Sobre la mentira fascista: hacer de las metáforas una realidad
Al igual que los fascistas del pasado, los actuales líderes populistas de extrema derecha acumulan poder político retorciendo la realidad, promoviendo el odio y fomentando mitos infundados (sólo hay que ver lo que acaba de ocurrir Giorgia Meloni, quien gobernará en Italia a pesar de -¿o gracias a?- haber loado al dictador Benito Mussolini). La estrategia es sencilla: llevar sus mensajes al límite para crear una verdad individual que deje poso en parte del electorado, grupos de personas cada vez más numerosos que no cuestionan la veracidad de estos postulados. De larga tradición política, como bien analiza Federico Finchelstein en «Breve historia de la mentira fascista» (Taurus), esta práctica explica cómo los líderes del fascismo capitalizaron la falsedad como base de su poder. Extraídas de la obra de Finchelstein, las siguientes líneas evidencian un modelo de actuación del ayer -hacer política a partir de «fake news»- al que no cuesta encontrar reflejo en la sociedad de hoy.

Póster de propaganda estadounidense de la II Guerra Mundial (fechado en 1942). En el cartel se puede leer «No seas el títere de Hitler. ¡Cállate!» en alusión al espionaje nazi en territorio aliado. Crédito: Getty Images.
A alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en
la cara. Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron
otras mentiras. No las creí, pero no me atreví a desoírlas.
El más famoso propagandista fascista, el líder nazi Joseph Goebbels, suele ser mal citado cuando se le atribuye el dicho de que repetir mentiras fue algo capital para el nazismo. La cita errónea da la imagen de un fascismo plenamente consciente del alcance de sus falsedades deliberadas (1). ¿Está el engaño en el centro del fascismo? ¿Creen los mentirosos en sus propias mentiras? ¿Son conscientes de su falsedad? Cuando Goebbels decía que Hitler lo conocía todo y que era «el instrumento creativo natural del destino divino», ¿manejaba un concepto de conocimiento fundado en la realidad?
El asunto es complicado. En realidad, Goebbels, que alguna vez había inventado y luego publicado noticias sobre un intento de asesinato contra su persona, más tarde las «publicó» en sus diarios como si fueran hechos. En esos diarios, no escritos para consumo del público sino publicados muchos años después de su muerte, también advertía el «éxito» que tenían sus discursos una vez que eran celebrados por los medios que controlaba. ¿Se mentía Goebbels a sí mismo o creía en una forma de verdad que trascendía la demostración empírica? ¿Quería fabricar una nueva realidad? Desde una perspectiva fundada en la realidad, por supuesto, no hay diferencia entre fabricar una mentira y creer en una idea mágica de la verdad, en huir de la veracidad. Al inventar una realidad alternativa, Goebbels se mentía a sí mismo, pero eso no es lo que él y la mayoría de los fascistas transnacionales creían.
Para fascistas como Goebbels, el conocimiento era una cuestión de fe, de fe profunda en el mito del líder fascista. La manipulación o invención de los hechos fue una dimensión clave del fascismo, pero también lo fue la creencia en una verdad que trascendía los hechos Para los fascistas no había contradicción entre verdad y propaganda.
Goebbels definía la propaganda como «el arte no de mentir o distorsionar sino de escuchar “el alma del pueblo” y “hablarle a una persona en el lenguaje que esa persona entiende”». Como señala el historiador Richard Evans, «los nazis actuaban a partir de la premisa de que ellos y sólo ellos, a través de Hitler, tenían un conocimiento y una comprensión íntimos del alma alemana». La idea de una verdad que emanaba del alma era el resultado de un acto de fe en una certeza absoluta, que no podía ser corroborada.
De aquellos barros...
