Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva por Julia Navarro: poetas de vidas rotas
Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva tuvieron vidas paralelas, al menos en lo que al sufrimiento se refiere: las dos fueron víctimas del estalinismo, supervivientes en aquella noche oscura en la que solo la escritura les daba fuerzas para seguir viviendo. No se conocieron de cerca, pero se admiraron siempre con un sentimiento profundo de reconocimiento la una por la otra. Tenían algunas cosas en común: su origen en familias acomodadas, sus viajes por el extranjero, Rusia como destino último de su razón de ser. Pero sobre todo las unió la poesía y el odio que Stalin sintió hacia ellas, un rechazo paranoide que le llevó a perseguirlas sin piedad. En las siguientes líneas, Julia Navarro recuerda a estas grandes poetas con dos fabulosos perfiles que forman parte de su coral libro «Una historia compartida. Con ellos, sin ellos, por ellos, frente a ellos» (Plaza & Janés), un viaje a través de sus inquietudes y lecturas, un encuentro con historias protagonizadas por mujeres, ya sean reales o criaturas literarias, sin olvidar el papel de los hombres que estuvieron cerca de ellas... para bien o para mal.
Por Julia Navarro

«Retrato de Anna Ajmátova» (1922). De la colección del Museo Estatal Ruso, San Petersburgo. Crédito: Getty Images.
La vida de Anna Ajmátova es una vida digna de haber sido escrita por Tolstói o por Chéjov.
Nacida en Odesa, lo que hoy es Ucrania, Ajmátova fue una mujer de una belleza singular, única, con un punto de exotismo quizá heredado de una abuela tártara de quien utilizó su apellido ya que el suyo era Gorenko. Pero si singular era su belleza, su inteligencia y su sensibilidad todavía lo eran mucho más.
La tentación es referirme a algunos de los hombres que pasaron por la vida de Anna, pero en realidad es Anna la que pasa por la vida de ellos dejándolos marcados para siempre.
Escribió su primer poema con 11 años mientras se recuperaba de una enfermedad, momento en que le asaltó la pasión de escribir.
No se puede contar la vida de Anna Ajmátova sin hablar de Nikolái Gumiliov, su primer marido, padre de su hijo Lev, un hombre presente en su vida hasta después de muerto. Pero tampoco sin el gran pintor Amedeo Modigliani, con quien mantuvo una intensa relación amorosa en París en 1911. Se conocieron en un café de Montparnasse un año antes, cuando estaba de visita en la ciudad junto a su marido. Modigliani era tan solo un aspirante a pintor que soñaba con que se le reconociera una obra que apenas le daba para comer. Un año después se reencontrarían, Anna ya sin Gumiliov y cuando él empezaba a tener cierto reconocimiento. La poeta y el pintor y escultor se amarían apasionadamente y no se olvidarían nunca.
Modigliani le enseñó a Anna el París bohemio y creativo, donde a nadie le importaba quién se acostaba con quién. Pasaron un tiempo juntos, el suficiente para que el rostro de Anna nunca se borrara de la retina de aquel genio de la pintura que murió pobre, y para que en ella fructificara en poemas toda la experiencia de aquel amor libre y desinhibido que había vivido en París. Su experiencia parisina fue un interludio en su vida, quizá los meses más felices y despreocupados de cuantos vivió. Tengo el pálpito de que aquel fue el mejor de los amores que mantuvo Anna, no solo el más apasionado, sino también el más gratificante para su alma. Ella abandonó París y regresó a Rusia ya para siempre, pero dejando sus respectivas huellas, en el caso de Anna en sus poemas y en el de Amedeo Modigliani en muchos cuadros y esculturas.
Para entonces Anna ya había publicado su primer poemario en 1912, que llevó por título La tarde, el segundo fue El rosario y se publicó en 1914, y el tercero, La bandada blanca, vería la luz en 1917.
Con Nikolái Gumiliov, con el que estuvo casada entre 1910 y 1918, no solo compartió matrimonio sino también militancia en el movimiento acmeísta, en el que también participó Ósip Mandelshtam, y que rompía con el lenguaje simbolista de la generación anterior, proponiendo una renovación del lenguaje poético con una mirada sobre la vida cotidiana. También aparejaba un distanciamiento sobre lo que significó la Revolución de 1917, que acabó siendo una guadaña para los intelectuales.
