Leona Vicario y el misterio de las medallas de plata

Pedro J. Fernández

Fragmento

Leona Vicario y el misterio de las medallas de plata

Era una noche oscura y tormentosa cuando escuchó el largo rechinido de la puerta.

No sabía si la iban a matar. Tal vez no lo habían decidido todavía o tal vez la fusilarían al amanecer. Ella pensaba que sí.

—­El tribunal… espera —­escuchó una voz muy grave que provenía del pasillo.

A la muchacha le temblaban las manos, su corazón latía cada vez más rápido y sentía como si de pronto alguien le hubiera apretado el estómago.

Se levantó del catre que le había servido de cama y salió del cuarto en el que la habían encerrado los últimos cuatro días desde el último interrogatorio. ¡Cuatro días! Había sido un tiempo muy largo esperando a que el tribunal decidiera si ella debía morir fusilada como otros rebeldes antes.

Salió al pasillo, que era largo y sin ventanas. Habían colocado varios candelabros, de cobre opaco y tres brazos, en los cuales ardían velas blancas que apenas iluminaban el camino.

Dos soldados jóvenes con botas de cuero negro, pantalón blanco y chaqueta azul la esperaban para llevarla al gran salón que ella conocía tan bien.

—­¿Qué ha decidido el tribunal? —­les preguntó.

Los soldados callaron.

—­¿Me fusilarán mañana? —­volvió a preguntar.

Ellos se mantuvieron quietos, sin abrir los labios.

Entonces, ella caminó por el largo pasillo, le parecía que sus pies se habían vuelto pesados. Escuchó el eco de sus pasos y el borde de su vestido largo arrastrarse por las losas del piso. Los soldados caminaron detrás de ella, vigilando que no se fuera a escapar.

Cuando llegaron al final del pasillo, se encontraron con una puerta larga de madera gruesa, que estaba entreabierta.

Ella entró con miedo.

Aquel cuarto era alto, espacioso. Por las tres ventanas podían verse las gotas de lluvia resbalar por el cristal. En las paredes colgaban cuadros de marcos dorados que mostraban los retratos de ancianos jueces vestidos de negro y con la cara llena de arrugas profundas, todos muy serios.

En el centro de aquel cuarto estaba la mesa larga de madera oscura en la cual habían dispuesto seis sillas para los hombres del tribunal.

Frente a esa mesa la esperaba una silla más pequeña.

Se sentó, respiró profundo y dejó las manos sobre su regazo. Pronto se arrepintió de no haber tomado el chal de algodón que tenía sobre el catre, porque empezaba a hacer frío y no tenía con qué taparse.

Escuchó que los dos soldados cerraban con llave la puerta de aquel cuarto.

Estaba sola, en silencio. La flama de las velas se movía, las sombras bailaban sobre la pared.

Ella comenzó a preguntarse cómo había llegado hasta ese momento. Lo mejor que se le ocurrió fue cerrar los ojos y recordarlo todo mientras empezaba la última parte de su juicio: ¡el veredicto!

¿Sería declarada inocente o culpable?

Pronto sabría si habría de morir.

Leona Vicario y el misterio de las medallas de plata

PRIMERA PARTE

Secretos y conspiraciones

Leona Vicario y el misterio de las medallas de plata

Capítulo I

Pánico en la Ciudad de México

1810

Los cuatro criados de la casa corrían apurados, escalera arriba y escalera abajo. Cargaban jarrones de porcelana fina, la caja de los cubiertos de plata, el retrato de una señora regordeta enmarcado en madera recubierta con hoja de oro y una estatuilla de mármol que representaba a un ángel.

—­¡Rápido, rápido, rápido! Se nos acaba el tiempo y tenemos que esconder todo lo que sea de valor antes de que los hombres del padre Hidalgo entren a saquear la capital.

Desde el patio principal, Agustín Pomposo daba órdenes. Se trataba de un hombre alto, delgado, con arrugas bajo los ojos, nariz ganchuda y el pelo negro salpicado de canas.

Uno de los criados tropezó al bajar las escaleras y cayó, cuan largo era, en el piso de piedra. El jarrón que llevaba en las manos salió volando y se rompió en el suelo del patio. No quedaron más que piezas de porcelana sin forma.

—­¿Es que no pueden tener más cuidado? ¡Ese jarrón era de mi hermana, que en paz descanse! —­gritó Agustín Pomposo, y chasqueó la lengua—­. Lo que me recuerda… ¿alguien ha visto a mi sobrina? Debería estar aquí ayudándonos. ¡Le dije que no teníamos tiempo! ¿Por qué no está aquí?

No esperó a que le respondieran: atravesó el patio con pasos largos y traspasó la puerta que comunicaba su casa con la de al lado, pues Leona prefería gozar de la libertad de vivir sola y él no quería que su sobrina estuviera lejos, porque quería cuidarla. Por eso vivían en casas separadas pero vecinas, unidas por el patio.

Ahí también, en la segunda casa, los criados escondían el oro y la plata en los tablones sueltos del piso del comedor, en la tierra de las macetas o entre las tejas del techo.

Eran los primeros minutos de la mañana, y el viento de octubre soplaba frío.

El cielo estaba lleno de nubes blancas que amenazaban con lluvia.

Mientras Agustín Pomposo subía las escaleras, escuchó un ruido a lo lejos que lo hizo detenerse

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