Créditos
1.ª edición: febrero, 2017
© Marisa Grey, 2017
© Ediciones B, S. A., 2017
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-640-8
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
PRIMERA PARTE
1
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SEGUNDA PARTE
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TERCERA PARTE
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CUARTA PARTE
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Epílogo
Agradecimientos
Dedicatoria
A mis suegros, Maribel y Juan Ignacio,
con todo mi cariño,
por siempre en mi memoria.
Cita
No vayas por donde el camino te lleve.
En cambio, ve por donde no hay camino y deja tu huella.
RALPH WALDO EMERSON
PRIMERA PARTE
PRIMERA PARTE
1
1
Finales de febrero de 1898,
territorio del Yukón, Canadá
Silencio blanco. El silencio era cuanto se oía y el color blanco lo invadía todo a su alrededor. No se distinguían los árboles ni el curso del riachuelo, ni siquiera la montaña que se alzaba sobre la ciénaga en la confluencia de los ríos Yukón y Klondike. Un manto de nieve espesa sofocaba cualquier señal de vida. Era lo más parecido a la muerte o que el tiempo se hubiese detenido durante una eternidad en aquella tierra olvidada de todos. Solo de vez en cuando se oía el aullido lastimoso de un lobo ártico, que se desvanecía en la lejanía. Algunas veces él también sentía la necesidad de aullar, de gritar al silencio aunque fuera para oír su propia voz, desafiarle como el náufrago que alza el puño hacia la tormenta. No temía la soledad, lo que le provocaba pavor era la locura que se apoderaba de algunos hombres al vivir en condiciones tan extremas.
Aun así prefería la quietud a los días ventosos, entonces las corrientes se colaban por cualquier rendija y la sensación de frío se hacía insoportable. Sentía el viento del Norte como una respiración agónica de un ser omnipresente, que amenazaba con clavar sus garras en los habitantes de esa tierra en cualquier momento.
En unas semanas empezaría el deshielo; lo anhelaba y a la vez lo temía. Cuando los bloques de nieve se desprendían de las montañas, en un estruendoso chasquido semejante a un trueno, arrasaban con cuanto se cruzaba por su paso. La corriente de los riachuelos, dormida durante el largo invierno, se rebelaba de tanta quietud y se transformaba en una trampa para todo aquel que pretendiera cruzarla. Los ríos Yukón y Klondike se resquebrajaban como si disparasen una salva de cañonazos a una lámina de cristal. La naturaleza salía de su apatía invernal como un gigante iracundo tras un largo sueño.
El deshielo traería temperaturas más cálidas, pero también nuevos peligros como los osos hambrientos que saldrían poco a poco de sus cuevas tras meses de hibernación, más peligrosos que todas las trampas del invierno, y los lobos famélicos se acercarían a los campamentos en busca de restos de alimentos. Pese a todo, había encontrado un lugar donde era quien quería ser, donde nadie ni nada le marcaba ninguna pauta, ninguna limitación, excepto la naturaleza.
La recompensa surgía semanas después: el paisaje se convertía en un majestuoso tapiz salpicado por el azul de los lupinos, el morado de las adelfillas, los rosas y amarillos de las gallardías y el blanco de los arbustos del té del labrador. El cielo abandonaba el gris plomizo del invierno y se tornaba de un celeste intenso salpicado de nubes níveas.
Pero aún faltaban semanas de monótona luz fantasmal, que apenas duraba unas pocas horas, y noches eternas en soledad con la única compañía de sus pensamientos.
Cooper oteó el paisaje tan fascinante como traicionero bañado en una luz mortecina. A lo lejos apenas se distinguía el horizonte; cielo y tierra se confundían, las líneas se difuminaban, desaparecían, jugaban con el observador hasta que nada tenía principio ni fin.
Un viento gélido lo envolvió en un abrazo feroz; enseguida sintió su despiadado mordisco en el rostro. Se arrebujó en la manta con la que se había abrigado y sacó el machete de su funda para partir una de las estalactitas que se había formado en el alero de la cabaña. Volvió al interior, a la semipenumbra solo rota por el halo de luz dorada de los dos farolillos colgados de una viga. Para protegerse del frío mantenía cerrado los postigos de madera de los dos ventanucos de la cabaña. Metió el trozo de hielo en una olla sobre la estufa encendida, que avivó con un leño, después hizo lo mismo con la chimenea. Al cabo de unos segundos el calor le desentumeció los dedos. Se sentó en el suelo sobre una gruesa piel de oso junto a sus perros, Linux y Brutus, a la espera de que se derritiera el hielo.
Linux ladeó la cabeza. Segundos después Cooper percibió lo que el perro había oído antes que él: unas pisadas se acercaban trabajosamente. La nieve crujía bajo las raquetas y de vez en cuando alguien soltaba una maldición. No necesitó mirar por el ventanuco para saber que era Paddy quien se acercaba. Palmeó el cabezón de Linux y se puso en pie para abrir.
—¡Por Jesús! —exclamó el irlandés en cuanto vio la enorme silueta de Cooper en el vano de la puerta—. Creí que no lo conseguiría... la nieve me llega a las rodillas.
Nada más entrar en la cabaña, Paddy dejó su rifle contra la pared y se deshizo de las raquetas de madera. Después se sentó junto al fuego sobre una de las dos sillas que había en la cabaña sin quitarse el aparatoso abrigo de piel de lobo ni los gruesos guantes. Extendió las manos hacia las llamas. De su bigote ralo y su barba de chivo colgaban diminutos carámbanos de hielo.
—Si hoy no hablo con alguien, creo que me pondré a gritar a los árboles —declaró a Cooper, que le estaba sirviendo whisky en una taza de hojalata. Se apresuró a cogerla torpemente—. Gracias, me calentará las tripas. Por San Patricio, y yo que creía que en ningún otro lugar podía hacer más frío que en Circle City.
—No falta mucho para el deshielo —auguró Cooper mientras añadía café al agua, que ya hervía.
—Eso espero, este invierno se me ha hecho eterno. Ojalá haya oro en este maldito arroyo, aunque sigo sin entender por qué elegiste un sitio tan alejado de los demás. No podemos estar más aislados. Todos se han ido a Eldorado o a Bonanza Creek, pero nosotros estamos aquí, en el último agujero del Klondike.
—Podrías haber elegido otro lugar, pero quisiste venir conmigo. Aquí estamos tranquilos. Sabes lo que ha sucedido en las demás concesiones; la gente se ha vuelto loca, la codicia ha matado a más de uno. Todos están pendientes de lo que ocurre en la concesión del vecino. La desconfianza es tal que algunos se han vuelto locos pensando que sus amigos o sus hermanos querían robarles su oro. Además, aquí tenemos leña, caza y, cuando conseguimos romper el hielo, podemos pescar algo.
Cooper hablaba en un tono controlado y se movía con gestos pausados, como si midiera sus fuerzas. Se le veía de humor taciturno, como era habitual en él en los últimos días.
Estuvo pendiente de su amigo mientras este dejaba el bote de hojalata del café en una alacena, que ocupaba casi toda una pared de la cabaña. Cooper había sido previsor como pocos y se había pertrechado de todo cuanto fuera a necesitar mucho antes de que los víveres empezaran a escasear en Dawson. Si no hubiese sido por él, Paddy habría muerto de inanición.
—Eres el único en el que confío —soltó después de dar un trago a su taza—, pero necesito oro cuanto antes. Podríamos haber hecho como Tom Lippy o los Berry el año pasado; hicieron hogueras y cavaron donde el suelo se había reblandecido. Encontraron mucho oro, mucho.
Mackenna filtró el café con una gasa y sirvió dos tazas. Paddy se apresuró a añadir el whisky a la suya y bebió a riesgo de escaldarse la lengua.
—Nosotros también tendremos nuestra oportunidad, ten paciencia. —Cooper se sentó de nuevo sobre la manta con una taza de café en una mano—. El jefe Klokutz me dijo que aquí encontraremos oro. El terreno es perfecto para cobijar una buena veta. De momento solo podemos esperar, llegamos demasiado tarde para empezar una prospección del arroyo. Apenas si nos dio tiempo de construir las cabañas. Sabes tan bien como yo que era primordial protegernos del frío antes de que helara.
—Pero Tom Lippy...
—¿Pretendes cavar el suelo helado? —le preguntó en un tono demasiado suave—. Este invierno apenas podías sostenerte en pie y yo tenía que cazar, cortar leña para los dos y conseguir las raíces que te bajaban la fiebre.
El irlandés soltó un bufido al tiempo que arrugaba el ceño, lo que dio un aspecto extraño a su rostro casi cadavérico. Una barba rala, que acababa en punta, apenas le cubría las mejillas y unas greñas castañas le colgaban como ratas escaldadas a ambos lados del semblante. Estaba tan delgado que se le marcaba el contorno óseo de las cuencas de los ojos y los pómulos amenazaban con traspasar la piel tirante. Había sido un milagro que se salvara de la última pulmonía, pero aún no se había recuperado del todo.
—Lo sé, no me hagas caso. La espera me crispa, es cuanto se puede hacer aquí. El invierno dura ocho meses, después apenas disponemos de cuatro para encontrar algo de oro.
—Tendremos nuestra oportunidad —le aseguró Cooper.
—Si esta vez no tenemos suerte —prosiguió Paddy, cabizbajo después de dar un trago—, no creo que aguante un año más. Este infierno blanco me matará o me robará la cordura.
—A mí me gusta vivir aquí.
—Solo los locos pueden sentirse cómodos en este lugar.