Nikolái fue un hombre de personalidad exuberante que empezó a escribir con ocho años. Viajero amante de África, tanto que al día siguiente de casarse con Anna le dio un beso de despedida y puso rumbo al continente africano para cazar leones. Duelista y héroe de la guerra de 1914, en la que fue condecorado por su valor. Ese era el compañero de vida que eligió Ajmátova: el hombre que a nadie dejaba indiferente, tal era la fuerza que de él emanaba. Y también era un gran poeta. Sus poemas «La duda», «Ella», «Columna de fuego», «La palabra» y tantos otros supusieron un soplo de aire fresco en el panorama literario de la Rusia de su tiempo.
Ellas... y ellos
Con ellos, sin ellos, por ellos, frente a ellos
Gumiliov y Ajmátova tenían personalidades distintas, pero estaban repletos de pasión por la vida, que él manifestaba a través de la acción y ella, de la introspección.
Él fue un personaje que merecería protagonizar una gran novela, la cual debería empezar por su último día de vida en San Petersburgo, donde le detuvieron acusándole de enemigo del pueblo, de monárquico antirrevolucionario. Gorki intercedió por Gumiliov ante el mismísimo Stalin, pero fue inútil, estaba condenado de antemano, acusado de conspiración, de manera que no pudo esquivar la cita con la muerte. La sentencia la ejecutó un pelotón de bolcheviques en un bosque a las afueras de Moscú. Nikolái Gumiliov murió como había vivido y, de acuerdo con la leyenda que se había construido, como el hombre valiente que era: se colocó el sombrero, aspiró el humo del cigarrillo, clavó la mirada en sus verdugos y aguardó los disparos. Mientras caía, seguramente pensó en aquella estrofa de uno de sus poemas:
No moriré en una cama
ante un médico y un notario,
sino en alguna trinchera salvaje
hundida en una felpa espesa
Ese fue el marido de Anna Ajmátova, el hombre con el que estuvo casada ocho años tan intensos que fue como si hubieran vivido una larga vida.
Creo que para conocer a alguien es importante saber de quiénes se ha rodeado a lo largo de su vida. La figura aparentemente hierática de Anna Ajmátova parecería disentir de la exuberante de Nikolái Gumiliov, pero quizá sea una apreciación engañosa. La diferencia entre ambos era la manera de manifestar la pasión por la vida, pero por lo demás coincidían en la valentía de afrontar cualquier desafío, aunque no les debió de resultar fácil combinar personalidades tan distintas. Se reconocían el uno en el otro, se admiraban y quizá por eso se amaban. Ninguno se rindió nunca y mantuvieron la cabeza alta hasta el final. Stalin les hizo aún más grandes con su encarnizada persecución.
El segundo marido de Anna, Vladímir Shileiko, apenas ocupa media línea en su biografía, como si la relación entre ambos hubiera sido poco menos que un paréntesis en sus vidas. Poeta, traductor de lenguas orientales, tradujo al ruso el Gilgamesh, una narración en verso que relata la epopeya de este rey mítico de la región de Mesopotamia. Vladímir Shileiko murió en Moscú a consecuencia de la tuberculosis. Por lo escueto de su biografía oficial es difícil calibrar por qué Anna se casó con él, si el suyo fue un matrimonio por amor o como consecuencia del devenir de la vida. Solo duraron juntos cuatro años, de 1918 a 1922.
Anna siempre eligió a hombres con los que había compartido sus años de juventud, los de San Petersburgo, donde se reunían en los cafés y en las casas a hablar de lo divino y lo humano, del arte, de la poesía, de la Revolución. Gumiliov, Shileiko y, después, Nikolái Punin. ¿Se enamoraba de ellos o su relación, más que fruto del amor, era consecuencia de la afinidad intelectual?
Shileiko murió joven, pero no parece que dejara una huella imborrable en Anna, es como si con las paladas de tierra sobre su cuerpo también se hubiera enterrado su espíritu y la parte de su biografía en común.
Nikolái Punin fue su tercer marido y el hombre con el que compartió dieciséis años de su vida, de 1922 a 1938. Punin había nacido en el Gran Ducado de Finlandia, estudió Historia del Arte en San Petersburgo y formó parte de los nuevos movimientos artísticos rusos en aquellos primeros años del siglo XX. Escritor también y editor de revistas, formaba parte del grupo de Gumiliov y Anna, la «inteligencia» de la época, además de compartir con ellos la nueva renovación poética del acmeísmo con una mirada puesta en el constructivismo en materia de arte.
