Libre

Patrick Ness

Fragmento

cap-1

1

EL YUGO

Tendría que ser Adam quien fuera por las flores.

Su madre no daba abasto, según dijo; y las necesitaba para esa misma mañana, por no decir para ya mismo, si es que quería evitar que el día fuera un completo desastre; y a la postre, que Adam acudiera a la pequeña «quedada» de esa noche con sus amigos podía o no depender de su disposición a —o éxito en— ir por las flores y hacerlo sin chistar.

Adam adujo —y bastante bien, a su juicio, sin pasarse de enfadado— que quien había pisado las flores «viejas» era su hermano mayor, Marty; que él, Adam, también tenía mucho que hacer aquel día; y que los nuevos crisantemos para el camino principal no eran una prioridad lógica a la hora de asistir a una quedada para la cual había tenido que currárselo (nada, jamás, era gratis con sus padres), partiendo toda la leña para el invierno cuando todavía estaban en agosto. Su madre, sin embargo, fiel a su estilo, lo había convertido en un decreto: o iba por las flores, o esa noche no salía, y menos aún estando tan reciente la muerte de aquella chica.

«Tú eliges», dijo su madre, sin mirarle siquiera.

Es el Yugo y nada más, pensó Adam mientras se sentaba al volante de su coche. Y el Yugo no siempre está. Pese a ello, tuvo que respirar hondo varias veces antes de arrancar.

Al menos era temprano. Quedaba por delante todo un sábado de finales del verano, horas que llenar, horas que él ya había llenado con un programa de cosas (era de esos a los que les gusta programar): tenía que ir a correr un poco; tenía que ir a hacer inventario al Evil International Mega-Conglomerate, y eso le llevaría varias horas; tenía que ayudar a su padre en la iglesia; tenía que pasar por el trabajo de Angela para asegurarse de que reservara unas pizzas para la fiesta…

«Hola.» El móvil vibraba en su regazo.

Adam sonrió levemente. Sí, eso también tocaba hoy.

«Hola», tecleó. «¿Quieres comprar flores?»

«¿Estás hablándome en clave?»

Sonrió otra vez y puso la marcha atrás para salir a la calle. Bien, fuera la rabia, porque ¡menudo día me espera! ¡Diversión asegurada! ¡Risas en cantidad! ¡Copas y papeo y amigos y sexo! ¡Y qué puñalada trapera al final, porque era una fiesta de despedida! Alguien se marchaba. Adam no estaba seguro de querer que ese alguien se marchara.

Menudo día…

«¿A qué hora pasarás?», preguntó su teléfono.

«¿Qué tal a las 2?», tecleó él aprovechando un stop.

La respuesta fue un emoji con el pulgar alzado.

Adam dejó atrás su arbolado vecindario para incorporarse a la arbolada carretera que iba a la ciudad. De hecho, todo cuanto había en unos ochenta kilómetros a la redonda era «arbolado»; esa era la apabullante característica de la localidad de Frome, por no decir la apabullante característica del estado de Washington. Era un hecho probado que, de tanto ver el mismo panorama, el panorama se volvía invisible.

Adam pensó en las dos de la tarde. Para entonces le esperaba una buena dosis de felicidad. De felicidad secreta.

Sí, pero esa punzada en el estómago…

Eh, basta. No, le hacía mucha ilusión. De todas todas. Sí, señor. De hecho, ahora que lo pensaba…

De hecho, sí, justo eso.

Otro stop. «La sangre sigue fluyendo», tecleó en el móvil. «Engordando cosas.»

Respuesta: dos emojis con el pulgar alzado.

Observemos a Adam Thorn, ahora que se incorpora a la otra carretera —arbolada, cómo no—, la que lleva al vivero de plantas, esa que incluso siendo sábado y temprano ya va bastante cargada. Adam Thorn, nacido hace casi dieciocho años en el hospital que hay a unos quince kilómetros siguiendo esa misma carretera. Lo más lejos que ha estado de aquí fue cuando hicieron la aburrida excursión familiar al monte Rushmore. Ni siquiera pudo ir en viaje misionero a Uruguay con su padre, su madre y Marty cuando él, Adam, estaba en sexto curso. A la vuelta, su padre se inventó que aquello había sido una pesadilla de barro y de nativos reacios a la evangelización, pero Adam —al que habían condenado, por ser demasiado pequeño, a tres semanas de cenas a las 4.30 de la tarde con el abuelo John y la abuela Pat— no pudo evitar intuir que estaban pegándosela.

Doce meses más, pensó, y adiós Yugo. El último curso de instituto empezaba dentro de una semana.

Y después: el cielo.

Y es que Adam Thorn quiere largarse. Adam Thorn ansía tanto marcharse que hasta le duele la tripa y siente una especie de vértigo. A Adam Thorn le gustaría despedirse en compañía de la persona que se va a despedir cuando acabe la fiesta de despedida.

Bueno, ya se verá.

Adam Thorn. Rubio pajizo, alto, corpulento de una manera que podría ser resultona, pero que solo ahora empieza a encajar en la gravedad. Con calificaciones excelentes, está peleando por elegir universidad; mejor dicho, por entrar en una universidad, la que sea, pues los problemas económicos que se supone que van quedando atrás no van quedando atrás, lo que aún vuelve más insensata la compra de crisantemos, pues «la casa de un predicador debe tener cierto aspecto»; pero él se ha fijado una meta, que es largarse de Frome (Washington) lo antes posible.

Adam Thorn, guardián de secretos.

En el momento en que entraba en el vivero, le sonó el teléfono.

—Hoy todo el mundo se ha levantado temprano —contestó mientras aparcaba.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que yo no soy todo el mundo? —refunfuñó Angela.

—Todo el mundo es todo el mundo. Si se dice así, es por algo.

—Si se dice así, es porque ellos se pasan el tiempo haciendo cosas estúpidas mientras nosotros (que no somos todo el mundo) nos reímos de ellos y así nos sentimos superiores.

—¿Por qué estás levantada?

—Las gallinas. Por qué va a ser.

—Claro. Las gallinas son la causa de todo; cualquier día mandarán ellas.

—Ya mandan. ¿Y tú por qué estás levantado?

—Hay que sustituir unas flores del jardín de la penitencia de mi santa madre.

—Vas a necesitar terapia, Adam.

—Mis padres no creen en eso. Si no se arregla rezando, entonces no se trata de un verdadero problema.

—Me sorprende que tus padres te dejen salir esta noche. Sobre todo con lo de Katherine van Leuwen.

Katherine van Leuwen era la chica a la que habían asesinado, aunque pareciera imposible con tan contundente nombre. Iba un año por delante de Adam, en el mismo instituto, pero él no había llegado a conocerla. Y sí, vale, de acuerdo, la habían asesinado en el mismo lago donde iban a hacer la quedada (si Adam hubiera empleado la palabra «fiesta» al hablar con sus padres, la conversación no habría pasado de allí), pero al asesino, el novio de la chica, que era mucho mayor, lo habían pillado, había confesado el crimen y estaba esperando sentencia. Katherine siempre andaba con los pastilleros, y era metanfetamina lo que la sangre de su novio llevaba en cantidad cuando la mató en pleno delirio sobre unas cabras —nada menos—, según declaró después un testigo que también se había metido lo mismo. Angela, la mejor amiga de Adam, se ponía hecha una fiera a la menor insinuación de que Katherine se lo h

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