Cristina Rivera Garza vuelve a «La Castañeda»: poética documental en medio del caos
El Manicomio General de La Castañeda fue el centro psiquiátrico más grande de México hasta la segunda mitad del siglo XX. Construido en los terrenos de una hacienda pulquera, fue inaugurado en septiembre de 1910, apenas dos meses antes del estallido de la Revolución mexicana. Demolido en 1968, por sus salas pasaron más de 60.000 pacientes, los cuales sufrieron las condiciones de abuso e insalubridad que rigieron tanto el hospital como el asilo. Con este telón de fondo, Cristina Rivera Garza publicó en 1999 su primera novela, «Nadie me verá llorar», un texto que se nutre del trabajo con el archivo histórico del manicomio y de los expedientes médicos de una institución jerárquica que en sus primeros años hizo lo posible por mantenerse de pie en medio de una guerra civil. Diez años después, las notas que Rivera Garza utilizó para documentarse -tanto para la escritura de la novela como para su tesis doctoral- se publicaron a modo de ensayo y de reflejo de un momento histórico bajo el título de «La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General de México, 1910-1930». Ahora, cuando este título vuelve a reeditarse bajo el sello Debolsillo, en un volumen con textos nuevos, en LENGUA hablamos con la autora mexicana sobre la poética documental que atraviesa este acercamiento literario al lugar en que se cruzan locura y cordura.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Marta Calvo.
Cristina Rivera Garza realizó la investigación para su disertación doctoral sobre el centro psiquiátrico La Castañeda durante los primeros años de la década de los noventa, cuando México era un país a punto de entrar a un modelo económico neoliberal, marcado con la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá; pero al mismo tiempo era un país que por primera vez desde la Revolución mexicana mostraba la profundidad de su deuda histórica con los pueblos indígenas y campesinos, gracias al levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Con este telón de fondo es que Rivera Garza escribe su tesis y su primera novela, Nadie me verá llorar. Ambos textos se nutren del trabajo con el archivo histórico del manicomio y resultan en sendas exploraciones de la potencia narrativa (visual y verbal) de los expedientes médicos como testimonios de colaboración, dentro de una institución jerárquica que hace lo posible por mantenerse de pie en medio de una guerra civil.
Una década después de que Rivera Garza obtuvo el grado de doctora en Historia por la Universidad de Houston, las primeras partes de su ensayo de investigación se tradujeron al español y a ellas se añadieron textos nuevos, escritos originalmente en ese idioma. Ahora el libro resultante de ese proceso vuelve a publicarse bajo el sello Debolsillo.
El afán de esta conversación es invitar a los lectores interesados en conocer la historia del manicomio o la metodología de una forma de la escritura historiográfica, pero también a los lectores de los libros más recientes de Rivera Garza (Había mucha neblina o humo o no sé qué, Autobiografía del algodón y El invencible verano de Liliana) que quieran rastrear posibles indicios de la poética documental que los atraviesa.
Una ciudad de juguete
Nayeli García Sánchez: En La Castañeda hablas de tu sumersión en el archivo histórico del Manicomio General durante el proceso de investigación para tu tesis doctoral. ¿Cómo se puede escuchar a un documento? ¿Qué gestos y qué materialidades nos acercan o nos alejan de las palabras del pasado?
