco?». Pues agarrarte la chorra, Marín, cielo, que parece que hay que explicarlo todo.
Me estoy poniendo cerda, voy a parar. Estoy en la cama de Marín y no puedo masturbarme aquí, como un mono en celo, revolcándome entre sus sábanas y el olor que su perfume ha ido imprimiendo en ellas. ¿No puedo? ¿Segura? Voy a meditarlo un segundo. No, no puedo.
Coco, escúchame bien…, anoche te dejó dormir en su habitación a cambio de información sobre la despedida porque la tuya es un horno y a él no le cuesta coger el sueño en el sofá, hasta ahí muy bien. Pero escúchame…, escúchame bien…, no vas a hacer eso que estás pensando hacer.
La mano derecha se mueve sola y sin permiso hacia abajo, pero la izquierda es más rápida y alcanzo el móvil de la mesita de noche.
Dicen los entendidos que ese gesto tan sencillo y automático, nos condena el resto del día: si nuestro primer contacto con la realidad es a través de nuestro móvil, tenemos todas las papeletas para sufrir un día de mierda. Estrés, ansiedad, mal humor, hipersensibilidad…, me suena.
Paso de todo y abro Instagram. Lo primero que me sale es la última publicación de Gus, que miro por inercia. Todos mis amigos, excepto Loren, creen que estoy obsesionada y que busco en cada una de sus frases un guiño para mí, pero en realidad, ya sabes, me da igual. Lo que pasa es que se ha convertido en un acto mecánico, como otros tantos y casi en un símbolo. De alguna manera, los poemas, frases o fotos de Gus le dan nombre al día con una justicia poética que me asombra. A veces escribe cosas que me aturden porque es como si hubiera tenido acceso a todo lo que siento por Marín. Igual debería contárselo…, él me entendería. Es la persona más intensa que conozco, de esto de querer sabe mucho. No. A Gus no, que tiene la boca como un buzón de correos. Pero… ¿por qué mierdas no se lo he contado a Blanca también? Porque me siento ridícula. Por eso.
Devuelvo mi atención al poema de Gus:
A veces me masturbo con la esperanza de que,
al correrme,
desaparezcas.
Quizá tenga la creencia de que saldrás como entraste,
a través de mi sexo,
nadando en mis ganas,
gimiendo en mi boca.
Y se me olvidarán, así,
todas las cosas que desaprendí
contigo.
La leche. Esto es a lo que me refiero. Ya no voy a poder pensar, en todo el día, en nada que no sea Marín montándome como un semental. ¿A quién quiero engañar? Con Marín solo quiero hacer el misionero…, así de enamorada estoy.
Es hora de salir de la cama. De su cama. Pero antes de que me haga a la idea, la puerta se abre con suavidad. Estoy tentada a hacerme la dormida, pero le sonrío al verlo entrar.
—¿Te he despertado?
Su gesto es el de siempre. Todos los días espero, sin querer admitirlo, que algo en él cambie cuando me mira: que sus ojos brillen más, que se muerda los labios, que se revuelva nervioso los mechones desordenados del pelo…, cualquiera de esos gestos a los que recurría cuando estaba con Aroa me valdría. Pero nunca llegan.
—¿Qué hora es?
Marín se sienta en la cama y me quita el móvil de la mano antes de contestar.
—Son las nueve y media, pronto para un sábado, ya lo sé, pero Gema está a punto de llegar y si te ve en mi dormitorio empezará otra vez con el cuento de que estamos enrollados y no se lo queremos decir.
Asiento y hago ademán de levantarme, pero empuja suavemente mi hombro para que vuelva a caer sobre la almohada. Una nube invisible de su olor se dispersa a mi alrededor.
—Deja de hacer eso —me dice serio.
—¿Cómo?
—Deja de ir corriendo a ver qué ha publicado en cuanto te levantas. No es sano. Te haces daño.
Me doy cuenta de que la pantalla de mi teléfono móvil aún no se ha bloqueado y el poema de Gus sigue allí, acusador. Bufo y cierro los ojos.
—Si de verdad lo das por terminado, deja de hacerlo. Si, por el contrario, lo quieres, ve a por todas. El punto intermedio no tiene sentido. Ha pasado más de un año.
Si él supiera..., si siguiera su consejo, tendría que irme de esta casa, buscarme otro piso y alejarme de su vida. Y quiero demasiado a Marín como para hacerlo.
