Julia desaparece

Catherine Egan

Fragmento

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CAPÍTULO 1

El carruaje cruza el puente a la altura del templo de Cyrambel y Jani se escucha decir a sí misma:

—Me bajo aquí.

—¿Aquí? —le pregunta su compañera de viaje, que todavía acuna al bebé dormido en su regazo—. De ninguna manera. No conozco a lord Snow, pero te aseguro que no vive aquí. Aquí no vive nadie.

—Es aquí cerca —dice Jani, riendo, aunque por un segundo es incapaz de recordar dónde residen lord Snow y su familia. Tiene la dirección en el bolso: lo único que tiene que hacer es sacarla, ordenar sus pensamientos. No sabe, ni tampoco tiene tiempo de preguntarse, qué es lo que la impulsa a actuar así. Siente pena por tener que separarse de su compañera y de su precioso bebé. Han compartido el trayecto desde el sur; se pusieron de acuerdo para compartir el carruaje porque ambas iban a la misma zona de la ciudad.

—¿Está segura? —pregunta el cochero, también escéptico. Allí no hay nada aparte del templo, del río, del puente vacío.

—Me apetece pasear un poco —dice.

—Esto no es seguro, señorita —dice el cochero.

—Estaré bien. —Se gira hacia su compañera—. Gracias por hacerme compañía. Por favor, dame tu dirección. Las dos somos nuevas en la ciudad: quizá podríamos conocerla juntas.

—Por supuesto. —Su compañera saca una pluma y una pequeña libreta del bolso, escribe algo al vuelo, dobla el papel y lo aprieta contra la mano de Jani—. Cuídate.

—Tú también —dice Jani. Impulsivamente, se inclina y besa a la mujer en la mejilla. También le da un beso al bebé.

—Di adiós, Theo —dice su compañera, y el pequeño Theo agita una de sus rechonchas manitas.

—Bah, bah.

El cabriolé acelera, perdiéndose en la noche, y Jani se queda sola a la sombra del templo. Alguien la espera. Eso es todo lo que sabe. También sabe que tiene miedo y que no entiende por qué está pasando nada de esto, pero lo cierto es que está pasando. Desdobla el papelito que su compañera de viaje acaba de darle. Lo único que ha escrito es: «Olvídame».

Mira hacia el carruaje, confusa, intentando recordar quién le ha dado el papel. La casa de lord Snow en Forrestal queda aún muy lejos y la noche es muy fría.

—¿Qué estoy haciendo? —dice en voz alta.

La suave mano en su garganta aparece como una respuesta a su pregunta, ahogando su grito. Con un rápido movimiento, el filo de un cuchillo la arranca de la oscuridad de la noche y de todo lo que está por venir.

El suelo bajo mis pies desnudos está helado. Florence y Chloe respiran profunda, apaciblemente. Diría que ha pasado una hora más o menos desde la media noche. Los muelles oxidados de mi camastro chirrían cuando me levanto, pero las dos durmientes siluetas ni se inmutan. Están acostumbradas al sonido, sin duda, porque estas camas chillan como las víctimas de un asesinato cada vez que nos damos la vuelta. Paso junto a sus camas con ligereza y dejo que mi mano se deslice en torno al pomo de la puerta, que ya no chirría: la semana pasada engrasé las bisagras y desmonté, limpié y volví a montar el pomo. Con los muelles de la cama, desgraciadamente, no pude hacer nada.

La luz de la luna se cuela entre las cortinas, iluminando levemente la pequeña estancia del ático en la que dormimos las sirvientas, pero la escalera está a oscuras. Tanteo con cuidado en busca del primer escalón con el pie. En una mano tengo una vela, apagada en su candelero de hierro. Con la otra, cierro la puerta a mis espaldas.

Los dormitorios principales están en la tercera planta, así como el excusado. El reloj de la planta baja me recuerda que son casi las dos de la madrugada, pero aún veo luz colándose por debajo de la puerta de Frederick. Eso no me detiene. Lo más probable es que se haya quedado dormido encima de un libro. Las escaleras que llevan a la segunda planta son más anchas. Las bajo veloz, apoyando una mano en la pared para guiarme en la oscuridad. Sé de memoria cuáles son los peldaños que crujen, así que mi descenso es completamente silencioso. Aquí está la biblioteca; allí, la sala de música; más allá, la sala de lectura de la señora Och, y, por fin, mi destino de esta noche: el despacho del profesor Baranyi. Esta habitación no la limpiamos, así que nunca he estado dentro. Por la noche, se cierra con llave.

Pero una cerradura no es impedimento para mí.

Por debajo de la puerta no se ve luz, pero de todos modos apoyo la oreja contra la madera, por si acaso hay alguien, y escucho. Con la mano libre, me quito una horquilla del pelo y la estiro. No soy demasiado experta abriendo cerraduras con horquillas, pero tengo los conocimientos básicos y consigo abrirla en menos de un minuto.

He cosido un librillo de cerillas al dobladillo de mi camisón. Cuando enciendo una, la habitación se dibuja ante mí, las amenazadoras estanterías y los muebles proyectando sombras monstruosas que me acechan. Cuando enciendo la vela, la luz titilante hace que las sombras bailen y brinquen. Nunca he sido de las que se asustan de las sombras, así que me dirijo directamente al escritorio del profesor Baranyi.

El profesor no es un hombre ordenado, por decirlo suavemente. Pilas de libros y hojas de papel en precario equilibrio ocupan hasta el último centímetro del espacio. Tres ceniceros rebosantes de colillas de cigarrillos, dos vasos medio llenos, peligrosamente apoyados sobre un montón de grandes carpetas de cuero, y el tintero abierto, con la pluma goteando sobre el papel secante.

Sería más fácil si supiera qué estoy buscando.

A mi espalda escucho un sonido amortiguado —mi imaginación lo convierte en un pañuelo saliendo de un bolsillo— que me paraliza.

—Uhhh, uhhh —dice una vocecilla aflautada. Casi se me escapa la risa de puro alivio. Posado en una percha hay un buhito marrón que parpadea en dirección a mí.

—Lo siento —susurro—. Vuelve a dormir.

—Uhhh —ulula el búho, encogiendo las alas y acomodándose en su percha.

Me giro de nuevo hacia el escritorio del profesor Baranyi, levanto la vela e inspecciono los libros y papeles que hay alrededor del tintero, lo que fuera que estuviera mirando antes de irse a la cama. Esme me enseñó a leer, y soy capaz de hacerlo bastante rápido y bien, incluso garabatos inteligibles y con faltas de ortografía. Rebusco un poco entre sus papeles: un viejo recorte de periódico acerca de un lago, en algún lugar que desconozco, que se ha secado misteriosamente; listas de nombres en las que algunos aparecen tachados; números sin contexto; listas de ciudades y países. Un círculo rodea un nombre en una larga lista: «Jahara Sandor – Hostorak 15c». El nombre me provoca un sobresalto. Hostorak es la inexpugnable prisión donde las brujas, los practicantes del folclore y otros adeptos a la magia esperan su ejecución. Es un enorme monolito gris tras el Parlamento, el edificio más horroroso de toda la ciudad de Spira, y también el más aterrador. Memorizo el nombre, Jahara Sandor, y el número, 15c, sin saber lo que pueden significar.

En la parte de atrás del despacho hay un largo banco de trabajo con instrumentos cient

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