Mañana lo dejo

Fragmento

Índice

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Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Y para terminar

Sobre el autor

Créditos

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1

 

¿Conocéis a alguien que quisiera celebrar su divorcio? Yo sí. Lo normal es que hagan celebraciones quienes se van a casar. Se les oye tocar el claxon los sábados camino del ayuntamiento, o se les ve por la calle, el día antes de su boda, pasar en grupo disfrazados de payaso o casi desnudos. Entre fanfarrias y tambores se enorgullecen de estar sepultando sus vidas de jóvenes solteros (aunque a veces tengan más de treinta y cinco años). Las estadísticas dicen que el diecinueve por ciento de las parejas se separan al cabo de un año, y nadie se dedica a lanzar confeti por ello. Pues Jérôme sí.

No asistí a sus dos primeras bodas, pero sí a la tercera. No es fácil explicar que uno se ha casado y divorciado tres veces a los treinta y dos años. El adagio popular dice que «a la tercera va la vencida», pero a veces los proverbios también se equivocan.

Que quede entre nosotros, la fiesta por su divorcio me pareció mucho más divertida que sus convites de boda. Sin fardar, sin tanta etiqueta ni convenciones sociales, ni colas para saludar a los novios, nada de vestidos que te sofocan, ni zapatos con un tacón altísimo que son un peligro mortal, ni colectas para la iglesia, ni menús llenos de salsas incomestibles o bromas estúpidas de su tío Gérard, quien de hecho ni siquiera estaba invitado. Solo aquellos a los que tenía verdadero afecto y la confianza suficiente como para poder decirles: «Me he vuelto a equivocar, pero quiero seguir contando con vosotros». Me parece que incluso asistió su primera mujer.

Así que un sábado de octubre por la tarde me veo en un apartamento abarrotado, rodeada de gente que se lo está pasando verdaderamente bien gracias a Jérôme. Es todavía temprano. En un ambiente surrealista aunque relajado, sonreímos y hablamos de todas las veces que hemos metido la pata y de las cosas de las que nos arrepentimos. Parecemos un grupo de «fracasados anónimos». Fue Jérôme quien rompió el hielo:

—Muchas gracias a todos por haber venido. Lo único que celebro hoy es el haberos conocido. Cada uno de vosotros forma parte de mi vida. Quiero puntualizar que los regalos que generosamente me hicisteis por cualquiera de mis bodas no los voy a devolver. Esta noche no voy disfrazado, ni cuento con vosotros para poder pagar mi luna de miel, ¡ni siquiera tengo mujer! No sé si es una perversión mía, pero a veces me pregunto si me casé con Marie solo para poder celebrar hoy mi divorcio. Lo asumo. Os regalo la posibilidad de que os comparéis conmigo y así saldréis beneficiados. Si algún día estáis deprimidos y os torturáis por vuestros fracasos pensad en mí y, sinceramente, espero que os vaya mejor.

Todos rieron y aplaudieron, y una chica se puso a contarnos cómo la habían echado del curro hacía tres semanas por haberse reído de un cliente calentón que tonteaba con ella. Creyó que era un comercial lleno de testosterona, pero en realidad era el joven y fogoso director general del cliente más importante de su empresa. A la cola del paro y muerta de risa. Después de ella todo el mundo siguió contando sus desventuras.

De confidencia en confidencia, la velada fluyó con rapidez; la gente tenía cosas que decir. Nadie hablaba de la tele ni de todas esas cosas superficiales que pueblan inútilmente nuestra vida. Nadie necesitó emborracharse para desinhibirse o pasárselo bien. Nos sentíamos miembros de una misma especie, seres humanos con fallos. Cuando uno celebra un cumpleaños, una victoria o un hecho reseñable jamás disfruta de un ambiente como el que ese día pudimos compartir. Siempre hay una estrella o una pareja que son el centro de la fiesta, subidos en su pedestal mientras los demás los contemplan en silencio. Sería más fácil celebrar nuestras caídas. Sin pódiums ni vanaglorias, simplemente alegrarnos del hecho de estar vivos y cerca los unos de los otros. Seguramente son más nuestros fallos que nuestros éxitos. No obstante, aquella noche, y a pesar de las humillaciones de las que fui testigo, no me atreví a pronunciarme. Demasiado miedo, demasiada vergüenza, y eso que tendría mucho que relatar. Si me pusiera a contar todas aquellas decisiones que he tomado y en las que me he equivocado, necesitaría meses, por muy rápido que hablara.