A Nikolái Punin le consideraban un buen revolucionario, un hombre de izquierdas; de hecho, fue jefe del comité de Educación de Petrogrado y Comisario del Pueblo del Hermitage y los Museos Rusos, lo que le permitió salvar de la destrucción muchos cuadros de pintores occidentales considerados contrarrevolucionarios por los nuevos amos de Rusia: Lenin, Trotski, Stalin y compañía.
De modo que tenían mucho en común. O eso parecía. Sin embargo, su unión no estuvo exenta de altibajos, sobre todo para Anna, quizá porque ella vivía bajo el peso de la culpa por la situación de su hijo Lev, encarcelado, enviado al Gulag, con su vida siempre pendiente de un hilo. Acaso Anna gastaba lo mejor de sí misma en ese sufrimiento y en sus poesías, o simplemente el amigo de juventud no era el marido que esperaba.
Tampoco le debió de resultar fácil, aunque lo aceptó, compartir vivienda con Anna Arens, la exesposa de Nikolái Punin. A él le pareció que era buena idea, puesto que carecía de medios materiales para mantener a su anterior esposa con la que había tenido otros hijos.
De manera que la Casa del Fontanka donde vivieron en San Petersburgo nunca la sintió como suya, y sin embargo esa casa quedó impregnada de ella pues allí vivió muchos de los más dolorosos acontecimientos de su vida.

Anna Ajmátova. Autor desconocido. Crédito: Getty Images.
¿Cómo fue la relación de Anna y Nikolái Punin? Monika Zgustová, en El canto y la ceniza, afirma que una amiga de ambos contaba que Nikolái Punin «no podía soportar la idea de que Anna fuera poeta». Sin embargo, él la conoció poeta, habían compartido sus años de juventud junto a otros integrantes del movimiento acmeísta, así que sabía que esa era una parte intrínseca de ella. Acaso, añado yo, lo que no pudo soportar era el interés que Anna despertaba en los demás, el reconocimiento que recibía, la dignidad con la que se conducía pese a su sufrimiento. Quizá eran celos o quizá él creía en su superioridad intelectual respecto a ella. Resulta incomprensible esta escena que relata Monika Zgustová: «Una tarde, en el invierno de 1936, Ajmátova invitó a su casa a unos amigos escritores para leerles sus poemas. Una vez empezada la lectura, Nikolái Punin irrumpió en la habitación hecho un basilisco: "Anna Ajmátova —gritó desaforado—, usted es una poeta digna como mucho de la atención de una aldea de provincias"». Según Zgustová, esa fue la razón por la que Ajmátova estuvo diez años sin escribir. Sin embargo, yo creo que lo que la llevó a guardar la pluma fue el tener que afrontar cada vez más circunstancias adversas que convertían cada día en un reto por sobrevivir, incluso a los celos poéticos de su propio marido.
De hecho, la detención de Nikolái Punin y su encarcelamiento en Siberia supuso otro revés que tuvo que encajar aun sin saber que durante su detención la acusó de actividades antisoviéticas, lo mismo que a su primer marido Gumiliov y al hijo de ambos, Lev. En La palabra arrestada, uno de los libros más impresionantes que relata la persecución de los intelectuales llevada a cabo por Stalin, su autor, Vitali Shentalinski, publica una carta que encontró en los archivos y que contiene la declaración de Nikolái Punin durante su detención. No le juzguemos, al menos yo no juzgaré a Punin, porque no hay por qué esperar que los hombres sean héroes cuando solo son hombres. ¿Acaso se puede exigir a un ser humano que no se quiebre ante la tortura?
Punin les explica cuándo y cómo conoció a Anna Ajmátova y a su primer marido, Nikolái Gumiliov, y se acusa a sí mismo de haber participado en reuniones antisoviéticas.
Nikolái Punin morirá —por torturas, por agotamiento y desesperanza— en el Gulag, en el Círculo Polar Ártico.
Anna Ajmátova era extremadamente exigente con su escritura y, si los poemas de su primera etapa ya habían obtenido la admiración de sus contemporáneos, no será hasta que el sufrimiento le arranque la última lágrima cuando sus poemas alcancen la plenitud de la grandeza. «Réquiem» es el poema que aprenderán de memoria sus coetáneos, el poema prohibido por Stalin, el poema que arranca las lágrimas y remueve conciencias. Porque Anna Ajmátova es una poeta no solo del dolor sino también de la ética, de ese compromiso contra la opresión y en defensa de la verdad.