Suena el timbre y se levanta; lleva el pelo desordenado y un pantalón corto de algodón. Nada más. Debería estar acostumbrada; vivo con él desde hace años, pero de unos meses hacia aquí, las sensaciones que me provoca se han ido agravando. Si Blanca supiera lo que siento, me diría que es el «acumulado de la Bonoloto», que está ahí cociéndose en su propia salsa. Tengo miedo de estallar un día y meterle la lengua en la boca mientras duerme.
—Será mi hermana. Salta de mi cama.
—¿Has dormido bien en el sofá? —le pregunto mientras me levanto.
—Convencer al casero para que comprara ese sofá fue un acierto. Me he puesto el ventilador y he dormido como en un videoclip de Paulina Rubio.
Me saca una sonrisa unos segundos después de empezar a hablar. Tengo que controlarme para que esta no se expanda y me parta la cara por la mitad.
Hago la cama de Marín en lo que Gema tarda en subir por el ascensor y escapo en dirección a mi dormitorio para hacer el paripé justo a tiempo de que no me vea al entrar. Salgo a su encuentro con mi pijama y un moño.
—¡Madre mía, qué tetazas! —exclamo sin poder controlarme.
Ella se las toca ufana y asiente.
—Llevo relleno.
—Quítate ahora mismo los calcetines del sujetador —rezonga su hermano pasando de largo.
—Quítate tú el que llevas en la entrepierna, que no engañas a nadie.
Me río por lo bajini y le choco la mano con disimulo.
—Bajo un segundo a hablar con la tía —le dice a su hermana.
Me extraña que su tía no suba con Gema y que esa conversación no tenga lugar en la cocina, con una taza de café, como siempre, pero no digo nada por no preocupar a la niña.
Me quedo mirándola con los brazos en jarras y le sonrío.
—Menudo madrugón, maja. ¿Os vais de compras?
—¿No vienes? —Me mira suplicante.
Claro que quiero ir. Gema me hace mucha gracia, soy la pequeña de cinco hermanos y siempre he querido aconsejar a alguien al ir de compras para que no cometa los mismos errores que yo…, por no comentar nada sobre lo mucho que me gusta pasar tiempo con su hermano. Pero es su día.
—Qué va, Pamela —le digo señalando su pecho—, tengo muchas cosas que preparar. La semana que viene es la despedida de Blanca.
—Ojalá me llevarais con vosotros.
—Hay cosas que prefiero que no sepas de la vida, al menos aún —me burlo—. No tengas prisa por saber hasta dónde puede llegar el ser humano en su degradación. Las despedidas de soltera son el apocalipsis.
—¿Habrá hombres desnudos?
—¿Loren cuenta?
Gema se parte de risa y por su expresión yo diría que… no. Loren no cuenta como hombre desnudo según su baremo; ha ejercido de niñera demasiadas veces.
Marín está tardando un poco en subir, así que me llevo a Gema a mi dormitorio para que escoja un libro. Mientras su hermano esté de gira con la tal Noa (nota mental, aún tengo que buscarla en internet, por si es una diosa y yo todavía no estoy muriendo de celos), sus tíos la llevan al pueblo con los abuelos y allí no hay mucha gente de su edad; así estará ocupada en algo. Cuando el diablo no tiene nada que hacer, caza moscas con el rabo, dicen.
Estoy ordenando un par de cosas cuando me pregunta si se puede llevar «este». Al volverme, veo que sostiene el primer poemario de Gus, el que publicó en aquella editorial pequeñita justo cuando lo conocí. Sonrío al recordar la dedicatoria que escribió en la primera página: «Quédate a mi lado para siempre, morena. Y que para siempre sea el tiempo que tú decidas».
—¿Quieres leer a Gus? Creía que no te caía muy bien.
—No, si me cae bien, pero… es un poco pesado —dice con la boquita pequeña.
—¿No te gustará un poquito? —le pregunto.
No sería la primera niña que cae rendida frente a sus aires despechados hacia la vida, sus ojitos vivos y sus poemas sucios de amor y sexo. Yo misma lo hice. No podría culparla, pero… ella me mira asustada.
—¿Qué? ¡No! Pero ¡si es muy viejo! —Benditos quince años…—. Además, es tu exnovio. Una chica no se enamora del exnovio de su amiga.
Apúntatelo, Coco, hasta las adolescentes lo tienen claro.
Suspiro y cojo el ejemplar que sostiene entre sus manos. Es un buen libro; él dice que no se siente especialmente orgulloso de los poemas que llenan estas páginas, pero yo creo que están plagadas de cosas de verdad. Son como escopetazos de vida…, ahora dispara más fino. En dos años, sé que escribirá una novela intimista, sensible y desgarradora, que nos dejará a todos alucinados, pero en lo esencial, no diferirá de la verdad que defendió aquí dentro.