Cooper clavó una mirada carente de emoción en Paddy. Esa mirada gris se asemejaba demasiado a la de un lobo solitario. Un año antes el irlandés se había topado con uno, cara a cara y desarmado; durante al menos veinte segundos se habían mirado fijamente y Paddy se había erizado de pavor hasta que el animal se había alejado de manera inesperada dejándolo temblando. Los ojos de Mackenna eran similares: fríos e insondables. Si a ello se le sumaba la espesa barba de un castaño claro, que le ocultaba media cara, y la melena larga que solía llevar suelta en invierno, el aspecto de Cooper no podía ser más turbador.
—Puede que yo sea uno de esos locos —musitó Cooper—. ¿Quién sabe?
El irlandés prefirió beber a contestar. Algunas veces se preguntaba qué ocupaba la mente de ese hombre solitario. No se comportaba de manera amenazante ni agresiva, pero solo los necios no percibían en él un aura de peligro.
El irlandés era de los pocos que se relacionaban con Mackenna; no le temía, pero se guardaba de tomarse libertades. Con Cooper apenas había cabida para las bromas, sin embargo, pocos cuidaban tan bien de sus animales. Cuando la falta de víveres llegó a ser angustiosa ese invierno, Cooper se enfrentó a un grupo de hombres decididos a llevarse a sus animales con la intención de sacrificarlos. Rifle en mano, amenazó con matar a todo aquel que se acercara a su cabaña. El miedo que inspiraba Cooper los disuadió, pero dicho incidente le obligó a vigilar durante días sin apenas dormir. Ese rasgo tranquilizaba al irlandés, ningún hombre cruel trataría con tanta dedicación a unos chuchos enormes que comían como leones, a un caballo con mal genio y a un burro aficionado a mordisquear todo lo que alcanzaban sus dientes.
—Tienes razón, todos los que vivimos aquí estamos algo locos —admitió Paddy mientras estudiaba el interior ya vacío de la taza—. ¿Quién puede aguantar este frío en su sano juicio? —Meneó la cabeza lentamente—. Anoche soñé que volvía a Irlanda, casi pude oler el aire fresco de la primavera, sentí la suave lluvia y oí el lejano oleaje rompiendo en los acantilados. Y la luz... Aquí no hay luz, en invierno los días son tan cortos que apenas los notas. ¿Tú no echas nada de menos?
Cooper solo evocaba, y cada recuerdo era una agonía y a la vez un consuelo. A su mente acudieron imágenes fugaces de un cabello del color del cobre, unos ojos verdes, una sonrisa traviesa, unas pecas sobre una piel pálida, pero se negó a que todas esas imágenes se convirtieran en una sola. Podía lidiar con los detalles, pero se resistía a evocar su rostro.
—No, no echo nada de menos —mintió.
Muy a pesar suyo, oyó en su mente una voz tan lejana como familiar, a pesar de no haberla oído en nueve años:
—Dime que me quieres... —le susurró ella al oído.
Estaban tumbados bajo la sombra de un árbol. Era una tarde perezosa de verano, durante la cual todos se resguardaban del calor al amparo de sus casas. Ella se había escabullido por la salida del servicio de la vigilancia de su institutriz. Él no había necesitado esforzarse mucho, ya que su padre había fallecido un año antes y no le quedaba nadie, excepto ella.
—No te quiero —respondió él—. Se puede querer un trozo de tarta de manzana o unos zapatos nuevos —se apresuró a añadir al ver como ella fruncía el ceño—. Pero a ti, yo te amo. Te amo más que a nada en el mundo.
Ella sonrió, complacida por la respuesta, y se recostó contra su cuerpo tendido sobre la hierba fresca.
—Entonces ama mi cuerpo como amas a mi persona —le pidió mientras le acariciaba el pecho entre los botones de la camisa.
Cooper cerró los ojos. De repente quería oír el lamento del viento. Quería que se llevara el eco de esas palabras, dejar de sentirla tan cerca. Ella había sido cuanto había amado y necesitado, desde entonces vagaba de un lado a otro sin rumbo.
Unos ladridos interrumpieron sus pensamientos, seguidos de voces de hombres. Cooper fue a uno de los ventanucos desde donde vio a cuatro hombres bajarse de dos trineos tirados cada uno por cuatro perros. Instantes después la puerta se abrió, dejando entrar el frío, y apareció Gustaf Janssen, un antiguo cantero cuyos brazos eran como jamones y sus anchos hombros habían cargado troncos que ninguna mula habría aguantado. Su rostro curtido por la inclemencia del invierno se veía enrojecido y los labios se le habían agrietado, pero sus ojillos azules —bajo unas pobladas cejas pelirrojas— siempre lucían un brillo travieso.
Le seguían tres hombres más, uno de ellos era Dominique Danton, un francés que había recorrido todo el país persiguiendo la buena fortuna y había acabado en el Yukón buscando oro. Los que llevaban años en el norte sospechaban que no aguantaría esa vida de penuria; su cuerpo delgado y su mente frágil no estaban preparados para sobrevivir a un invierno tan largo.
Los dos siguientes eran unos desconocidos. A pesar de sus barbas profusas, melenas desgreñadas y ropa remendada, intuyó que no eran buscadores de oro.
En otro momento la intrusión le habría molestado, pero la estruendosa voz de Gustaf era mejor que el aullido melancólico del viento del Norte para alejar los recuerdos.
—¡Buenos días! —voceó este con un fuerte acento sueco y señaló a los dos hombres, que hicieron un gesto de la cabeza—. Os traigo a unos amigos: Melvin Shaw, fotógrafo, y Bernard Grant, periodista del Examiner de San Francisco. Quieren conocer a unos verdaderos sourdoughs y he pensado: ¿quién mejor que Paddy y Cooper? Señores, os presento a Paddy O’Neil, un maldito irlandés que ha recorrido el río Tanana, y Cooper, el único blanco que ha vivido con los kashkas.
Paddy se apresuró a saludar a los tres hombres; Cooper prefirió servir el resto de café caliente que le quedaba a Dominique, que se había sentado en un rincón sin abrir la boca. Los perros husmearon al francés y se tumbaron a sus pies. Los ojos hundidos de Danton, cercados por unas oscuras ojeras, se cerraron al inhalar el fuerte aroma de la taza que sostenía entre las manos temblorosas. Una leve sonrisa le estiró los labios.
—Gracias, Mackenna...
—Bebe ahora que está caliente —le ordenó.
Cooper le echó una manta sobre los hombros y se sentó a su lado, apoyando la espalda contra la pared de troncos.
Su cabaña se había visto de repente invadida por palabras, risas y calor humano. Gustaf y Paddy se encargaban de hablar por los codos de las penurias del invierno en el Gran Norte, de la esperanza de hallar oro y largarse a otras latitudes más soleadas. Mientras Grant hacía preguntas y anotaba apresuradamente las respuestas en una libreta, Shaw disparaba fotos en el exterior de la cabaña. Cooper jamás había visto una cámara fotográfica tan pequeña, y le asombraba que pudiera disparar unas cien exposiciones gracias al innovador carrete en su interior, según contó el fotógrafo.
El hombre parecía encontrar fascinante cualquier detalle, ya fuera la fachada, la pila escarchada donde bebían sus animales, el surco helado del arroyo o los árboles cubiertos de nieve. Cooper lo espió por el hueco de la puerta entornada, el tipo había perdido el juicio. ¿A quién narices iba a importarle aquel lugar perdido? Cuando el fotógrafo se cansó, regresó al interior y estudió la cabaña con un interés que rayaba lo infantil. Pocos segundos después tomaba parte en la conversación.
Cooper no abrió la boca, prefería escuchar en silencio el barullo que había alejado la voz del pasado. A su lado, el cuerpo de Danton se echó a temblar. Cooper chasqueó los dedos y los perros se pegaron al joven para darle calor.
—¿Y tú no tienes un sueño? —indagó Grant dirigiéndose a Cooper.
Este alzó los ojos del suelo. Paddy pensó que jamás se había parecido más a un animal salvaje.
—Los sueños son peligrosos —dijo sin entonación—. Mi única meta es sobrevivir al invierno. Nadie de por aquí tiene garantizado el regreso a donde sea.
Se hizo un silencio incómodo, solo interrumpido por el crepitar del fuego en la chimenea. Todos eran conscientes de lo peligrosa que era esa región y de lo duro que había sido sobrevivir a las penurias del invierno.
—Yo tengo un sueño —murmuró Danton—. Quiero volver a Nueva Orleans y casarme con Giselle. Ella me espera allí.
Paddy, Gustaf y Cooper apartaron la mirada del joven francés. Los tres sabían que el que menos posibilidades tenía de escapar del Yukón era Danton.
—Pues claro que sí —exclamó el fotógrafo con demasiado entusiasmo y la conversación volvió a llenar de ruido la cabaña.
Sí, en ese momento necesitaba ruido, aunque le fastidiaba que el fotógrafo estuviera tan pendiente de él.
2
2
San Francisco, junio de 1898
En la consulta del doctor Donner siempre olía a fenol y jabón de lejía. Las paredes eran de un blanco deslumbrante, lo que llevaba al chico a preguntarse qué hacían cuando se manchaban de sangre.
Porque Tommy estaba en una consulta donde se veían cosas muy feas, como la pierna rota del joven Dougal y la herida por donde había asomado un trozo de hueso entre borbotones de sangre. El propio Tommy lo había visto y, aunque le habría gustado mostrarse más valiente, unos segundos después había vomitado el desayuno. Recordaba perfectamente, tan solo tres semanas antes, como un chorro rojo y viscoso había salpicado una de esas paredes blancas al tiempo que Dougal había gritado como un marrano en el matadero. En ese momento, sentado en la misma mesa, pero sin riesgo de quedarse cojo como Dougal, Tommy buscaba en vano algún rastro de esa salpicadura de sangre.
