«Me echan del rodaje»: la otra historia del Kronen
La trama es de sobra conocida: Carlos es un apuesto joven hijo de una familia acomodada de Madrid. Vive de noche y el sexo, el alcohol, las drogas y la ausencia de escrúpulos son sus compañeros de correrías; el desprecio por los débiles, por el trabajo y por las mujeres, su bandera. Sin embargo, llega el día en que todo se tuerce y Carlos ha de enfrentarse a sus propios demonios... En 1994, José Ángel Mañas tocó el cielo con su primera novela, «Historias del Kronen». Finalista del premio Nadal de aquel año, fue adaptada a la gran pantalla por Montxo Armendáriz pocos meses después. Así, su ópera prima devino inmediatamente en una obra icónica de su tiempo, sin duda un libro generacional. Hoy, cuando se cumplen tres décadas de aquel hito en la literatura neorrealista española, Mañas regresa con «Una Historia del Kronen» (Aguilar, enero de 2025), una autobiografía en la que el autor madrileño relata su visión acerca de los cambios que su generación maldita ha sufrido las últimas décadas. En los siguientes extractos de estas magnéticas memorias que LENGUA publica bajo estas líneas, Mañas explica cómo asumió el encargo de guionizar su debut cuando aún estaba asimilando el furor que había generado y cuáles son los motivos por los que no guarda un buen recuerdo de aquella cacareada adaptación (que, por cierto, ganó el premio Goya al Mejor guion adaptado en 1996).
Por José Ángel Mañas
Tráiler promocional de Historias del Kronen (1995), película de Montxo Armendáriz que adapta la novela de José Ángel Mañas. Crédito: VideoCult.
Una adaptación cinematográfica
La primera vez que me llamó Elías Querejeta a casa no supe quién era. Igual si se hubiera presentado diciendo: «Soy el productor de El sur, El espíritu de la colmena, Deprisa, deprisa y El desencanto», me habría sonado. Pero entonces no me interesaban los nombres de los productores.
A él le hizo gracia y me citó para comer en un restaurante de la zona norte, junto con Montxo Armendáriz. A Armendáriz tampoco lo conocía. Ni siquiera había visto su película 27 horas. Me la pasó en la misma comida.
Fue un encuentro cordial, regado con buen vino.
Me aclararon que querían adaptar mi novela, contar conmigo como guionista. Accedí sin dudarlo. Entonces todavía no estaba familiarizado con la obra de Montxo. Días más tarde coincidí con Julio Medem en una fiesta en Barcelona, y él se mostró extrañado:
—Es buen director, pero no tiene nada que ver con lo que tú haces.
El contrato se firmó enseguida y empecé a trabajar.
Generalmente iba a casa de Montxo, un piso espacioso en plena plaza de Ópera, con vistas al Teatro Real. Como por la época todavía fumaba porros, me tiré todas las sesiones con los ojos como faros delante de él y de su pareja de entonces, Puri, que también era vasca.
Fue mi primera experiencia como guionista.
Si no me entusiasmó, fue porque mi pasión iba por otro lado.
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Me echan del rodaje
Durante muchos meses mi novela siguió vendiendo y, a medida que se sucedían las ediciones, avanzó el proyecto de la adaptación.
Un día comenzó el rodaje.
El falso Kronen fue un bareto por la zona de Moncloa al que cambiaron el panel sobre la puerta de entrada. Recuerdo que el primer día me acerqué con mi novia. Nos quedamos en la barra. Querejeta y Montxo Armendáriz dirigían todo. No mostraban demasiada empatía con los actores. En algún momento una de las chicas, es posible que Diana Gálvez, la que se mató unos meses después, se acercó a preguntar:
—Montxo, no acabo de entender a mi personaje.
La inexpresividad de Montxo fue absoluta. La miró como un entomólogo.
—Una chica normal. Ponte un poco más a la izquierda.
Había una distancia emocional insalvable entre los actores y el director y productor, sentados ambos en la misma butaquita delante de una pantalla.