—Este libro es muy bonito —le digo—. Está escrito con muchas palabrotas y expresiones que tu tía no estaría de acuerdo con que repitieras, no sé si me entiendes, pero dice cosas de verdad.
—¿Sobre el amor?
—Sobre el amor. —Me siento en la cama y la miro desde allí abajo—. Sobre el sexo. Sobre uno mismo. Sobre el miedo. Sobre el ego. Sobre la vida a los veintipocos, supongo.
—¿Y tú crees que el amor existe y que es para siempre?
Uy. La pitufa se nos ha enamorado. No sé si de algún compañero de clase, del cantante de ese grupo adolescente medio grunge o del hermano mayor de alguna amiga, pero está claro que Gema está viviendo su primer amor. Adolescente impresionable preguntándote si el amor existe… Coco, ándate con cuidado.
—Yo creo que sí que existe y que es para siempre, porque si queremos mucho a alguien, por más que se acabe, siempre seguiremos queriéndolo un poco, ¿no? Por lo que fuimos —carraspeo al ver que pone cara de no entenderme—. El amor existe, pitufa, y, ¿sabes una cosa?, es bonito y eso, pero… sobre todo es libre.
Un crujido me advierte de que Marín está apoyado en el marco de la puerta, escuchándonos. Cuando nuestras miradas se cruzan, sonríe orgulloso. Pero no. Ni sus ojos brillan más ni se muerde los labios ni desordena los mechones más largos de su pelo con los dedos, nervioso.
—Mira, ya está aquí tu hermano. Ale, fuera de mi propiedad. Tengo una vida que atender.
—Vamos, Pamela —bromea él, señalándole la delantera.
—Pasáis demasiado tiempo juntos. Ya hacéis las mismas bromas —le contesta ella, divertida.
Marín me guiña un ojo y susurra un «gracias», supongo que por haberla entretenido mientras él hablaba con su tía. La verdad es que me encanta estar con Gema; mantiene vivos los recuerdos de cuando la vida era todo intensidad y un «dramita» apasionante continuo.
Antes de que salgan de la habitación, no me pasa inadvertida la mirada que Marín echa al libro que su hermana se lleva con ella. Frunce el ceño antes de marcharse detrás y, cuando lo hace, no tarda en deshacer sus pasos y volver a entrar en mi dormitorio.
—¿Tienes planes hoy? ¿No quieres venir con nosotros?
—Voy a ir a ver a Blanca.
—¿A ponerla sobre aviso por la despedida? —Sonríe.
—Está nerviosa. Le vendrá bien que alguien aparezca en su puerta con vino frío y un poco de sushi.
—Suena a «tarde de chicas» —bromea en tono repipi.
—Después veremos un par de tutoriales sobre cómo hacernos la manicura francesa y saber hacer un buen francés.
—Idiota. —Pone los ojos en blanco—. Oye, noto vibraciones en tu campo de fuerza. ¿Va todo bien?
¿Bien? Bien estás tú con vaqueros azul oscuro. Bien está esa sonrisa de medio lado cuando sabes que tienes razón. Bien está la casa siempre y cuando tú pises con los pies descalzos su parqué, que sí, necesita un acuchillado. Si ponemos mis ganas de besarte como un diez en «estar bien» y lo imposible que es que algún día realmente lo haga como el cero en la misma escala, no, Marín, nada va bien.
Pestañeo lento. Después sonrío enseñándole los dientes que, gracias a años de dentista, están rectos y alineados.
—Todo va de lujo. No podría ser más feliz.
Vale, ya tenemos claro para quién es el primer puesto en este concurso de mentiras. Ahora solo cabe averiguar quién completará el podio de honor.
4
Mi secreto
Cuando llego a casa de Blanca, me duele el brazo izquierdo de sostener el móvil con la oreja. He aprovechado el trayecto desde mi piso para llamar a mi madre y despedirme antes de la escapada en autocaravana y ese gesto le ha brindado la oportunidad perfecta para advertirme del peligro de doscientos mil objetos cotidianos, relatarme una lista de alimentos que pueden ayudar a que nos bronceemos y recordarme la necesidad de que sea responsable con mi sexualidad, aunque la expresión que usa para ello es «cuidarse».
—Mamá. —Me quejo con cariño—. Tengo que colgarte. Ya he llegado a casa de Blanca.
—Acuérdate de enviarme un mensajito cuando llegues. Comed zanahorias crudas. Ojo con dejar los espráis antimosquitos al sol y, por favor…, cuídate. Cuídate con los chicos, que hay mucha enfermedad fea por ahí.