Mejor pensar en cualquier cosa en lugar de atormentarse por lo que le esperaba en cuanto volviera a casa con su madre. Tommy se miró el pie vendado, que la señorita Parker sujetaba con delicadeza entre sus manos, mientras su madre despotricaba acerca de las travesuras de su hijo. El niño trató de adoptar una actitud arrepentida con la esperanza de librarse de lo que sería un castigo ejemplar por presentarse en casa con los pantalones desgarrados, el tobillo tan hinchado como la ubre de una cabra y apestando a whisky.
Nada de todo eso habría ocurrido si el bruto de Julius no le hubiese retado a robar una botella de whisky a Harry el Cojo en su taberna del puerto mientras este dormitaba desmadejado en una vieja mecedora. Y casi lo habría conseguido si el perro sarnoso del viejo Harry no hubiese aparecido en el momento más inoportuno, justo cuando Tommy estaba a punto de escabullirse de la taberna por la puerta lateral. Ante la amenaza del perro, que se puso a gruñir de manera escalofriante, salió disparado hacia el patio de atrás sin percatarse de que se estaba metiendo en una trampa sin salida. No tuvo más remedio que trepar a un árbol para escapar de los colmillos del can enfurecido y saltar al otro lado de la tapia.
En la caída se habían roto la botella y los pantalones, y su tobillo derecho se había llevado la peor parte. Lo primero que su madre le había gritado era que no podían permitirse pagar a un médico; y él, a pesar de sus ocho años, lo entendía. Su madre trabajaba de sol a sol en una lavandería, donde se despellejaba las manos en agua hirviendo, y volvía agotada cada noche con un exiguo sueldo en el bolsillo.
Pero su madre no entendía que, si no lo hubiese hecho, Julius se habría reído de él delante de todos los niños del barrio. Vivir en el meandro de calles estrechas y apestosas del puerto tenía sus reglas, incluso para los más pequeños: desde que aprendían a caminar solos todos eran conscientes de que los más débiles se convertían en el blanco de los matones del barrio. Robar esa botella de whisky, para que Julius se la bebiera con sus amigos, había sido la prueba para que le respetaran. Demostrar valentía y atrevimiento era una ley no escrita, pero ineludible, en las calles más pobres de San Francisco. La mala suerte quiso que se torciera el tobillo cuando saltó desde lo alto de la rama, pero aun así Julius le había mirado con algo parecido a la admiración. Y bien pensado, una torcedura no era nada, porque desde esa altura se podría haber roto el cuello.
Echó una mirada de soslayo a la señorita Parker, que escuchaba a su madre con una sonrisa comprensiva en el semblante mientras ponía la bota al pie vendado. Le gustaba la enfermera del doctor Donner; era amable y bonita, olía bien, hablaba sin alzar la voz —no como solía hacer su madre, que gritaba todo el día—, y siempre regalaba golosinas cuando acababa una cura.
—Le aseguro que Tommy se pondrá bien. En una semana volverá a correr como una liebre.
—Ahí está el problema —arguyó la señora Godwin mirando con censura a su hijo cabizbajo—, Tommy siempre anda metiéndose en líos. Si el doctor Donner no hubiese estado en su consulta, no habría podido llevarle a otro médico. No podemos permitírnoslo. No sé qué haríamos sin vuestra ayuda.
Hizo acopio de la poca dignidad que le quedaba, sorbió con fuerza por la nariz y se arrebujó en su chal raído, que ocultaba zurcidos en el cuello y los puños de la blusa.
Lilianne le cogió las manos; las notó ásperas.
—Tranquila, todo irá bien. Ojalá pudiéramos hacer mucho más.
—Ya hacen mucho, se lo aseguro —susurró la mujer.
—Traiga a Tommy la semana que viene para que el doctor Donner vea su tobillo.
—Gracias... —La señora Godwin se metió una mano en el bolsillo de la falda y sacó un pequeño paquete envuelto en un pliego de papel de estraza —. Le he traído esto, lo he hecho yo.
Lilianne desenvolvió el paquete dejando a la vista un pañuelo de fino lino con una delicada cenefa bordada en su contorno. Paseó los dedos por las primorosas rosas enlazadas con ramas de mimosas.
—Es precioso. Muchísimas gracias, señora Godwin.
— Encontré ese trozo de lino en la lavandería y, como nadie lo quería, pensé en bordarle un pañuelo. Antes de casarme bordaba para una modista —explicó con un deje de orgullo.
—Debería volver a bordar, tiene un don para ello —exclamó Lilianne estudiando el delicado motivo floral.
—Lavar ropa es lo que llena la panza a mis hijos.
A pesar de su réplica áspera, la mujer agradeció el halago y se sintió menos afligida por no poder pagar por la atención que había recibido su hijo, al cual hizo una señal perentoria para que se bajara de la mesa.
—Procura no forzar el tobillo y nada de subirte a los árboles —le aconsejó Lilianne mientras le tendía un puñado de caramelos, que desapareció en un segundo en el bolsillo del pequeño—. Compártelos con tus hermanos.
Tommy asintió con solemnidad y siguió cojeando a su madre, que ya salía por la puerta.
—Tommy —le llamó Lilianne—, procura no dar disgustos a tu madre. Trabaja mucho para ti y tus cuatro hermanos, no se merece más preocupaciones.
El pequeño le echó por encima del hombro la sabia mirada de un anciano que había visto demasiadas desgracias.
—Algunas veces hay que hacer lo que hay que hacer, señorita Parker, pero le prometo que haré lo posible por no meterme en líos.
Lilianne se metió el pañuelo en el bolsillo de la falda. Echó una última mirada a la sencilla sala de paredes encaladas y con unas pocas estanterías. En aquel lugar humilde realizaban las curas y guardaban los suministros necesarios para sanar lo que muchas veces precisaba de un quirófano, pero no disponían de más medios. Se reunió en el otro cuarto de la consulta con el doctor Donner, que se estaba lavando las manos en una pequeña pila en un rincón.
—La señora Godwin ya se ha ido. Me da mucha lástima verla tan agotada. —Lilianne meneó la cabeza en señal de disgusto. Se quitó el delantal y lo colgó de una percha—. Parece tan abatida.
Eric Donner asintió con pesar. Acababa de cumplir cincuenta y dos años y en cada arruga de su rostro se adivinaba una naturaleza compasiva. A pesar de ser uno de los mejores médicos de San Francisco, dedicaba tres tardes a la semana a ayudar a los vecinos de un barrio asolado por la violencia y la pobreza.
«Ojalá hubiese más hombres como él», pensó Lilianne.
Desgraciadamente cuanto más poseían algunas personas, menos generosas se mostraban ante el infortunio de los más pobres. Su madre era un ejemplo, no faltaba a un servicio religioso y colaboraba en obras de caridad, pero realizaba ambas actividades como una obligación, más por el qué dirán que por deseo de ayudar. Ellen Parker no movía un dedo si no le generaba alguna ventaja. Alejó al instante el recuerdo de su madre.
—Me temo que no podemos hacer mucho más por ella. Estar aquí tres tardes a la semana es poco, pero para la gente como Amalia es una gran ayuda. —Donner colgó su bata blanca en el mismo gancho donde Lilianne había dejado su delantal—. Ya puedes marcharte a casa, Willoby te espera fuera.
Mirándose en un pequeño espejo colgado de un armario esquinado, Lilianne se puso un sombrerito de paja adornado con un sencillo lazo del mismo color que su falda. Después se hizo con un bolsito de mano, una sombrilla y ocultó su preocupación por el aspecto de Eric con una sonrisa. Estaba segura de que no se marcharía hasta asegurarse de que ese día no lo necesitaba nadie. Viudo y sin hijos, él mismo aseguraba que no tenía nada mejor que hacer. Era médico por vocación y se volcaba en sus pacientes hasta caer rendido, sobre todo con los más desfavorecidos.
—Transmite mis respetos a tu tía Violette.
—Así lo haré. Buenas tardes.
Desde la ventana de la pequeña consulta Eric la observó subirse al cabriolé que la esperaba. Willoby cerró la puertezuela tras ella y se subió al pescante de un salto a pesar de su enorme corpachón.
Agradecía la presencia de Willoby; una joven como Lilianne habría sido una presa demasiado tentadora en una zona de la ciudad donde no abundaban las mujeres como ella, y no quería cargar con una desgracia en la consciencia. La presencia de Willoby resultaba intimidatoria; era suficiente para que el más audaz saliera huyendo.
Los ojos cansados de Eric se dirigieron a Lilianne. Le costaba reconocer a la joven que había salvado milagrosamente. Violette y él habían acordado que Lilianne viviría con su tía a pesar de la oposición de los señores Parker. Desde entonces la joven había florecido bajo las atenciones de Violette, pero había pagado un precio excesivamente alto por su independencia, un precio que casi le había costado la vida.
A pesar de pertenecer a una influyente familia de San Francisco, la joven vivía en un estado permanente de aislamiento; hacía lo posible por pasar desapercibida, apenas se relacionaba con el resto de las familias acaudaladas de la ciudad, y, cuando no le quedaba más remedio que salir de su retiro, esquivaba con evasivas las preguntas capciosas de alguna dama. Los rumores acerca de la ruptura de su compromiso habían sido despiadados, solo el tiempo había ayudado a que la buena sociedad de San Francisco se olvidara de la señorita Parker.
Por desgracia el caso de Lilianne no era el único con el que se había topado como médico. Los propios familiares eran la mayor amenaza para las jóvenes que pretendían dirigir sus vidas. Pagaban un coste desorbitado y casi siempre fracasaban. Al menos Lilianne había tenido una aliada en su tía.
