La distancia entre tú y yo

Marina Gessner

Fragmento

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Capítulo 1

McKenna no se lo podía creer. Tal vez tuviera problemas de oído. O quizá estuviera sufriendo alucinaciones. Cualquiera de las dos opciones —sordera o enajenación— le parecía preferible a creer las palabras que salían de los labios de su mejor amiga.

—Lo siento —dijo Courtney. Se echó a llorar y apoyó la cabeza en la mesa.

McKenna sabía que era el momento de alargar la mano, acariciarle la cabeza y pronunciar unas palabras de consuelo. Pero no podía. Todavía no. No solo porque Courtney había vuelto con Jay, sino también porque la estaba dejando colgada.

McKenna y Courtney llevaban planeando su viaje más de un año —una travesía de tres mil quinientos kilómetros por el Sendero de los Apalaches— y en teoría se marchaban en menos de una semana. Habían postergado el ingreso en la universidad. Habían invertido los ahorros de toda su vida en equipos de acampada y guías de viaje (o al menos McKenna lo había hecho, porque el padre de Courtney había sufragado el material de su amiga). Y aún más difícil, habían convencido a sus padres para que accediesen al plan: recorrer solas el Sendero de los Apalaches, desde Maine hasta Georgia.

Y de un día para otro Courtney había cambiado de idea. Por la razón más cutre del mundo: un chico. Y no cualquier chico, sino el mismo al que llevaba cuatro meses poniendo de vuelta y media. A decir verdad, McKenna estaba tan harta de hablar de él que no podía ni pronunciar su nombre.

A su alrededor, en el centro estudiantil del Whitworth College, bullían las conversaciones y el tintineo de los cubiertos. Los padres de McKenna eran profesores de la facultad y ella llevaba almorzando en esa misma cafetería desde antes de tener uso de razón. Conocía tan bien las mesas que la rodeaban como el salón de su casa. Hacía un día radiante de principios de junio, el sol entraba a raudales por los ventanales del atrio y McKenna sabía que Courtney tenía que estar sintiendo la misma necesidad que ella de escapar de los lugares que habían visto un millón de veces, de salir al aire libre y vivir bajo el sol.

—Pero, Courtney —dijo McKenna con las manos firmemente pegadas al regazo—. ¿Jay?

—Ya lo sé —musitó su amiga, todavía con la cara enterrada entre los brazos.

Ese viaje, ese plan, era el sueño de McKenna desde antes de lo que podía recordar. Y ahora, tan cerca del día previsto para la partida, Courtney se lo cargaba de un plumazo.

—Courtney —repitió McKenna. Aunque no la hubiera dejado colgada, la noticia sería terrible. No podía soportar la idea de que Jay le rompiera el corazón a su amiga. Otra vez.

—No lo digas —la cortó Courtney, que por fin se incorporó—. Ya lo sé, lo sé todo. Y le perdono. Lo amo, McKenna.

¿Qué podía responder a eso?

—Lo siento —volvió a decir Courtney con un tono de voz más tranquilo tras su declaración de amor—. Sé que te hacía mucha ilusión.

—Pensaba que a ti también.

—Y me hace. O sea, me hacía. Pero ahora mismo no puedo separarme de él tanto tiempo. ¿Lo entiendes?

McKenna no lo entendía, en absoluto. Aun con los ojos enrojecidos y la cara congestionada, Courtney estaba preciosa. Era la última persona del mundo que debería renunciar a sus planes por un chico, y menos por Jay. Courtney tenía una brillante melena rubia que McKenna, la única morena de su familia, envidiaba. Ambas pertenecían al equipo de atletismo, pero Courtney era la estrella, capaz de correr mil seiscientos metros en menos de seis minutos. Y si bien ambas iban a clases de equitación, era Courtney la que solía llevarse los galardones cuando concursaban. Y lo que es más importante, Courtney era una amiga leal. En fin, que valía más que mil Jays, más que diez mil Jays, o más que un millón.

—Courtney —dijo McKenna haciendo esfuerzos para no alzar la voz—, Jay seguirá aquí cuando volvamos. Puedes escribirle mensajes o llamarlo desde el camino, enviarle postales. Solo serán unos pocos meses.

—Unos pocos, no. Cinco meses, puede que seis. La relación es frágil ahora, McKenna. Acabamos de retomarla. No puedo echarme al monte y dejarlo. No en este momento.

Hablaba como si tuviera ensayados los argumentos, como si hubiera previsto lo que diría su amiga.

Seguramente intuía que Jay se pasaría los seis meses liándose con otras chicas, pensó McKenna.

—Te separarás de él igualmente si vas a Wesleyan —señaló. Jay se había matriculado en Whitworth, allí en Abelard, la más aburrida y predecible de todas las opciones. ¿Qué sentido tenía estudiar en la universidad si no pensabas abandonar tu pueblo natal?

—Wesleyan está a menos de una hora de distancia —arguyó Courtney—. Y, de todas formas, no empezaré hasta el año que viene. He aplazado el ingreso, ¿recuerdas?

—Lo aplazaste para hacer el viaje —replicó McKenna, que por fin se concedió permiso para dar rienda suelta a su irritación—. No para salir con Jay.

—Ya lo sé —reconoció Courtney.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer entonces el próximo año? ¿Pasar de tu universidad favorita por un chico? ¿Quedarte aquí y asistir a Whitworth?

McKenna miró de reojo las mesas de alrededor con expresión elocuente. Asistir a Whitworth sería como ir a clase en su propia casa.

—Jay no es un chico cualquiera. Y una acampada tampoco es la universidad.

—¿Una acampada? —¿Cómo podía reducir su plan a esas dos palabras, convertirlo en algo tan trivial? McKenna inspiró hondo para armarse de paciencia y dijo—: Quizá pasar separados una temporada fortalezca la relación. Como Brendan y yo…

—Lo tuyo con Brendan no se puede comparar a lo mío con Jay.

Bueno, eso era verdad. Brendan nunca engañaría a McKenna. Sencillamente, no era de esa clase de personas, no era un ligón empedernido, sino un chico tierno, sincero y serio. Llevaban juntos tres meses y Brendan tenía previsto marcharse a Harvard en otoño. ¿Se le ocurriría a McKenna tratar de impedir que fuera a la universidad de sus sueños para que pudieran estar juntos? Pues claro que no; como tampoco a él se le pasaría por la cabeza impedirle que recorriera el Sendero de los Apalaches. La suya era una relación madura y se apoyaban mutuamente. Se lo dijo a Courtney con esas mismas palabras y su amiga puso los ojos en blanco.

—McKenna —respondió—, lo vuestro es tan romántico como un mapa de ruta.

Ella separó los palillos, que se desprendieron con un chasquido. El sushi permanecía intacto entre las dos. McKenna empujó el rollito de atún especiado, pero no lo cogió. Si ser romántica implicaba renunciar a tus sueños por un chico que no te merecía, no le interesaba.

—Hay distintas maneras de ser romántico —replicó—. Quizá para ti el romanticismo sea una cena a la luz de las velas. Pero para mí… —Dejó la frase en suspenso, temerosa de echarse a llorar si lo decía en voz alta.

Para McKenna, el romanticismo era una noche bajo las estrellas. No necesitaba tener a un chico con ella para que fuera romántica. Solo necesitaba aire pu

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