He acudido a la velada para estar con Jérôme, para olvidarlo todo, para disfrutar, y mis expectativas se van cumpliendo. Pero esto no debería ser excusa para bajar la guardia. Nunca se sabe en qué momento el destino te va a jugar una mala pasada, ni de qué forma. A mí me asaltó aquella noche, y su mensajero tenía un aspecto muy raro.

Cuando salgo a fumar al balcón me encuentro con todos los fumadores apoyados en la pared igual que los condenados se apoyan en un paredón de fusilamiento. Ya es de noche y hace un poco de frío. Observo el barrio hundido allí abajo. Como Jérôme vive en un quinto, disfruta de una bonita vista de los tejados y del parque vecino. Me apoyo en la barandilla de aluminio, que está helada. Inspiro profundamente, pero no recibo la bocanada de aire fresco que esperaba, sino un humo negro proveniente de un tipo grande que fuma no muy lejos de mí. Toso y vuelvo a intentarlo. Así sí. Perseverar siempre. El aire fresco llena mis pulmones. Serenidad. Desde donde estoy oigo las risas que se escapan del salón mezcladas con los ruidos de una ciudad que se prepara para irse a dormir. Ligero estremecimiento de felicidad.

Me pongo entonces a pensar en todo lo que he vivido durante los últimos meses. Estoy tan a gusto que por primera vez puedo planteármelo como si fuera la vida de otra, de alguien diferente a mí a quien puedo analizar desde la distancia. Ni hablar de centrarme en las verdaderas preguntas. Con esas nunca me aclaro. Demasiado numerosas, demasiado reales. Simplemente busco una visión de conjunto, neutra, una evaluación fría, por eso de sentirme segura y, por un instante, como un general en el campo de batalla.

Fue entonces cuando sentí que alguien me miraba insistentemente. Me giré y descubrí a un chico joven que llevaba un jersey muy cool. No sé por qué, pero su cara me recordó a la de una ardilla. Dos ojitos negros, una nariz respingona y dientes ideales para partir nueces. Ese era el aspecto del mensajero del destino. Me miraba fijamente.

—Hola.

—Hola, ¿qué tal?

—Me llamo Kevin, ¿y tú?

—Julie.

—¿Eres amiga de Jérôme?

—Sí, como todos los de esta fiesta.

—Oye, Julie, ¿qué es lo más estúpido que has hecho en tu vida?

No fue la pregunta lo que me inquietó sino la rapidez con la que acudieron las respuestas a mi mente. Hubiera podido contarle aquella ocasión en la que me caí por unas escaleras con la cabeza atrapada y los brazos bloqueados en las mangas del jersey que intentaba ponerme. Un brazo roto, dos costillas lesionadas y un moratón en la barbilla que tardó más de un mes en desaparecer. Hubiera podido hablarle de aquella otra ocasión en la que, reparando un enchufe, necesitaba las dos manos libres y se me ocurrió la genial idea de sujetar el cable con la boca. Estuve viéndolo todo amarillo durante más de una hora.

Hubiera podido darle cincuenta respuestas, todas igual de ridículas, pero no dije nada. Su pregunta fue como una bofetada. No sé quién era ese Kevin, creo que de hecho ni le contesté, pero mi cerebro se puso a hervir. ¿Lo más estúpido que he hecho en mi vida? Debía reflexionar porque tenía cientos de ejemplos. Podía hacer una lista por orden alfabético o cronológico. Pero algo estaba claro: por primera vez me debía una respuesta. No podía darme a la fuga. Mi cerebro en esta ocasión no me dejaría encontrar una salida de emergencia. Era como la señal que esperaba para plantearme la pregunta existencial que durante demasiado tiempo me había negado a responder.

Fue entonces cuando decidí contestar sinceramente. Y por eso ahora me dirijo a vosotros. Para contaros lo más estúpido que he hecho en toda mi vida.

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2

 

Es magnífico ver cómo las orcas se sumergen en el agua. La fascinante fuerza del animal, la fluidez y la precisión con la que se hunde para lanzarse tras su presa. Pero ¿contra qué presa lanzarse cuando te acaba de dejar tu novio y no tienes ni fuerzas ni ganas?