Es un poema que salta de las entrañas de Anna, quien ha sido testigo del encarcelamiento de sus amigos, del fusilamiento de su primer marido y de la detención de su hijo Lev, condenado a Siberia, al Gulag, el mismo camino que seguirá poco después su tercer marido, Nikolái Punin.
De ese desgarro, de esa rabia contenida, de esa desolación, nace uno de los poemas más extraordinarios de la historia de la poesía.
La propia Anna Ajmátova relatará en 1957 qué la llevó a escribirlo. Este es su testimonio, el testimonio de una madre que vive atenazada por el miedo a lo que pueda sucederle a su hijo, injustamente encarcelado varias veces por oponerse al criminal régimen soviético:
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer —los labios morados por el frío— que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros):
—¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
—Puedo.
Y así germina «Réquiem», un poema que a mí me sacude el alma, que me arranca lágrimas, que me parece el más sublime de todos los poemas:
En aquel tiempo sonreían
solo los muertos, deleitándose en su paz,
y vagaba ante las cárceles
el alma errante de Leningrado.
Partían locos de dolor los regimientos
de condenados en hilera y era
el silbido de las locomotoras
su breve canción de despedida.
Nos vigilaban estrellas de la muerte,
e, inocente y convulsa, se estremecía Rusia
bajo botas ensangrentadas,
bajo las ruedas de negros furgones.
De madrugada vinieron a buscarte.
Yo fui detrás de ti como en un duelo.
Lloraban los niños en la habitación oscura
y el cirio bendito se extinguió.
Tenías los labios fríos del icono
y un sudor mortal en la frente. No olvidaré.
Me quedaré, como las viudas de los soldados del zar Pedro,
aullando al pie de las torres del Kremlin.
Este poema está dedicado a su amigo Ósip Maldelshtam, uno de los más grandes poetas contemporáneos que sufrió el infierno del Gulag.
Anna renuncia al exilio. No puede, no quiere abandonar a su hijo, a sus amigos, a los hombres que amó o que la amaron. No quiere separarse de su pueblo, se empeña en correr su misma suerte.
En «Réquiem» se resume el dolor de todo un pueblo que se aprendió los versos de memoria, y la transmisión oral salvó muchos de los poemas de los poetas rusos contrarios al régimen soviético.
Anna decidió sufrir. Quizá podría haber abandonado la Unión Soviética, pero no lo hizo. Habría sido tanto como traicionarse a sí misma. Allí estaban sus amigos y allí estaba Lev, su hijo, ese hijo que vivió siempre con el peso de unos padres cuyas vidas y obras sobrepasaban la de cualquiera que intentara medirse con ellos.
Y sin embargo, Lev tenía la misma pasión por la vida que había tenido su padre; era un estudioso, un intelectual que desafió el manto de oscuridad y sinrazón del régimen soviético. Al igual que su padre, Nikolái Gumiliov, y que su madre, Anna Ajmátova, nunca se rindió.
La poeta afronta el horror del estalinismo con dignidad, consciente de que su dolor no era superior al de los demás:
Diecisiete meses hace que grito
llamándote a casa.
Me he postrado a los pies del verdugo,
hijo mío, terror mío.
El mundo entero es confusión
y yo ya no sé distinguir quién es la bestia
y quién el hombre.
¿Cuánto falta para tu final?
Quedan solo flores polvorientas,
el rumor de la lámpara de incienso,
y huellas que no llevan a ninguna parte.
Directa a los ojos me mira,
mal augurio de una muerte cercana,
una inmensa estrella.
Anna escribía a Stalin suplicando por la vida de su hijo; no se sentía humillada por hacerlo, poco le importaba postrarse «a los pies del verdugo» si de esa manera salvaba a Lev.
Su hijo entra y sale de las cárceles soviéticas, sufre el terror del Gulag, pero en todas las declaraciones a sus torturadores se defiende con brillantez, y defiende sin dudarlo a su madre, a la que admira al igual que a su padre. Puede que cuando era niño la sintiera lejana, ensimismada en la poesía y en su propia vida, pero la sabe incondicional. No hay nada que Anna no esté dispuesta a hacer por su hijo.
Anna tampoco abandonaba a los amigos o a cualquiera que acudiera a ella buscando una brizna de esperanza.