Cristina Rivera Garza: Uno va al archivo por algo. Uno no sabe a ciencia cierta qué es ese algo, pero es algo personal, importante, urgente incluso. El encuentro con el documento es el encuentro también con ese algo, del que se tenía una idea, pero no se sabía a ciencia cierta qué era. Porque uno va al archivo por algo, es decir, con una pregunta, el documento habla, o se expresa, o se deja leer desde ciertos ángulos; no se abre indiscriminadamente hacia todo y todos, como, por otra parte, dijera Peter Sloterdijk de todos los libros, de toda escritura. Se establece una relación honda, pero también limitante, porque uno va al archivo por algo. Este es el inicio de la situación de diálogo con el documento. Si uno va por algo y está leyendo el documento de cierta forma, está entrando, luego entonces, en una situación de diálogo que parte y llega siempre hacia el presente. Esto podría ayudar a contestar tu primera pregunta: ¿cómo se puede escuchar a un documento? Creo que es eso: vamos desde el presente por algo, llegamos al documento, y ese algo sigue siendo el presente hace la pregunta que el documento ya había contestado antes y vuelve a contestar ahora, en su proceso de reactivación. El documento viaja del pasado hacia el presente; nosotros no vamos al pasado. El documento es atraído hacia el presente, cumpliendo así, creo yo, un trayecto, si no un destino. Esto está ligado a tu segunda pregunta: ¿qué gestos y qué materialidades nos acercan o nos alejan de las palabras del pasado? Los gestos son los mismos que hacemos al leer: el cuerpo inclinado (la cerviz, como le digo), los ojos yendo de un lado para otro, las manos que tocan con cuidado (a veces con guantes) el material, y sobre todo, la atención hacia la letra, hacia la palabra escrita, hacia la frase escrita en cuanto tal: cuál es la dicción del documento, cómo se escribe, cómo se despliega sobre la página, qué vocablos están ahí, qué términos, qué puntuación, en qué orden; cuáles blancos, cuáles maltratos, cuáles efectos del tiempo sobre el papel; qué hay de un lado, qué hay del otro, en qué tinta, qué color, con qué presión del lápiz (en caso de que haya sido escrito a mano), con qué presión también de la tecla, qué color de la cinta… Esta es la materialidad irreductible del lenguaje en condición de documento, en condición de archivo. La fuerza presencial de esa materialidad es lo que distrae, lo que crea desviaciones y pausas ante el vigor de cualquier trama, por ejemplo. De ahí los tantos hilos sueltos y los cruces de género que distinguen a la escritura documental. La situación del diálogo que se genera desde el presente y que atrae al documento hacia el presente, entonces, cumple una trayectoria, una de las muchas inscritas en el documento. Tal vez el documento esconde más vidas, pero esa por la que nosotros vamos, que acabamos de descubrir mientras lo leemos, esa iba a decir (¿cómo decirlo sin sonrojarse?) nuestra verdad. Es esa verdad, después de todo, la que reactiva al documento, despertándolo de un sueño de siglos e invitándolo a caminar entre nosotros otra vez. La latencia de la preservación frente a la activación que suscita la atención, el punto de encuentro entre dos cuerpos. El documento vuelve a estar en el presente, vuelve a tener efectos en el presente. Y es posible que el documento solo esté iniciando ahora, justo ahora, su trayecto. Tal vez somos nada más un instrumento para que ese documento continúe con su trayectoria, que va más allá. Tal vez el documento ha cumplido una de sus trayectorias o recorridos o vidas cuando nosotros lo tocamos, nos inmiscuimos en él, nos compenetramos en nuestros mutuos sistemas de percepción, pero tal vez el documento va a otro lado. Seguramente su vida está en otra parte.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Marta Calvo.
Nayeli García Sánchez: Me interesa que tomas distancia de las tesis de Michel Foucault, muy útiles para nombrar la opresión y las estructuras de poder dentro de los manicomios; sin embargo, tú logras atravesar el muro institucional de papeles oficiales y registros para escuchar también el acto de auto-nombrarse de los internos, escuchar la colaboración entre médicos y pacientes registrada en la escritura. ¿Cómo fue que encontraste esos actos de libertad y de complicidad en los documentos? ¿Cómo aprendemos a escuchar el acto de escucha de alguien más?