Me llamo Julie Tournelle, tengo veintiocho años y estoy agobiada. Y no porque me persiga ninguna orca, sino porque, de momento, mi vida no se parece en nada a aquello que me habían descrito. Lo que es seguro es que nunca hubiera debido aceptar aquella invitación al sur. Me volvieron a timar sin que yo opusiera resistencia. Carole me dijo: «Ven a vernos. Te sentará bien. Hace mucho tiempo que no pasamos un fin de semana juntas. Así tendremos tiempo para hablar. Y, además, podrás ver a tu ahijada. Ha crecido mucho, es una monada y se pondrá muy contenta. Venga, ven».

Es cierto que Cindy ha crecido mucho, y no ha hecho más que empezar. Y es que tiene nueve años. También es cierto que es una monada, pero como he prometido decir toda la verdad, debo precisar que su lado «mono» se esfuma pasada la primera mañana con ella. Es extraño que diga esto ya que adoro a los niños. O por lo menos creo que adoraré a los míos si algún día llego a tenerlos. El caso es que un hermoso sábado de agosto te encuentras en Antibes, en un parque acuático encajado entre dos autopistas, junto a otros miles de personas que se dedican a observar a los peces que saltan encerrados en sus estanques para alcanzar sardinitas. Hace calor, el asfalto se pega a los pies y el precio de la botella de agua es el mismo que el del barril de petróleo. Sales de un parking repleto de coches familiares con asientos para bebés y no puedes evitar preguntarte qué haces allí. La respuesta no tarda en revelarse en cuanto llega el momento de darle un algodón de azúcar a Cindy. De pequeña me encantaba el algodón de azúcar, a pesar de la sensación pegajosa en los labios. Papá, mamá, os debo una disculpa. El algodón de azúcar es un horror, un peligro, una abominación. Un niño nunca es capaz de acabárselo y sus progenitores siempre terminan pringados. No solo se queda pegado a los labios, sino también a la nariz, a la ropa y al pelo. Lo peor ocurre cuando en la cola un tipo enorme me empuja sobre Cindy y su algodón de azúcar se unta en mi camiseta. Una señora encantadora me comenta que se llama «la maldición de Spiderman», porque se pega como una tela de araña. ¡Y pensar que todavía no hemos entrado en el parque!

Antes del gran espectáculo de los delfines, nos metemos en los pabellones didácticos en los que los bichos nadan en tanques al lado de carteles explicativos. «Los animales son nuestros amigos», «Somos responsables de ellos», «La Tierra está en peligro». Todo esto es cierto. Pero también lo es que yo me siento en peligro en ese parque y nadie se ha molestado en hacer carteles.

—¡Oh, mira, madrina! ¡La tortuga se llama Julie, como tú!

—Tiene tus ojos —añade Carole con guasa—. Sin embargo, parece que ella sí que es capaz de conservar a su pareja.

Ignoro de dónde emana la energía capaz de hacerte sonreír cuando lo único que sientes son ganas de echarte a llorar. Sin duda del mismo sitio del que sale esa contención que te impide pegarle un bofetón a tu amiga por su amargo sentido del humor. Hace calor, Cindy tiene sed, Cindy quiere comprar peluches y yo solo me quiero morir.

El resto del fin de semana transcurre como un lento descenso a los infiernos. Te invitan a una verdadera casa familiar rodeada de flores, con el monovolumen aparcado en la entrada, los juguetes campando por el salón, fotos en las paredes y bromas que solo ellos entienden. Y pese a la amabilidad recibida, te sientes ajena a ese mundo lleno de afecto, tan normal para ellos que tienen la suerte de vivir en él.

Cindy toca una pieza con la flauta. No la identifico. ¿Es el Claro de luna masacrado? ¿Una traición al Himno de la alegría? No, es la sintonía de la nueva serie del californiano con acné cuyos pósters cubren las paredes de su habitación. Tras ello viene la degustación de galletas quemadas. Si algún día tengo cáncer ya sé cuál fue la causa. Finalmente jugamos a maquillarnos. Debería haberle metido hasta el fondo de la nariz la base de maquillaje vista su falta de consideración al rellenarme las orejas con el pintalabios.

Sin embargo, todo aquello no fue lo peor. Carole no mentía cuando dijo que hablaríamos.

—Casi es una suerte que Didier te haya dejado. No era tu tipo. Siempre iba a tener la mentalidad de un niño de diez años y habrías tenido que ocuparte de él toda la vida.