Alguien llamó a la puerta. Un nuevo suspiro salió de entre sus labios finos cobijados bajo un tupido bigote canoso. Al abrir se topó con dos hombres cubiertos de polvo de yeso que sostenían a un tercero que apenas se mantenía en pie. Un hilo de sangre se deslizaba por una sien hasta la barbilla.
—Sentimos venir tan tarde, doctor, pero Salomón se ha caído de un andamio y ha perdido el conocimiento —explicó uno de los hombres.
—Y se ha hecho una buena brecha en la cabeza —añadió el otro.
—Está bien —aseguró Eric con voz cansada—, métanlo en la consulta.
Cerró la puerta después de que los tres hombres entraran. Esos tres días a la semana le resultaban muy gratificantes, pero algunas veces se sentía impotente por no disponer de más medios o de más personal para atender las incontables consultas que nunca parecían tener fin.
En el cabriolé Lilianne contemplaba las calles estrechas. Era un barrio atestado de niños harapientos, mujeres de rostro amargado por las penurias que debían sobrellevar y de hombres encorvados, cansados tras una larga jornada de trabajo apenas retribuido. Olía a estiércol de caballo, miseria, desesperación y rabia. Algunos días Lilianne se marchaba de la consulta con la sensación de no haber hecho nada o, al menos, no lo suficiente.
—¿Alguna novedad? —preguntó Willoby tras echarle una mirada por encima del hombro.
La nariz aplastada del hombre daba a su voz un tono peculiar. Uno de sus párpados se mantenía medio cerrado y le otorgaba un aire siempre suspicaz. En su juventud la viruela había dejado incontables huellas en su piel curtida. Su pelo empezaba a escasear y procuraba taparse la coronilla calva con una gorra. Los que no le conocían ignoraban que su aspecto poco agraciado y amenazante ocultaba un temperamento bondadoso y leal. Al principio Lilianne había rechazado su continua presencia, pero enseguida había descubierto que era un aliado que le permitía moverse a su antojo por la ciudad.
—No, nada fuera de lo común. —Dudó un instante—. ¿Conoces a Tommy Godwin? Un pequeño pillo de unos ocho años, pelirrojo y con el rostro cubierto de pecas. Vive cerca de la taberna de Harry el Cojo. Su madre trabaja en la lavandería que hay en la calle de la consulta del doctor Donner.
Willoby conocía muy bien a los habitantes del barrio. Había crecido sin padre ni madre en esas calles y muy joven se había convertido en boxeador en las tabernas de aquel lugar inmundo. No se sentía orgulloso de su pasado, pero por aquel entonces solo sabía pelear y, gracias a la rabia de los abandonados, había sido de los mejores. Había malgastado cuanto había ganado en mujeres de mala vida y whisky barato. Cuando la buena fortuna le abandonó, el alcohol se convirtió en su único refugio y así emprendió su particular descenso a los infiernos. Una noche unos matones le asestaron una paliza para robarle lo poco que tenía encima y le abandonaron a su suerte en un charco maloliente.
A la mañana siguiente un ángel, que olía a gloria y no sentía repulsión por su aspecto, se dirigió a él. Violette Larke, con la ayuda de su cochero, lo llevó a la consulta del doctor Donner. Este le curó las heridas, pero la señora Violette le salvó el alma ofreciéndole respeto y trabajo. Unos años después le ofreció la mayor muestra de confianza al poner en sus manos la seguridad de su sobrina.
Echó una discreta mirada a Lilianne, que contemplaba la calle al abrigo de su sombrilla.
—Sí, conozco a Tommy Godwin. ¿Ese golfillo ha hecho algo malo?
—No, pero me gustaría que le echaras un vistazo. No quiero que se meta en problemas, intuyo que se relaciona con niños poco recomendables. Si le consiguieras un trabajo, algo como ser recadero, sería una buena ayuda para su madre y no andaría todo el día vagabundeando por las calles. —Soltó un suspiro de resignación—. No es justo, los niños no deberían trabajar. Su lugar es una escuela donde aprender a ser personas de provecho.
—Le vigilaré y le buscaré un trabajillo.
—Te lo agradezco.
Willoby frunció el ceño con la vista al frente. Aquel día las calles estaban más abarrotadas de lo normal y no quería atropellar a nadie. El cabriolé apenas avanzaba entre la gente que se dirigía hacia el puerto.
—¿Por qué hay tanta gente en las calles? —preguntó ella al cabo de unos minutos.
—Hoy ha llegado un barco.
—¿Es otro buque de guerra? —inquirió ella, intrigada por el ir y venir de todas aquellas personas.
Desde hacía semanas el puerto de San Francisco se veía abarrotado de hombres uniformados listos para luchar por el honor de su nación. El patriotismo vivía un nuevo auge por el conflicto entre España y Estados Unidos. El presidente Mackinley había hecho un llamamiento y setenta y cinco mil hombres habían sido reclutados. Todo había empezado con el hundimiento del buque Maine en el puerto de La Habana el 15 de febrero y desde el 22 de abril los dos países estaban en guerra. Era un conflicto lejano que la prensa mantenía vivo en la mente de los ciudadanos más preocupados por pagar sus deudas y no perder sus empleos que por unas tierras lejanas que no interferían en sus vidas.
—No, señorita. Esta vez es un barco con más oro del Yukón. Es el primero que llega a San Francisco este año. A pesar de la guerra contra los españoles, todos quieren saber más de la fiebre del oro. ¿No le parece una locura?
Las noticias acerca de los yacimientos auríferos en el territorio del Yukón habían dejado de ocupar las primeras páginas de los periódicos desde el estallido del conflicto con España, aunque todos seguían soñando con el oro del Klondike, un remoto río en el noroeste de Canadá. En los barrios más pobres de la ciudad se hablaba de las riquezas de una región lejana y desconocida, como si el oro colgara de las ramas de los árboles como fruta madura. Cada vez que llegaba un nuevo cargamento de oro a la ciudad, los curiosos se amontonaban en los muelles, anhelando ser uno de esos hombres ricos.
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Mackenna Creek, territorio del Yukón
—¡Mackenna!
Cooper ignoró la llamada de Paddy y siguió tumbado sobre la roca en medio del arroyo con la vista clavada en el cielo. Era un día soleado, sorprendentemente cálido, perfecto para no hacer nada. La brisa arrastraba el aroma picante de las pináceas, de la tierra húmeda y le acariciaba la piel. No le apetecía conversar con nadie, prefería la soledad que le proporcionaba su cabaña. Desgraciadamente, la región estaba cada vez más infectada de inútiles que irrumpían en su mundo de silencio.
—¡Mackenna! ¿Estás sordo?
En ese instante habría deseado sufrir un episodio de sordera aguda. A desgana echó un vistazo a la silueta desgarbada de Paddy. Este agitaba los brazos con vigor haciéndole gestos para que se reuniera con él mientras evitaba a los perros que le gruñían. Se echó a la poza justo debajo de una pequeña cascada nutrida por el deshielo. El frío le cortó el aliento al tiempo que le produjo una sensación vivificante que le estimuló cada centímetro de piel. Una vez fuera se sacudió las gotas de agua a sabiendas que empaparía a Paddy. Era un justo castigo por interrumpir su descanso.
—Muy amable por tu parte —rezongó el irlandés. Se quitó el sombrero para secarse la cara con una manga—. Te estás convirtiendo en un salvaje. ¿Desde cuándo no te pones algo encima? Vas como tu madre te trajo al mundo...
Cooper ocultó una sonrisa tras una mueca de fastidio y chasqueó los dedos a los dos enormes chuchos, medio perros, medio lobos, que se tumbaron con una docilidad que irritó al irlandés. Esas dos bestias grandes como becerros apenas si le toleraban, pero obedecían a su amo como mansos corderos.
—Estoy en mi tierra y voy como se me antoja. Si te incomoda, ya sabes por dónde largarte.
Echó a andar hacia su cabaña, seguido de sus dos fieles compañeros, sin prestar más atención a su visita, pero Paddy no había cabalgado más de una hora para que Mackenna le cerrara la puerta en las narices.
—Está a punto de llegar un barco a Dawson de Fort Selkirk —soltó a la ancha espalda de su amigo—. Tenemos que ir de inmediato y hacernos con todo lo que podamos. Esto se va a convertir en un auténtico circo en cuanto aparezcan todos los novatos que se quedaron atrapados este invierno en los lagos Bennett y Lindeman. En unos días vamos a darnos bofetadas para movernos y no habrá suministros para todos. El verano pasado se registraron ochocientas concesiones, ni me imagino las que se registrarán este año.
—Se pueden quedar con todas, siempre y cuando me dejen en paz —replicó Cooper, que se disponía a entrar en la cabaña.
Sin esperar una invitación Paddy se adentró en la pequeña edificación después de echar una mirada precavida a los dos perros tumbados junto a la chimenea apagada. Como siempre, el interior estaba ordenado. Cooper era metódico en todo lo que hacía; podía tacharle de huraño o indolente, como en ese momento, pero nadie podía acusarle de ser un holgazán. Sencillamente hacía las cosas cuando creía oportuno, nunca antes, como si siguiera una lista que solo él conocía.
Le había visto derribar con diligencia los troncos que después se habían convertido en las paredes de la cabaña, sin que el cansancio le afectara, sin echar una mirada al arroyo, donde se suponía que estaba el oro que los haría ricos. Después había llenado su despensa con cuanto había conseguido adquirir, cazar o pescar. Lo había hecho todo sin una queja por las picaduras de mosquitos, los arañazos, los golpes o el esfuerzo físico. En cuanto acabó con lo suyo, hizo lo mismo por Paddy, que se había tirado al arroyo, batea en mano, convencido que el oro saltaría a su interior como un salmón despistado.
—¿Te has enterado de que Dominique Danton ha muerto?
