Luz roja, Luz verde

Lou Allori

Fragmento

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1

La noche va envolviendo lentamente el campus, pero eso no disuade a los estudiantes, que siguen acudiendo a buscar sus chutes de cafeína y azúcar.

Pongo, uno tras otro, los Macchiatos, los Spice Latte, los cafés con extra de caramelo, extra de nata, extra de «tengo ganas de ser diabético y de molestar al camarero». El pelo se me engancha en la frente. Quien habla de inicio del otoño y del curso universitario, también habla de la vuelta del Pumpkin Latte. Y claro, todo el mundo quiere probarlo cuanto antes, ser el primero en colgarlo en Instagram. Pero pagar quince pavos para ser «tendencia» es algo que me supera.

Odio esta estación. Odio este café. Odio a todos estos hijos de papá que ponen cara de asco al pensar que una de mis gotitas ha caído en su taza.

—Entonces, será un Frappuccino expreso, con extra de nata y canela y largo, y un expreso con leche de almendras y caramelo, pequeño.

—No, este también es Frappuccino.

—OK. ¿A qué nombres los pongo?

Es el momento que más temo. Levanto la cabeza hacia mis clientes. Estoy acostumbrado a ver a tipos como ellos con sus mechas perfectas, sus hoyuelos, con el suéter en los hombros, y sobre todo con ese aire pretencioso. Los dos, con ojos brillantes por la excitación, miran hacia los amigos que tienen detrás.

Mantengo levantada la punta de mi rotulador. Estos desgraciados me hacen perder el tiempo. No les importa saber que hay gente esperando atrás: quieren encontrar el mejor nombre, la originalidad que divertirá a todo el café. No les importa que luego tenga que resoplar para recuperar el retraso.

—Para mí será Jacquie —responde el primero con una carcajada ahogada en su camiseta carísima.

—Y para mí, Michel.[1]

Es una broma que yo ya he escuchado un montón de veces, pero sus compañeros se mean de risa. Ni siquiera reacciono, anoto sus nombres aplicándome en hacer el máximo de faltas y sigo con los siguientes pedidos.

No puedo más de escribir nombres absurdos. Pero no tengo otra elección. Estoy en la facultad más prestigiosa de todo el país. Los estudiantes vienen de cualquier parte del mundo con la esperanza de conseguir un diploma. La mayoría son como Jacquie y Michel, hijos de gigantes de empresas tecnológicas, de millonarios, de emprendedores apestosos.

Y luego están los que son como yo.

Hijo único, madre soltera, salido de una barriada cutre a centenares de kilómetros de aquí. Desde que era un crío mi sueño era esta facultad. E incluso cuando nuestro padre nos abandonó, mamá lo hizo todo para que cumpliera mi sueño, para que fuera el primer licenciado de la familia. Se rompió la espalda limpiando casas, perdió la vista con pequeños trabajos de costura, se estropeó las manos todas las noches fregando los platos del restaurante italiano de la esquina. Se sacrificó para que yo pudiera venir aquí.

Creía que al dejar el instituto quedarían atrás los insultos, las miradas burlonas, el desprecio. Soñaba con esta universidad por su prestigio, por el campus de edificios de venerable piedra (vaya, como en las series de televisión), por las fiestas, por los amigos que haría, por el trabajo superbién pagado que por fin tendría, por la libertad... Pero de todo eso, nada de nada. Por lo visto aquí el desprecio por las diferencias es el mismo. Quería que me aceptaran, que vieran al Will que soy en realidad. Que se me describiera de otro modo que como el típico tío tímido. Que se me percibiera de otro modo que como el único gay del instituto.

Quería cambiar de mundo, cambiar el mundo. Pero al final, tras dos años de estudios de comercio, me he dado cuenta de que esta facultad de «prestigio» no es mejor que el pequeño instituto Rosa Parks del que vengo. La realidad es que aquí las personas son igual de nulas que fuera de aquí, por mucho que sea una «fábrica de élites».

Encadeno los pedidos sin perder de vista el reloj de encima de la puerta. Menos mal que Kelly está ahí para ayudarme. Nuestro binomio funciona bastante bien, y por lo menos puedo apoyarme en ella. Yo en la caja, ella atendiendo la barra como camarera del día.

Frente a mí, una sucesión de enormes relojes de pulsera, collares que brillan, bolsos de lujo, gafas de algún modisto famoso, sonrisas llenas de confianza. Sí, son estudiantes como yo, pero se diría que nos separa un mundo. La mitad clasista me ignora como a un lacayo en palacio; los demás directamente se ríen de mí.

Los rizos morenos y enmarañados, las marcas de acné en la cara, el delantal manchado, la piel blancuzca, la altura de pértiga que me obliga a inclinarme para no topar con las luces... Comparándose conmigo, de pronto se sienten poderosos, guapos. Y sin duda, más ricos de lo que ya son. Con un vistazo les basta para saber que no pertenezco a su mundo, que pueden aplastarme, que no valgo nada.

Pero lo contrario también es cierto. Los reconozco por su ropa de lujo, por las marcas que muestran como si fueran publicidad ambulante... Los reconozco por sus peinados que no se mueven, por las sonrisas llenas de confianza. Los reconozco por esos ojos llenos de desprecio cuando se cruzan con mi mirada. Los reconozco por su manía de hacerse fotos con todo, de sonreír ante el objetivo y de cambiar de actitud cuando tienen el iPhone encendido.

No puedo tragarlos. Pero necesito este trabajo.

Porque quien dice facultad prestigiosa, dice precio astronómico. Todos los hijos de papá acaban aquí por sus privilegios. Para el resto, es una pista americana: tenemos que superar un montón de obstáculos si queremos llegar al objetivo. Por algo será por lo que han nombrado a esta universidad como «la más cara del mundo». Y no es broma.

Muchos abandonan ya en el primer año. Yo no. No quiero abandonar, no después de lo que se ha sacrificado mi madre para que estudie. Tengo que llegar al final, en honor a su espalda rota, a sus ojos cansados, a sus manos estropeadas, a esas vacaciones que nunca se ha tomado, a esas noches que siempre ha interrumpido demasiado pronto para volver al trabajo.

—Bueno, atontado, ya me avisarás cuando estés listo para atenderme. ¿De verdad crees que no tengo nada mejor que hacer?

Levanto la cabeza desde la caja, que se ha abierto una vez aceptado el pago. Perdido en mis pensamientos, me había evadido del café por un momento. Mechones finos, sonrisa de depredador y otro suéter... Me da un nombre inventado de lo más idiota, y yo lo anoto mal antes de darle las gracias con un comentario hipócrita. Pero, en lugar de ignorarme, de tomar su encargo y de largarse para unirse de nuevo a sus compañeros, el tipo se fija en el vaso de plástico que he lanzado al otro extremo del mostrador para que Kelly se encargue.

—¿«Hoby-Whan»? ¿En serio? Claro, si dejan que los analfabetos se matriculen en esta facultad, no es extraño que el nivel baje sin parar. ¿Por qué no vuelves a tu basura, pedazo de...?

El ruido de la máquina de café interrumpe el torrente de insultos. Cuando Kelly se dirige hacia él, me acaricia la espalda con su mano cálida. Estos pequeños momentos son los que cuentan para mí, me permiten soportarlo todo y no ahogarme en un Macchiato de caramelo. Aprieto los dientes, como hago siempre.

Ya se ha hecho de noche. La oscuridad devora las aceras y solamente queda la luz d

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