Si en vez de decir Didier hubiera dicho Donovan y si después hubiese añadido: «Solo te quería por tu dinero», bien podría haberse tratado del diálogo de una serie americana. Muchas gracias, Carole, qué haría yo sin ti.

Lloré durante todo el trayecto de vuelta en el tren. Intenté sin éxito dejar de pensar en ello. En la estación, en un momento de flaqueza, me compré una revista que hablaba de los michelines y de los tratamientos de desintoxicación de las famosas. Nunca he entendido que se puedan publicar artículos sobre niños que mueren de hambre y que, en la página de al lado, aparezca una colección de modelos en sus coches de lujo vestidas con trapitos que equivalen al sueldo de seis mil años para aquellos pobres desgraciados que incluso podrían estar muertos cuando se publica esa revista. ¿Cómo podemos aceptarlo sin revolvernos? Pasé las páginas hasta llegar al horóscopo. «Leo: sepa escuchar a su pareja si no quiere que todo acabe en una gran pelea.» ¿Qué pareja? Escucharle, eso fue lo que hice, y todo para nada. «Salud: evite abusar del chocolate.» «Trabajo: le van a hacer una propuesta que no podrá rechazar.» Lo que se llama una revelación absurda. La verdad es que me gustaría saber cómo se puede leer en los astros que no se debe abusar del chocolate. No creo que Plutón o Júpiter sean capaces de decirme lo que tengo que comer, y los que se empeñan en mantener lo contrario son unos charlatanes. Tampoco me importan demasiado los rumores sobre pseudofamosas que hacen declaraciones tan portentosas como: «Soy capaz de cualquier cosa por ser feliz», o bien: «Adoro sentirme amada». Dejé de lado la revista.

Después intenté desentrañar lo que Cindy había querido plasmar en el dibujo que me regaló antes de que me marchara. ¿Un gato apretujado dentro de un Tupper? ¿Un ácaro visto con un microscopio? Nada conseguía distraerme. Me eché a llorar de nuevo. Pensaba en Didier. Me preguntaba qué estaría haciendo en ese mismo momento. ¿Qué habría hecho ese fin de semana? Solo hacía dos semanas que me había dejado pero estaba segura de que ya habría encontrado a alguien. Un músico buenorro y con moto no suele estar demasiado tiempo soltero. ¡Cómo me tomó el pelo! Qué capullo, ¡y me doy cuenta ahora! Lo conocí en un concierto. No en el Zénith, sino en la sala de fiestas de Saint-Martin, el pueblo de al lado. Era el cantante de un grupo de rock alternativo, los Music Storm. Debería haber desconfiado nada más oír ese nombre. Había ido con dos amigas a su concierto. Nos habían regalado las entradas y por eso fuimos. La música estaba demasiado alta y los ojos se me salían de las órbitas por el ruido. Era horrible, pero ahí estaba Didier, bajo el foco, rodeado de sus alterados compañeros que se creían estrellas del rock. Cantaba en un inglés bastante dudoso, pero era guapo. Lo primero en lo que me fijé fue su culo. Mi amiga Sophie suele decir que los chicos malos tienen los culos más bonitos; y el de Didier era soberbio. Tras el concierto reparé en sus ojos y todo fue muy rápido. Todavía no sé cómo consiguió seducirme. Un cuarto de artista maldito, un cuarto de adolescente rebelde y una mitad que todavía no había conseguido identificar. Un auténtico flechazo. Qué asco. Deberíamos quedarnos simplemente con lo que en un primer momento nos sedujo. Hubiera debido conformarme con su culo. Empezamos a salir, yo lo acompañaba a todos sus conciertos. Llevaba veintiséis años sin pisar un bar y en tres meses conocí todos los de la región. Por él abandoné a mis amigas. Decía que me necesitaba. Pero lo peor sucedía cuando «estaba escribiendo». Se ponía de un humor de perros, pero solo conmigo, no con los demás. Podía pasarse horas delante de la tele sin moverse, para de pronto enfadarse. Salía a conducir su moto mientras yo le compraba ropa. Ya había oído decir que cuando los artistas están creando suelen atravesar fases así. Pero creo que solo es cierto para aquellos que no tienen talento. Pasábamos todo el tiempo juntos. Lo escuchaba mientras hablaba de las mil cosas que tenía pensado hacer, le observaba hojear sus revistas de motos, presenciaba cómo me hacía el amor cuando a él le apetecía, lo contemplaba cuando buscaba inspiración en cualquier cosa, ya fuera Internet o un paquete de cereales Miel Pops. ¿Qué inspiración hay en los ingredientes de los Miel Pops? ¿Cómo pude ser tan tonta? Para ayudarlo, terminé por dejar mis estudios y me puse a trabajar en un banco, el Crédito Comercial del Centro. Durante el día acudía a seminarios en los que nos explicaban cómo exprimir a clientes ya arruinados y por las tardes asistía a conciertos y crisis nerviosas. Por no mencionar aquella ocasión en la que Didier, poseído por un espíritu megalomano, decidió lanzarse sobre «su» público para que lo transportaran como si fuese una estrella del rock. El único problema fue que, en la pequeña sala de conciertos de Monjouilloux, los veinte pelagatos presentes se apartaron y él acabó desparramado en el suelo como un yogur. Debería haber captado la señal de alerta.