Por primera vez Cooper prestó atención a su vecino y se giró con el ceño fruncido.
—¿Cuándo ha sido?
Turbado por la desnudez de Cooper, Paddy desvió la mirada hacia el suelo. Maldijo a Mackenna y su manía de ir desnudo.
—Ayer. Un empleado de Ladue se lo encontró fiambre cuando fue a reclamarle el alquiler de su cabaña. Pobre chico... Me he enterado en Dawson esta mañana. —Paddy se rascó la nuca y meneó la cabeza con pesar, pero un segundo después su rostro se iluminó—.Y hablando de Dawson, ni te imaginas lo que se ha construido en esa ciudad. Ladue sí que tuvo suerte, por Dios, y todos pensaban que estaba loco por apostar por esa tierra pantanosa. Mira ahora, los alquileres han alcanzado precios desorbitados; la Compañía Comercial de Alaska ha pagado cerca de veinte mil dólares por una nave que en cualquier otro lugar le costaría diez veces menos. En Front Street los locales más económicos se alquilan por cuatrocientos dólares. Y todo eso va a los bolsillos de Ladue. Menudo genio. Es una lástima que el tipo se fuera el verano pasado, no tuve oportunidad de preguntarle cómo se le ocurrió crear una ciudad en un pantano apestoso.
Cooper asintió; el recuerdo de una noche blanca en el pequeño colmado de Joseph Ladue en el río Sixtymile le asaltó. Dos botellas de hootchinoo para entrar en calor y matar el hambre habían sido suficientes para soltar la lengua de un hombre reservado como Ladue; le había contado cómo había pedido la mano de la mujer que amaba. El padre de esta le había despachado por no poder ofrecer una vida acomodada a su hija. La joven le había prometido esperarle el tiempo que fuera necesario. La historia le había resultado dolorosamente familiar a Cooper.
Ignoraba si su amigo había tenido suerte. Se la deseaba de corazón, aunque lo que más le había preocupado por aquel entonces había sido el aspecto agotado de Joseph, la constante tos que le había sacudido como una ventisca y la debilidad que había padecido los últimos meses. Trece años soportando las durísimas condiciones de vida del Yukón, sin comodidades, pasando frío y mucha hambre, arruinaban la salud del hombre más resistente.
Durante esa noche blanca no solo habían hablado de mujeres, también habían hablado del anhelo de todos los que pisaban esa tierra: hacerse rico.
—Ladue llevaba más de una década buscando la manera de enriquecerse. Después de muchas penurias tenía muy claro que en cualquier yacimiento no había oro para todos —explicó Cooper—. Tenía razón, jamás habrá oro para todos, sea donde sea. Pero todos necesitamos lo mismo: un techo, comida, ropa, herramientas, madera. Y fue lo que ofreció creando la ciudad de Dawson.
Paddy reflexionó un momento.
—Es lógico que alguien piense en las necesidades que tiene la gente, sobre todo cuando desembarcan a diario cientos de novatos que buscan donde vivir, que necesitan comer o divertirse. Ojalá se me hubiese ocurrido a mí, ahora sería un tipo rico como tu amigo Ladue. ¿Hace mucho que os conocéis?
—Sí, de cuando tenía su colmado en Sixtymile —explicó con paciencia; cuando a Paddy le daba por divagar, nada le devolvía al origen de la conversación.
—¿Socios?
—No, es un amigo.
—Ya... —El irlandés renegó por lo bajo—: Ladue es un amigo, pero parece que yo no lo soy. No me merezco que me digas qué te traes entre manos con él. No soy tonto, chico.
Cooper soltó un suspiro de resignación. Paddy era un hombre jovial, pero también un cascarrabias susceptible cuando se lo proponía. Por eso mismo había preferido construir dos cabañas a vivir con el irlandés. Durante el largo invierno habría sentido ganas de estrangularlo.
—Por favor, te estás comportando como una novia celosa. No le he visto desde el final del verano del 96. No sé de dónde sale que somos socios, lo último que supe de Ladue fue que pretendía comprar ciento sesenta acres de tierra pantanosa entre los ríos Klondike y Yukón. Te aseguro que no nos traemos nada entre manos. ¿Satisfecho? Estabas hablando de Dawson —agregó, esperando así distraer al irlandés.
—Está bien, está bien. Es que me desquicia que no hayamos encontrado el oro que esperábamos y me da por pensar en cosas absurdas.
Echó una mirada sesgada a su socio y volvió a centrarse en el suelo de madera. Su desnudez le incomodaba. Se enzarzó en una descripción de Dawson caminando de un lado a otro sin acercarse a los perros.
—Esa ciudad sigue siendo un barrizal hediondo, pero día tras días surge algo nuevo: un bar, un hotel, un almacén o un burdel. Hay quien vive como un nabab, con todos los lujos que se puede comprar, mientras que otros se mueren de asco en sus tiendas hundidas en el barro. Ayer noche el sueco se bañó en champán en medio del comedor del Monte Carlo. Se gastó más de dos mil dólares invitando a todo el que se le acercaba. Se arruinará en dos semanas si sigue a ese ritmo. Ahora dice que quiere instalarse en San Francisco. Esto se está convirtiendo en un carnaval grotesco. Ya no es como en los otros yacimientos, cualquier idiota con dos manos cree saber buscar oro y lo único que consigue es morirse de asco.
Paddy chasqueó la lengua. La región del Yukón, que había sido un remoto lugar donde solo habían llegado los mineros más avezados o los inadaptados que huían del progreso o de la justicia, se estaba llenando de buscadores de oro y de otros que pretendían serlo. Los nativos los llamaban cheechakos. Cruzaban los pasos de montaña Chilkoot y White en penosas condiciones, navegaban por el mar de Bering hasta el puerto de Saint Michael o por los meandros de los canales del Inside Pass hasta la ciudad de Juneau en buques herrumbrosos, para después recorrer el río Yukón hasta el Klondike. Y nada más llegar, tras un viaje que había puesto a prueba su valor y su voluntad, la mayoría descubría que las mejores concesiones ya habían sido reclamadas por los sourdoughs, los veteranos que llevaban años deambulando por la región. Sus ilusiones, alimentadas por las historias rocambolescas de la prensa que hablaban de ríos de oro, se desvanecían y la realidad los abofeteaba sin piedad: el Yukón no era la Tierra Prometida ni el oro estaba al alcance de todos.
Cooper, a quien los cheechakos y Dawson le traían al fresco, permanecía pensativo.
—¿Qué ocurrirá con la concesión de Danton?
Paddy se sentó en una silla.
—Ese malnacido de Rudger Grass ya se ha quedado con ella. La familia de Danton vive en Luisiana, tienen una semana para reclamar la explotación de su concesión. No disponen de tiempo suficiente para reclamar. Ese Grass lo sabe y se ha aprovechado.
Las autoridades canadienses cobraban un porcentaje de todo el oro que se extraía de las concesiones, por ello no querían asuntos legales pendientes como herencias que mantuvieran inexplotados los yacimientos. Tanta premura había originado muertes sospechosas. Desde que la Policía Montada había instalado un cuartel en la ciudad de Dawson, las muertes habían cesado. Sin embargo, algunos seguían merodeando como carroñeros para hacerse con los títulos de propiedad de los desgraciados que fallecían sin familiares cerca.
—El pobre Danton no tuvo ninguna oportunidad desde el principio —añadió el irlandés con pesar—, y para colmo había perdido la cabeza.
—Lo sé —convino Cooper—; hace una semana me acerqué a su cabaña y estuvo a punto de volarme la tapa de los sesos. Creía que iba a robarle su oro.
No mostró la lástima que le inspiraba la muerte del francés, aun así se arrepentía de haberlo dejado a su suerte cuando se había acercado a su cabaña interesándose por su salud.
Uno más que fallecía.
El territorio del Yukón se había convertido en un auténtico infierno en cuanto los ríos se helaron y los barcos quedaron anclados en el hielo; la falta de previsión ante la avalancha de personas que alcanzaron el río Klondike al final del último verano originó una situación angustiosa para las autoridades canadienses. Las cabañas o las tiendas apenas habían protegido a sus habitantes. Ni siquiera los más fuertes habían sido inmunes a las adversidades del interminable invierno, que llegó a superar los cuarenta grados bajo cero. A las deplorables condiciones de vida se sumaron las enfermedades como la disentería, la fiebre tifoidea y el tifus. Se cebaron como plagas malditas en hombres y mujeres. El hambre también causó estragos. Los caribúes, alces y ciervos desaparecieron por la migración de los animales, pero también por la caza indiscriminada. Se sacrificaron los perros de trineo así como los caballos o cualquier otro animal que hubiese alcanzado el Yukón.
La región se había convertido en una trampa mortal, donde sobraba el oro, pero el oro no aliviaba los calambres producidos por el hambre ni sanaba los cuerpos enfermos ni calentaba una tienda.
Danton había sido un buen hombre en busca de fortuna, pero no había resistido los envites de la enfermedad, el hambre y la locura. Llevaba un tiempo encerrado en su cabaña, convencido de que alguien pretendía robarle su oro.
Cooper sirvió un resto de café a su inesperada visita, ya que Paddy no parecía dispuesto a marcharse. Después se echó aún desnudo sobre el camastro, dispuesto a dormitar un rato si el irlandés cerraba el pico unos minutos. Su esperanza se desvaneció al momento.
—¡Por lo que más quieras, ponte algo encima! —le gritó Paddy, impacientándose por la impasibilidad de Mackenna.
Los perros le enseñaron los dientes y él les devolvió el gesto, pero cuando Brutus hizo el ademán de levantarse, estuvo tentado de subirse a la mesa. Solo su orgullo se lo impidió.