Pero si «Réquiem» es la expresión del dolor provocado por el estalinismo, «Poema sin héroe» es un recorrido por su propia vida al tiempo que de él emerge la de la propia Rusia. La conciencia, los amigos, la supervivencia, el arte, todo pasa por el poema.
No es de extrañar que el premio Nobel de Literatura Joseph Brodsky confesara no solo la admiración sino la influencia de Anna Ajmátova en su propia obra.
¿Qué quedaba de Anna Ajmátova? ¿De aquella mujer de belleza enigmática, que en San Petersburgo había participado con alegría y pasión en la tumultuosa vida cultural de los años previos a la Revolución? Mantenerse entera debería haberle secado el alma y, sin embargo, a pesar de que hubo periodos en los que no escribía, cuando volvía a coger la pluma resonaba con fuerza su talento.
En noviembre de 1945 tuvo un encuentro con Isaiah Berlin que ninguno de los dos olvidaría nunca. A veces es más fácil desnudar el alma a un desconocido, y es lo que hizo Anna Ajmátova.
Isaiah Berlin la escuchaba casi noqueado por cuanto le contaba. Anna fue desgranando los hilos de su vida: Modigliani, Mandelshtam, Gumiliov, Pasternak, Punin…
El impacto que provocó en Berlín fue absoluto. Monika Zgustová nos recuerda las palabras de este intelectual sobre su conversación con Anna: «El relato de la tragedia absoluta de su vida superó todo lo que jamás había oído».
La admiración fue mutua, puesto que ella le dedicaría algunos poemas, aunque el encuentro fue causa de más sufrimiento para su hijo porque fue brutalmente interrogado sobre lo que hablaron su madre y el profesor inglés.
Anna permanentemente vigilada, con micrófonos en cada rincón de su casa, su obra proscrita, y cada vez que la querían golpear, golpeaban a su hijo convencidos de que así la vencerían.
Y entre ellos, entre madre e hijo, la distancia y la incomprensión. Se puede querer sin comprender, y Anna y Lev no sabían comprenderse. Él luchaba por ser él, por ser reconocido por sí mismo y no por ser hijo de Gumiliov y de Ajmátova, y así fue creciendo un abismo que les llevaba a pasar largas temporadas sin verse. Ni un solo día se dejaron de querer, pero les era más fácil la lejanía que compartir el tiempo y el lugar. Ella achacaba la actitud de su hijo a los años de cárcel y de Gulag, y él nunca terminó de comprender el sufrimiento interno de su madre, a la que veía como un gigante. No les permitieron compartir la vida, y aunque lucharon el uno por el otro, la separación les pesó en el alma a los dos.
Anna, declarada enemiga del pueblo soviético. Anna, condenada a malvivir. Anna, soportando las humillaciones de un régimen perverso. Anna, por cuya vida pasaron hombres como Modigliani, Gumiliov, Punin, Mandelshtam, Brodsky, Berlin, Pasternak… contemporánea de Maiakovski, Gorki, Bulgákov, Bábel… y de Marina Tsvetáieva, que aunque nunca se encontraron, ambas reconocieron su mutua admiración. Vidas marcadas por la tragedia. Anna murió enferma en Moscú mientras que Marina puso fin a su vida, una vida que siente que ya le han arrebatado y, por tanto, no es suya.
Quien quiera saber más de ambas debería leer a Lidia Chukóvskaia. Las conoció, las escuchó, las defendió.

Marina Tsvetáieva circa 1910. Autor desconocido. Crédito: Getty Images.
Marina Tsvetáieva
Hay un hilo muy tenue, casi invisible, entre la vida de Marina y Anna. Las dos son grandes poetas, las dos son eternas sospechosas, pero también son muy diferentes. Su actitud ante la vida, sobre todo el amor de Marina por el amor. Amar no importa a quién es parte de su naturaleza y así pasan por su vida, además de su marido, Serguéi Efron, Borís Pasternak, Rainer Maria Rilke, Nikolái Gronski, Sofía Parnok… Sin embargo, sus biógrafos aseguran que siempre mantuvo un vínculo irrompible con su marido, con el que tuvo tres hijos: Ariadna, Irina, que muere de inanición a los tres años en un asilo, y Gueorgui.