Cuando hablaba de grandes mentiras y grandes verdades, Adolf Hitler delataba el esfuerzo que hacía por trastocar el mundo de lo verdadero y lo falso. Lo que consideraba como mentiras eran hechos que contradecían su teoría racista del universo. Su concepción del mundo descansaba en una noción de verdad que no necesitaba verificación empírica. En otras palabras, lo que es verdad para la mayoría de nosotros (el resultado de causas y efectos demostrables), para él era potencialmente falso. Lo que para la mayoría de nosotros serían mentiras o hechos inventados era para él una forma superior de verdad. Como sostienen hoy muchos medios populistas, Hitler invertía la realidad proyectando en sus enemigos su propia deshonestidad para con la verdad, alegando de manera falaz que los que mentían eran los judíos, no él El mentiroso fascista actuaba como si representara la verdad Acusaba a los judíos de participar de una «distorsión colosal de la Verdad». Pero Hitler asociaba esa verdad real con los mitos antisemitas en los que creía y propagaba (2).
Los más importantes connoisseurs de esta verdad acerca de las posibilidades del uso de la falsedad y la calumnia han sido siempre los judíos; después de todo, toda su existencia se basa en la gran mentira, esto es, la idea de que son una comunidad religiosa, cuando en realidad son una raza —¡y qué raza! Una de las grandes mentes de la humanidad los desenmascaró para siempre como tales con una frase eternamente correcta, de una verdad fundamental: los llamó «los grandes maestros de la mentira». Y quien no lo reconozca o no quiera creerlo nunca será capaz de contribuir al triunfo de la verdad en este mundo.
En los años 30 y 40, Hitler, los fascistas argentinos y muchos fascistas del mundo veían la verdad encarnada en mitos antisemitas, lo que el filósofo judío alemán Ernst Cassirer llamaba «un mito conforme al plan». Los fascistas fantasearon una nueva realidad y luego cambiaron la verdadera. Así, reformularon las fronteras entre mito y realidad. El mito reemplazaba la realidad con políticas destinadas a reconfigurar el mundo en función de las mentiras en las que creían los racistas. Si, según las mentiras antisemitas, los judíos eran intrínsecamente sucios y contagiosos y debían por lo tanto ser asesinados, los nazis, con los guetos y los campos de concentración, crearon condiciones en las que la suciedad y el contagio de enfermedades se hacían realidad. Famélicos, torturados y radicalmente deshumanizados, los reclusos judíos se convirtieron en lo que los nazis habían planeado que se convirtieran, y por consiguiente fueron asesinados.

1943. La sátira contra la mentira. Crédito: Getty Images.
Buscando una verdad que no coincidiera con el mundo vivido, los fascistas procedieron a hacer de las metáforas una realidad. No había nada verdadero en las falsedades ideológicas fascistas, pero sus partidarios querían que esas mentiras fueran lo más reales posible. Concebían lo que veían y no les gustaba como algo que no era verdadero. Mussolini sostenía que una tarea central del fascismo era negar las mentiras del sistema democrático. Oponía también la verdad del fascismo a la «mentira» de la democracia. El principio de encarnación era central en la oposición mítica que el Duce planteaba entre las «mentiras» democráticas y la «verdad» fascista. Creía en una forma de verdad que trascendía el sentido común democrático porque era trascendental. «En un momento determinado de mi vida —recordaba— corrí el riesgo de volverme impopular con las masas al anunciarles lo que yo creía que era la nueva verdad, una santa verdad [la verità santa]».
Para Mussolini, la realidad debía seguir imperativos míticos. Poco importaba que al principio la gente no estuviera convencida; también había que desafiar su incredulidad. El marco mítico del fascismo estaba arraigado en el mito fascista de la nación. Ese mito, declaraba, «nosotros queremos traducirlo a una realidad completa». El mito podía cambiar la realidad; pero la realidad no podía representar un obstáculo para el mito. Esta santa verdad del fascismo se definía también por la imposición de fronteras peculiares entre las verdades fascistas y la naturaleza falaz del enemigo. Del otro lado estaban las mentiras del enemigo. A través de las fronteras europeas, la gente estaba encantada con «la obsesión del Mito Ruso» —el bolchevismo—, pero Mussolini consideraba que esos mitos rivales eran falsos en la medida en que se oponían a las formas absolutas de Verdad arraigadas en el nacionalismo extremo, y por supuesto a su propio liderazgo, que él había identificado con el mito. A ese mito, decía el Duce, «subordinamos todo lo demás».