—Deja en paz a los perros —le avisó Cooper.
—¡Pero si no he hecho nada! Son unas fieras que deberías tener atadas.
—Conmigo son leales, es lo que importa. Si no los provocaras, te ignorarían.
Paddy farfulló algo por lo bajo y se bebió el café sin perder de vista los chuchos.
—Tenemos que ir a Dawson —insistió—. Los locos del bosque me han pedido que les traigamos algunas cosas.
Cooper podría haberle dicho que todos ellos eran los locos que vivían como ermitaños en el bosque, pero no le apetecía entrar en detalles. Si Paddy no lo entendía, era su problema.
—No iremos hasta mañana. Dawson es una cloaca y no quiero tener que pasar la noche allí.
Paddy deambuló por la cabaña, siempre a una distancia prudente de los perros que, si bien parecían dormitar, estaban alerta. Contempló por el rabillo del ojo el cuerpo desnudo de Cooper tirado en la cama. Él también parecía relajado, pero el ruido más insignificante era suficiente para que saltara sobre lo que fuera. Su comportamiento solitario había llamado la atención de los nativos. Le llamaban Gran Oso Blanco, por su envergadura y su temperamento hosco y solitario. Paddy no podía negar que algunas veces se comportaba como un oso con dolor de muelas.
Apenas sabía de su pasado, dónde había nacido ni cuál había sido el motivo que le había llevado a aquella tierra remota y peligrosa. Todos tenían una historia a sus espaldas, pero Cooper no soltaba prenda. Lo que nadie le negaba era que conocía el terreno, que se podía contar con él y que jamás usaba la fuerza si no era necesario. Esa actitud le había valido el respeto de los veteranos; aun así, muchos le consideraban un tipo raro.
Rememoró cómo se habían conocido: dos veranos antes el irlandés había intentado alcanzar el río Klondike después de haber recorrido el río Tanana sin suerte, pero su salud debilitada por el frío y el hambre le había dejado al borde de la extenuación. Una noche, tirado sobre un lecho de musgo, decidió encomendarse a Dios y esperar su final.
Sin embargo, su destino no había sido morir mirando el firmamento; un tipo grande y silencioso se materializó de la nada. Paddy, dispuesto a morir, pero no a convertirse en el divertimento de nadie, se enfureció y buscó febrilmente su rifle. Antes de dar con él, el tipo le asestó un puñetazo que le dejó inconsciente. El irlandés se despertó en un trineo tirado por dos perros y dirigido por el tipo que no había sido otro que Cooper Mackenna. Le había salvado de una muerte segura.
Durante unos días le veló con una conversación que se redujo a algún que otro gruñido. Pero el irlandés fue insistente al hablar de las riquezas del Klondike y Mackenna capituló de mala gana. Reunió las fuerzas suficientes para volver al trineo de Cooper y bajaron siguiendo el curso del río Yukón hasta Dawson. Después de un discreto tanteo, Cooper reclamó dos concesiones que le correspondían por ley en un arroyo tributario del Klondike por haber dado con un nuevo yacimiento. No había sido ni de lejos tan espectacular como los arroyos Eldorado y Bonanza, pero Cooper tenía una fe inquebrantable en ese lugar. Aunque muchas veces Paddy no le entendía, seguía a su lado y, gracias a los diez dólares que Mackenna le había prestado, disponía de su propia concesión.
Llevaban un año trabajando codo con codo, pero seguía siendo un desconocido. Ignoraba lo que realmente le movía, era tan expresivo como una pared. Algunas veces su mirada se volvía aún más ausente; en esos momentos Paddy sospechaba que se marchaba muy lejos de donde estuviese, pero nunca se atrevía a preguntarle hacia dónde se dirigían sus pensamientos.
Tomó aire y se decidió a hablar, aunque se esperaba un bufido como respuesta.
—¿Sabes que los tlingits te llaman Gran Oso Blanco?
—Algo he oído.
La escueta respuesta de Cooper no amilanó a Paddy, que se sentía en deuda con ese hombre. Le preocupaba su apatía y, si algunas veces sentía ganas de patearle el trasero, se había propuesto velar por él.
—¿Y sabes lo que les ocurre a los osos machos?
—Creo que sí, pero me lo vas a decir...
La voz de Cooper, que mantenía los ojos cerrados, sonaba perezosa. Paddy puso los brazos en jarra para darse valor.
—¡Pues que mueren solos! ¿Eso es lo que quieres? Un día tus chuchos te devorarán.
Los perros gruñeron al oír el tono de Paddy. Este dio un paso atrás alzando las manos.
—Mira, chico. No sé ni siquiera qué edad tienes...
—Treinta y uno.
—¿Qué?
Cooper soltó un suspiro y repitió:
—Tengo treinta y un años.
Paddy arqueó las cejas. Eso era insólito, Cooper nunca soltaba prenda en todo lo referente a su persona.
—Ah... pues eres aún muy joven —se apresuró a decir.
Volvió a estudiar el cuerpo grande y musculoso de su socio y lo comparó con el suyo: flaco y desgarbado, de brazos largos y piernas como alambres. Hizo una mueca ante las diferencias, pero no tardó en volver a lo que le preocupaba.
—No lo entiendo. Un hombre de tu edad debería querer formar una familia, tener una mujer a su lado y un hogar que no sea una cabaña perdida en un bosque. Pero no, no haces nada que no sea nadar, pescar, sacar alguna que otra pepita de oro, lo justo para dar de comer a tus perros, tu caballo y tu burro. ¿Qué vida es esa? Yo no pienso quedarme aquí un invierno más; sacaré todo el oro que pueda para comprarme una...
—Una granja donde criarás caballos, después te casarás con una buena irlandesa...
Paddy parpadeó, sorprendido de que Cooper se acordara. Algunas veces el irlandés sospechaba que su compañero apenas le prestaba atención cuando hablaba con él.
—Exactamente —convino, asombrado.
Cooper también había anhelado esa vida en el pasado: una pequeña granja o quizás una modesta carpintería. Se le daba bien trabajar la madera y disfrutaba el tacto, el olor, el placer de darle forma con paciencia. Por ella habría construido una mansión, le habría hecho una cama digna de una reina. Se habría deslomado para compensarla por haber renunciado a tanto por él. Qué ingenuo había sido.
—Me alegro por ti, pero yo vivo la vida que quiero. No necesito a una mujer que me dé órdenes, a unos niños gritones ni deslomarme para alimentarlos a todos.
Paddy sintió la mirada ausente de su vecino, sus ojos grises, extraños e inexpresivos, destacaban en su rostro moreno por el sol. Se sentó, desanimado. El estado de ensimismamiento de Cooper le preocupaba cada vez más. Tanta soledad no podía ser buena, ni siquiera para un hombre tan fuerte como Mackenna.
—Mira, chico, no dejo de pensar en qué será de ti...
—¿Ahora te has convertido en mi niñera?
—Hazme caso. Márchate de aquí o acabarás loco de remate como Dominique.
Cooper volvió a cerrar los ojos zanjando así la conversación. Paddy apretó los dientes, cada vez más frustrado; le debía una, y bien grande. Cooper le había salvado la vida y quería hacer algo por él, pero hasta entonces había sido Mackenna quien había velado por él a su manera.
Por su parte, Cooper meditaba sobre los últimos años que había vivido, cuán diferente había sido su destino de lo que había imaginado junto a ella. Sí, había tenido un sueño que pagó muy caro. No volvería a creer en sueños.
—Nos tenemos que ir cuanto antes —le dijo ella entre lágrimas—. Mis padres quieren casarme con Fletcher Vernon. Dios mío, es casi un anciano y apenas puede caminar de lo gordo que está...
La voz se le quebró y él la abrazó, ocultos tras la caseta de la enorme caldera que generaba luz eléctrica a toda la mansión de los Parker. Se sentía frustrado y asustado, solo atinó a abrazarla aún más fuerte.
—Tenemos que escaparnos —insistió ella con el rostro bañado en lágrimas.
—No tenemos nada —le recordó—. Apenas disponemos de unos pocos dólares...
—Yo puedo llevarme mis joyas. No son muchas, pero nos las arreglaremos. Nos ocultaremos en Oakland entre los trabajadores del ferrocarril. Lo tengo todo pensado; hay un barco, el Matamua, que zarpa en menos de tres semanas. Si vendemos mis joyas, podremos comprar los pasajes y nos sobrará para pagar una pensión hasta que nos vayamos. —Se aferró a su camisa—. ¿Recuerdas nuestro sueño? Lo conseguiremos.
Escapar. Era lo único que les quedaba, no había otra solución. La besó con desesperación. Ella era cuanto necesitaba; sin embargo, huir precisaba algo de organización porque los Parker jamás los dejarían escapar sin perseguirlos. Él podía acomodarse a una vida de estrecheces, pero Lily no estaba acostumbrada. ¿Qué sería de ella? Le cogió el rostro entre las manos.
—Si huimos, viviremos una vida de privaciones, al menos hasta que consigamos asentarnos en algún lugar.
—¿Crees que no puedo? —Se mordió el labio superior, como hacía cada vez que se ponía nerviosa. La conocía tan bien que sospechó al instante que le iba a comunicar una mala noticia—. Además... Además... —titubeó desviando la mirada—. Además, estoy embarazada.
Se quedó petrificado, dividido entre la más absoluta felicidad y el más aterrador pánico. Llevaban un año manteniendo relaciones y habían tomado todas las precauciones, pero a la vista estaba que no había sido suficiente. El deseo y la pasión los había unido aún más, pero las consecuencias podían ser un desastre si los Parker se enteraban. La noticia de Lily lo cambiaba todo.
—¿Estás segura?