Elías era un productor extremadamente intervencionista. Plano que no le gustaba, plano que no salía. Tenía una idea muy clara de por dónde debía ir la película. Y la imponía tiránicamente con la legitimidad que daba ser un productor a la antigua, de los que arriesgaban en cada película su patrimonio y podían arruinarse, y generalmente acababan arruinados…, como fue el caso.
Más tarde he conocido a otros productores y algunos te hacen reescribir las cosas ochenta veces hasta que ya ni ellos mismos saben lo que quieren decir. Querejeta no. Querejeta tenía una idea muy clara de por dónde iba lo que quería contar.
En mi novela, lo que veía Querejeta —lo repitió hasta la saciedad— fue la «historia de una transgresión». De ahí que el protagonista se intente enrollar con su hermana, o escenas como colgarse del puente, que nunca estuvieron en el libro.
Ese primer día, un peluquero rubio y gay que pululaba por el plató empezó, por alguna razón, a tocarle los cojones. Tras hacer callar a todos, Querejeta lo hizo sentar —el peluquero era más alto que él— para a renglón seguido ponerse él en pie y echarle una peta tremenda delante del resto del equipo. Un aviso para navegantes.
La segunda jornada de rodaje ya vi que Querejeta estaba torcido. Me miró mal. Seguramente pensaría que a ver si el novelista iba a andar viniendo todos los días a supervisar… No le hacía ninguna gracia.
En algún momento, el protagonista pidió un vodka con naranja. Yo nunca he bebido vodka, y como el Dyc Cola en mi novela es algo así como un leitmotiv, se me ocurrió preguntar a qué se debía el cambio.
Querejeta, fiel a su estilo, mandó callar a todos. Cuando se hizo el silencio, se volvió hacia mí.
—Y tú ¿qué pensarías si te dijera que en tu libro pusieras tal adjetivo y no otro?
Aproveché la primera pausa del rodaje para largarme. Ya no volví. Ni siquiera cuando me llamaron para la promoción. Y tampoco asistí a la ceremonia de los Goya al año siguiente. Recuerdo que mi novia estaba delante del televisor. Yo andaba con Toño escribiendo uno de aquellos delirantes episodios de nuestra serie pulp, cuando nos llamó.
—¡Daos prisa! ¡Vais a salir!
Llegamos a tiempo de ver subir al escenario a Juan Diego Botto con una gorra de béisbol que se quitó antes de hablar.
—Vengo a recoger esto de parte de Montxo, que está rodando… Y José Ángel…, pues no sé.
Nunca pasé a recoger la estatuilla. Cuando pensé en hacerlo años después me dijeron que costaba diez mil pesetas la copia. La principal la tendrá Montxo. Me sorprendió que hubiese que encargarla. Y recientemente supe que, sin avisarme, mi hermano y mi padre pasaron por la Academia y encargaron la copia del Goya que, curiosamente, sigo sin haber visto.

Imagen promocional de Historias del Kronen, de Montxo Armendáriz (1995). Crédito: D. R.
Lo que pienso de la película
Si Kronen no funcionó fue, entre otras cosas, porque Montxo Armendáriz y yo teníamos sensibilidades diferentes.
El director de una adaptación debe tener libertad para adecuar el argumento a sus necesidades expresivas, por supuesto.
Pero también es de cajón que la adaptación debe mantenerse fiel al espíritu del texto adaptado. Tiene que haber una mínima sintonía entre director y novelista. Son como dos notas que han de sonar armónicamente juntas. O una transfusión de sangre. Para que funcione, debe haber compatibilidad entre grupos sanguíneos…, y en este caso no la hubo.
Quienes conozcáis la obra de Armendáriz sabréis que es un director bressoniano: donde es realmente bueno es con la imagen. Sus mejores películas son Secretos del corazón (cuyo protagonista es un niño y apenas habla), Las cartas de Alou (un nigeriano que no sabe castellano) y Tasio (un taciturno leñador vasco). El propio Montxo cuando habla lo hace con la cadencia de quien prefiere estar callado.