Cristina Rivera Garza: Las tesis de Foucault son realmente atractivas, son totalizantes, ayudan a explicar muchísimas cosas. Yo estaba completamente bajo su influjo (embrujo, podríamos decirle) cuando empecé a leer los documentos de la Castañeda. Iba en busca conscientemente de todos aquellos elementos que pudieran, de alguna manera, ilustrar las estrategias de vigilancia y castigo que eran tan importantes para los conceptos de Foucault y, en general, para la antipsiquiatría. Poco a poco, sin embargo, leyendo los documentos con cuidado, leyendo tanto lo que dicen como lo que no dicen, leyendo lo que aparece ahí, cada una de las señas materiales de su existencia, tuve que dirigir mi curiosidad no solo hacia el documento en sí, hacia adentro, sino también hacia el afuera del documento. Era sencillo (digamos, al inicio) ver en el interrogatorio y en la manera en que el psiquiatra en turno escribía las respuestas tanto de pacientes como de sus familiares, un acto limitante, de borramiento incluso, de represión, pero tuve que salir también del documento y problematizar la figura del psiquiatra. El psiquiatra en la época en la que yo estaba investigando, hacia inicios del siglo XX en México, tenía una estatura más bien menor, puesta continuamente en duda por el establecimiento médico; es decir, esa criatura todopoderosa, autoritaria, enorme, que a veces es fácil colegir de una visión un poco jerárquica, un poco rígida, brillaba por su ausencia en estos documentos. El psiquiatra escribía y borraba, volvía a escribir y volvía a borrar, tachoneaba, escribía un concepto sobre otro. Todo esto sugería que el psiquiatra era tentativo o dudaba, o que no se ponían de acuerdo entre ellos; porque con frecuencia el expediente médico estaba abierto por muchos años. Distintos tipos de psiquiatras que habían estudiado en distintos libros, o atendían a teorías también distintas, continuaban el mismo expediente: hacía falta, no se notaba ahí, una acción en unidad; el tipo de acuerdo que se logra cuando la profesión ya está establecida. Al contrario, eran apuntes contradictorios (nerviosos, podríamos decirlo así) por parte de profesionistas en difícil ascenso, quienes precisaban de escuchar muy de cerca a sus pacientes para poder ir construyendo su propia legitimidad dentro de la profesión. Si yo no hubiera entendido esto de la profesión del psiquiatra, que entendí gracias a tesis de la época, apuntes de periódicos, a leer artículos de sus conferencias, a leer comentarios —de esos que salen de vez en cuando— cómicos y burlones acerca de la profesión de la psiquiatría, novelas de la época, etcétera, me habría podido ir con la finta de que el psiquiatra dentro de la Castañeda era un señor todopoderoso. Ahora bien, no dudo de que haya tenido poder. La estructura de la Castañeda era jerárquica, y el psiquiatra definitivamente estaba por encima del paciente, pero también hay que entender que esta autoridad era frágil, tentativa, y que necesitaba del conocimiento y de la experiencia del paciente (del interno, como se les decía entonces) para poder legitimarse. Creo que entender esta necesidad me ayudó a leer el interrogatorio también por su lado más horizontal. Por otra parte, los internos también tenían algo que ganar al expresar de cierta manera sus condiciones. Una palabra bien dicha, una historia bien contada, alguna escena tremebunda, podría dar como resultado un mejor tratamiento, o la libertad. Mi tarea, en todo caso, era tratar de ver la complejidad de la situación del consultorio como una situación de diálogo; verla y entenderla también como una especie de traducción de clase, de las experiencias de clase también —y de género y de raza, por supuesto—, entre psiquiatras y pacientes. Margaret Atwood hace un gran trabajo respecto a esto en su novela Alias Grace. Como pocas, entiende los múltiples subterráneos, los pisos escondidos, las capas (los sedimentos, diría yo ahora), a través de las cuales o sobre las cuales se va creando esta conversación tan disímil, tan desigual, pero tan importante para cada uno de sus participantes. ¿Cómo aprendemos a escuchar el acto de escucha de alguien más? Poniéndonos en la situación de diálogo, entendiendo que aquí estamos ante personajes con experiencias disímiles que algo tienen que ganar del otro. A veces los psiquiatras tachaban y borraban y ya, pero a veces tachaban y borraban y volvían a escribir. Algunos de estos expedientes contenían cartas, diarios, también dibujos, de los internos. Incluso en esta situación de encierro y de desigualdad extrema, estos pacientes parecían no dudar de su agencia, y eso fue en sí mismo interesante. Eso lo vi como lo hizo Ruth Bejar en Translated Woman: Crossing the Border with Esperanza's Story: tener una historia de tu propia vida que contar ya es indicativo de una agencia. Por otra parte, hablando también del contexto, hay