Ella asintió. Lo miró a los ojos y Cooper se perdió en esas dos lagunas que le encandilaban. Por esa mirada daría la vida si ella se lo pidiera.
—¿Lo entiendes ahora? —le instó ella con los ojos brillantes—. Nos fugaremos y nos casaremos. Una vez que lo hagamos, mis padres ya no podrán separarnos. No quiero casarme con ese hombre, me mira como si fuera una yegua. A quien quiero es a ti, me moriré si nos separan...
La abrazó para no dejarse llevar por el pánico. La amaba tanto que le dolía, no concebía un futuro sin Lily.
—Seremos felices —le prometió ella y escondió el rostro contra su cuello—. En cuanto zarpemos para Australia, nada ni nadie podrá separarnos.
Él cerró los ojos rezando por que fuera cierto.
—Iré yo solo a Dawson —masculló el irlandés.
—Está bien, está bien —cedió Cooper, deseoso de hacer algo para alejar los recuerdos.
—Ya era hora, pero ponte algo encima, empiezo a sentirme incómodo. Recuerda que soy un buen católico irlandés.
Cooper soltó una carcajada poco usual en él mientras se ponía unos pantalones de gamuza.
—Querrás decir que eres un demonio irlandés.
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Lilianne entró en la casa de su tía en Nob Hill. Era mucho más humilde que la imponente mansión de Gideon Parker, que se encontraba a pocas calles, pero se respiraba paz. Los muebles eran cómodos, las estancias luminosas, decoradas con primor, y Violette cuidaba de que hubiese flores en abundancia en cada estancia. Siempre olía a los dulces que la señora Potts horneaba para el té de la tarde y a las rosas del jardín que su tía cuidaba con esmero con la ayuda de un jardinero.
—Willoby, deja la caja en el suelo. Mañana se la llevaremos a la señora Godwin.
—¿Para qué sirve todo esto? —resopló Willoby, dejando una caja donde le había señalado.
—Son rollos de lino e hilos para bordar, quizá se pueda ganar algún dinero extra si borda unos pañuelos.
El hombretón asintió, satisfecho. Él también haría una pequeña aportación al bienestar de la familia Godwin. Se quitó la gorra, la enrolló y se la metió en un bolsillo de su chaqueta de paño.
—He encontrado trabajo para el pequeño. En la panadería de la calle Fremont necesitaban un recadero. La señora Buchanam no le pagará mucho, pero le tendrá ocupado. Si el chico se porta bien, seguramente se llevará a casa parte de los dulces y del pan que no se haya vendido en el día.
Lilianne, que estaba dejando la sombrilla en un paragüero, se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.
—Es maravilloso, te lo agradezco.
Llevada por el agradecimiento, se puso de puntillas y le dio un fugaz beso en la mejilla.
El rostro de Willoby enrojeció. Un beso de la señorita Lilianne, aunque hubiese sido un simple roce, era lo más parecido a tocar el cielo. Algunas personas apenas lograban ocultar la aversión que les provocaba su aspecto. Lilianne era diferente, le miraba a los ojos y nunca le había mostrado el más mínimo atisbo de rechazo.
—Buenos días, Willoby.
Violette irrumpió en la entrada mientras se quitaba los guantes de jardinería. Sus mejillas mostraban un ligero sonrojo por haber estado al sol, su moño alto del color de la miel salpicado de canas se había ladeado un poco y su falda estaba manchada de tierra en la orilla. Cualquier otra mujer habría parecido ridícula con su aspecto, pero la señora Larke desprendía seguridad incluso en las condiciones más inusuales. En su juventud había sido una debutante esbelta y de belleza serena. El tiempo había sido benévolo con ella y le había suavizado los rasgos, redondeado la silueta sin robarle una pizca de su distinción.
—La señora Potts ha preparado una exquisita limonada, creo que un vaso te sentará bien. Y dile que te sirva pastel de crema.
Willoby no tardó en desaparecer por el pasillo que conducía a la cocina, arrancando una carcajada a Lilianne.
—Menudo pillo, haría cualquier cosa por atiborrarse con los bizcochos de la señora Potts. —Se quitó el sombrerito y los guantes para dejarlos sobre una mesita bajo un espejo—. Perdona que no te esperara esta mañana para el desayuno, pero tenía pendiente muchos recados. He pensado en lo que hablamos anoche y le he comprado a la señora Godwin lino e hilos para que borde lo que crea oportuno.
—Cuéntamelo, pero pongámonos cómodas. Estoy agotada después de pasar casi toda la mañana en el jardín.
Violette se dirigió al saloncito, donde tomó asiento en un sofá. Palmeó a su lado. Lilianne obedeció y esbozó una mueca.
—Todavía no sé cómo voy a convencer a la señora Godwin que acepte todo lo que le he comprado. Amalia no acepta lo que ella considera caridad. Cada vez que viene a la consulta del doctor Donner, siempre nos trae un detalle cuando sabe que no debe pagarnos nada.
—Encontrarás la forma de convencerla; confío en ti.
Una doncella las interrumpió; dejó con cierta torpeza sobre la mesita delante de las dos mujeres una bandeja con una jarra de limonada, dos vasos y unas pastitas recién hechas en un plato. En las mejillas carnosas de Melissa aparecieron dos hoyuelos cuando esbozó una sonrisa tímida dirigida a Violette.
—La señora Potts m’ha mandao traer un piscolabis después de tanto trabajar en el jardín.
—Es muy amable de su parte. Puedes retirarte, nos serviremos nosotras. Y si puedes, Melissa, procura esforzarte al hablar. La señora Potts «te ha mandado» que nos traigas «un tentempié».
—Sí, señora...
La joven se alejó apresuradamente. En cuanto se quedaron solas, Lilianne propinó un suave apretón a una mano de su tía.
—¿Cómo se está adaptando?
Violette miró la puerta por donde había desaparecido la doncella. La había sacado de la calle, antes de que acabara en algún tugurio. A Melissa le había costado acostumbrarse a un horario y unas normas, aun así aprendía rápido.
—Muy bien, todavía tengo que corregirle ese habla tan peculiar, pero confío en que lo lograré. Ojalá pudiera ayudar a más jóvenes como ella, pero la herencia de tu tío no me da para muchos milagros. Le he propuesto a Adele crear un hogar donde recoger a las mujeres como Melissa, un lugar donde puedan recibir una formación que les permita encontrar un trabajo digno. Para ello, precisamos del apoyo de alguien con influencia que nos proporcione financiación para ese hogar. He pensado que el gobernador podría ser de utilidad, pero primero tengo que convencer a su mujer. Quizá vaya a verla la semana que viene.
Lilianne reprimió el deseo de abrazarla, si bien Violette era una mujer generosa y alegre, siempre dispuesta a ayudar a los más vulnerables, fingía impacientarse ante las demostraciones de afecto.
—Espero que tu idea funcione. En cuanto a Amalia, ya encontraré la forma que acepte mi ayuda. Le hablaré del mercadillo que el reverendo Wesley quiere organizar para recaudar dinero para el orfanato.
Violette cogió una pastita que se llevó a la boca. En cuanto se la comió, soltó un suspiro de satisfacción.
—Las pastas de Milicent son mi perdición. —Se recompuso luciendo una sonrisa—. Dile a la señora Godwin que si tiene listas algunas prendas para dentro de un mes, puede llevarse un porcentaje de las ventas en el mercadillo del reverendo Wesley. Eso dará a conocer su talento, y te aseguro que haré que todas mis amigas compren alguna de sus labores. Es una pena que se eche a perder su habilidad, el pañuelo que te regaló es precioso. —Tomó otra galletita y se la tendió a su sobrina—. ¿Recuerdas que esta noche asistiremos a la velada de Adele?
Lilianne fingió un repentino interés por la galletita que le había dado su tía. No le importaba acompañar a Violette, lo hacía de vez en cuando, pero lo que no quería era verse cara a cara con sus padres y su hermana. Sus encuentros eran ocasionales y siempre en lugares públicos. Algunas veces Lilianne los echaba de menos de manera incomprensible dado lo mal que se habían portado con ella. Al igual que no se arrepentía de haber creído en un sueño, aunque se convirtiera en una pesadilla.
—¿Lilianne?
Violette estaba acostumbrada a sus silencios, pero años atrás había sido una joven alegre. La vida y sus desengaños la habían convertido en una mujer meditabunda.
—Perdóname, estaba distraída. ¿Mis padres también acudirán a la velada?
—Así es. —Violette le puso un dedo en la barbilla, obligándola a que la mirara a los ojos—. Un día entenderán que se equivocaron.
—Mi padre sigue culpándome de no haber ganado esas elecciones por el escándalo que provocó la ruptura de mi compromiso.
—Gideon no quiere reconocer que jamás habría ganado esas elecciones. George Sanderson fue el favorito desde el principio. En realidad creo que te teme; hiciste lo que pocas jóvenes se atreven: no acataste la voluntad de tu padre cuando quiso que te casaras con su socio Fletcher. Fue tan arriesgado como valiente por tu parte.
¿De qué le había servido? Se había rebelado y lo había perdido todo. Y si no hubiese sido por la decisión de Violette de llevársela a su casa, el precio habría sido aún más alto.
—Tu compromiso con Aidan puede que le apacigüe. Es un hombre honorable, muy bien situado y respetado, y su familia procede de la nobleza más rancia de Inglaterra. Además de ser el hijo menor de un conde, Aidan es un hombre rico hasta decir basta. Tu padre siempre relaciona todo lo que sucede a su alrededor con sus negocios. ¿Crees que no verá el beneficio económico de vuestra unión, además de tener a un noble en la familia?