Como era de prever, Didier se mudó a mi casa. Yo me hacía cargo de todo. Me trataba como a una groupie. Yo era consciente de ello, pero encontraba excusas para justificarlo. La historia duró dos años. Sospechaba que no podríamos pasar juntos el resto de la vida aunque, a menudo, como ya he confesado, me cuesta enfrentarme a la realidad. Así que ocurrió, el cantante se marchó y yo quedé presa de este trabajo, que solo da para comer, en «el único banco verdaderamente fiable». A partir de entonces todo se derrumbó. Primero vino la soledad y luego las veladas con compañeras tan solteras como yo. Jugábamos a tonterías y nos engañábamos pensando que éramos libres y que se está mejor sin los tíos. Sí, el típico discurso que se desmorona en cuanto una de nosotras al fin se enamora. Cada cual se conforta como puede. Digo «una de nosotras» cuando en realidad debería decir «una de ellas», porque para mí aquello fue como una travesía por el desierto. Nada, rien de rien. Cada vez éramos menos las que acudíamos a aquellas veladas. A veces regresaba alguna de las antiguas participantes. Un club de despechadas. La verdad es que, cuando lo pienso fríamente, lo más emocionante era lo que nos callábamos. Aquellas miradas que se salían del rol que desempeñábamos para aguantar el mal trago. Había entre nosotras una especie de afecto compasivo, torpe, sordo, pero real. No acudíamos al grupo por los juegos tontos, sino por esa solidaridad pudorosa. Pero al regresar a casa, las preguntas aguardan: ¿he estado alguna vez enamorada? ¿Me tocará a mí alguna vez? ¿Existe realmente el amor?

Salgo de la estación tras dos horas y diecisiete minutos de lloros en el tren. Cruzo la mitad de la ciudad a pie. Es una hermosa tarde de verano. Tengo ganas de encontrarme en mi calle, en mi pequeño mundo, pero el destino aún me depara un pequeño imprevisto. Creemos conocer el medio en el que nos desenvolvemos, pero a veces un simple detalle cambia y con él toda nuestra vida. Y eso nunca lo vemos venir.

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3

 

Me encanta mi calle. Posee vida propia, un ambiente particular. Los edificios son antiguos y tienen escala humana. En los balcones hay mil cosas: plantas, bicicletas, perros. Hay también todo tipo de tiendas; estamos bien surtidos, tenemos de todo, desde la pequeña librería hasta una lavandería. Como no es una gran arteria, todos los que la transitan siempre lo hacen con un fin determinado. Tiene una ligera pendiente hacia el oeste. Cuando el sol se pone, se podría pensar que un poco más lejos se encuentran el mar, el puerto, el horizonte, aunque la costa más cercana está a cientos de kilómetros. Crecí en una casa que no estaba muy lejos de aquí. Cuando mis padres se marcharon para instalarse en el suroeste tras su jubilación, decidí quedarme. Conozco a todo el mundo y me siento como en casa. La única ocasión en la que tuve ganas de irme fue después de que Didier me dejara. Demasiados recuerdos (sobre todo malos). Pero pronto los buenos ocuparon su lugar natural. Admiro a los que salen a investigar el mundo, a los que hacen la maleta y se van un año a vivir a Chile, a las que se casan con un australiano, a los que van al aeropuerto sin saber cuál es su destino. Yo no soy capaz. Necesito referencias, un universo propio y poblado de gente conocida. Es cierto que cojo cariño con facilidad. Para mí la vida está formada por aquellos que la hacen mejor. Adoro a mi familia, pero solo la veo dos veces al año. A mis amigos en cambio los veo casi todos los días. Cuando se comparten pequeñas cosas cotidianas se crea un vínculo que es a menudo más fuerte que los lazos sanguíneos. Incluso mi panadera, la señora Bergerot, forma parte de esta peculiar familia. Sabe de qué humor estoy según la cara que traiga, habla conmigo, me conoce desde que era pequeña e incluso a pesar de que sepa cuál es mi edad, hay veces que duda si darme caramelos con el cambio. Su tienda está al lado de la de Mohamed, una tienda de ultramarinos que se llama CHEZ MOHAMED. Siempre está abierta. Es el tercer Mohamed que conozco. Creo que solo el primero que abrió la tienda se llamaba así y los que retomaron el negocio prefirieron cambiarse el nombre antes que corregir el letrero.