—Que sí, mamá…
—¡Y pasa por casa a la vuelta! Te pongo un cóctel y me lo cuentas todo.
Mi madre… Ese personaje.
Blanca parece algo agitada cuando me abre la puerta. Está vestida, maquillada, la casa parece impoluta y sostiene también el móvil en una de sus manos. Sus bonitos ojos castaños brillan mucho, no sé si de emoción al verme (aprende, Marín) o porque está a punto de llorar. Me asusto un poco, pero su boca, tirando a grande, sonríe y le ilumina la expresión.
—¡Ey! ¡¡Coco!!
—¿A quién esperabas tú, reina? —le pregunto con el ceño fruncido, viendo cómo se peina con los dedos su media melena castaña.
Su expresión cambia y me mira con pánico.
—¡Dime que esto no es la antesala de mi despedida! Por Dios santo, júrame que no será una de esas despedidas en las que las amigas se ríen cruelmente de la novia, la visten de pollo y la obligan a pedir céntimos a cambio de canciones en el metro.
—Eres de lo más retorcida. Si alguna vez me caso, solo espero que no seas tú quien organice la mía.
Le paso la botella de vino blanco que he comprado de camino y una bolsa con el nombre de una cadena de comida rápida japonesa que sé que le encanta. Me mira con desconfianza.
—Si estás pensando que he drogado la comida a lo Resacón en Las Vegas, estoy empezando a pensar que vamos a decepcionarte muy mucho con lo que te tenemos preparado en realidad.
—Ay, calla, calla.
Coge lo que le tiendo y, por fin, me deja pasar. Tal y como parecía desde la puerta, el piso está limpio y ordenado. De Rubén, su novio, no hay rastro.
—¿Y tu futuro marido?
—Tenía plan.
—¿Y qué hacías tú?
—Pues… nada. Aquí. Como no me fío de vosotras, me he despertado al alba y me he pintado como una drag queen por si veníais a recogerme hoy, para pillarme desprevenida.
—Somos personas de honor, querida. Si Loren dijo «lunes», será «lunes». El pequeño emperador lo tiene todo programado al milímetro. O eso nos hace creer.
Parece nerviosa y una punzada de duda por si nos hemos pasado con esto de la despedida me atraviesa el estómago, justo cuando su móvil empieza a emitir un repetitivo tono de llamada.
—Joder —gruñe al ver la pantalla—. Voy a por un par de copas y el abridor. Llévate la botella al salón —me ordena.
La conversación que mantiene es tan silenciosa como agitada, a juzgar por cómo mueve la vajilla estrepitosamente en la cocina. Estoy a punto de ir a ver si está bien cuando escucho el nombre de Loren y me relajo. Solo es Loren…, que es capaz de poner nervioso al sol de mediodía.
—¿Qué quiere? —voceo.
—¡Darme por culo! —contesta Blanca sin ningún tipo de tacto.
—Dile que si se da prisa llega a comer sushi con nosotras.
—Ahora no necesito que me eches la bronca. —Trae las copas en una mano, bocabajo y sigue hablando con Loren, aunque noto que estudia mi expresión—. Necesito una copa de vino del tamaño de la Copa del Rey. ¡Claro que sé lo que es la Copa de Rey, imbécil! Y necesito un copazo de ese tamaño.
Pone los ojos en blanco y asiente un par de veces antes de despedirse y tirar de mala manera el móvil sobre el sofá.
—¿Qué le pasa?
—Nada. —Se aclara la garganta—. Solo estaba satisfaciendo su necesidad de agobiarme hasta la ansiedad.
—¿Con qué?
—Con…, con que…, ya sabes. Que si no voy a desconectar del trabajo y os voy a dar la despedida.
Arqueo una ceja. Tiene el portátil abierto encima de la mesa, pero la intuición me dice que hay algo más. Quiero decirle que soy la reina de las mentiras y que eso me convierte en una máquina infalible de localizarlas, pero eso me dejaría con el culo al aire. Blanca es muy espabilada. Más lista que el hambre, dice siempre mi madre, que no puede evitar ponérmela de ejemplo de cualquier cosa buena de este mundo. No le he cogido tirria porque la quiero y porque compensa su ejemplar currículo vital con todas esas barrabasadas que sé que es capaz de hacer y que mi madre desconoce. Como robar un carro de supermercado y obligar a que la lleváramos dentro durante toda la noche el día que celebró su cumpleaños. Así que si le digo que sé que es mentira, me contestará algo que tendrá como resultado a C