que entender que aunque la Castañeda gustaba de presentarse como una institución totalitaria, eficaz y funcional, rara vez fue así. La Castañeda se inauguró el primero de septiembre de 1910, y para noviembre el país entró en esta turbulencia que llamamos la Revolución mexicana. Muy pronto quedó sin recursos, y es con los recursos con los que se paga no solo el personal médico, psiquiatras, enfermeros, sino también carceleros y guardias, administrativos, burócratas… En los años más cruentos de la guerra, por ahí de 1915, el año de la hambruna en la Ciudad de México, los internos tuvieron que salir a pedir limosna y comida. Dudo que hubiera guardias, dudo que esas paredes hubieran estado salvaguardadas de una manera eficaz. Sí había guardias, pero no suficientes, como no había suficientes enfermeros, como no había suficientes psiquiatras. Los campesinos-soldados del ejército zapatista, por cierto, encontraron hospedaje en la Castañeda cuando entraron en la Ciudad de México. ¡Buenas metáforas materiales las de nuestra historia! Si entendemos esta situación de precariedad institucional, de medicamentos, de personal, y esta abundancia —de hecho, exageración— de pacientes, entenderemos la fragilidad de la situación del diálogo, y luego entonces seremos capaces de escuchar en los titubeos, en los borramientos, en las tachaduras, en las palabras que se superponen, parte de esta cruenta negociación entre actores, actantes, participantes y experiencias, que tienen fines distintos, pero que saben que para lograr esos fines se necesitan el uno al otro. Ese necesitarse es fundamental aquí, hay una relación de oposición, claro, pero también de negociación, de acomodo y más; de resistencia, por supuesto. Como cuando platicamos, que vemos a la cara, vemos a las manos, oímos la voz y tenemos múltiples registros, múltiples sedimentos a los cuales poner atención para sacar nuestras conclusiones sobre lo que acabamos de escuchar y de presenciar.
«La Castañeda se inauguró el primero de septiembre de 1910, y para noviembre el país entró en esta turbulencia que llamamos la Revolución mexicana. Muy pronto quedó sin recursos, y es con los recursos con los que se paga no solo el personal médico, psiquiatras, enfermeros, sino también carceleros y guardias, administrativos, burócratas… En los años más cruentos de la guerra, por ahí de 1915, el año de la hambruna en la Ciudad de México, los internos tuvieron que salir a pedir limosna y comida».
Nayeli García Sánchez: Dentro del manicomio había trabajos encargados de la estandarización de los cuerpos (el uso de uniformes azules, las visitas al peluquero, el registro fotográfico), y tú elegiste una de esas perspectivas para narrar parte de Nadie me verá llorar, la voz del fotógrafo, ¿qué encontraste en él para elegirlo como narrador? ¿Qué dice el conjunto de fotografías archivadas acerca del fotógrafo que las tomó?
Cristina Rivera Garza: Hay varios tipos de fotografías que retratan al manicomio, pero me voy a detener nada más en dos. En primera instancia, el retrato burocrático, usualmente en un óvalo pequeño o rectangular, que incluye la cara, la cabeza, el cuello y parte de los hombros, que se parece mucho al tipo de retrato que utilizaron los lombrosianos, los criminologistas, para tratar de capturar, detener y arrestar al menos simbólicamente (aunque a veces también físicamente) la identidad de los criminales, de los internos, de los desobedientes, de aquellos que necesitaran disciplina. De este tipo de fotografías hay bastantes en el manicomio: se trata del retrato burocrático, identitario, que más o menos logra producir cierta uniformidad a lo largo de los años. El retrato, sin embargo, varía lo suficiente para dar cuenta de algunas transformaciones importantes dentro de la institución. Hay retratos en los que se nota que los internos todavía están, por ejemplo, vistiendo sus ropas de afuera, sus ropas normales, sus ropas cotidianas, por decirlo así, y hay otros en los que ya se empiezan a ver las batas que los distinguen como internos, por ejemplo; hay muchos en los que las mujeres y hombres aparecen con sus cabelleras de todos los días, y también hay otros en los que ya aparecen rapados. Aun en su uniformidad, estos retratos dejan ver cierta idiosincrasia y cierta variación a lo largo de los años de la institución misma. Está también la cuestión de los gestos. No sé cuántos de ellos habrán entendido la dimensión del retrato como forma y como ritual burocrático. Muchos de ellos posan con seriedad, pero muchos no. Muchos sonríen, muchos levantan las manos, muchos voltean en el último minuto la cabeza, muchos expresan algo: ira, rabia, incluso distracción o indiferencia, pero los rostros son pocas veces tan uniformes como los veríamos ahora, por ejemplo, en las licencias o en los pasaportes. Creo que todavía es una etapa en la que el retrato como