Conforme avanzo por mi calle, mejor me siento. Si algún día me vuelvo loca o pierdo la noción del tiempo tengo un truco infalible para saber en qué día de la semana estamos. Es el escaparate del restaurante chino del señor Ping. A veces me pregunto si el suyo es también un nombre falso. En cinco años su francés no ha mejorado nada, pero estoy casi segura de que lo hace a propósito. Para saber el día de la semana solo hay que fijarse en su menú: el viernes es el día de las gambas al natural. El sábado, el de las gambas a la plancha con sal y pimienta. Los domingos, las gambas van con cinco especias, los lunes con salsa agridulce (sobre todo agri), los martes con cayena y, los miércoles, en salsa picante. Si alguna vez venís por aquí, no entréis nunca a partir del domingo. En una ocasión, cuando acababa de mudarme, me pasé un miércoles por la tarde. Casi me muero. Durante tres días estuve encerrada en el cuarto de baño. Llegué incluso a dedicarme a leer el anuario.

Aquel lunes, mientras regresaba, todavía no se había puesto el sol y la temperatura era agradable. Saboreé el momento. Pasé por delante de la casa de Nathalie y las luces estaban encendidas. Cuando me acercaba a mi casa sentí lo mismo que aquel que regresa a casa con los pies cansados y los desliza dentro de sus zapatillas favoritas. Tras tres días con Carole, por fin volvía a sentirme en mi sitio, mi territorio. Creo que incluso el imbécil de Didier sabía que no le interesaba dejarse ver por aquí. Mohamed estaba apilando los albaricoques con dotes de artista.

—Buenas noches, Julie.

—Buenas noches, Mohamed.

Cuando llego a mi portal, todo está en su lugar. Empujo la puerta y me dirijo directamente a los buzones. Dos facturas y publicidad. En una de las cartas unas letras enormes me dicen que puedo ganar un año de comida para gatos. No tengo gatos ni me gusta su comida. Y luego nos dicen que debemos reciclar para salvar el planeta. Si dejaran de inundarnos con esas tonterías.

Mientras cerraba mi buzón me di cuenta del nombre que había en el de al lado. Sabía que la pareja del tercero se había mudado después de que naciera su segundo hijo, pero no que el nuevo ya se hubiera instalado. «Ricardo Patatras.» ¡Vaya apellido! Cualquiera pensaría que hay un circo a la vuelta de la esquina y el payaso vive aquí. Ahora en serio, no está bien reírse de eso, pero es que también... Me quedé un rato releyendo el nombre de mi vecino con una sonrisa estúpida en la cara. La primera del fin de semana.