Al modernizarlo, los fascistas transformaban el mito, que pasaba de una creencia personal a una forma primaria de identificación política. En esa reformulación, la política verdadera era la proyección de un yo interior antiguo y violento que, aplicado a la política, superaba los artificios de la razón. Esta operación les permitía definir como verdadero todo aquello que se adecuara a sus propios objetivos, postulados y deseos ideológicos.
Esta dimensión mítica del fascismo era antidemocrática. Históricamente, la democracia se ha fundado en la idea de que la verdad se opone a la mentira, las creencias equivocadas y la información errónea. Los fascistas, en cambio, ofrecían una idea de verdad radical en dictadura. Como explicaba el historiador Robert Paxton, para los fascistas «la verdad era todo lo que permitiera que el hombre (y la mujer) nuevo fascista dominara a otros, y todo lo que contribuyera al triunfo del pueblo elegido. El fascismo no se apoyaba en la verdad de su doctrina sino en la unión mística del líder con el destino histórico de su pueblo, una idea vinculada con las ideas románticas de florecimiento histórico nacional y de genio espiritual o artístico individual, aunque el fascismo negaba al mismo tiempo la exaltación romántica de la creatividad personal irrestricta».

1941. «¡Aplastemos y aniquilemos al Enemigo!». Propaganda soviética a cargo de Kukryniksy, grupo de tres caricaturistas moscovitas. Crédito: Getty Image
La unificación metafórica fascista de pueblo, nación y líder respondía a la visión del mito como forma de verdad última. Pero los precedentes políticos abundaban. El carácter inquietante que verdad y mentira tienen en el fascismo es una dimensión recurrente en la larga historia de la relación entre verdad y política. Para la filósofa Hannah Arendt, si la historia de la política muestra siempre una relación tensa con la verdad, la resolución fascista de esa tensión implica la destrucción de la política. La mentira organizada define al fascismo. Sólo los hechos (y las mentiras) formulados por el liderazgo podían aceptarse como verdades.
Distorsionar la verdad con el pretexto de promover una realidad alternativa es un fenómeno común en la historia fascista. El dictador fascista español Francisco Franco negó su participación en uno de los más grandes crímenes de guerra: el repugnante bombardeo de Guernica, que dejó cientos de muertos. Aunque el bombardeo haya sido un acto muy bien documentado del gobierno fascista, Franco sostenía que «los Rojos» habían «destruido Guernica» para difundir «propaganda» y mentiras sobre él. Cooptaba así la idea misma de verdad, sosteniendo que las mentiras no eran suyas sino de sus enemigos políticos.
Del mismo modo, los nazis no distinguían entre hechos observables y «verdades» ideológicamente orientadas. Las consecuencias más radicales de la dictadura totalitaria aparecieron cuando «los líderes de masas tomaron el poder para amoldar la realidad a sus mentiras». Años después, en su controvertido estudio sobre Adolf Eichmann, Arendt aportó una indagación fundamental sobre el razonamiento de uno de los planificadores del Holocausto que epitomizaron el fenómeno del «desprecio extremo por los hechos como tales». Arendt equiparaba la adhesión a la mentira de Eichmann con toda una sociedad «que se escudaba contra la realidad y la factualidad exactamente con los mismos medios, autoengaño, mentiras y estupidez, que ahora se habían inoculado en la mentalidad de Eichmann».
Arendt perdía de vista una dimensión importante del proceso de Eichmann: la perspectiva de la verdad tal como la presentaban las víctimas. En su retrato de Eichmann también faltaba la profunda dedicación ideológica, incluso el fanatismo del hombre. Aun en el momento de morir, Eichmann declaró ceremoniosamente: «Que viva Alemania, que viva Argentina, que viva Austria. Yo no las olvidaré». Arendt escribe el júbilo de Eichmann al sentir la relevancia de su propia muerte como un momento de una «estupidez grotesca». Pero para Arendt esa conciencia era señal de una representación estereotipada del momento, no de su comprensión ideológica. En su descripción, las últimas palabras de Eichmann eran «clisés»: la banalidad del mal. Otros historiadores optaron por hacer hincapié en el hecho de que esas últimas palabras, y en términos más generales su pasado nazi y sus crímenes, eran resultado del compromiso profundo de Eichmann con lo que él consideraba era la verdad ideológica esencial del nazismo. Eichmann veía su vida y su muerte como una memoria que iba más allá de su itinerario transatlántico entre múltiples ciudades, de Berlín a Buenos Aires y de Buenos Aires a Jerusalén.