Por el contrario, lo que vertebra mi obra es el diálogo. Un diálogo abierto, muy libre, verboso. Me encanta sentar a dos personajes a una mesa, ponerlos a hablar de lo divino y lo humano. Un poco como Tarantino. Para mí, encajar mis diálogos en una película que solo admite diálogos funcionales e informativos resultó doloroso.
Pero lo más sangrante fue la estética.
La estética es fundamental cuando se habla de jóvenes. Si se la quitas, ¿qué les queda? Y no es que no tuvieran en Kronen una estética fascinante a lo Kids o a lo Trainspotting —mira que incluso a los yonquis se les puede sacar jugo—, es que sencillamente no resultaba realista.
Aquello parecía Pamplona en los años setenta en vez de Madrid en los noventa.
Juan Diego Botto, la primera vez que lo vi me encajó muy bien. Lo sacaron en la portada del «Tentaciones», suplemento juvenil de El País. Parecía encantado con el papel. Tenía un aspecto fantástico, con su perillita, y un sex-appeal natural. Pero de repente le hicieron un brushing, le afeitaron la perilla. Lo desastraron.
Para más inri, le pusieron esa camiseta blanca horrorosa con una raya horizontal roja a la altura del pecho con la que sale en la primera escena. Según tengo entendido, la escogió la mujer de Querejeta, al tuntún, pasando por su casa.
El problema no es que tuvieran una estética atemporal, como pretendía Querejeta. El problema es que vendían un retrato de la juventud del momento, y aquello no era así.

José Ángel Mañas. Crédito: Ricardo Roncero.
Una nueva adaptación
Debido a los desencuentros, no sé si merecidamente o no, el caso es que empecé a tener fama de borde, de arisco, de poco fiable. Y algo debió de llegar a oídos del productor Gerardo Herrero, porque decidió comprar los derechos de Mensaka, mi segunda novela, sin siquiera hablar conmigo. Lo hizo a través de Carmen Balcells y me enteré por la prensa especializada de que Icíar Bollaín iba a dirigir la nueva adaptación.
Días más tarde supe, por Fotogramas, que Icíar Bollaín no realizaría la adaptación, que la dirigiría un absoluto desconocido llamado Salvador García. Aquello no pintaba nada bien y, después de mi experiencia con Querejeta, no me hice demasiadas ilusiones.
Al cabo de unos meses me llegó el primer borrador del guion, firmado por Luis Marías. Me gustó. Y no mucho después recibí una cinta de vídeo con una nota de Salvador García: «Aquí tienes la adaptación que hemos hecho de tu novela. Los colores todavía no son los definitivos, pero sé que los escritores no soléis ser sensibles a estas cosas. Espero que te guste».
Me senté delante de un televisor y la vi de principio a fin. A diferencia de la adaptación de mi primera novela, me sorprendió para bien. Es posible que Salvador García no fuera tan buen realizador como Armendáriz —algo normal, visto que Kronen era la sexta película de Montxo y Salva un debutante—, pero los personajes estaban recreados con un cariño absoluto.
Me encantaron sus diálogos, el vestuario, cómo se movían.
El casting era increíble: Gustavo Salmerón, Laia Marull, Adrià Collado, María Estévez, Tristán Ulloa, Lola Dueñas, Willy Toledo, la niña. Me gustó mucho la banda sonora de los Hermanos Dalton. Reconocí a los personajes de mi novela, el ambiente de Madrid. Y me apresuré a escribirlo en la reseña que hice cuando me invitaron, unas semanas después, a un pase privado en las salas Alphaville.
La primera adaptación, en la que participé, me pareció nefasta. En cambio la segunda, en la que no participé en absoluto, me sigue pareciendo fantástica. A mi entender mi primera novela, con todas sus imperfecciones, es mejor que la versión cinematográfica. Pero la adaptación de la segunda supera claramente a la novela.
Cuando lo digo, hay quien se sorprende.
—Pero ¿cómo puedes decir eso?
Os juro que ojalá pudiera decirlo de cada adaptación que me han hecho.
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