Subí a casa y llamé a Carole para decirle que había llegado ya y que, qué le vamos a hacer, el morenazo que iba sentado enfrente en el tren no intentó ligar conmigo. Puse una lavadora. Me metí en la ducha y, ¿sabéis qué? No podía dejar de pensar en ese nombre. ¿Cuántos años tendrá el tal Ricardo Patatras? ¿Qué aspecto? Con semejante nombre, era imposible que mi imaginación no echara a volar. Si un «François Dubois» viniese a vivir al piso de abajo, me haría fácilmente un retrato robot, aunque fuera equivocado. Ahora que lo pienso bien, conocí a un François Dubois en el colegio y la última vez que supe de él fue por la florista, que justo llegaba de consolar a la madre porque a él le habían condenado a dos años de cárcel y a una cuantiosa multa por traficar con aceite adulterado. Bueno, no importa. El caso es que el nombre de Ricardo Patatras es algo diferente: parece distinguido, robusto, podría ser el nombre de un aventurero argentino defensor del orangután, el del inventor del cámping gas o el de un mago español que tuvo que exiliarse por dejar a su ayudante ensartada en las espadas como un pincho moruno, algo por lo que nunca se perdonará porque estaba secretamente enamorado de ella. Es un nombre que implica muchas cosas, y no solo un simple vecino de edificio. Y allí, bajo el agua de la ducha, descubrí que tenía un nuevo fin vital: averiguar cómo era mi nuevo vecino. Cerré el grifo y me envolví en la toalla. Escuché ruidos en la escalera. Me precipité hacia la mirilla para ver si era él. Pero lo hice tan abruptamente que resbalé. Si me gustaran los juegos de palabras diría que hice «patatrás», pero fue más bien un «catapún». Así que allí me vi, despatarrada en el suelo, desnuda y dolorida. ¡Seré bruta! No había visto a ese tío todavía y ya estaba haciendo estupideces. Aquella fue la primera vez. Pero no sería ni la última, ni la peor.

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4

 

No sé si existe alguien sobre la faz de la Tierra a quien le guste trabajar en un banco, pero yo lo odio. Para mí los bancos simbolizan el gran fallo de nuestra civilización: tanto a los clientes como a los trabajadores les desagrada profundamente acudir a ellos, pero no queda más remedio.

Todas las mañanas, nada más llegar al banco, hay que verificar el estado de los cajeros y, si algo no funciona, avisar a los de mantenimiento. En cambio, si solo es un problema de limpieza, nos encargamos nosotros. ¿No es increíble la paradoja? Instalan cajeros automáticos por todas partes para deshacerse de nosotros pero luego nosotros debemos ocuparnos de ellos. Es como si tuviéramos que alimentar, lavar los dientes y poner guapo al parásito extraterrestre que acabará por zamparnos. Esta mañana solo hay una pegatina de un grupo de rap. Y de pronto, me imagino que me encuentro una pegatina de los Music Storm que anuncia su patética gira. En ese caso no habría problema con tener que limpiar el cajero: podría incluso prenderle fuego.

Para entrar en la oficina antes de que haya abierto sus puertas, hay que pasar por la cabina de control. Cada vez que me veo encerrada en esa jaula de cristal me agobio pensando que la pánfila de Géraldine se equivoca y, en vez de accionar el botón que abre la puerta interior, le da al del gas tranquilizante que sale del techo. Me imagino entonces asfixiada como un pez dentro de esas bolsitas de plástico de las ferias, gesticulando. ¿Cuál sería mi último pensamiento? Me gustaría creer que diría algo histórico e inteligente, del tipo: «Menuda capulla, esta Géraldine». Nunca habría llegado a adjunta si el largo de su falda no fuera inversamente proporcional al de sus piernas.

Aquel día sobreviví a la cabina y la puerta se abrió.

—Buenos días, Julie. ¡Pero bueno, si estás cojeando!, ¿qué te ha pasado?

—Me he resbalado en la ducha.

—¡A tu edad y sigues jugueteando con tu cuerpo!

No le respondo. Pobre Géraldine. Con un físico tan magnífico como el suyo debe de ser difícil ducharse sin juguetear con su cuerpo. Incluso puede que juguetee con su cuerpo cuando baja la basura. En el fondo no creo que sea mala; de hecho me cae bien. Pero cuando conocemos a una chica estupenda que cambia de novio como de camisa y encima triunfa en su carrera, nos encanta decir que es boba, por pura envidia.

Iba a sentarme en mi sitio, tras la taquilla, cuando el señor Mortagne asoma la cabeza por fuera de su despacho.

—¿Podría venir un momento, señorita Tournelle?

Mortagne es el director de la sucursal. Un gallo de corral. Un tocapelotas. A veces tengo la impresión de que de verdad se cree lo que dicen los folletos que damos a los clientes. Su traje parece una armadura. El mundo tiene que estar yéndose al traste para que alguien así haya acabado en un puesto de responsabilidad.

—Siéntese, Julie.

Se sienta en su sillón como un Airbus con los dos reactores estropeados. Entrecierra los párpados para enfocar la pantalla. Es martes por la mañana, el primer día de nuestra semana, el día de su discurso sobre los «objetivos».

—¿Es usted quien gestiona la cuenta de la señora Benzema?

«Pues claro, memo, lo dice bien claro su ficha de cliente.

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