Mientras Anna es una poeta que mira hacia dentro, Marina mira hacia fuera. La de Anna es una poesía fruto de la ética, de la espiritualidad. La de Marina es una poesía carnal, quiere vivir, sentir, disfrutar. Su actitud ante la adversidad es diferente a la de Anna. Ambas sufren y ven cómo encarcelan a sus hijos.
Pero quizá es mejor empezar por su fecha de nacimiento: Marina Tsvetáieva nació el 8 de octubre de 1892. Sus primeros años transcurren en San Petersburgo, en una familia en la que nunca logró encontrar su lugar. Su madre era la segunda mujer de su padre; la primera había fallecido dejando dos hijos, a los que se sumaron Marina y su hermana.
Una enfermedad de su madre la llevó a acompañarla a Italia, donde abrió los ojos a un mundo distinto en el que no le costó nada integrarse.
Estudió Historia de la Literatura en París y allí publicó su primer libro de poemas. A los 18 años se casó con Serguéi Efron, pero su personalidad apasionada y libertaria la llevaría a poder amar no solo al esposo sino a una poeta reconocida mucho mayor que ella, Sofía Parnok. Fue una relación profunda y tumultuosa que sin embargo no la alejó de Serguéi.
De París van a Moscú, donde Serguéi, oficial del Ejército Blanco, combatirá contra los revolucionarios. Pasan todo tipo de penalidades, y hambre, mucha hambre. Marina dejó a sus hijas en un orfanato para que lograran subsistir, pero Irina, la pequeña Irina, morirá de hambre.
En 1922 deciden abandonar su país y se van con su hija Ariadna a Praga, y en esa ciudad ella reencuentra la paz a pesar de que no tienen una vida boyante. Pero al menos Serguéi está vivo. Ella se enamora de Konstantín Rodzévich, al que dedica muchos de sus poemas. Rodzévich ha luchado junto a Serguéi en el Ejército Blanco y es un exiliado como ellos.
Llanto de hombre, veta
que en la cabeza retiembla.
Llora. Otra te devolverá
la vergüenza que te hice dejar.
Somos dos peces
del mis-mí-si-mo mar.
Dos conchas muertas
labio contra labio.
Todo lágrimas.
Sabor
a muelle.
—¿Y mañana
cuando despierte?
Serguéi la conoce bien y asume que su mujer a quien ama es al amor y que es su cabeza la que desencadena el tumulto que la lleva a creerse ciegamente enamorada.
A él le asombra la dualidad de Marina, la apasionada y la mujer fría y racional.
Marina y Serguéi tuvieron otro hijo, Gueorgui, al que llamarían Mur.
De Praga se fueron a París y allí encontraron la manera de ganarse la vida, al principio con la ayuda que el Gobierno checo prestaba a los exiliados rusos, y además comienzan a colaborar en publicaciones de exiliados.
La vida del matrimonio transcurre en paralelo. Las cartas que Marina se intercambia con Rilke son de tal intensidad que este termina agotado de la relación y decide poner fin a la correspondencia, lo que provoca en ella un cataclismo. Claro que al mismo tiempo Marina se cartea con Borís Pasternak, con el que mantenía una correspondencia igualmente apasionada y con el que puso distancia porque los caminos de ambos eran imposibles de mezclar.
Cuando Rilke muere, ella le dedicará uno de sus mejores poemas, que lleva por título «Por el Año Nuevo».
¿Y su marido? ¿Continúa ignorando las pasiones de Marina? ¿Acaso las sabe imposibles de aplacar? ¿Qué lleva a Serguéi Efron a colaborar con aquellos a los que había combatido?
La nostalgia, dicen sus biógrafos, la soledad que provoca el exilio, aunque parece que su relación con Marina siempre permanece firme y no se resiente por los amoríos de ella. Efron sabe que lo que la impulsa no es otra cosa que el amor por el amor.
Efron comienza a colaborar con el NKVD, la policía secreta de Stalin, y a él se une su hija Ariadna. La hija. La hija que no comprende a la madre, a la que siente lejos, puesto que Marina vive obsesionada con el amor y la poesía. En realidad, enamorarse es una manera de encontrar inspiración para las palabras que abrasan su cerebro.
La hija que se siente próxima a su padre. Le admira y ella también se deja arrastrar por el deseo de colmar de emociones su vida, pero sobre todo por la relación con su padre al que siempre ha sentido cerca, al contrario que a su madre.
¿Y Marina? Marina sabía sin saber, bastante tenía con ella misma. Pero aun sabiendo sin saber, no tiene ningún aprecio por aquel régimen que oprime a su querida Rusia.