No había nada verdadero en las falsedades ideológicas fascistas, pero sus partidarios querían que esas mentiras fueran lo más reales posible. Concebían lo que veían y no les gustaba como algo que no era verdadero. Mussolini sostenía que una tarea central del fascismo era negar las mentiras del sistema democrático. Oponía también la verdad del fascismo a la «mentira» de la democracia.
Muchos años antes de que Eichmann se enfrentara con la justicia en Jerusalén, el escritor argentino Jorge Luis Borges imaginaba una muerte nazi parecida en un cuento publicado en Buenos Aires en 1946. Tras la derrota del nazismo, el asesino de la ficción borgeana, Otto Dietrich zur Linde, reflexiona sobre el significado del fascismo, el pasado y el presente. Zur Linde había vivido el momento sublime de la guerra, pero para él era en la derrota donde se revelaría la verdad definitiva: en «los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre». Pero en esa exaltación no había lugar para la verdad. No era en el momento sublime de la victoria sino en el olor a «heces» de la derrota donde nazis como él encontraban una verdad que trascendía las explicaciones fácticas (3).
Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Descartados los hechos y la experiencia vivida, Zur Linde, circularmente, identifica la verdad con la fe nazi. Para Zur Linde, subdirector del campo de concentración de Tarnowitz, la verdadera «explicación» del fascismo residía en la afirmación de la devoción por la violencia. Era una fe —no necesitaba corroboración— que implantaría el «paraíso» en la Tierra: «El mundo se moría de judaísmo, y de esa enfermedad del judaísmo que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada».
Como Borges sugiere en tono de broma en la cita que sirve de epígrafe a este capítulo, uno debería reconocer las mentiras como tales, pero no darse el lujo de ignorarlas al analizar los actos de violencia que inspiran. Aunque esté claro para nosotros que, como el narrador nazi imaginario de Borges, en Jerusalén Eichmann se engañaba a sí mismo, no era así como los fascistas explicaban y vivían sus acciones. Los términos míticos en que los fascistas entendían su papel en la historia reclaman una explicación histórica Arendt insistía en señalar la función y el papel de esas mentiras en el sistema totalitario sin analizar primero por qué los fascistas creían en ellas. No tenía tanto interés en la lógica de sus motivos. «El sujeto ideal de la regla totalitaria —razonaba— no es el nazi convencido ni el convencido comunista, sino la gente para la cual ya no hay diferencia entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) ni entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares de pensamiento)». Pero por importante que sea ese sujeto general «ideal», el foco de mi libro está en los convencidos. En otras palabras, Arendt lidiaba con tipos ideales, y yo examino figuras reales, históricamente documentadas, y fundamento mis argumentos en la historia del fascismo. Los historiadores del fascismo también necesitan comprender cómo justificaban los fascistas sus mentiras.
¿Por qué creían los fascistas que sus mentiras eran la verdad? Como observaron en su momento muchos antifascistas, la historia fascista de la dictadura se funda en mentiras. El imaginario mítico que los fascistas postulaban como realidad nunca pudo ser corroborado, porque estaba basado en fantasías de dominación total en el pasado y el presente.
Notas al pie:
1. Hitler y Goebbels insistían en que la propaganda requiere constante repetición, pero nunca afirmaron que estuvieran mintiendo En realidad, creían lo contrario, que hablaban en nombre de la verdad. Los fascistas suelen negar lo que son y atribuyen sus propias características y sus propias políticas totalitarias a sus enemigos. Así, Goebbels nunca dijo que repetir mentiras fuera fundamental para el nazismo; lo que sí dijo en 1941, a propósito de la «fábrica de mentiras de Churchill», es que «los ingleses se rigen por el principio de que si mientes, entonces miente, y sobre todo apégate a la mentira que hayas dicho». En 1942 escribió en su diario privado que «la esencia de la propaganda es la simplicidad y la repetición».
2. Adolf Hitler en Mein Kampf.
3. Borges, «Deutsches Requiem», Obras completas I.
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