Por supuesto que lo había pensado y era lo que la había llevado a dudar cuando Aidan Farlan le había pedido matrimonio. Sentía un profundo afecto por él y sabía que a su lado iba a conseguir la estabilidad emocional que tanto anhelaba. Con todo, no lo amaba como sabía que podía hacerlo ni volvería a entregarse con tanta intensidad que casi había acabado con su cordura.
—Sí, seguramente dejaré de ser la oveja negra de la familia, pero... No sé si lo que siento es suficiente para casarme con él. Me parece injusto para Aidan. No me juzgues, lo aprecio, pero sé... sé que puedo amar de forma mucho más profunda...
—Lilianne, conozco a Farlan desde hace años, asistí a su boda con Isabelle. Estaban muy unidos. —Violette esperó a que su sobrina la mirara y le colocó un mechón de cabello detrás de la oreja—. La muerte de su esposa le afectó de tal manera que muchos pensamos que acabaría cometiendo una locura. Dejó atrás a su país, a su familia y se casó con ella en contra de la voluntad de todos. Poco después Isabelle enfermó y ya sabes cómo acabó. Cada uno, a vuestra manera, arrastráis un pasado que os ha vuelto muy precavidos. Vuestro matrimonio quizá no se base en un amor apasionado, pero dime, ¿quién goza de semejante dicha? En nuestro círculo la mayoría de las uniones son un negocio, una alianza entre familias y una suma de intereses. Al menos Aidan y tú sentís un profundo afecto; es mucho más de lo que algunos de mis amigos pueden decir de sus matrimonios.
Lilianne agradeció las palabras de su tía. El amor casi había acabado con ella, posiblemente una relación menos apasionada, pero cimentada en el afecto y la confianza, le brindara la felicidad y la paz que tanto anhelaba.
—Tienes razón. Me apena que Aidan se marche mañana, los días se me harán eternos mientras esté en Londres.
Violette jugueteó con una galleta que se desmenuzó entre sus dedos.
—¿Le has hablado de tu pasado? Sabe que...
—Sí, y fue muy comprensivo.
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Una nube de mosquitos sobrevolaba la cabeza de Paddy, que se daba manotazos por todo el cuerpo. Sus maldiciones se propagaban por el bosque entre los trinos de oropéndolas, petirrojos y zorzales. El aire olía a la resina de los abetos y el musgo del suelo amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos. Cooper inhaló con fuerza, en breve abandonarían la paz del bosque y se adentrarían en las entrañas de Dawson y todas las concesiones que se habían registrado entre la ciudad y la montaña Dome. Detrás, su burro Trotter arrastraba el trineo al que le habían añadido ruedas. Linux y Brutus se habían adelantado en busca de algún conejo. Regresarían en cuanto se hubieran cansado de correr por el bosque. No temía por ellos, sabían defenderse.
—¿Por qué narices los mosquitos me están comiendo vivo mientras que a ti apenas te pican? —se quejó Paddy.
—Te di un ungüento —le contestó Cooper, aburrido de las quejas de su compañero.
—No sé qué es mejor; si me embadurno con tu mejunje, apesto como un castor.
—Entonces no te quejes.
El irlandés siguió rezongando por lo bajo con un manotazo ocasional en el cogote o una mejilla. No tardaría en volver a la carga. Estaba de mal humor, y todo porque Cooper había ido a pescar antes de salir hacia Dawson. Aun así Paddy se había zampado dos truchas y un buen trozo de queso, sin dejar de protestar.
—¿Y se puede saber por qué te has vestido así? —volvió a la carga. Echó un vistazo al atuendo de Mackenna: pantalones y túnica de gamuza y botas de ante—. Ya empiezan a susurrar; dentro de nada te dirán que eres un siwash, como le ocurrió a Carmack.
—Desde que se ha hecho rico, ya no le importa mucho parecerse a un indio —soltó Cooper, no sin cierto desprecio.
Paddy chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—Ya, el oro cambia algunas personas. Compadezco a esa pobre india, con la que está casado. Y esa niña que han tenido... —Meneó la cabeza—. Una mestiza nunca encontrará su lugar, por muy rico que sea su padre. En cuanto a ti, deberías dejar de tontear con Lashka. Te sigue como un cachorro y eso te traerá problemas.
—Es muy joven.
—Tiene diecisiete años, edad suficiente para saber lo que quiere de un hombre —le rebatió el irlandés—. Acabarás metiéndote en un lío. Subienkow no ve con buenos ojos que su hermana le haga ojitos a un blanco. Recuerda que en esa tribu un joven se convierte en jefe a través de las mujeres de la familia. ¿Lo entiendes? —insistió alzando la voz.
—¿Y qué cambiaría? Ni siquiera pueden seguir con sus tradiciones. Se los han llevado lejos de los yacimientos supuestamente para protegerlos, pero todos sabemos que los han alejado para que no puedan crear problemas.
—Es una cuestión de honor. Lashka es hija del jefe y el hombre que se case con ella se convertirá en el sucesor de Klokutz.
—Entonces su hermano nunca se convertirá en jefe.
—Exacto, por eso prefiere que quien se case con su hermana sea de su confianza.
—Puede dormir tranquilo, no pienso casarme con nadie porque ya estoy casado —explicó Cooper sin inmutarse.
La montura de Paddy se encabritó por el sobresalto que este dio. Le costó tranquilizarla sin perder de vista el rostro inalterable de su compañero.
—¡Por San Patricio, esas cosas no se dicen así!
Cooper esbozó una sonrisa socarrona.
—¿Por qué? ¿Pensabas pedirme en matrimonio?
Paddy farfulló varias imprecaciones que Cooper ignoró, prefirió silbar con fuerza para que sus perros volvieran a su lado.
—¿Y puedo preguntar por qué me lo cuentas ahora? —inquirió Paddy con aire ofendido—. Durante todo el maldito invierno te has mantenido callado y ahora sueltas de sopetón que estás casado.
Cooper permaneció en silencio, disfrutando de la frustración de Paddy, que apenas se mantenía sobre su montura. Cuando creyó que su amigo iba a explotar, le contestó:
—Puede que esté cansado de oír tus historias sobre tus siete hermanos. Me sé de memoria todas tus anécdotas, hasta con quién te diste tu primer beso. Hablas más que un cheechako asustado.
—No soy un cheechako, maldita sea. Cuando tu madre te limpiaba los mocos, yo ya buscaba oro en las Black Hills...
—Apenas eres dos años mayor que yo —le recordó.
Una mirada de soslayo de Cooper le hizo encogerse de hombros.
—Bueno, puede que haya exagerado, pero tengo tanta experiencia como tú. —Se tironeó de la barba arrugando el ceño—. ¿Y puedo saber dónde está la pobre desgraciada de tu esposa? ¿Te echó de casa porque estaba cansada de tu animosa conversación?
Soltó una carcajada, que se convirtió en un carraspeo al percibir la tensión en Cooper.
—Lo siento, no sé lo que digo.
Los perros regresaron con la lengua colgando, enseguida adoptaron el paso de los caballos.
—Hace años que no sé nada de Lily —murmuró Cooper por lo bajo, sorprendido por haberla mencionado después de tanto tiempo.
Con un meneo de cabeza Paddy dejó claro lo que pensaba de Cooper. Escupió en el suelo y casi le dio a uno de los perros. Encogió las piernas por si al chucho se le ocurría darle un bocado, luego enseñó los dientes a Linux, que le devolvió el gesto con un gruñido.
—Eso no está bien, chico —decía mientras tanto—. No se puede abandonar a una mujer a su suerte.
Cooper alzó una mano dando por zanjado el tema y prestó atención al borboteo del arroyo que seguían, al trino de las aves, al viento que agitaba las hojas en las copas de los árboles... y a un chasquido seguido de un derrumbamiento de piedrecitas. Fue un ruido casi imperceptible. Los estaban siguiendo.
—¿Qué? —susurró Paddy, que se fiaba más del instinto de Cooper que del suyo. Se llevó una mano a su arma—. ¿Es un oso?
—No, es mucho más sigiloso.
—Los lobos tampoco me gustan.
—No son varios, en todo caso uno. Tú sigue al mismo paso, yo fingiré que miro los cascos de mi caballo y...
—¿Estás loco? Si es un lobo, se te echará encima. Están hambrientos.
—Los lobos suelen huir de los hombres.
Cooper ignoró las advertencias de su amigo. Fingió limpiar los cascos de su caballo mientras echaba miradas discretas a su alrededor. Lo que fuera se movió con agilidad y se ocultó entre los matorrales. No era un qué, era un quién. Se enderezó lentamente.
—Voy a... ya sabes... —Señaló su entrepierna, después los árboles.
Paddy abrió los ojos como platos. Ignoraba si el cuajo de Cooper se debía a la temeridad o a la estupidez.
—¿Tú estás mal de la cabeza? —murmuró apresuradamente—. ¡Puede que haya un lobo cerca y tú vas a vaciar la vejiga como si nada!
Cooper se acercó unos metros a su objetivo caminando entre los árboles. Distinguió una figura agazapada tras unos matorrales a pocos metros. Se estiró emitiendo un gruñido y, cuando se relajó, echó a correr. En un instante estuvo cara a cara con Lashka, que lo miraba desafiante con sus ojos rasgados y oscuros como el carbón. Era tan bajita que precisó alzar su nariz pequeña y chata hacia el cielo, y para reafirmar su pose orgullosa, echó adelante la barbilla.
—¿Por qué nos sigues? —espetó Cooper.
Ella se recompuso el traje de una mujer blanca. Le iba estrecho y era demasiado largo, la falda era un impedimento y los zapatos, que asomaban más abajo, le estaban grandes. Cooper apenas entendía cómo los había seguido con semejante atuendo sin que la oyera antes.
—Contesta, y dime por qué vas disfrazada como una ramera.
Lashka se aca