Cuenta Vitali Shentalinski cómo Efron se va enredando cada vez más en las aguas turbias del espionaje y solo hace un alto cuando recae en la enfermedad que viene arrastrando: tuberculosis. Pero se repone y regresa a sus actividades.

Marina Tsvetáieva. Autor desconocido. Crédito: Getty Images.
La distancia entre Marina y Ariadna se va agrandando, son dos caracteres opuestos con intereses imposibles de conciliar. Ariadna trabaja, deja el trabajo, busca qué hacer con su vida, y su padre le propone que regrese a la Unión Soviética, él puede abrirle la puerta, conseguirle un pasaporte y un futuro. Le cuenta a su hija que le gustaría que su hermano la acompañara, pero que Marina no lo permitiría. Ariadna acepta el consejo de su padre y vuelve a Moscú, adonde él la seguirá un año después, en 1938, habida cuenta de que sus actividades como espía le han puesto en el punto de mira de los franceses, que le relacionan con el asesinato de un disidente soviético que antes también había trabajado para el NKVD.
El escándalo provoca que Marina pierda la confianza de los círculos de exiliados. Hay quien desconfía de ella por su admiración incondicional hacia Maiakovski, el gran poeta mimado de la era soviética.
En 1939 decide reunirse con Serguéi y Ariadna, sin imaginar las dificultades a las que se tendrá que enfrentar.
El NKVD no se fía de Efron, no se fía de Ariadna, no se fía de ella, no se fía de ningún ciudadano ni de los comunistas más devotos del régimen soviético. Todos son sospechosos, todos pueden tener un mal pensamiento, una duda.
Detienen al padre, detienen a la hija, los torturan, quieren que confiesen.
Marina siente el rechazo de los escritores soviéticos, pues no es como ellos, a ella le interesaba el amor, la pasión, incluso Dios.
Escribe a Lavrenti Beria, el todopoderoso jefe de la policía política, solicitando la libertad de Serguéi y de Ariadna. La hija ha sido condenada a ocho años de prisión, mientras el padre aguarda la decisión de si le arrebatan o no la vida. Pero no hay respuesta de Beria. Mientras tanto, ella va naufragando entre los avatares de la vida cotidiana.
Efron, condenado a muerte, aguarda al pelotón en la prisión de Butirka. Para ella y su hijo Mur, el destierro a Yelábuga, en la lejanísima Tartaristán. Allí decidirá poner fin a su vida, pero antes ordenará sus poemas y coloca en primer lugar uno escrito en 1920 que dedica a Serguéi.
Y por fin ¡para que todos lo supieran!
¡Que eres mi amado! ¡Amado! ¡Amado! ¡Amado!
Firmaba con un arcoíris en el cielo.
¡Quería que cada palabra floreciera
para siempre conmigo! ¡Bajo mis dedos!
Después bajando mi frente hasta la mesa
tacharía tu nombre con una gran cruz.
Y tú, preso en las manos de un escriba
¡corrupto! Tú que hurtas el corazón
¡que no te vendí! ¡Dentro del anillo!
Seguirás perviviendo en las tablas de la Ley.
También deja una carta a su hijo pidiéndole perdón. La poeta del amor deja la vida porque allí, en la Unión Soviética, no cabe la vida ni, por tanto, el amor.
Marina Tsvetáieva está considerada una de las grandes poetas del siglo XX, y ciertamente lo es, aunque yo no me siento tan cerca de sus poemas como de los de Ajmátova.
El mundo de Marina Tsvetáieva casi se circunscribe a la pasión, al amor, mientras que el de Ajmátova se amplía a todos los registros de la vida misma. Los poemas de Anna Ajmátova son una crónica de su época, del dolor de un pueblo maltratado por un régimen criminal. En los poemas de Ajmátova hay un compromiso con sus conciudadanos, un sentido ético para caminar por la vida. En los de Tsvetáieva relumbra sobre todo la pasión, esa que siempre busca y que va sustituyendo por otra en cuanto se agota.
A mí me sacuden el alma los poemas de Ajmátova, mientras que me siento más lejana de esa pasión desatada en el corazón de Marina Tsvetáieva. Pero sé que es fruto de la edad, y que acaso cuando tenía entre 15 y 20 años me habría sentido más cerca del apasionamiento vital de Marina.
Si existe el Parnaso, seguro que ambas están allí.
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