tal, al menos entre las clases trabajadoras, se está asentando, apenas está adquiriendo sus linderos específicos. Si uno los ve con cuidado, se da cuenta de que lo que los diferencia no es la locura, diagnosticada o no, sino la pobreza. Se trata de rostros de mujeres y hombres pobres. Cualquiera podría haber estado ahí. Por otra parte, están las fotografías tomadas por los fotógrafos aficionados, los curiosos, los periodistas, que tenían a veces oportunidad de entrar al manicomio, guiados muy frecuentemente por el morbo, y que rescataban una serie de imágenes de la vida dentro del manicomio. Hay mujeres reunidas; hay hombres y mujeres trabajando en los talleres; hay internos viendo películas; hay fotografías de trabajadores de la institución participando, por ejemplo, en un desfile, en lo que parece ser una marcha en la ciudad; hay fotos de los cerdos que tenían en los corrales. Las fotografías dan cuenta de la intimidad institucional, de la dificultad de la vida cotidiana, pero también de la manera en como muchos de estos actores iban formando sus pequeños grupos, sus pequeñas charlas, sus pequeñas conversaciones, por decirlo así. Yo alguna vez tuve el proyecto de invitar a escritores a escribir un texto corto alrededor de estas imágenes. Nunca lo pude publicar, pero ahí tengo el original. A lo mejor algún día.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Marta Calvo.
Nayeli García Sánchez: Las personas que alguna vez hemos tenido que recurrir a los servicios públicos de salud sabemos que en esos espacios hay una desobediencia que hace vivible el paso por ellos. ¿Cuáles eran las negociaciones entre los distintos actores dentro del hospital? ¿Qué hacía vivible la vida en la Castañeda?
Cristina Rivera Garza: Creo que precisamente lo que hacía la vida vivible en la Castañeda era algo que se deja ver en esas fotografías amateur que retratan su intimidad. Los pabellones son atroces, las condiciones de muchos de los camastros y de los colchones son terribles. La pobreza se deja ver en la cocina, en los trastos, en los alimentos, en lo raído de los uniformes; en el descuido de los dientes, de las pieles. Todo eso es muy cierto e ilustra la pesadilla que fue por muchos años la Castañeda. Pero a la vez, están las fotografías en que vemos a mujeres reunidas, por ejemplo; las vemos platicar o viéndose las unas a las otras. Están las fotografías de los niños que se reúnen (porque también había niños en la Castañeda, esto es interesante) en salones de clase; o de los hombres y mujeres en los talleres donde trabajaban. Algunos cuidaban animales en las granjas; las mujeres producían rebozos; los hombres hacían ataúdes. Hay un mundo de trabajo y de productividad que no estoy muy segura de que les haya redituado salarios, mucho menos dignos, pero que sí les redituaba la posibilidad de tener una función práctica y un punto de reunión, sobre todo, dentro del manicomio. El manicomio, además, era muy grande y había, diseñados al menos, jardines amplios, donde todavía daban sombra los famosos castaños que le dieron nombre al instituto. Algunas de las fotografías dejan ver que esta fue una realidad a lo largo de los años de la Castañeda. Esa amplitud, acompañada del poco número de guardias, seguramente se convirtió en cierta libertad. Al menos para los pacientes que eran capaces de caminar y de acciones autónomas. Está también la serie de alianzas que se formaban entre ellos, ya sea contra doctores específicos, o contra comisarios, o contra burócratas, en general, de la institución. En los apuntes de Modesta Burgos tú debiste haber visto cómo se queja de los hombres «de guante blanco» (dice, hablando creo yo de ladrones en la ciudad), pero también cómo se queja de la falta de privacidad, de cómo algunos enfermos (internos, dice ella) «se la pasan olisquéndose las partes íntimas», que yo supongo que era parte también de la precariedad y de la violencia interna de la institución* (nota al pie). Pero que ella lo esté diciendo habla de que hay una posibilidad de enunciación, para empezar, y habla también de lo que ahora podríamos denominar como una alianza. Es decir, para cada mal que existía había también una iniciativa por parte de los que ahí vivían. No hay que olvidar eso, que dentro de esta institución vivían muchísimos hombres y mujeres, muchos más de los que cabían, muchos más de los que aceptaba el espacio que, sin embargo, se mantuvo en pie por tantísimos años. Modesta Burgos vivió una gran cantidad de años ahí, contando historias, quejándose profundamente, trabajando también, hablando muchísimo. Yo creo que la institución era autoritaria, pero no de una manera eficaz. Si hubiera sido tan totalitaria como le habría gustado ser, ninguna de estas interacciones habría dado como resultado la longevidad de ciertos pacientes.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Marta Calvo.
Nayeli García Sánchez: En el último ensayo de tu libro hablas de la escritura etnográfica de la historia, una que no tiende al éxito, sino que se sabe condenada al fracaso; que no busca aclarar sino mostrar la opacidad; una investigación que consiste en saber cada vez menos; ¿qué tiene que ver un proyecto así con la escritura literaria?
Cristina Rivera Garza: Si mal no recuerdo, Nayeli, en esa parte del ensayo me peleaba yo con la idea de que en muchos de estos escritos se habla de rescatar voces, con lo que este concepto, el de la voz, implica de presencia, siendo que nosotros trabajamos con textos. Muchos de estos historiadores, o de gente que investiga el pasado, no tienen oportunidad de preguntar, de estar presente; no hacen lo que el periodista o el cronista. Así que lo mío era un poco un llamado a la literalidad, a decir: lo que nosotros hacemos es estar con textos y lo que podemos hacer con la fuerza, las estrategias y los recursos que nos da el lenguaje escrito es reconstruir la situación del diálogo, sabiendo que lo estamos haciendo, es decir, que estamos participando en la elaboración de un artificio. Me parecía que en ese recorrido había una posibilidad de interrogar a las formas de la escritura académica. Y hablo aquí de ella no con el desprecio que usualmente se le tiene desde otras escrituras, porque me parece que, como otras escrituras, se trata de un género y de una forma, un poco tozuda, poco dispuesta al cambio, ¿pero cuál no lo es? Lo cierto es que la escritura académica, como otras formas de escritura, se ha enfrentado a su propio momento de autocrítica, y es desde dentro que se han generado estrategias alternativas no solo en la forma, sino en lo que se persigue. Los libros de ensayos académicos de Christina Sharpe, por ejemplo, o los de Saidiya Hartman son evidencia de esto. Ahí es donde entran los vocablos que citas en tu pregunta, el aclarar, el fracaso, el saber cada vez menos, que son elementos ciertamente que asociamos más que con la escritura en general, especialmente con la poesía. Es donde lo toleramos más, ¿no es cierto? Esto de que vamos por la experiencia, por el proceso; de que lo importante es acompañarnos, independientemente de lo que se aclare o de lo que resulte. Me parece que hay un espacio en esta escritura académica que abraza esa posibilidad. Eso es, en todo caso, en lo que participa mi escritura académica: son escritos no ortodoxos que, sin embargo, han sido publicados en colecciones o editoriales académicas y que se leen por académicos y por no académicos. Heme aquí, en todo caso, propugnando por una escritura académica que no necesariamente busca aclarar el misterio, sino que puede resistir trabajar en y a través del misterio, agrandándolo, volviéndolo más hondo, en la compañía de otros. Si logramos eso, yo creo que logramos mucho.
* Cristina se refiere a los apuntes escritos por puño y letra de la interna Modesta Burgos, resguardados en su expediente médico (núm. 6373, caja 105) en el Fondo del Manicomio General del Archivo Histórico de la Secretaría de Salud.
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